CAPÍTULO II

Nuestro héroe llevaba ya más de una semana en la ciudad, pasando el tiempo, como suele decirse, de modo muy agradable en continuas veladas y comidas. Por último, resolvió trasladar al exterior el campo de sus actividades y hacer una visita a los propietarios Manilov y Sobakevitch, a quienes así lo había prometido. Tal vez le impulsara otro motivo de más peso, una razón más seria, que le tocaba más de cerca… Pero el lector se irá enterando de todo por sus pasos contados y en el momento oportuno, si tiene la suficiente paciencia para leer la presente narración, muy larga, que se extenderá y ampliará a medida que se aproxime a su fin, que corona toda obra.

Al cochero Selifán le dio la orden de tener enganchados los caballos, por la mañana muy temprano, en el coche de paseo. Petrushka debía permanecer en la posada, pues estaba encargado de guardar el aposento y equipaje. Y al llegar aquí, no estará de sobras que al lector le sean presentados estos dos criados de nuestro protagonista. Aunque no son personajes de gran importancia, y a pesar de que corresponden a los que se les da el nombre de secundarios, o incluso de tercer orden; a pesar de que ni la marcha de los acontecimientos ni los resortes del poema se apoyan en ellos, y sólo los rozan en escasas ocasiones, el autor siente gran afición por los detalles en sus mínimos aspectos, y en este sentido, aunque ruso, pretende usar la misma meticulosidad que un alemán.

Por otra parte, en esto no empleará mucho tiempo ni espacio, ya que bastará añadir poca cosa a lo que el lector ya conoce, es decir, que Petrushka llevaba una levita bastante amplia de color marrón, heredada de su señor, y, siguiendo fielmente la costumbre de los hombres de su clase social, tenía la nariz grande y los labios gruesos. Por su carácter era más bien callado que hablador. En él se veía incluso una elevada tendencia a la ilustración, es decir, a leer libros, cuyo contenido no le importaba lo más mínimo. Le daba exactamente lo mismo que contara las aventuras de un héroe enamorado, que fuera un simple abecedario o un libro de oraciones: todo lo leía con idéntica atención. De haberle entregado un libro de Química, con él habría apechugado también. Le gustaba no lo que leía, sino el hecho de leer, o mejor dicho, el proceso de la lectura, ver cómo las letras se iban juntando para formar palabras que, en algunas ocasiones, sólo el diablo sabría lo que querían decir.

A la lectura se dedicaba de ordinario en posición horizontal en la antesala, encima de la cama y el colchón, razón por la cual éste estaba tan aplastado y liso como una torta. Aparte de la afición a la lectura, tenía otras dos costumbres que eran en él otros tantos rasgos característicos: acostarse vestido, sin desnudarse jamás, con la levita que llevaba siempre puesta, y emanar constantemente un olor muy particular, tan personal y propio, como de aposento repleto de gente y sin ventilación de tal modo que con sólo dejar en cualquier parte, aunque se tratara de una habitación deshabitada hasta aquel momento, y trasladar a ella su capote y sus cosas, parecía que en aquel cuarto habitaba mucha gente desde hacía más de diez años.

Chichikov, que era en extremo quisquilloso y en ocasiones incluso exigente, todas las mañanas hacía una inspiración, fruncía el entrecejo, meneaba la cabeza y exclamaba:

—No sé qué demonios te pasa. Si es que sudas, tendrías que ir al baño, muy a menudo.

Petrushka no respondía ni media palabra y en seguida procuraba hacer cualquier cosa, se dirigía con el cepillo en la mano hacia el frac de su señor, colgado en la percha, o recogía lo primero que encontraba. Se ignora lo que pensaba en esas ocasiones; tal vez se dijera para sus adentros: «¡Pues tú sí que estás bueno! Jamás te cansas de repetir cincuenta veces lo mismo». Dios sabrá; es harto difícil indagar lo que un criado está pensando mientras su señor le reprende. Así, pues, esto es todo lo que por ahora podemos decir sobre Petrushka.

Selifán, el cochero, era el polo opuesto… Pero al autor le ruboriza su empeño en distraer a los lectores por tanto tiempo con personas de tan baja condición, sabiendo sobradamente por experiencia cuán reacios son a conocer nada de las clases inferiores. El ruso es así: en él prevalece la pasión por aproximarse a todo el que ocupe aunque sólo sea un peldaño más arriba en la escala social, y prefiere conocer superficialmente a un conde o a un príncipe que entablar cualquier íntima amistad. El autor hasta llega a tener sus temores por lo que respecta a nuestro héroe, que no es más que un consejero colegiado. Quizá los consejeros palatinos no opongan resistencia a entablar conocimiento con él, pero los que han llegado al grado de general, quién sabe, acaso le dediquen una de esas miradas de desprecio que se dirigen con altivez a todo cuanto se arrastra a nuestros pies, o lo que es más grave todavía, quizá pasen de largo con una indiferencia que sería fatal para el autor. Pero por penoso que resulte lo uno y lo otro, es preciso volver con nuestro protagonista.

Así, pues, habiendo dado la víspera las oportunas órdenes, se despertó muy temprano, se lavó, se friccionó de arriba abajo con una esponja mojada, cosa que no hacía nada más que los domingos —y ese día era domingo—, se afeitó de tal manera que sus mejillas quedaron tan sumamente tersas y vivaces, que parecían de seda, se puso su frac de color rojo claro con pequeñas motitas, y su capote forrado de piel de oso, descendió las escaleras apoyándose ya por un lado ya por otro en el mozo de la posada, y subió al coche. Entonces el coche cruzó con gran estruendo el portón de la posada y salió a la calle. Un pope que se tropezó por el camino se descubrió en cuanto le vio, y algunos chiquillos, con sus camisas a cuál más sucia, le tendieron la mano exclamando:

—Una limosnita para este pobre huérfano.

El cochero, al advertir que uno de ellos hacía grandes esfuerzos por subirse a la trasera, le lanzó un latigazo, y el coche prosiguió su camino, saltando al trote por el desigual empedrado de la calzada. Con gran alegría distinguieron a lo lejos la barrera pintada a franjas de la puerta de la ciudad, señal evidente de que el empedrado, como les sucede a todos los suplicios, no tardaría en llegar a su fin. Chichikov tuvo tiempo aún de dar algunas cabezadas un tanto fuertes contra el techo del carruaje antes de que éste comenzara a rodar sobre terreno blando.

En cuanto la ciudad se quedó atrás, comenzaron a desfilar a ambos lados del camino las cosas más peregrinas y absurdas, según es costumbre en nuestro país: pequeños montículos, un bosque de abetos, diversos grupos de pinos jóvenes, bajos y ralos, troncos de viejos pinos calcinados por los incendios, brezos y otras menudencias semejantes. Se veían aldeas tiradas a cordel con sus casas que parecen montones de leña, cubiertas con unas techumbres de color gris, circundadas por adornos de madera tallada, que parecían imitar los dibujos de las toallas bordadas.

Algunos campesinos, como suelen hacer siempre, se hallaban sentados en sendos bancos frente a sus casas, enfundados en sus zamarras de piel de carnero y sin dejar de bostezar. Las mujeres, de rostro ancho, vestidas con trajes ajustados a la altura del pecho, contemplaban el panorama desde las ventanas del piso superior. Por las de la planta baja aparecían los terneros o el puntiagudo hocico de los cerdos. En resumen, se trataba de un paisaje conocido a la perfección. Habían recorrido ya quince verstas cuando a Chichikov le vino a la memoria que, según lo que había dicho Manilov, por allí debía hallarse su aldea, pero siguieron más allá del poste que indicaba la versta dieciséis sin que hubieran visto ninguna aldea. Y les habría sido muy difícil encontrarla si no hubiera sido por dos campesinos con quienes se cruzaron en el camino. Al preguntarles si Zamanilovka distaba mucho de allí, los agricultores se descubrieron y uno de ellos, más avispado, que llevaba barba de chivo, repuso:

—Querrás decir Manilovka, y no Zamanilovka.

—Sí, por supuesto, Manilovka.

—Claro, Manilovka —dijo el campesino—. Una versta más allá la encontrarás a tu derecha.

—¿A mi derecha? —repitió el cochero.

—Sí, a tu derecha —respondió el campesino—. Allí verás el camino que va a Manilovka. Zamanilovka no existe. Su nombre es éste, Manilovka.

—No hay ninguna Zamanilovka. Al subir la cuesta podrás ver un edificio de piedra de dos pisos; es la casa señorial, es decir, la casa en que vive el señor. Pero nunca se ha tenido idea de que por aquí hubiera ninguna Zamanilovka.

Prosiguieron su camino en busca de Manilovka. Pasaron otras dos verstas y hallaron el camino vecinal que torcía a la derecha. Pero recorrieron dos verstas más, y tres, y cuatro, y el edificio de piedra de dos pisos aún no aparecía. Chichikov se acordó entonces de que siempre que alguien invita a uno a visitarle en su aldea, que se halla a quince verstas, debe calcular que serán con seguridad treinta o más.

El lugar en que estaba situada la aldea de Manilovka presentaba escasos atractivos. La mansión señorial se hallaba en un altozano, expuesta a todos los vientos que quisieran soplar. La ladera de aquel altozano estaba cubierta de césped bien igualado, con algunos macizos de lilas y acacias amarillas siguiendo el estilo inglés. Por diversos lugares cinco o seis abedules presentaban a los vientos su raquítico ramaje. Bajo dos de ellos había un cenador de cúpula chata pintada de color verde, con columnas hechas con troncos de azul, donde se leía: «Templo de meditación en la soledad». Algo más abajo podía distinguirse un estanque cuya superficie estaba tapizada de hierbas, lo que, por lo demás, se ve con mucha frecuencia en los jardines ingleses de los propietarios rusos. Al pie de ese altozano y rozando con la misma ladera, se hallaban, a lo largo y a lo ancho, varias cabañas de madera, todas ellas de un tono gris, que nuestro protagonista, impulsado por razones que nos son desconocidas, comenzó a contar en seguida. Las cabañas eran más de doscientas. Entre ellas no se veía ni un solo árbol ni el más pequeño rastro de vegetación. Sólo había troncos y más troncos.

El paisaje aparecía animado por dos mujeres que, tras haberse recogido las sayas de un modo muy tradicional, arrastraban por el estanque, con el agua hasta las rodillas, los dos palos de una red rota, en la que habían quedado enredados dos cangrejos y un gobio. Ambas mujeres tenían toda la apariencia de haber reñido y no dejaban de discutir. En la lejanía, a un lado, distinguíase la masa oscura de un pinar, presentando unos insípidos tonos azulados. Hasta el tiempo parecía haberse acomodado adrede al ambiente general del paisaje: no era un día ni despejado ni nublado, sino que ofrecía cierto color gris claro como sólo puede hallarse en los viejos uniformes de los soldados de guarnición, de esa tropa en verdad pacífica y tranquila, a pesar de que acostumbra a emborracharse todos los domingos.

Como complemento del cuadro no podía faltar el gallo, anuncio de los cambios de tiempo, el cual, aunque los demás del corral con sus picos le habían abierto la cabeza hasta los mismos sesos debido a razones relacionadas con los consabidos galanteos, se desgañitaba cantando e incluso agitaba sus alas, tan deshilachadas como una vieja harpillera.

Mientras se aproximaba, Chichikov advirtió en la puerta al dueño de la casa en persona, vestido con una levita verde, quien con una mano en pantalla para protegerse los ojos del sol, intentaba identificar el carruaje que acudía a sus dominios. A medida que el coche se iba aproximando a la puerta, sus ojos adoptaron una expresión alegre y la sonrisa se fue haciendo cada vez más amplia.

—¡Pavel Ivanovich! —exclamó finalmente cuando Chichikov hubo descendido del coche—. ¡Creía que ya no se acordaba de nosotros!

Los dos amigos se dieron unos sonoros besos y Manilov llevó al recién llegado al interior de la casa. Y a pesar de que el tiempo que emplearán para recorrer el vestíbulo, la antesala y el comedor no será mucho, trataremos de aprovecharlo para decir unas breves palabras acerca del dueño de la casa. El autor se ve obligado a confesar que tal empresa resulta bastante difícil. Se prestan mucho más los caracteres grandes: sólo con dejar en el lienzo los colores a grandes pinceladas, poner en él los ojos negros de dulce mirada, las espesas cejas, la frente surcada por las arrugas, la capa negra o roja como el fuego apoyada en los hombros, y ya tenemos el retrato concluido. Pero todos estos señores de los que hay tantísimos en el mundo y en apariencia tan semejantes son entre sí, si se fija uno bien en ellos puede distinguir numerosas particularidades apenas perceptibles; todos estos señores presentan enormes dificultades para el retrato. En tales casos es necesario poner en juego toda la atención de que uno es capaz hasta que se logra ver con relieve los rasgos más sutiles, casi invisibles, y, hablando en términos generales, debe penetrar muy hondo la mirada harto ejercitada en el arte de la observación.

Difícilmente se puede decir con seguridad cómo era el carácter de Manilov. A veces se encuentran personas de las que a menudo se dice que no son ni esto ni lo de más allá, ni blanco ni negro. Tal vez a Manilov se le debería incluir en este grupo. De primera impresión se diría que era un hombre notable. Su rostro poseía agradables rasgos, aunque quizá sobraba en ellos el almíbar. Sus maneras tenían algo que atraía. Era rubio, de ojos azules y de agradables sonrisas. En los primeros instantes de conversación con él, uno no podía por menos que exclamar: «¡Qué bueno y agradable es este señor!». Un minuto después uno permanecerá en silencio, y al minuto siguiente no podrá dejar de decir: «¿Qué demonios es esto?», y tratará de alejarse. Si no lo hace así, se siente invadido por un mortal aburrimiento. Jamás escapará de su boca una palabra viva, ni tan sólo altanera, como se puede escuchar a la mayoría de la gente cuando conversan acerca de cualquier tema que les interese o que les toca de cerca.

Cada persona siente entusiasmo por alguna cosa. Uno se entusiasma por los galgos. Otro experimenta gran afición por la música y siente extraordinariamente todos sus matices. Un tercero es un auténtico maestro en cuanto se sienta a la mesa. A un cuarto le gustaría representar un papel aunque sólo sea una pulgada por encima del que le ha sido asignado. Un quinto, menos ambicioso, duerme y sueña que está paseando con un edecán, luciéndose ante sus amigos, conocidos e incluso desconocidos. Un sexto está dotado de una mano que siente un deseo sobrehumano de matar un as de piques o un dos, al mismo tiempo que la mano de un séptimo pretende poner algo en orden e intenta aproximarse al rostro del jefe de postas o de los cocheros. En resumen, todos y cada uno poseen su manía. Sin embargo, Manilov no tenía ninguna.

En casa apenas hablaba y se pasaba la mayor parte del día meditando y reflexionando, aunque Dios sabe en qué pensaría. No puede afirmarse que se ocupara de la marcha de la hacienda; ni siquiera se acercaba nunca a los campos, y los asuntos marchaban por sí solos. Siempre que el administrador iba a él para decirle: «Sería preciso hacer esto y lo de más allá», él se limitaba a responder: «Sí, no estaría mal», sin dejar ni por un momento de fumar su pipa, a la que se había acostumbrado durante el tiempo en que sirvió en el ejército, donde fue conceptuado como un oficial cultísimo, discretísimo y delicadísimo. «Sí, no estaría mal», repetía a menudo.

Cuando acudía a él un campesino y le decía, mientras se rascaba el cogote: «Señor, déme autorización para irme a ganar un jornal con que pagar el tributo», le respondía: «Vete», siempre con la pipa en la boca, y ni siquiera le pasaba por la cabeza la idea de que el campesino se había marchado a emborracharse.

En algunas ocasiones, plantado en la puerta de la casa, se quedaba mirando el patio y el estanque y pensaba en lo bien que estaría si los uniera mediante un paso subterráneo, o si construyera sobre el estanque un puente de piedra y colocara a ambos lados diversos puestos en los que los comerciantes podrían vender todos esos pequeños artículos que necesitan los mujiks[11]. En esos momentos sus ojos adquirían una expresión sumamente dulce y su rostro adoptaba un aire de extremada complacencia.

Sin embargo, estos proyectos nunca pasaban de ser más que simples palabras. En su despacho había siempre un libro, en cuya página catorce había una señal, que comenzó a leer hacía dos años.

En la casa constantemente faltaba algo. La sala contenía unos hermosos muebles tapizados con elegante tela de seda que sin duda habría costado lo suyo, pero no alcanzó para dos sillones, y éstos continuaban tapizados con una sencilla harpillera, a pesar de que desde hacía unos cuantos años el dueño de la casa repetía siempre cuando llegaba una visita: «No se siente en estos sillones, aún tienen que terminarse».

Había otra estancia enteramente vacía, aunque en los primeros días de casarse él había dicho a su esposa: «Querida, debemos arreglar las cosas para que mañana sin falta traigan algunos muebles para poner aquí, aunque sea con carácter provisional».

Cuando comenzaba a anochecer, los criados traían un candelabro de bronce que representaba las tres Gracias de la Antigüedad, con una hermosa pantalla de nácar, y a su lado un sencillo inválido de cobre, una palmatoria coja y torcida que dejaba caer a uno de los lados todo el sebo, cosa de la que no se daban cuenta ni el dueño de la casa, ni la dueña, ni siquiera los criados. Su mujer y él, sin embargo, se mostraban en extremo satisfechos el uno del otro.

Llevaban ya más de ocho años de matrimonio, pero continuaban ofreciéndose un pedazo de manzana, una almendra, un dulce, diciendo con voz enamorada y conmovedora que denotaba el más perfecto amor:

—Abre la boquita, corazón mío, cómete este pedacito.

Se entiende que la boquita se abría, y además de una manera muy graciosa. En los cumpleaños se preparaban sorpresas el uno al otro, por ejemplo, una pequeña fundita bordada con abalorios que servía para guardar el mondadientes. Y con mucha frecuencia, en momentos en que estaban sentados en el sofá, de pronto, el uno abandonaba su pipa y la otra su labor, suponiendo que entonces la tuviera en la mano, y se daban un beso tan dulce e interminable que durante el tiempo en que permanecían besándose, cualquiera habría podido fumarse sobradamente un cigarrillo. En resumen, eran realmente felices. Bien es cierto que se podía advertir que en una casa hay muchos otros quehaceres aparte de los prolongados besos y de las sorpresas, y que cabía la posibilidad de hacer numerosas preguntas. Así por ejemplo, ¿por qué se cocinaba tan sin ton ni son? ¿Por qué la despensa se hallaba medio vacía? ¿Por qué el ama de llaves era una ladrona? ¿Por qué todos los criados eran borrachos y extraordinariamente sucios? ¿Por qué la servidumbre entera se pasaba durmiendo todo el santo día, y si estaban despiertos, permanecían sin dar golpe?

Pero estas pequeñeces eran cosas mezquinas, y la dueña de la casa había recibido una especial educación. Bien sabemos que la buena educación se recibe en los pensionados. Y en todos, ellos por lo regular, se enseñan tres asignaturas que son la base de las virtudes del ser humano: un idioma, imprescindible para la felicidad de la vida de sociedad; el piano, gracias al cual el marido podía disfrutar de algunos momentos muy gratos, y, por último, la parte que se relaciona directamente con la economía del hogar, es decir, las labores de punto, que permiten confeccionar bolsitas y otras sorpresas.

No obstante, existen diferentes perfeccionamientos y modificaciones por lo que atañe a los métodos, especialmente en los tiempo actuales. Es algo que depende sobre todo de la sensatez y de la capacidad de las directoras de dichos centros. Hay pensionados en que lo más importante es el piano, después el idioma y sólo al final viene la economía doméstica. Otras veces sucede que lo más importante es la economía doméstica, es decir, el arte de confeccionar sorpresas de punto, después sigue el idioma y el piano sólo figura en último lugar. Los métodos cambian.

No vendrá mal hacer constar que la señora de Manilov…, pero, lo confieso, me asusta tremendamente hablar de las damas, tanto más que ya comienza a ser hora de volver con nuestros héroes, los cuales se hallaban desde hacía varios minutos en la puerta de la sala intentando que el otro pasara primero.

—Hágame el favor, no se tome por mí tanta molestia, yo pasaré detrás de usted —decía Chichikov.

—De ningún modo, Pavel Ivanovich, usted es mi invitado —replicaba Manilov, haciendo gestos de que pasara.

—No se moleste, se lo suplico, no se moleste. Tenga la bondad de entrar —continuaba Chichikov.

—No, no insista, no consentiré en pasar delante de un hombre tan culto y tan agradable.

—¿Por qué culto…? Se lo ruego, pase.

—Hágame el favor de pasar primero.

—¿Por qué?

—Porque sí —contestó Manilov con una grata sonrisa.

Por último ambos amigos pasaron a la vez, de lado, con el consiguiente apretón mutuo.

—Permítame usted presentarle a mi esposa —dijo Manilov—. Corazón mío, éste es Pavel Ivanovich.

Chichikov pudo contemplar a una dama en la que ni siquiera se había fijado cuando Manilov y él intentaban cederse el paso en la puerta. Su aspecto era muy agradable. Llevaba una bata de seda de color claro que la favorecía mucho. Su delicada y pequeña mano depositó rápidamente algo sobre la mesa y estrujó un pañuelo de batista con sus extremos bordados. Se levantó del diván en que se había sentado y Chichikov, con gran satisfacción, se aproximó a besarle la mano. La señora de Manilov dijo, con un ligero tartamudeo, que se alegraban mucho de su llegada y que no había día en que su marido no hablara de él.

—Sí —añadió Manilov—, ella no dejaba de preguntarme: «¿Por qué no viene ese amigo tuyo?». «Espera, corazón mío, ya verás como vendrá». Y al fin nos ha hecho ahora el honor de visitarnos. De verdad, nos ha dado usted una gran alegría… un día de mayo… una fiesta en el corazón…

Chichikov, al ver que la cosa iba hasta las fiestas en el corazón, se turbó un poco y contestó con suma modestia que su apellido no era famoso y que ni siquiera poseía un rango de importancia.

—Usted lo posee todo —replicó Manilov sonriendo agradablemente—. Usted lo posee todo, e incluso más.

—¿Qué le ha parecido nuestra ciudad? ¿Le ha gustado? —preguntó la dueña de la casa—. ¿Lo ha pasado bien?

—Es una ciudad magnífica, una bella ciudad —repuso Chichikov—, y lo he pasado muy bien. Todos sus habitantes son sumamente amables.

—¿Y qué le parece a usted nuestro gobernador? —prosiguió la señora de Manilov.

—¿No es verdad que se trata de un hombre muy honorable, que es en extremo amable? —añadió Manilov.

—Totalmente cierto —contestó Chichikov—. Es una persona muy honorable. ¡Y hasta qué punto ha llegado a compenetrarse con sus funciones! ¡Cómo las comprende! ¡Ojalá existieran muchos como él!

—¡Cómo sabe recibir a todo el mundo! ¡Con qué delicadeza se comporta siempre! —exclamó Manilov con su agradable sonrisa, y la satisfacción le hizo entornar los ojos del mismo modo que el gato al que le hacen ligeras cosquillas detrás de las orejas.

—Es una persona en extremo agradable —continuó Chichikov—. ¡Y qué habilidad la suya! No lo podía imaginar. ¡Cómo sabe bordar! Me enseñó una bolsita que había bordado él; muy pocas señoras podrían hacerlo con mejor arte.

—¿Y qué me dice del vicegobernador? ¿No es cierto que es muy simpático? —preguntó entonces Manilov volviendo a entornar los ojos.

—Es una persona muy respetable, respetabilísima —contestó Chichikov.

—Pero permítame, ¿qué opina del jefe de policía? ¿Verdad que es un señor muy agradable?

—Sumamente agradable. ¡Qué hombre tan inteligente, y qué cultivado!

—Durante toda la noche estuvimos jugando al whist en su casa junto con el presidente de la Cámara y el fiscal. Es una persona muy respetable, respetabilísima.

—¿Y qué le parece la esposa del jefe de policía? —preguntó la dueña de la casa—. ¿Verdad que es una señora muy simpática y agradable?

—¡Oh! Es una de las mujeres más simpáticas y honorables que he conocido jamás —contestó Chichikov.

Acto seguido le tocó el turno al presidente de la Cámara, al jefe de Correos, y de este modo estuvieron pasando revista a la mayoría de los funcionarios de la ciudad, los cuales resultaron todos ser unos hombres respetabilísimos.

—¿Residen ustedes siempre en el campo? —preguntó al fin a su vez Chichikov.

—Normalmente vivimos en el campo —repuso Manilov—. En algunas ocasiones nos trasladamos a la ciudad, pero únicamente para disfrutar de la sociedad de gentes cultas. Uno se vuelve salvaje, ¿sabe usted?, cuando se queda siempre encerrado en su casa.

—Tiene toda la razón, es cierto —asintió Chichikov.

—Por supuesto —continuó Manilov—, sería muy distinto si tuviéramos buenos vecinos, si por ejemplo, alguien con quien poder hablar del buen trato, intercambiar delicadezas, seguir la marcha de una ciencia, de forma que el alma lograra expansionarse, que se creyera uno, por así decirlo, estar volando por los espacios… —Iba a añadir algo más, pero al darse cuenta de que se había entregado con exceso a las divagaciones, hizo un gesto indefinido y prosiguió—: En este caso, naturalmente, el campo y la soledad resultarían muy agradables… Sólo a veces, cuando uno se pone a leer Sin Otechestva[12].

Chichikov manifestó estar totalmente de acuerdo con esto, añadiendo que era imposible encontrar nada tan agradable como la vida en el campo y el recogimiento, gozando en la contemplación de la naturaleza y leyendo otras veces un buen libro…

—Pero ¿sabe usted? —añadió Manilov—. Si uno no tiene algún amigo con el que poder compartir los propios sentimientos…

—¡Oh! ¡Verdaderamente, tiene usted toda la razón! —le interrumpió Chichikov—. ¿Qué representan entonces todos los tesoros que pueda haber en el mundo? «No busques el dinero, busca buenos amigos», aconsejó cierto sabio.

—¿Y sabe usted, Pavel Ivanovich? —prosiguió Manilov dando a su rostro una expresión no ya dulce, sino incluso empalagosa, con la mixtura con que el habilidoso médico mundano azucara la medicina, convencido de que con ello alegrará al enfermo—. Entonces uno experimenta algo parecido a cierto placer espiritual… Por ejemplo, en este momento, cuando la fortuna me ha deparado la felicidad, podríamos asegurar que única, de conversar con usted y de gozar de su grata compañía…

—¡Por Dios! ¿Qué puedo tener yo de agradable? Sólo soy una persona insignificante, carente por completo de importancia.

—¡Oh, Pavel Ivanovich! Permítame usted que le hable con el corazón en la mano. Entregaría encantado la mitad de mi fortuna a cambio de sólo una parte de las cualidades que posee.

—Por el contrario, soy yo quien me consideraría el más…

Se ignora hasta dónde habrían llegado ambos amigos en esa mutua expansión si no hubiera comparecido un criado anunciando que la comida estaba dispuesta.

—Hágame el favor —dijo Manilov—. Perdónenos usted si nuestra comida es muy distinta de las que se ofrecen en las capitales y en las casas lujosas. Somos gente sencilla; de acuerdo con la costumbre rusa, tenemos sopa de col, pero se la ofrecemos con toda el alma. Hágame el favor de pasar.

Nuevamente estuvieron porfiando durante un buen rato acerca de quién tenía que pasar primero hasta que, por último, Chichikov se introdujo de costado en el comedor.

En él se encontraban ya dos niños, hijos de Manilov. Tenían esa edad en que los pequeños comen ya junto con los mayores, pero en sillas altas. A su lado se hallaba el preceptor, quien para saludar hizo una cortés inclinación al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa. La dueña de la casa se sentó junto a la sopera. Al invitado se le indicó que tomara asiento entre ella y el anfitrión mientras un criado iba anudando las servilletas al cuello de los niños.

—¡Qué niños tan simpáticos! —exclamó Chichikov contemplándolos—. ¿Qué edad tienen?

—El mayor ocho años y el menor acaba de cumplir los seis —repuso la señora de Manilov.

—Escucha, Temístoclus —dijo Manilov al mayor, que intentaba sacar la barbilla de la servilleta que le había anudado el criado.

Chichikov arqueó un poco las cejas al oír este nombre griego, al que, se ignora la causa, Manilov hacía acabar en «us», pero en seguida volvió a su rostro la expresión que era corriente en él.

—Contesta, Temístoclus, ¿cuál es la mayor ciudad de toda Francia?

El preceptor clavó su mirada en Temístoclus, como si fuera a comérselo con los ojos, pero se tranquilizó por completo y asintió con la cabeza al oír que el pequeño decía:

—París.

—Y en Rusia, ¿cuál es la ciudad mayor de todas? —preguntó de nuevo Manilov.

El preceptor volvió a ponerse en guardia.

—San Petersburgo —repuso Temístoclus.

—¿Y qué otra?

—Moscú —repuso Temístoclus.

—¡Qué inteligente! —exclamó Chichikov—. Pero permítame… —continuó algo sorprendido dirigiéndose a los padres—. ¡Tan pequeño y hay que ver lo que sabe! Permítame decirle que este niño es muy listo.

—¡Oh! Todavía no lo conoce usted bien —dijo Manilov—. Es muy inteligente y muy capaz. El menor, Alcides, es menos vivo, pero él, cuando ve una cochinilla o cualquier otro animal, parece que se le enciendan los ojos de tanto brillarle y se va al instante a mirar. A mí me gustaría que se dedicara a la diplomacia. Temístoclus —agregó dirigiéndose al niño—, ¿quieres ser embajador?

—Sí —repuso Temístoclus sin dejar de masticar un pedazo de pan ni de mover la cabeza hacia uno y otro lado.

En ese preciso instante el criado que se hallaba a sus espaldas limpió la nariz al futuro embajador, e hizo muy bien, ya que de no hacerlo así se habría deslizado hasta la sopa una enorme gota de algo que no tenía relación alguna con lo que contenía el plato.

La conversación versó acerca de lo agradable que es la vida tranquila, y la dueña de la casa interrumpía de vez en cuando para hacer observaciones sobre el teatro de la ciudad y los actores. El preceptor miraba con mucha atención a los interlocutores, y cuando se daba cuenta de que estaban a punto de sonreír, abría la boca y se reía a sus anchas. Seguramente se trataba de una persona agradecida y quería pagar de este modo al propietario el buen trato que éste le dispensaba.

No obstante hubo un momento en que su rostro adquirió una expresión severa y dio unos fuertes golpetazos en la mesa, con la mirada clavada en los pequeños, que estaban sentados delante de él. Y lo hizo muy a tiempo, puesto que Temístoclus acababa de morder en la oreja de Alcides, y éste, con la boca abierta y los ojos cerrados, se disponía a armar el gran escándalo. Sin embargo, advirtiendo que esto le podía acarrear quedarse sin postre, se esforzó para que su boca adoptara la expresión acostumbrada y, con los ojos inundados en lágrimas, comenzó a roer un hueso de cordero de tal forma que sus mejillas quedaron llenas de reluciente grasa.

La dueña de la casa se dirigía con frecuencia a Chichikov en los siguientes términos:

—Apenas come usted. Se ha servido demasiado poco.

A lo que él contestaba en cada ocasión:

—Muchísimas gracias, ya he comido bastante. Es preferible una agradable conversación a un buen manjar.

Por último, se levantaron de la mesa. Manilov se mostraba muy satisfecho y, con una mano apoyada en la espalda de su invitado, se preparaba a acompañarlo a la sala, cuando el invitado le comunicó de pronto y con expresión muy significativa que deseaba hablar con él acerca de un asunto de mucha importancia.

—Si es así, le suplico que venga a mi despacho —repuso Manilov, y lo llevó a una estancia de pequeñas proporciones, cuyas ventanas daban al azulado y frondoso bosque—. Éste es mi rincón —agregó.

—Me gusta, en efecto —dijo Chichikov recorriendo toda la estancia con la mirada.

Realmente, resultaba bastante agradable. Las paredes estaban pintadas de una especie de color azul que se acercaba a grisáceo. Había cuatro sillas, una butaca, una mesa en la que se encontraba el libro aquel de que ya hablamos antes, con una señal entre las hojas, y algunos papeles escritos. Pero lo que más se veía allí era tabaco. Había en unos cuantos recipientes, en la tabaquera, e incluso amontonado sobre la mesa. En las dos ventanas se distinguían pequeñas montañitas de ceniza de la pipa, dispuestas con sumo cuidado en bonitas filas. Era fácil advertir que esto proporcionaba en ocasiones un agradable pasatiempo al anfitrión.

—Permítame suplicarle que se siente en esta butaca —dijo Manilov—. Aquí podrá hacerlo con más comodidad.

—Gracias, pero prefiero sentarme en una silla.

—Permítame que no le complazca —replicó Manilov con una sonrisa—. Esta butaca la reservo para mis huéspedes. Lo quiera o no, tiene que sentarse en ella.

Chichikov tomó asiento.

—Permítame ofrecerle una pipa nueva.

—No, se lo agradezco, no fumo —contestó Chichikov con voz dulce y como lamentándolo.

—¿Por qué? —inquirió Manilov con voz asimismo suave e investigadora.

—Tengo miedo de acostumbrarme. Tengo entendido que la pipa hace adelgazar.

—Permítame decirle que esto es sólo un simple prejuicio. Al contrario, yo pienso que fumar en pipa es, sin comparación, más saludable que tomar rapé. En nuestro regimiento había un teniente, un hombre sumamente agradable e instruido, que en todo momento llevaba la pipa en la boca, y no la soltaba ni tan siquiera al sentarse a la mesa, ni aún, con perdón sea dicho, en todos los demás lugares. Ahora tiene más de cuarenta años, y a Dios gracias, goza de inmejorable salud.

Chichikov repuso que, efectivamente, esto sucede con frecuencia, y que en la naturaleza se ven gran cantidad de cosas que ni siquiera una mente privilegiada es capaz de explicar.

—Pero permítame que le pida una cosa… —dijo en un tono de voz en que se notaba una expresión extraña o casi extraña, y acto seguido, sin que se sepa el motivo, miró atrás—. ¿Hace ya mucho tiempo que presentó la última relación de los criados que hay en su hacienda?

—Sí, hace mucho tiempo, o para ser más exacto, ya no me acuerdo.

—¿Y sabe cuántos campesinos se le han muerto a partir de entonces?

—Lo ignoro por completo. Valdrá más que se lo pregunte al administrador. ¡Eh, tú! Ve a buscar al administrador, hoy debe estar aquí.

El administrador acudió. Era un hombre que no se hallaba muy lejos de los cuarenta años. Se afeitaba la barba, llevaba levita, y, por lo visto su vida era extremadamente tranquila, pues su cara rolliza, el color amarillento y pálido de su piel y sus diminutos ojillos daban a entender que era muy amigo del colchón y de las sábanas. Desde el primer momento podía verse que había hecho su carrera de igual forma que el resto de administradores de haciendas rústicas. Al principio, sólo fue en la casa un muchacho que sabía simplemente leer y escribir; más tarde contrajo matrimonio con alguna Agaska, que era ama de llaves, favorita de la señora, convirtiéndose él en amo de llaves, y de ahí pasó a administrador. Y en cuanto hubo alcanzado este empleo, se comportó, es fácil comprenderlo, como todos los administradores: se llevaba bien y era amigo de los campesinos más ricos de la aldea, aumentaba los impuestos de los más pobres, se levantaba a las ocho bien tocadas, aguardaba que apareciera el samovar[13] y tomaba su té.

—Oye, amigo, ¿cuántos campesinos se han muerto desde que se presentó la última relación?

—¿Cuántos? Pues muchos —repuso el administrador, quien levantó la mano a la altura de su boca para cubrirla ligeramente, como si fuera un escudo, a fin de disimular el hipo.

—Sí, así lo creo yo —asintió Manilov—. Han muerto muchos, muchísimos —y dirigiéndose a Chichikov añadió—: Realmente, son muchos.

—¿Cuántos, más o menos? —apuró Chichikov.

—Sí, eso, ¿cuántos? —repitió Manilov.

—¿Cómo quieren que se lo diga? No se sabe cuántos han sido. Nadie se preocupó por contarlos.

—Sí, exactamente —dijo Manilov dirigiéndose a Chichikov—. Es lo que me imaginaba. La mortalidad ha sido muy alta y se ignora cuántos murieron.

—Tú ten la bondad de contarlos —dijo Chichikov al administrador— y trae una relación nominal de todos ellos.

—Sí, una relación nominal de todos… —repitió Manilov.

El administrador dijo entonces: «A sus órdenes», y se marchó.

—¿Y para qué quiere usted la relación? —preguntó Manilov después que el administrador hubo salido.

Esta pregunta pareció confundir al invitado. En su rostro apareció una expresión de violencia e incluso se le subieron los colores a la cara. Era la violencia de quien ofrece resistencia a decir algo. Y efectivamente, Manilov pudo escuchar unas cosas tan raras y extraordinarias como jamás habían escuchado sin duda oídos humanos.

—¿Desea usted saber el motivo? Pues bien, el motivo es que me gustaría comprar campesinos… —dijo Chichikov, quien, hecho un lío, dejó la frase sin terminar.

—Permítame —prosiguió Manilov—, ¿en qué forma quiere comprar los campesinos, con sus tierras o sencillamente las personas, o sea sin cultivos?

—No. No se trata precisamente de campesinos —replicó Chichikov—. Lo que yo pretendo son sólo los muertos.

—¿Cómo? Perdóneme, no tengo el oído muy fino y he creído oírle decir algo muy extraño.

—Mi intención —explicó Chichikov— es comprar muertos, pero que en la relación del censo consten como vivos todavía.

Manilov dejó caer la pipa y así, boquiabierto, permaneció durante un buen rato. Ambos amigos, que anteriormente habían charlado acerca de los placeres de una vida presidida por los lazos de la amistad, se quedaron inmóviles, mirándose fijamente el uno al otro, de igual modo que esos retratos que en otros tiempos se ponían frente a frente a ambos lados del espejo. Por último Manilov volvió a coger su pipa, y miró al invitado de la cabeza a los pies, esperando ver en sus labios una sonrisa irónica, con la convicción de que se trataba de una broma. Pero no vio nada de esto, por el contrario, le pareció que el rostro de Chichikov estaba aún más serio de lo que solía. Después pensó si su invitado habría perdido el juicio, y con cierto temor le miró con atención. Pero los ojos y el aspecto del invitado eran totalmente normales. No se advertían en él ese brillo inquieto y salvaje que tiene la mirada de un loco. En él todo era correcto y normal. Por más que Manilov reflexionara acerca de lo que debía hacer, no se le ocurrió otra cosa que lanzar en fino chorrito el humo que le quedaba aún en la boca.

—Así pues, me gustaría saber si usted ve algún inconveniente en cederme, entregarme o como usted quiera, los campesinos que en realidad están muertos pero que a efectos fiscales se consideran todavía como vivos.

Sin embargo, Manilov se hallaba tan confuso, tan turbado, que sólo era capaz de mirarle fijamente.

—Creo que hay para ello algún inconveniente… —observó Chichikov.

—¡Oh, no, no, no veo dificultad alguna! —replicó Manilov—. Lo que pasa es que no alcanzo a comprender… Perdóneme… Por supuesto que a mí no me dieron una instrucción tan brillante como la que se advierte claramente en todos sus gestos. Carezco del elevado arte de expresarme… Tal vez en este momento… en lo que acaba usted de decir… hay algo que no llego a entender. ¿No escogió usted las palabras adecuadas para que la frase resultara más bella?

—No —contestó Chichikov—. No, yo hablo de las cosas tal como son, es decir, me refiero a las almas que realmente han muerto.

Manilov llegó al colmo de la confusión. Se daba cuenta de que debía hacer algo, preguntar algo, pero el diablo sabía qué era lo que debía preguntar. Acabó por lanzar otro chorrito de humo, pero esta vez no por la boca, sino por la nariz.

—Así, pues, si no encuentra usted inconveniente, podríamos proceder ahora mismo a redactar la escritura de compra —dijo Chichikov.

—¡Cómo! ¿Una escritura de compra de almas muertas?

—¡Oh, no! —contestó Chichikov—. En ella figurará que están vivos, tal como consta en la relación del Registro. Estoy acostumbrado a no salirme nunca de lo que mandan las leyes, a pesar de que esto me representó graves quebrantos en el ejercicio de mi cargo. Pero tiene que perdonarme, el deber es sagrado para mí. Ante la ley enmudezco.

Las últimas palabras produjeron satisfacción en Manilov, pero continuó sin comprender el auténtico sentido de aquel negocio, y debido a ello por toda respuesta se limitó a chupar su pipa con tanta energía que ésta acabó roncando como un fagot. Daba la impresión de que pretendía sacar de ella su parecer acerca de tan inusitada circunstancia. Pero la pipa no hizo más que roncar.

—Tal vez tenga usted alguna duda…

—¡Oh, no! ¡Qué cosas se le ocurren! No se trata de eso. No es que usted me inspire la más mínima desconfianza. Pero permítame, ¿no será este asunto, o para hablar con más propiedad, este negocio, un tanto contrario a las leyes del país y al futuro de Rusia?

Manilov sacudió entonces la cabeza y se quedó mirando a Chichikov de un modo muy significativo, al mismo tiempo que mostraba en las facciones de su rostro y en sus abultados labios una expresión tan profunda como acaso jamás se haya visto en un rostro humano, con la excepción, quizá, de un ministro en extremo inteligente, y eso únicamente cuando se encuentra ante un verdadero rompecabezas.

Pero Chichikov se limitó a decir que este asunto o negocio no era en modo alguno contrario a las leyes del país ni al futuro de Rusia, añadiendo que gracias a ello el Tesoro saldría beneficiado, ya que percibiría los derechos reales que legítimamente le correspondían.

—De manera que usted piensa…

—Yo pienso que quedará muy bien.

—Si es así, la cosa cambia; no tengo nada que oponer —dijo Manilov tranquilizándose totalmente.

—Ahora sólo falta ponernos de acuerdo en lo que respecta al precio.

—¿De qué precio habla? —exclamó Manilov, y se detuvo—. ¿Es que piensa usted que voy a cobrarle por campesinos que, en cierta manera, ya no existen? Si usted tiene ese capricho, al que podríamos calificar como sentimental, yo, por mi parte, se los cedo absolutamente gratis, y los gastos de la escritura de compra correrán de mi cuenta.

El historiador de los hechos que relatamos se haría merecedor de graves reproches si no constatara aquí el gran placer que sintió el invitado al oír las palabras de Manilov. Por muy serio y discreto que fuera, poco le faltó para dar un salto a la manera de las cabras, cosa que, como todo el mundo sabe, sólo se hace en los momentos de intensa alegría. Se revolvió en la butaca con tanta violencia que rasgó la tela de lana con que estaba tapizado el asiento. El propio Manilov se le quedó mirando atónito. Desbordante de gratitud, volcó sobre Manilov tal cantidad de palabras de agradecimiento, que éste incluso llegó a turbarse. Más rojo que la grana, denegó con la cabeza y finalmente replicó que aquello carecía de importancia, que él habría querido poder ofrecerle otras muestras de la atracción de sus corazones, del magnetismo del alma, eran, en cierto sentido, algo que no tenía absolutamente ningún valor.

—Ni muchísimos menos —exclamó Chichikov dándole un fuerte apretón de manos. Emitió un profundo suspiro como si se hallara dispuesto a expansionarse y dar rienda suelta a sus sentimientos. Por último prosiguió emocionado—: ¡Si usted supiera el servicio que acaba de prestar con esto, al parecer sin importancia, a un desconocido! Realmente, ¿qué no habré tenido que soportar en este mundo? Como un barquichuelo abandonado en medio de las furiosas olas… ¡Qué persecuciones, qué injusticias no habré tenido que sufrir! ¡Qué amarguras no me serán conocidas! ¿Y por qué? Porque me mantuve fiel a la verdad, porque procuré que mi conciencia se conservara en toda su pureza, porque tendí la mano a la viuda necesitada y al desvalido huérfano…

Cuando llegó a este punto sacó de su bolsillo un pañuelo para enjugar una furtiva lágrima que se deslizaba por su mejilla.

Manilov se sintió extraordinariamente conmovido. Los dos amigos permanecieron durante un buen rato estrechándose las manos y, silenciosos, se miraron fijamente a los ojos, de los que fluían las lágrimas. Manilov no se decidía a soltar las manos de nuestro protagonista, y las estrechaba con tanto ardor que éste no sabía ya cómo desprenderlas. Al fin consiguió ir retirándolas poco a poco y declaró que sería preferible firmar sin pérdida de tiempo la escritura, para lo cual sería conveniente que el propio Manilov se trasladara a la ciudad.

Después cogió el sombrero con intención de despedirse.

—¡Cómo! ¿Ya quiere marcharse? —dijo Manilov casi asustado, después de haber vuelto ya a la normalidad.

En este preciso instante su esposa penetró en el despacho.

—Lisanka —le dijo él algo compungido—, Pavel Ivanovich se va.

—Será porque se ha aburrido con nosotros —observó la dueña de la casa.

—Señora —exclamó Chichikov—, aquí, aquí mismo —prosiguió llevándose la mano al corazón—, sí, aquí conservaré el grato recuerdo de las horas que he pasado en su compañía. Y puede estar segura de que para mí la felicidad máxima sería vivir con ustedes, si no en la misma casa, por lo menos no lejos de ella.

—¿Sabe una cosa, Pavel Ivanovich? —dijo Manilov, a quien aquella idea le pareció magnífica—. Sería en efecto un gran placer vivir juntos en una misma casa, filosofar sobre cualquier materia, profundizar un tema a la sombra de los árboles…

—¡Oh! ¡Qué vida paradisíaca sería! —exclamó Chichikov, suspirando—. Adiós, señora —agregó mientras besaba la mano a la anfitriona—. Adiós, mi honorable amigo. No se olvide de mi encargo.

—Tenga la completa seguridad de que no me olvidaré —repuso Manilov tranquilizándole—. Volveremos a vernos dentro de dos días como máximo. Todos se dirigieron al comedor.

—Adiós, queridos niños —dijo Chichikov al ver a Temístoclus y Alcides, que en aquellos momentos jugaban con un húsar de madera al que le faltaban ya un brazo y la nariz—. Adiós, pequeños. Perdonadme que no os haya traído nada, pero la verdad es que no tenía la menor idea de vuestra existencia. Sin embargo, la próxima vez que vuelva por aquí os traeré algo. A ti te traeré un sable. ¿Quieres un sable?

—Sí —contestó Temístoclus.

—Y para ti un tambor. ¿No es cierto que deseas un tambor? —continuó inclinándose hacia el pequeño.

—Un tambor —murmuró Alcides mirando hacia el suelo.

—Bueno, te traeré un tambor. Un estupendo tambor que hará así: tan, rataplán, plan, tan, rataplán, plan… Adiós encanto. Adiós.

Le besó en la frente y se volvió hacia sus anfitriones con esa risita con que se suele hablar a los padres cuando se trata de los inocentes caprichos de sus hijos.

—Sinceramente se lo digo, Pavel Ivanovich, haría usted bien en quedarse —dijo Manilov después que todos hubieron salido al portal—. Fíjese usted en esos nubarrones.

—No son más que unas nubecillas sin importancia —replicó Chichikov.

—¿Ya sabe cuál es el camino que lleva a la hacienda de Sobakevitch?

—Pensaba preguntárselo ahora.

—Permítame, se lo voy a indicar a su cochero.

Manilov dio al cochero toda clase de explicaciones, y lo hizo con tanta amabilidad, que en cierto momento llegó incluso a tratarle de «usted».

El cochero, enterado ya de que debía torcer por el tercer camino con que se tropezara, dijo: «Esta vez acertaremos, señor», y Chichikov se puso de nuevo en marcha, despedido por los saludos de sus anfitriones, quienes, puestos de puntillas, durante un buen rato permanecieron agitando sus pañuelos.

Manilov estuvo aún en el portal por más tiempo contemplando cómo desaparecía el carruaje, y allí continuó, fumando su pipa, cuando ya lo había perdido de vista. Por último, se marchó al interior de la casa, y habiéndose sentado en una silla, se dedicó a reflexionar, alegrándose de todo corazón por la ocasión que se le había deparado de proporcionar una pequeña satisfacción a su invitado. Después sus reflexiones fueron desviándose sin darse cuenta hacia otras materias hasta que finalmente acabaron por perderse Dios sabe dónde. Pensó en los placeres de la amistad, en la delicia que sería vivir a orillas del río con un amigo; luego, a través de dicho río tendería un puente, construiría más adelante una gran casa con un mirador tan elevado que desde él podría divisarse Moscú; allí, al caer la tarde, tomarían el té al aire libre y conversaría acerca de agradables temas. Acto seguido, Chichikov y él asistirían sobre magníficos carruajes a una reunión en la que todos se sentirían seducidos por su amable trato, y el zar, que al fin se enteraba de la estrecha amistad que les unía, los nombraba generales, siguiendo por último algo que sólo Dios sabía qué era y que él no lograba entender. La peregrina petición que Chichikov le había hecho interrumpió de modo brusco el curso de sus ensueños. Por mucho que lo intentaba, era incapaz de comprender el sentido que se ocultaba tras todo aquello. Permaneció dándole vueltas y más vueltas sin conseguir hallar una explicación satisfactoria, y de esta manera se le pasó el tiempo, fumando la pipa, hasta que llegó la hora de cenar.