Es difícil no sentirse traicionado cuando descubrimos o sospechamos que nuestro hijo nos ha mentido. Parece como si él o ella se hubieran vuelto en contra nuestra. No parece justo. La mentira de nuestro hijo nos incapacita para hacer aquello que pensamos deberíamos estar haciendo como padres. Si no sabemos qué ocurre, no podemos intervenir, proteger, avisar, aconsejar o castigar (si ello es necesario).
La mentira de nuestro hijo conlleva un cambio en quién está al cargo. Ya no somos nosotros, o por lo menos no del todo. Ya pasaron los días en que podíamos o debíamos saberlo todo. Ahora tenemos que vivir con cierta incertidumbre, ahora tenemos que ganarnos la confianza de nuestro hijo. Cuando nuestro hijo llega a la edad en que él o ella puede mentir sin ser siempre, o habitualmente, descubierto, nuestro hijo tiene por primera vez la posibilidad de escoger qué es lo que comparte con nosotros.
Que nuestros hijos dejen de mentir depende del miedo que tengan a ser descubiertos. Han aprendido que pueden colar sus mentiras sin detección. Ahora la sinceridad depende, como mínimo en parte, de cómo hemos sido y somos como padres. De lo comprensivos o impacientes, confiados o suspicaces, justos o duros que hayamos sido. ¿Hemos sido tan permisivos o hemos estado tan ocupados con nuestras propias vidas y carreras que no hemos prestado suficiente atención? ¿Saben que nos importa lo que hacen y cómo actúan? ¿Qué ha aprendido nuestro hijo sobre la importancia de la sinceridad? ¿Cómo hemos enseñado nosotros la sinceridad con nuestro ejemplo? ¿Qué esfuerzo hemos dedicado a enseñar valores morales a nuestros hijos?
El descubrir que nuestro hijo nos ha mentido, y que casi consigue no ser descubierto, nos hace enfrentarnos a la pérdida de nuestro propio poder. Ya no podemos estar seguros de tener toda la información que queremos. Ningún adulto la tiene sobre ninguna otra persona, pero sí tenemos esa información sobre nuestros hijos, por algún tiempo. Debemos tener esa información, debemos saber qué sienten nuestros hijos, qué quieren y necesitan y piensan hacer cuando son muy pequeños, porque dependen totalmente de nosotros para su supervivencia. Pero a medida que el niño crece, nosotros ya no somos su único centro, su única fuente, su único medio de supervivencia.
La mentira reafirma el derecho del niño. Su derecho a desafiarnos. Su derecho a la intimidad. Su derecho a decidir qué cosas va a contar y qué cosas no.
Por supuesto los padres necesitan saber muchas cosas sobre lo que sus hijos hacen o piensan hacer. Y esa necesidad no termina cuando el niño es capaz de engañarnos, solamente se vuelve más difícil para nosotros saber que podemos satisfacerla.
Mentir sobre asuntos graves no solamente es un problema porque dificulta a los padres cumplir con su cometido. La mentira erosiona la intimidad. La mentira genera desconfianza, traiciona la confianza. La mentira implica que no se tiene en cuenta a la persona a quien se miente. Puede llegar a ser casi imposible vivir con alguien que mienta con regularidad.
La mentira normalmente viene acompañada de otras malas acciones, de la ruptura de otras reglas. Cuando se convierte en crónica, puede ser indicio de problemas graves, de desajustes en el niño y en la familia. Si no es tratada, la mentira crónica puede conducir a graves problemas en la edad adulta.
¿Qué debemos hacer cuando sospechamos que nuestro hijo nos está mintiendo? Tanto yo como mi esposa y mi hijo, Tom, hemos ofrecido muchas sugerencias concretas. Lo más importante es recordar que no hay que responder con irritación, con un enojo nacido del hecho de sentirse dolido, traicionado o desafiado. Intente comprender por qué ha surgido la mentira, el motivo por el que se miente. En muchas ocasiones esa comprensión le permitirá hablar con su hijo de manera tal que el niño pueda ser sincero, y ello eliminará el motivo por el cual el niño miente.
Puede que todo lo que se precise sea reconocer una mala acción que su hijo haya cometido. Intente, aunque parezca difícil, ver el mundo desde la perspectiva de su hijo. Póngase de su lado. Muestre clemencia. Acuérdese de lo que era ser niño. Ello no significa que tenga que abandonar sus reglas y normas, pero sí significa comprender antes que castigar siempre una infracción. Y, al ir creciendo el niño, significa estar dispuesto a discutir o negociar las normas familiares.
Una comprensión así no quiere decir que algunas veces no tenga que enfadarse por lo que haya hecho el niño. Los niños a veces hacen cosas muy malas que nos decepcionan y nos irritan, y es importante que ellos lo sepan. Pero aun cuando un niño haya hecho algo terrible, como hacerle daño a otro niño o robar, la desaprobación paterna puede estar mezclada con compasión. Hay que ofrecer un camino de vuelta al respeto hacia uno mismo, evitar la humillación. Un acto terrible, una mentira desesperada para ocultarlo, necesita ser castigado pero también perdonado.
A veces los padres sospechan que el niño miente, aunque éste diga la verdad. Cuando no se cree a un niño sincero, el daño puede ser grave.
Yo no tendría más de trece años cuando eso me ocurrió. Mi madre no me creyó con respecto a un incidente con una chica con la que salía. El recuerdo sigue siendo muy vivido. Estaba saliendo en plan serio con Mary Lou. En esa época, en ese pequeño suburbio de Nueva Jersey, eso es lo que hacían los chicos de esa edad, durante al menos unas semanas. Un sábado por la noche, que Mary Lou me había dicho que iba a pasar con sus padres, me fui al cine y la vi besándose con otro chico dos filas delante mío.
Al día siguiente me enfrenté a ella, la llamé traidora, le pedí que me devolviera mi anillo de clase y rompí su fotografía, que había llevado en mi cartera, y arrojé los trozos a sus pies. Cuando llegué a casa mi madre estaba furiosa, porque le había oído decir a la madre de Mary Lou que yo había llamado puta a su hija. Yo conocía la palabra, pero no la había utilizado. «Traidora» parecía una expresión mucho más adecuada, ¡porque Mary Lou no me estaba engañando con todos los chicos de la clase! Se me acusó de mentir.
Al día siguiente en la escuela, Mary Lou negó que le hubiera dicho a su madre que yo le hubiera llamado puta, pero se negó a hablar con su madre o con la mía. Nunca convencí a mi propia madre de mi inocencia. Me castigaron a no salir durante dos meses y me volví muy amargado. Mi madre murió un año después. Nunca se dio la posibilidad de poder aclarar el asunto.
Cuando los padres se enfrentan a una situación de este tipo en la que no hay manera de poder saber la verdad, tienen una elección sobre el tipo de error en que quieren incurrir. Si son confiados y aceptan la palabra de su hijo, corren el riesgo de ser explotados y engañados si se equivocan. Si son suspicaces y desconfiados, se arriesgan a no creer en un niño sincero si se equivocan, y yo creo que eso es peor. Nuestro hijo no puede contar entonces con nosotros, y esa pérdida puede ser grave. El enojo que genera en el hijo puede motivar esas mismas mentiras que el padre suspicaz había esperado evitar.
La confianza está entrelazada con la mentira de muchas maneras diferentes. El niño mentiroso traiciona la confianza de los padres. El padre a quien se ha mentido tiene que luchar para perdonar al niño y permitir que se restablezca la confianza. El padre desconfiado puede destruir la confianza del niño sincero en la justicia y compromiso de los padres. Puede ser útil pensar que a veces los niños nos mienten porque no confían en nosotros, no están seguros de poder ser sinceros con nosotros sin ser recriminados o castigados.
Los padres no deberían abandonar sus creencias sobre lo que es correcto, pero también tienen que tratar a sus hijos de tal manera que éstos sepan que pueden decir la verdad con confianza. Los padres cuentan de entrada con la confianza del niño, pero a medida que éste va creciendo, tienen que ganársela.