EL ALTO RIESGO DE LAS MENTIRAS
«Mi hijo Billy me mintió y sólo tiene cinco años. ¿Es eso normal?»
«Sé que Joanne miente cuando me dice que no fuma marihuana, pero no puedo demostrarlo. ¿Qué debería hacer yo?»
«Michael miente constantemente. ¿Dejará de hacerlo cuando se vaya haciendo mayor?»
«Heather no me cuenta lo que hace en sus citas con los chicos. Dice que no es asunto mío, pero ¿acaso no tengo derecho a saberlo? Sólo estoy intentando protegerla.»
«Cuando mi hija me miente, me preocupa pensar que puedo estar haciendo algo que la haga mentir.»
Éstas son preocupaciones comunes de todos los padres. Llegan a tener un fuerte impacto cuando alguien viene y te dice: «Mi hija se lo pasó estupendamente en la fiesta de tu hijo la semana pasada. Me dijo que tú y Mary Ann fuisteis unos vigilantes perfectos: ¡nadie os vio!».
Así es como supe que mi hijastro, Tom, entonces de trece años de edad, me había mentido. Al parecer había dado una fiesta una noche de verano en nuestra cabaña de Inverness, una comunidad rural a unos sesenta kilómetros costa arriba de nuestro hogar en San Francisco. Rápidamente asumí que la fiesta debió de haber ocurrido cuando tanto mi esposa, Mary Ann, como yo pasamos una noche en la ciudad por un tema de trabajo.
Tom sabía que en las fiestas tenía que haber algún adulto presente. Los padres de Inverness habían dejado muy claro este tema a sus hijos. Especialmente después de que hubiéramos descubierto que algunos niños habían estado bebiendo en una fiesta no vigilada el verano anterior. Queríamos evitar que se repitiera ese incidente.
Unas semanas antes yo había animado a Tom para que diera una fiesta. «Tu madre y yo nos haremos invisibles», le prometí. «Nos quedaremos en el estudio.» El estudio está a cuarenta y cinco metros de la cabaña, tras unos árboles. Tom había asentido distraídamente y se había olvidado del tema.
Cuando empecé a atar cabos, la madre que me había estado dando las gracias puso una cara inquisitiva. «Hubo una fiesta, ¿no?», preguntó, esperando que la tranquilizara. Francamente, yo estaba aturdido y desconcertado. «Oh sí», murmuré, y me marché. El dolor, la decepción y el enojo llegaron unos momentos después. Y, mucho después, apareció el sentido del humor.
Ahí estaba yo, supuestamente una de las principales autoridades mundiales sobre la detección de mentiras, y además en proceso de escribir un libro sobre los niños y las mentiras, nada más y nada menos, y ¡engañado por mi propio hijo! Pensé en lo tonto que les parecería a mis amigos. Me sentí avergonzado por mi desconcierto. Más tarde me sentí todavía más avergonzado por haber mentido a la madre cuando dejé que creyera que estaba al tanto de la fiesta.
Un año justo antes de este incidente había publicado Telling Lies[1], un estudio en profundidad sobre las mentiras de los adultos, basado en veinte años de investigación. Aunque Tom no había leído el libro, conocía mi experiencia y, de hecho, me veía con orgullo cuando yo aparecía en programas televisivos promocionando el libro. Sabía que soy un experto en detectar cuando alguien miente, leyendo las expresiones faciales, los gestos o los cambios de voz. Una vez comentó que sus amigos le habían dicho lo duro que debía de ser vivir con un padre capaz de detectar cualquier mentira. Querían saber si alguna vez había intentado colarme una mentira. Tom nos dijo que les había respondido que no valía la pena intentarlo.
Pero ahora, al parecer, sí había valido la pena. Me pregunté si acaso uno de sus motivos había sido comprobar su capacidad, para ver si el viejo era tan bueno como se decía. Después de todo, Tom estaba entrando en la adolescencia, un tiempo en que el chico o la chica necesita expresar su diferenciación de los padres. Es un viejo tema entre padres e hijos y madres e hijas.
La mentira de Tom puede que no parezca una infracción grave a la mayoría de padres. No obstante, incluso una mentira tan corriente provoca significativos interrogantes en la mente de un padre.
Aparte de no saber qué hacer con, para o a un niño que miente, muchos padres están confusos en cuanto a cómo reaccionar. Pasamos del enfado a la culpabilidad, de la negación a la responsabilidad, de querer castigar al niño a querer ignorar la mentira por completo.
Mary Ann y yo estábamos muy dolidos por la fiesta secreta de Tom. También estábamos conmocionados, no por la magnitud de la mentira, sino por sus implicaciones. Tom había sido siempre un niño en quien podíamos confiar. Solíamos presumir de que cuando decía que volvería a casa a las seis de la tarde, siempre lo hacía. Confiábamos en él implícitamente. No era propio de Tom mentir. ¿Por qué el cambio repentino?
Tras la conmoción y el enojo inicial, mis sentimientos de haber sido traicionado se convirtieron en decepción. Entonces empecé a culparme a mí mismo por la mentira de Tom. ¿Era culpa mía por darle demasiada responsabilidad, por dejar que un chico de trece años pasara la noche solo? ¿Acaso su engaño, tan bien planeado y puesto en práctica, significaba que había fracasado como padre? Pensé que debía de haber hecho algo malo, quizás un montón de cosas, para que mi hijo me engañara. Me llevó mucho rato separar su responsabilidad de la mía.
Al principio me tentó la posibilidad de atrapar a Tom. Nos había engañado a su madre y a mí, actuando a nuestras espaldas, y el deseo de devolverle la pelota era inmenso. Ahora tenía yo la sartén por el mango. Él todavía no sabía que yo lo sabía. Pensé en ponerle a prueba, para ver si me mentiría a la cara. Podría decirle: «Dime, Tom, ¿qué hiciste la noche del miércoles pasado cuando tu madre y yo nos quedamos en la ciudad?». Podía presionarle un poco más preguntando: «Tom, ¿había alguien más en casa el miércoles por la noche?». ¿Debería decirle todo lo que sabía para que no dijera más mentiras para salir del paso? Si no hubiera tenido el tema de los niños y de las mentiras tan en mente, quizás hubiera reaccionado de manera diferente. Probablemente habría actuado más desde el enojo que desde la razón, buscando vengarme antes que intentar reforzar en él la sinceridad.
Pero eso de «reforzar la sinceridad» se dice pronto. Existen muchas opciones, y uno no sabe nunca exactamente cuál de ellas producirá el mejor resultado.
Habían transcurrido sólo unos minutos desde que la madre había revelado, sin saberlo, el engaño de Tom. Sabía que Tom estaba por los alrededores, así que le busqué. Estaba en la bahía, haciendo rebotar piedras en el agua. Le llamé. «Estoy muy disgustado», dije. Podía sentir el calor en la cara y luché por mantener la calma. «Acabo de saber que diste una fiesta a nuestras espaldas y que me mentiste sobre ello.»
Se quedó atónito y el ver la culpa y el pánico en su cara acabó con mi enfado. De repente sentí pena por él y por mí, porque recordé en ese momento lo que se siente cuando tienes su edad y te atrapan en una mentira. «No quiero hablarte de ello esta noche», le dije con voz pausada. «Necesito tiempo para pensarlo, pero esto es muy grave. Quiero que lo pienses y que estés listo para explicar mañana por la mañana lo que hiciste y lo que crees que tu madre y yo deberíamos hacer al respecto.»
Sabía por experiencias pasadas que Tom es del tipo de chico que siempre se inventa los más duros y draconianos castigos por sus faltas, mucho peor que cualquiera que pudiéramos pensar su madre o yo. Pensé que sería bueno para él que se preocupara por ello y que tuviera en consideración lo que significaba. También me diaría tiempo a mí para pensarlo bien y estar más seguro de que no volvería a sentirme enojado.
A la mañana siguiente, después de hablarlo con mi esposa la noche anterior, le castigamos a no salir durante un mes, prohibiéndole que saliera por las noches o que se reuniera con sus amigos. Le dijimos que puesto que ya no podíamos confiar en él, no podíamos dejar que pasara la noche solo. Durante el resto del verano, siempre que yo tenía que pasar una noche en la ciudad, no le dejaba solo en la cabaña de Inverness. En su lugar, tenía que venirse conmigo en el coche a San Francisco y regresar a la manaña siguiente. Eso resultaba aburrido para él, pero lo peor vino en otoño, cuando Tom empezó a involucrarse en serio en la vida nocturna de los sábados en la ciudad. Antes, cuando teníamos previsto pasar el fin de semana en Inverness, siempre habíamos dejado que se quedara en la ciudad para acudir a una fiesta. Ahora ya no. Tenía que venir con nosotros y perderse la fiesta. Esta pérdida de libertad no era para castigarle; era simplemente la consecuencia de sus acciones. Naturalmente fue una lección importante para él, más importante que el castigo de no poder salir. Aprendió lo duro que es vivir con personas que no confían en ti. También resultó duro para nosotros.
Mientras escribo esto —más de dos años después del incidente— por primera vez confiamos en Tom para que pase la noche solo. Ya es algo más mayor y hemos hablado del incidente en muchas ocasiones. Siempre que ha surgido algo sobre lo que pudiera haber estado tentado de mentirnos, he ido con mucho cuidado planteándole cuestiones de manera que se animara a decir la verdad. No: «¿Quién rompió el jarrón?» o: «¿Rompiste tú el jarrón?» sino: «No deberíamos haber guardado ese jarrón en un lugar tan vulnerable; era fácil darle un golpe y que se rompiera. ¿Fuiste tú o tu hermana?».
Me he esforzado en hacerle comprender por qué no debería celebrar fiestas secretas, por qué es importante que haya adultos presentes en un grupo de niños. A veces le recuerdo un incidente que ocurrió hará unos seis meses. Tom recibió la visita de un grupo de amigos un sábado por la tarde, Mary Ann y yo teníamos que ir de compras y nos llevamos a nuestra hija Eve, y dejamos a Tom y sus amigos solos jugando a ping-pong y viendo la televisión.
Llegamos a casa unas horas después, abrimos la puerta delantera y nos invadió un olor a gas. El piso de arriba estaba lleno de un gas tóxico y peligroso. Tras abrir rápidamente todas las puertas y ventanas y hacer que todos salieran de casa, descubrimos que Tom y sus amigos habían estado tostando malvaviscos en la chimenea. No sabían que hay que abrir el cañón de la chimenea para dejar escapar el gas y el dióxido de carbono; solamente sabían que hay que hacerlo para encender el tronco calentador de gas. Un error inocente, pero que hubiera podido tener graves consecuencias.
Creo que este incidente convenció a Tom de lo fácil que es que un grupo de niños que juegan solos se meta en líos, y por qué es importante que haya algún padre por allí. Antes de dejar que Tom se quedara solo en casa de noche, me aseguré de que comprendiera que ésta era una prueba importante para ver si podíamos confiar de nuevo en él. Sin que tuviera que decírselo, él también sabía que si defraudaba nuestra confianza una vez más, no tendría otra oportunidad.
Las mentiras son uno de los temas cruciales de la vida familiar. Imagínese lo complicado y penoso que sería si nunca pudiéramos confiar en lo que la gente nos dice. Resultaría imposible si tuviéramos que comprobar y verificar todo lo que nos cuentan. Debemos confiar en lo que la gente nos dice; esto es, hasta que descubrimos una mentira. Entonces aprendemos a no confiar. Ese conocimiento puede causar estragos en las relaciones íntimas. ¿Qué pasaría si siempre tuviéramos que preocuparnos por la verdad de todos los comentarios que nos hace nuestro hijo, amigo o cónyuge? «Esta noche llegaré tarde, tengo que quedarme a hacer un trabajo en la oficina.» (¿Estará él o ella teniendo un lío con alguien de la oficina?) «He terminado los deberes.» (¿Es cierto o es que es la hora del «Show de Bill Cosby»?)
No es que todo el mundo diga siempre la verdad, o que siempre tengamos la necesidad de saberlo. La buena educación a menudo requiere un poco de invención. «Ha sido una comida deliciosa, pero me siento demasiado lleno para repetir», dice el invitado cuando la anfitriona no es muy buena cocinera. «Sentimos no poder venir, es que no hemos podido conseguir una canguro», se disculpan los vecinos cuando la auténtica razón es que quieren evitar lo que creen va a ser una aburrida velada. El tacto suele precisar evasivas, adornos y a veces decir algo que es totalmente falso.
El difunto profesor Erving Goffman, uno de los sociólogos americanos punteros, consideraba la totalidad de la vida social como una actuación en la que todos interpretamos los papeles que se esperan de nosotros. Según su punto de vista, nadie dice nunca la verdad, y no es la verdad lo que importa. Lo que importa es que sigamos las reglas de la vida social, en su mayor parte no escritas. Estoy de acuerdo con el profesor Goffman. Alguien puede demostrar que le importamos no diciendo la verdad, para evitar herir nuestros sentimientos. A veces el mensaje falso es el que nos hace saber lo que alguien va a hacer. Cuando le pregunto a mi secretaria: «¿Cómo estás?» por la manaña, realmente no quiero saber que se siente desgraciada porque ha tenido una pelea horrible con su hijo. Quiero saber que podrá hacer bien su trabajo, lo cual me asegura cuando miente y me dice: «Bien».
Hay excepciones, ejemplos en los cuales alguien no está simplemente interpretando un rol social sino mintiendo descaradamente, momentos en que uno esperaba que se le dijera la verdad y ello no ocurre. Si hubiéramos sabido que la persona nos iba a mentir, habríamos actuado de manera diferente, hecho otros planes, evaluado a la persona de otra manera. Lo que esa persona gana o pierde al mentir no resulta trivial ni para ti ni para ella. Lo que está en juego es muy importante. Cuando se descubre una mentira así, nos sentimos heridos. Duele. Nuestra confianza se ve traicionada. El profesor Goffman las llamaba «mentiras descaradas».
Las mentiras descaradas traicionan y corroen la intimidad. Generan desconfianza y pueden destruir una relación íntima. Los padres no pueden cumplir adecuadamente con su papel de proteger, aconsejar y guiar a sus hijos si disponen de información incorrecta o falsa. Y sin embargo, todos sabemos que a veces nuestros hijos nos mienten. Después de todo, muchos de nosotros podemos recordar cómo mentíamos a nuestros padres cuando éramos pequeños. ¿Qué debemos hacer como padres? ¿Cómo podemos conservar la confianza y generar sinceridad sin resultar invasores y dejar a nuestros hijos su intimidad y autonomía mientras crecen? No queremos convertir cada mentira en un caso federal, pero tampoco queremos animarles a mentir dejándola pasar. No queremos ser un blanco tan fácil que nuestro hijo se vea tentado a mentir, pero tampoco queremos ser tan desconfiados que sospechemos de nuestros hijos cuando deberíamos confiar en ellos.
Éstas son cuestiones difíciles que no tienen una respuesta fácil. A pesar del importante papel que juega la mentira, muy pocas personas se han puesto a pensar seriamente en su naturaleza. Pocas personas han pensado mucho sobre la mentira y el por qué y el cuándo mienten. La mayoría de nosotros mentimos con más frecuencia de la que pensamos y pensamos aún menos en qué influencia pueden tener estas mentiras sobre nuestros hijos. La mayoría de padres descubre que no están preparados cuando se enfrentan con la primera mentira grave de su hijo.
He estado estudiando profesionalmente la mentira desde hace más de veinte años, pero no resultó fácil trabajar con ello como padre. He estudiado o pensado en las mentiras entre médico y paciente, marido y mujer, solicitante de trabajo y empresario, delincuente y policía, juez y testigo, espía y contraespía, político y votante, pero sólo desde hace poco entre padres e hijos. Mi estudio previo sobre las mentiras se centraba en encontrar los indicios del engaño, señales reveladoras en la cara, el cuerpo o la voz que descubren al mentiroso. Basándome en el cuidadoso análisis de miles de horas de grabaciones en vídeo de entrevistas con adultos, desarrollé una teoría para explicar cómo difieren las mentiras, por qué algunas fracasan mientras que otras tienen éxito, y si el mentir es siempre malo.
Mi interés por las mentiras infantiles se despertó tras la publicación Delling Lies. En programas radiofónicos y televisivos de promoción del libro, me vi frente a una multitud de cuestiones que me planteaban los padres y para las cuales tenía muy pocas respuestas útiles. Eran preguntas apremiantes y la intensidad emocional de las voces de los padres indicaba una profunda preocupación y una frustración aún más profunda. Sus preguntas eran como las que empezaba a encontrarme en la relación con mis propios hijos, y tras mi primera experiencia de un tropiezo en directo, me fui a la biblioteca y consulté todos los libros populares sobre cómo ser padres. Para mi sorpresa, no encontré más de una página o dos sobre las mentiras. No pude encontrar ningún libro que tratara específicamente de los niños y las mentiras, ni ninguno escrito para científicos o el público en general que no tuviera como mínimo cincuenta años.
Existe algún material más sobre las mentiras infantiles en las publicaciones técnicas científicas, pero dada la importancia del tema en la vida familiar, tampoco es tanto. Leyendo esa literatura encontré algunas respuestas, pero nadie las había recopilado para que pudieran servir de guía a los padres.
Para llenar algunos de los huecos, mi colega, la doctora Maureen O’Sullivan, catedrática de psicología de la Universidad de San Francisco, y yo, entrevistamos a unos sesenta y cinco niños de una escuela local. También entrevisté a más de cincuenta padres y a casi todos mis amigos y colegas que tienen hijos.
La mayor parte de los estudios sobre las mentiras infantiles se han basado en lo que dicen los padres y los profesores. Yo quería descubrir qué opinan los niños. En especial, quería preguntarles: «¿Por qué mientes?». Quería plantearles algunos dilemas morales sobre el tema de la mentira y ver si habían pensado en ellos. Quería descubrir su actitud con respecto a mentir para proteger a otra persona, a mentir por lealtad a los suyos. También quería descubrir a qué edad pensaban que podían salirse con la suya con sus mentiras.
El hablar con los niños individualmente resultó divertido. Para la mayoría, su primera reacción fue de sorpresa. Nadie les había pedido que hablaran sobre la mentira en un contexto en que se les garantizaba el anonimato y también que no habrían represalias. No obstante, aunque les aseguré que nadie sabría quiénes eran (utilizando un ordenador portátil les mostraba cómo sus datos quedaban archivados por un número, no por el nombre), todavía no puedo estar totalmente seguro de que sus respuestas no fueran censuradas. No obstante, fueron relativamente abiertos si consideramos que estaban hablando con un adulto de algo por lo que podrían ser castigados si se lo dijeran a sus padres.
Ése no fue mi primer encuentro con los niños como sujetos. He sido psicólogo escolar y también psicoterapeuta de niños neuróticos y esquizofrénicos. En 1967 entrevisté a niños en Nueva Guinea mientras investigaba la universalidad de las expresiones faciales. A principios de los años setenta fui uno de la docena de científicos sociales a los que el U.S. Surgeon General encargó un estudio de un año sobre los efectos de la violencia televisiva sobre los niños.
Para escribir este libro me he basado en más de veinte años de investigación sobre el tema de las mentiras; en mi análisis, integración y síntesis de los escritos científicos que he podido encontrar; en nuestras entrevistas, que llenaron huecos y aportaron un valioso material para consideraciones adicionales; y en mi experiencia como padre. Este libro es para los que también son padres. También es para mis compañeros científicos, quienes espero se sientan motivados para investigar más sobre los niños y las mentiras.
Éste es un libro familiar, escrito para las familias por una familia. Cada miembro de nuestra familia ha contribuido a él. Somos en muchos aspectos una familia típica; en otros no lo somos tanto.
Mary Ann Mason Ekman y yo somos dos padres que trabajan, ella está en la cuarentena y yo en la cincuentena. Para ambos, no es nuestro primer matrimonio. El padre de Tom murió cuando él tenía ocho años, dos años después de que Mary Ann y yo nos casáramos. Ese mismo año nació nuestra hija Eve. Ahora tiene ocho años.
Nuestra vida es agitada, típica de muchas familias. Como tenemos más edad, nuestras carreras son más estables, estamos más tranquilos y no tan preocupados con nuestro trabajo y nos encontramos en un punto de nuestras vidas en que podemos dedicar más tiempo a nuestros hijos. Tanto Mary Ann como yo hemos pasado por las tormentas personales, culturales y políticas de la juventud y hemos regresado a unos valores bastante tradicionales. La familia es nuestro principal compromiso; el trabajo el segundo. Raramente trabajamos de noche, y casi nunca en fin de semana. Compartimos bastante por igual el cuidado de los hijos. Al educar dos hijos con ella, a menudo he confiado en el criterio de Mary Ann. No siempre ha estado acertada (¿y quién puede estarlo?), pero siempre trata los temas desde una perspectiva muy meditada.
En términos de disciplina, nuestros estilos se podrían definir como complementarios. Mary Ann es más laissez faire; yo soy más tradicional. Pero hay veces en que los roles se intercambian. Típico de la interacción entre padre-hijo del mismo sexo, Mary Ann es más dura con Eve, y yo soy más duro con Tom. Ninguno de los dos hemos utilizado jamás disciplina física. En general nos equilibramos mutuamente.
Sobre el tema de las mentiras, nuestras ideas han cambiado considerablemente en los últimos dos años. Ambos tenemos más cuidado y somos más conscientes de cómo damos ejemplo a nuestros hijos con respecto al tema de la sinceridad.
Aunque mi hija, Eve, no pudo escribir un capítulo, su vida nos ha aportado ejemplos y revelaciones sobre el tema de la verdad y la mentira en relación con los niños pequeños.
Debido a que los padres encuentran tan difícil comprender qué piensa un adolescente sobre las mentiras, le pedí a Tom que contribuyera con un capítulo. La única condición fue que tenía que ser sincero. Aparte de sus propios pensamientos y sentimientos, ha incluido algunos comentarios de los amigos que entrevistó. Su punto de vista adolescente sobre por qué mienten los niños es interesante, sincero y está sorprendentemente bien escrito —si se le permite decirlo a un padre orgulloso—. Al dirigirse directamente a los padres, Tom ofrece algunos consejos sobre qué hacer cuando se descubre al hijo en una mentira.
Los dos capítulos de Mary Ann son testimonio de su primera experiencia como profesora de historia social americana y, más recientemente, como abogada especializada en temas de divorcio y custodia. Su propio libro, The Equality Trap (Simón and Schuster, 1988), examina las graves dificultades de las mujeres y los niños en la América actual. En este libro, Mary Ann da consejos sobre cómo responder cuando sospechas que tu hijo te está mintiendo. Sus sugerencias, que son una combinación de sus ideas y de las mías, están basadas en parte en mi análisis de la literatura científica. También se basan en su perspectiva histórica, su trabajo legal con familias en crisis y nuestra experiencia conjunta como padres.
En los últimos años han habido niños que han tenido que testificar ante un tribunal sobre asuntos muy graves, desde casos en los que se disputa su custodia, acusaciones penales de abusos sexuales, hasta situaciones en las que los niños han testificado en contra de sus propios padres sobre temas relacionados con la droga. Su validez como testigos ha sido cuestionada por abogados y jueces, así como por el público en general. Mary Ann se basa en su experiencia como practicante de derecho familiar para explicar los dilemas y controversias que rodean al niño en el tribunal.
En los capítulos que he escrito yo, me he basado en mis propias ideas sobre las mentiras, así como en la literatura científica ya existente, en las entrevistas realizadas y en mi experiencia con mis hijos.
¿Realmente me había mentido Tom? Ciertamente se había comportado solapadamente ocultando lo de la fiesta, pero no me había dicho nada falso. Tom sabía que había hecho algo malo, pero protestó diciendo que él no pensaba que hubiera sido una mentira. Yo sí. Existen diferencias entre esconder la verdad y decir algo que es falso, pero yo sigo pensando que ambas cosas son mentiras, como explicaré. También describo con detalle las diferencias entre mentirijillas, trucos y mentiras graves. Es fácil decir que todas las mentiras son malas, pero la mayoría de padres no trata todas las mentiras por igual. No quieren que sus hijos digan siempre la verdad sobre cualquier tema: no se alaba a un acusica, ni tampoco la verdad sin tacto. ¿Dónde hay que trazar la línea entre una mentira buena y una mentira mala, y quién se encarga de trazarla?
Algunos padres pueden animar inadvertidamente con su ejemplo a que los niños mientan. Algunos niños son como esponjas, absorben todo lo que ven y oyen. También les encanta señalar las hipocresías de sus padres:
«¿Por qué si yo hago trampas en el examen de la escuela, es peor que si las hacéis tú y mamá en la declaración de renta?»
«¡Acabas de decirle una mentira a ese vendedor por teléfono, mamá! ¿Por qué no le has dicho la verdad en lugar de decir que estábamos a punto de salir?»
Pero el modelo paterno inapropiado es sólo uno de los factores a considerar al intentar comprender por qué unos niños mienten más que otros. También juega un papel la inteligencia, la personalidad, el ajuste y las amistades del niño, como explicaré.
¿Podría Tom haber seguido escondiendo la verdad si esa madre no me hubiera hecho el comentario sobre la fiesta? Como experto en detectar los indicios del engaño, ¿podría haber atrapado a Tom yo solo sin ninguna ayuda? ¿Hay que ser un experto para detectar la mentira de un niño o cualquier padre o madre puede hacerlo si quiere? O lo que es más importante, ¿deberían los padres jugar a detectives o espías cuando deberían pasar más tiempo siendo buenos padres? Yo exploro esta cuestión, y también explico por qué los niños mienten mejor a medida que crecen.
He intentado dejar claro cuándo se trata de mis opiniones como psicólogo, cuándo éstas se basan en una investigación sólida, y cuándo lo hacen en mi experiencia como padre. Antes que simplemente describir los resultados, invito al lector a explorarlos conmigo, a participar en el proceso de evaluar el material. Puede que usted no esté siempre de acuerdo con mis opciones y sugerencias, pero sabrá cuáles son las alternativas y por lo menos dispondrá de suficiente información para decidir por usted mismo.
Como se irá viendo, no doy todas las respuestas. Se necesita mucha más investigación, y ello lleva tiempo. Pero como padre, no puedo permitirme esperar ese tiempo. Necesito saber ahora qué tengo que hacer con mi hija y mi hijo. Entretanto, lo que ofrecemos aquí es un libro de trabajo de una familia con una base de conocimientos sobre las opciones y alternativas de tratar con los niños y las mentiras. Esperamos que resulte de ayuda a los padres para estar mejor preparados para poner en práctica programas que fomenten la sinceridad y, en definitiva, ayudar a que padres e hijos tengan una relación más estrecha, de mayor confianza y cariño.