Mary Ann Mason Ekman
Le pedí a mi esposa, Mary Ann, que escribiera este capítulo y el siguiente porque su experiencia como historiadora y abogada familiar, así como por ser autora de un libro reciente sobre la condición de las mujeres y de los niños, enriquecería y aumentaría las ideas que yo tenía pensadas para este capítulo. Este se basa en las investigaciones descritas en anteriores capítulos, pero también aporta nuestra experiencia y puntos de vista como padres.
Como abogada especializada en temas familiares, he podido ver que estamos en un tiempo muy confuso para educar a niños decentes y morales. No es sólo que las drogas o la violencia en televisión puedan llevar a los niños por el mal camino. Los patrones familiares han cambiado irrevocablemente. El gran número de familias con un solo padre o madre y las madres que trabajan fuera del hogar hace que los viejos patrones de educación infantil resulten problemáticos. ¿Pero acaso tenemos una sabiduría nueva con los que poderlos reemplazar? Nuestras fuentes tradicionales de consejo y apoyo, la comunidad y la Iglesia, se han debilitado en nuestra cultura cada vez más urbana y secular. Tenemos muchas preguntas como padres, pero pocas respuestas.
Cuando descubrí que nuestro hijo, Tom, entonces de trece años, nos había mentido después de celebrar una fiesta en nuestra ausencia, mi primera reacción fue la cólera. Al irse ésta aquietando, mis emociones pasaron primero al miedo y después a la culpa. Mi miedo era por si mi hijo cogía el camino de la delincuencia juvenil grave. Habían habido otros indicios de problemas en la escuela mentiras crónicas sobre deberes no hechos, clases interrumpidas y falsas excusas. Ninguno de esos incidentes era especialmente grave, pero estaba claro que se estaba desarrollando un patrón peligroso.
Cuando la culpa gradualmente sustituyó al miedo, empecé a hacer un examen de conciencia como madre. Éste era el hijo de una madre que trabajaba fuera del hogar y que se había pasado buena parte de sus primeros años en una guardería. Era un niño que había pasado por el doloroso divorcio de sus padres a la sensible edad de cuatro años, y había vivido la confusión de mi vida hasta que conocí a Paul y me volví a casar. En resumen, se trataba de un niño que había experimentado las condiciones de la vida moderna corrientes para su generación, pero que no lo habían sido para generaciones anteriores de niños. ¿Estaba viendo los alarmantes resultados de la forma en que educamos ahora a nuestros hijos? (Más adelante en este capítulo intentaré tocar el tema de algunos de los problemas especiales asociados con las mentiras y el divorcio. También examinaré la importante influencia de las guarderías y centros de atención infantil sobre el desarrollo moral del niño).
Reflexioné sobre su educación moral. No pertenecemos a ninguna religión, pero con toda seguridad le habíamos enseñado a ser honrado. Habíamos pasado más de una cena familiar discutiendo las mentiras y el efecto que éstas tienen sobre los demás. Recuerdo un incidente o dos sobre mentiras de su infancia —ahora me parecían tan inocentes— cuando le obligamos a escribir varios centenares de veces: «No mentiré».
Después reflexioné sobre nuestra vida cotidiana. ¿Practicábamos lo que predicábamos? Durante la semana siguiente al descubrimiento de la mentira de Tom observé atentamente mi propio comportamiento. Me pillé a mí misma diciendo ocho mentiras, dos de ellas a mis hijos. Eran del tipo de mentira que no es importante —de hecho, muchas personas opinarían que no se trataba tan siquiera de mentiras—. Por ejemplo, le dije al vendedor de aspiradoras que llamó a la puerta que acababa de comprar una nueva. Le dije a la chica que vigilaba el parquímetro que acababa de entrar en la tienda en ese preciso instante. Y le dije a mi madre por teléfono que me encantaba la blusa que me había enviado para mi cumpleaños aunque, en realidad, me parecía horrible. Las mentiras que les conté a mis hijos eran, pensé yo, inofensivas. Le dije a mi hija de seis años (en broma) que era diez años más joven de lo que soy, aunque no suelo mentir acerca de mi edad, y le dije a mi hijo que cuando yo era adolescente mi hora límite de llegar a casa eran las diez y media, cuando en realidad no recuerdo la hora exacta.
Estas mentiras fueron simplemente de conveniencia. No gané nada, o bien poca cosa, contándolas, y podría haber dicho tranquilamente la verdad sin consecuencias graves. Eran mentiras que no tenía necesidad de contar. Aún peor, ni siquiera me di cuenta que las decía hasta que me puse a observar mi propia conducta.
MENTIRAS DE LOS PADRES
Quizá lo primero que los padres deberían tener en cuenta cuando se preocupan por las mentiras de sus hijos es la propensión que ellos mismos tienen a mentir. Esas pequeñas mentiras de conveniencia, las así llamadas mentiras piadosas, puede que no signifiquen gran cosa para un adulto. Pero los niños, que tienen una perspectiva menos sofisticada, probablemente las vean como auténticas mentiras.
Los padres realmente son el modelo vivo más importante para el niño, sobrepasando incluso al poderoso profesor, que desaparece con la llegada de las vacaciones de verano. Los investigadores siguen descubriendo que uno de los factores de predicción principal para las mentiras infantiles es la actitud paterna con respecto a las mentiras. Los doctores Hartshorne y May, en su extenso estudio sobre las mentiras infantiles, que Paul describió en el capítulo 2, descubrieron que ello es cierto. Otros dos estudios han corroborado que los niños que mienten con más frecuencia provienen de hogares en los que los padres también mienten o transgreden otro tipo de normas[1]. No hace falta que los padres tengan una conducta delictiva. Las pequeñas transgresiones cotidianas, como el engañar en la declaración de renta o mentirle a la patrulla de tráfico cuando nos hacen parar el vehículo, no fomentan precisamente niños sinceros.
Y los padres deben tener en cuenta con qué frecuencia y de qué manera mienten a sus hijos. ¿Acaso las mentiras que contamos a los niños no son a veces justificadas? ¿O es que la experiencia mágica de la infancia no se vería disminuida sin el estímulo de Papá Noel o del Ratoncito Pérez? ¿No le estamos haciendo un favor al niño cuando le ofrecemos una versión suavizada de los problemas de un divorcio conflictivo?
Para proteger a nuestros hijos de lo que nosotros como adultos consideramos la dureza y la injusticia del mundo, les solemos mentir más de lo necesario. Tanto Papá Noel como el Ratoncito Pérez pueden ser fantasías valiosas de la primera infancia, igual que los cuentos y las canciones de antes de dormir. No obstante, en algún punto, normalmente entre la edad de cuatro y seis años, según los psicólogos del desarrollo, el niño necesita distinguir la realidad de la fantasía. Debemos ser coherentes con el niño y no intentar mantener la fantasía.
Durante este período crítico de los cuatro a los seis años el niño se vuelve capaz de comprender muchas más cosas. Ésta es la oportunidad para los padres de establecer un hábito de sinceridad que le acompañe toda la vida. Un niño puede aprender que las buenas acciones no siempre se ven recompensadas, que a veces los padres se pelean o cometen errores, y que los niños no siempre tienen la prioridad. Algunos padres deciden ser sinceros sobre el tema de la muerte cuando éste aparece en la vida del niño. El niño debería poder tratar con el hecho angustioso de que la muerte a veces viene demasiado pronto, o con gran dolor. El tratar con el divorcio de los padres es un asunto más difícil, que discutiré más adelante en este capítulo. Por desgracia, este acontecimiento, el más crítico para los padres de tratar con sus hijos, ocurre en un momento en que los padres cuentan con menos recursos para enfrentarse a él.
Bruno Bettelheim, en su revelador libro sobre los cuentos de hadas tradicionales, The Uses of Enchantment, destaca el valor de exponer a los niños al conflicto entre el bien y el mal. Explica que:
Contrariamente a lo que ocurre en muchos cuentos infantiles modernos, en los cuentos de hadas tradicionales el mal tiene la misma presencia que la virtud. En prácticamente todos los cuentos de hadas el bien y el mal se personalizan bajo la forma de algunos personajes y sus acciones, ya que el bien y el mal son omnipresentes en la vida real, y la propensión hacia ambos está presente en todo ser humano. Es esta dualidad la que plantea el problema moral y solucionarlo requiere una lucha[2].
Puesto que nuestros cuentos infantiles modernos hacen hincapié en los aspectos luminosos de la vida y evitan tocar temas como la muerte o la vejez, los padres modernos muchas veces quieren proteger a sus hijos de algunas situaciones de la vida real que no son agradables. Pero el protegerles con mentiras edulcoradas muchas veces lo que hace es aumentar, en lugar de disminuir, la ansiedad del niño. El niño que ve que uno de los padres o de los abuelos está sufriendo no quiere oír que todo va bien, él ya sabe que eso no es así. En lugar de ello, los padres deberían ofrecer al niño más información para ayudarle a tratar con sus ansiedades por un problema bien real.
Pero los padres pueden ser sinceros sin tener que revelar detalles que pueden no ser apropiados para la edad del niño. Para un niño que descubre que han violado a una chica vecina, es mucho mejor decirle: «A Janie le han hecho daño. La policía encontrará al hombre que le hizo daño. Cuando seas mayor te explicaremos más cosas sobre lo que le ha pasado a Janie», que decirle: «Janie está en el hospital porque se puso enferma».
INTIMIDAD
Jimmy, de seis años, tenía pesadillas ocasionales, «monstruos nocturnos», las llamaba él. Tenía la costumbre de meterse en la cama de sus padres cuando le ocurría eso. Una noche encontró la puerta de su dormitorio cerrada. Por la mañana acusó a su madre, muy enfadado, de haberse encerrado para dejarle fuera. Turbada, su madre, Alicia, que no quería admitir que habían cerrado la puerta para hacer el amor, le dijo a Jimmy que había sido un error y que no volvería a ocurrir.
En esa edad crítica de entre cuatro y seis años, el niño también puede aprender que no tiene por qué saberlo todo. Los adultos tienen espacios privados que están fuera de los límites infantiles. Muchas veces esta información restringida tiene que ver con el sexo, pero también podría tratarse de escándalos familiares o chismes del vecindario. Por supuesto, los padres tienen derecho a cerrar la puerta de su dormitorio. Cuando se les pregunta, pueden explicar que los padres tienen ciertas actividades que son privadas y solamente para adultos. Eso no significa que los padres deberían mantener en secreto el tema del sexo. Existe un acuerdo entre los psicólogos del desarrollo que hay que educar a los niños gradualmente sobre el sexo desde el primer momento en que pueden formular una pregunta relevante. Naturalmente, un niño de cuatro años no necesita tanta información detallada como un chico de catorce. Pero ni el de cuatro ni el de catorce necesitan que sus padres les expliquen su vida sexual, que para la mayoría de familias es una parcela de la intimidad de los padres.
La intimidad es una vía de doble dirección. Si los padres no quieren fomentar la mentira, no solamente tendrán que ser francos en cuanto a su propia necesidad de intimidad, también deberán tener la misma cortesía con sus hijos. Una de las grandes tensiones entre padres e hijos es la necesidad creciente del hijo de ser cada vez más independiente, y por tanto guardar más secretos, y la necesidad igualmente fuerte pero opuesta que los padres tienen de proteger, controlar y guiar. Se ha convertido en parte de nuestro bagaje cultural que esta tensión regularmente explote en un combate a gran escala durante la adolescencia. No obstante, ya en la infancia existen ocasiones para el conflicto sobre el tema de la intimidad.
Los niños mienten frecuentemente a los padres para proteger lo que ellos consideran su vida privada. Cuando una niña de siete años regresa de una fiesta de cumpleaños, probablemente responderá sincera y alegremente a las preguntas de su madre sobre quién había, qué comieron y a qué juegos jugaron. A los catorce años, esta misma niña puede contestar de manera apática, evasiva o directamente con mentiras. Las mentiras y las evasiones se pueden dar porque cree que su madre desaprobará las respuestas sinceras, porque está reafirmando su independencia, o porque cree que eso no es asunto de su madre.
Los niños de sexto curso viven en dos mundos: el de sus compañeros de la misma edad y el de sus padres. Según los estudios del doctor Berndt, que se describen en el capítulo 2, el mundo de los semejantes tiene una influencia mayor sobre los primeros años de adolescencia que el de los padres. Los adolescentes mantienen la división entre estos dos mundos no hablando sobre los padres a sus compañeros, y no hablando de sus compañeros a los padres. Un adolescente puede considerar que las preguntas de sus padres sobre sus amigos son una intrusión hostil en su mundo privado.
Pero incluso la niña de siete años desarrolla áreas de intimidad. Puede que no le guste que le pregunten si tiene novio o no, y puede que no quiera que ningún varón la vea sin toda la ropa, incluidos probablemente los miembros de su familia.
¿Cómo podemos proteger y guiar a nuestros hijos a menos que sepamos lo que pasa en sus vidas? ¿Podemos aceptar la respuesta estándar «nada» a la pregunta diaria: «¿Qué pasó hoy en la escuela?»? No existe respuesta fácil a este problema universal. Todo padre «necesita tener» alguna información, pero cuánta depende de la edad del niño y del concepto que los padres tienen sobre su deber fundamental de proteger y guiar a su hijo.
Hablemos de sexo, un tema crítico de preocupación para todos los padres, que se acelera al ir acercándose el niño a la adolescencia. ¿Qué «necesitan saber» los padres sobre la actividad sexual de su hijo? Si los padres tienen derecho a la intimidad en su propia vida sexual, ¿tiene el hijo el mismo derecho a la intimidad?
Lo mínimo que todos los padres «necesitan saber» es si se da el caso de abusos sexuales. Para un niño pequeño esto incluye el tocamiento no autorizado o los abusos sexuales por parte de adultos o de otros niños. (Trataré de la complicada controversia concerniente a las mentiras y a los abusos sexuales en el próximo capítulo). Pero los padres están divididos en cuanto a si «necesitan saber» sobre besos y tocamientos entre niños pequeños de la misma edad. Muchos padres creen que eso no es más que un comportamiento inocente y una parte natural del desarrollo. Otros tendrán una gran convicción de que deben proteger a sus hijos de lo que ellos consideran una conducta promiscua.
Los padres tampoco se ponen de acuerdo sobre lo que «necesitan saber» acerca de la actividad sexual de sus adolescentes. Aunque todos los padres estarían de acuerdo en que necesitan saber si se dan abusos sexuales en forma de fuerza o violencia, o de explotación por adultos, muchos padres creen que más allá de eso ellos no «necesitan saber», y muchas veces no quieren saber, la naturaleza de la actividad sexual de sus adolescentes. Otros padres tienen la convicción de que deben proteger a su adolescente de una actividad sexual prematura. Por lo tanto tienen que saber qué, dónde y con quién están sus hijos todo el tiempo. Algunos padres sienten que deben proteger a sus hijas, pero no a sus hijos.
No se trata de qué está bien o qué está mal acerca de las diferentes actitudes paternas hacia la conducta sexual de sus hijos. En una cultura pluralista siempre existirán puntos de vista diferentes sobre el sexo y otros tipos de conducta de los hijos. El tema es si los padres han tenido bien en cuenta lo que «necesitan saber» y qué pueden aceptar como una parcela privada de la vida de su hijo. Si se trata de un espacio privado que previamente se ha acordado, el niño tiene derecho a permanecer en silencio o a decir: «Eso pertenece a mi intimidad», igual que pueden hacerlo los padres sobre la puerta cerrada de su dormitorio.
Por desgracia, la mayoría de padres viven día a día, de crisis en crisis. Raramente se toman el tiempo de pensar atentamente sobre qué es lo que ellos «necesitan saber». Es incluso más raro que discutan el tema con su hijo. Un niño se puede ver forzado a mentir sobre algo, antes que decir: «Eso pertenece a mi intimidad». No se da cuenta de que puede tener esa opción.
Quizá como padres podamos confeccionar una lista mental de lo que «necesitamos saber», que podemos ir revisando a medida que el niño crece. Una lista así podría incluir:
Para los niños mayores podríamos incluir también:
Una vez hayamos decidido, como padres, aquello que sin falta «necesitamos saber», podemos dejar claro todos esos temas a nuestro hijo, junto con las razones de esa necesidad. Al mismo tiempo, podemos dejar claro que él todavía cuenta con espacios íntimos que no tiene que revelarnos. Por ejemplo, podemos decir que sus conversaciones telefónicas y las cartas son asunto privado. Algunos padres creen que la habitación del hijo es una zona totalmente restringida a la que sólo se puede entrar con el permiso del niño.
Ann, la madre de un chico de quince años, me dijo: «Su habitación estaba asquerosa, una auténtica pocilga. Se enfurecía cada vez que yo entraba para limpiarla. Y yo me ponía furiosa porque él no la limpiaba. Estábamos siempre enfadados el uno con el otro. Finalmente decidí que no podía soportar las peleas y renuncié. Ahora podemos bromear sobre ello. Sigue siendo una pocilga, pero por lo menos nos volvemos a hablar».
No todos los padres podrían aceptar esta solución, pero podrían llegar a algún compromiso que permitiera al niño tener su espacio íntimo.
MENTIRAS Y AMISTAD
Otro tema crucial en el que los padres pueden fomentar la sinceridad en los niños es en la observación de los amigos de sus hijos. Hartshorne y May comentaron: «En asuntos humanos, aquellos que van juntos acaban pareciéndose»[3]. Descubrieron que los niños que mienten tienen amigos que mienten. En una situación creada en un aula, observaron que los niños que hacen trampa (no copiándose los exámenes entre ellos) normalmente se sientan al lado de otros que también las hacen. Otros estudios más recientes señalan que el niño que se sienta cerca de uno que copia en un examen escolar, tiene más posibilidades de hacerlo él también en el próximo examen[4].
Estos estudios científicos solamente confirman lo que los padres han sabido desde siempre: los malos amigos pueden causar problemas graves a sus hijos. Los padres siempre han sabido eso, pero la mayoría se sienten impotentes para controlar las amistades de sus hijos. Esta impotencia crece a medida que el niño se hace mayor. Y cuanto más mayor el niño, más permeable es a la influencia del grupo de semejantes. Mi amiga Martha, quejándose de la mala conducta y de las malas notas de su hijo Ben, de trece años, decía: «Creo que gran parte de su mala conducta es por imitar a su amigo Matt. No me gusta Matt, no creo que sea sincero conmigo. Sé que miente constantemente a sus padres. Pero ¿qué puedo hacer? Si le prohibo a Ben que vea a Matt, lo verá igualmente y simplemente me mentirá sobre ello».
La frustración de Martha es algo que muchos padres han sentido. No podemos supervisar a nuestros hijos veinticuatro horas al día después de que empiezan a ir a la escuela. En el mundo de las aulas y de las zonas de recreo, donde la parte social es tan importante, escogerán amistades que puede que no siempre nos gusten, pero que no podemos controlar. A medida que se hacen mayores, esas amistades se vuelven más y más importantes para ellos, y, muchas veces, al parecer son más importantes que los lazos que les unen a los padres.
¿Cómo podemos controlar la elección de amistades de nuestros hijos? No existe una solución fácil. Quizá todo lo que podamos hacer es ayudar a nuestro hijo a que se convierta en un niño moral y con confianza en sí mismo, que atraiga a amigos del mismo tipo. Si fomentamos las actividades en que el niño pueda destacar, seguro que ello reforzará su autoconfianza y le permitirá tener que depender menos de la aprobación de sus compañeros. Las actividades de ayuda, como ser explorador o un trabajo voluntario que ocupe su tiempo libre y fomente un sentido de contribución caritativa, son muy valiosas.
Creo que un padre debería saber en todas las edades del hijo quiénes son sus amigos y qué hacen cuando están juntos en su tiempo libre. Puede ser que esto no figure en la lista de «necesito saber» de todos los padres, pero sí está en la mía. También creo que los padres tienen derecho de decirle al niño que no les gusta un amigo suyo, pero solamente si tienen pruebas concretas de la mala conducta del amigo. Por ejemplo, un padre o una madre no debería desaprobar a un amigo por su familia, atractivo físico o color. Los padres tienen derecho a no aprobar a un amigo si descubre que miente, o si le han expulsado de la escuela por engañar o robar. Los padres pueden prohibir al niño que vea al amigo bajo pena de castigo, pero un enfoque mejor puede ser explicar al niño exactamente por qué esa amistad puede resultar destructiva para él. Entonces los padres pueden proponer nuevos amigos y nuevas actividades al niño.
Por desgracia, a veces se da la triste situación en que un padre no puede, de ninguna manera, separar a su hijo, normalmente adolescente, de un amigo o amigos que continuamente le traen problemas. El niño puede mentir repetidamente para esconder el hecho de que se sigue viendo con el amigo o amigos indeseables. Quizá la única esperanza en este caso es trasladar al niño, físicamente, a un entorno diferente. Como puede resultar difícil que los padres se muden de casa, se puede enviar al niño a casa de un familiar o a un internado que mantenga una buena supervisión. Esta solución extrema no ofrece garantía de que el niño no vaya a hacer nuevas —aunque igualmente indeseables— amistades, pero podría ser la única salida al destructivo y engañoso patrón.
En muchas épocas de la historia occidental ha sido algo corriente enviar a los adolescentes a vivir a otro hogar. Esto solía ser en la mayor parte de las veces un aprendizaje con el cual el chico o la chica podía aprender un oficio útil, como llevar una casa o trabajar el hierro. El incentivo para enviar al adolescente a otro lugar no era solamente para que aprendiera un oficio, sino también poner al chico bajo una autoridad diferente a la paterna.
CONFIANZA
Quizá la contribución más importante que los padres pueden hacer para educar a un niño sincero es ir desarrollando una relación fundada de manera sólida en la confianza. Este tipo de lazo no aparece por sermonear al niño por un solo episodio de mentir, se nutre desde los inicios de la comunicación entre padres e hijos. Para desarrollar la confianza en un niño, tenemos que demostrarle con regularidad que confiamos en él.
La noche de Halloween de 1986, Sandra Visnapuu recibió una llamada de la policía, diciéndole que se acusaba a su hijo de catorce años de vandalismo, por haber pintado con pulverizador una casa. Dijeron que había dos testigos presenciales y que no existía duda alguna. Decepcionada y disgustada, la señora Visnapuu se enfrentó a su hijo, Neil, que dijo: «Mamá, te juro que no lo hice»[5].
Este incidente apareció en el New York Times porque la madre no solamente creyó que su hijo no le mentía, sino que se pasó varias semanas investigando personalmente para descubrir la verdad. La señora Visnapuu fue de casa en casa por la vecindad donde ocurrió el incidente y habló con todos los amigos de su hijo. Como resultado de sus esfuerzos, el auténtico gamberro salió a la luz, un chico de quince años de otro barrio, acusado de otra mala acción durante la noche de Halloween. «Durante todo ese tiempo hubo personas que no nos creyeron», dijo la señora Visnapuu. «Todo el mundo —policías, consejeros escolares, incluso nuestro abogado— dijo que nueve veces de cada diez, el niño que dice ser inocente en realidad es culpable»[6].
Esta madre realizó grandes esfuerzos para demostrar a su hijo que realmente confiaba en él. Contaba con la confianza de catorce años de haber estado educando a su hijo y sabía que su hijo no le mentiría a ella.
¿Cómo puede un padre nutrir ese importantísimo lazo de confianza? En primer lugar, el padre o la madre debe merecer confianza. Un padre que miente frecuentemente a su hijo, o que no suele cumplir las promesas que hace, no puede esperar que su hijo actúe de otra manera. Un padre que se basa en duros castigos o amenaza injustamente al niño, puede descubrir que ese niño le obedece por miedo, no por respeto.
Los padres pueden reforzar la importancia de la confianza con ejemplos sacados de los cuentos, como «Pedro y el lobo», y a medida que el niño va creciendo, con ejemplos de las noticias. Un niño puede apreciar que las mentiras que cuentan las autoridades públicas, en escándalos como el Irangate, son una ruptura de la confianza del público. Puede aprender que romper la confianza conlleva consecuencias.
En segundo lugar, incluso un niño pequeño se puede sentir orgulloso y más mayor si los padres le hacen saber a menudo que confían en él. Un padre o una madre que siempre sospechen no van a producir un niño confiado. A medida que el niño avanza hacia la adolescencia, y los padres sienten que pierden el control, con demasiada frecuencia éstos temen lo peor. Por consiguiente, pueden abalanzarse sobre los más pequeños indicios sospechosos.
Sara, de quince años, volvió a casa de un partido de baloncesto y entró en el salón para decir buenas noches a los padres. Su madre exclamó alarmada: «Sara, tu chaqueta huele como si hubiera estado en un incendio; ¿has estado fumando?». Sara respondió rápidamente: «Oh no, mamá, me he sentado al lado de Tod y él sí fuma».
Un padre que observa que la ropa de su hijo huele a humo puede estar demasiado dispuesto a creer que el niño fuma, aun cuando éste le ofrezca una excusa plausible. En nuestros tribunales de justicia, el acusado es inocente hasta que se demuestra lo contrario. En el tribunal familiar, el acusado adolescente se considera muchas veces culpable y debe demostrar que es inocente.
En este incidente de fumar, la peor respuesta que puede dar un padre es llamar mentiroso a su hijo e intentar arrancarle una confesión. El mejor enfoque es decirle al niño que la sinceridad es más importante para usted que el hecho de fumar. Si ha estado fumando, se lo debería decir a usted, y entonces valoraría más su sinceridad que condenaría el haber fumado. Si lo sigue negando, debería dejarlo. Pueden haber otros incidentes (que discutiré más adelante) donde lo que está en juego es mucho más importante y entonces es fundamental que usted sepa la verdad. Una sospecha de haber fumado, para la mayoría de los padres, no es de ese tipo de incidentes.
Incluso cuando se atrapa al niño en una mentira descarada, ello no debería presuponer el final de la confianza. Un padre le puede decir a su hijo que aunque la mentira afectará el lazo de confianza, una sola mentira se puede perdonar. Si las mentiras continúan, el niño, como Pedro con el lobo, sufrirá las consecuencias de la pérdida de confianza. Nuestro hijo, Tom, tras el incidente de la fiesta no autorizada (precedido de otras mentiras), perdió el privilegio de quedarse solo en casa por la noche. Y solamente le será devuelto cuando se haya restablecido la confianza. El niño puede aprender de tales experiencias que la confianza es importante y que hay que esforzarse para mecererla.
El capítulo 3 demuestra cómo comprender el tema de la confianza es una función del desarrollo. Los niños muy pequeños suelen creer que la consecuencia de mentir es el castigo. Los niños de esa edad no tienen ninguna duda cuando creen que mentir está mal. Cuando llegan a los diez o los doce años, los niños abandonan la creencia de que mentir siempre está mal; pueden empezar a diferenciar entre los tipos de mentira y empezar a juzgar una mentira por sus consecuencias. Por ejemplo, si le dices a una amiga, aunque sea falso, que le sienta bien el peinado, ello sólo produce consecuencias positivas. Tom, en su capítulo, nos dice que los adolescentes no solamente aprenden a contar mentiras piadosas, sino que empiezan con las que él llama «mentiras sociales» para manipular sus relaciones con el grupo de compañeros de la misma edad.
Con la adolescencia, los niños también pueden empezar a comprender otras consecuencias del mentir aparte del castigo. La pérdida de confianza de un padre o de un amigo se considera una consecuencia negativa grave. La mayoría de niños no pueden expresar con claridad su comprensión de que la pérdida de confianza es una de las principales consecuencias de las mentiras hasta que llegan a la mitad de la adolescencia. Algunos nunca llegan a comprenderlo.
En su polémica teoría del desarrollo moral descrita en el capítulo 3, Lawrence Kohlberg describe lo que les ocurre a los niños en diferentes edades. Sostiene que los niños de cuatro a ocho años se comportan únicamente para evitar el castigo cuando se ven enfrentados a una decisión ética, como por ejemplo robar comida para una persona enferma. Algunos adultos no pasan nunca de esta etapa. En los primeros cursos elementales, el niño puede razonar que el protegerse a sí mismo es el motivo principal de portarse bien, pero también es importante ser justo con aquellos que son justos con nosotros. Unos años más tarde, en secundaria, el niño puede empezar a creer que es importante hacer buenas acciones para ganar la aprobación social de ser una buena persona. Los estadios más altos del desarrollo moral, que ocurren a finales de la adolescencia y en los primeros años de adultez, incluyen actuar conforme a la autoridad legítima, es decir, la ley de su país, y en los niveles más elevados, actuar según la convicción de sus propios principios éticos, que proponen un sistema que otorga el mayor respeto a los derechos y a la dignidad de todo individuo[7].
Según la teoría de Kohlberg, es en la adolescencia cuando los niños se dan cuenta de que es importante ser una buena persona para obtener la aprobación de los demás, padres incluidos. Durante estos años los padres pueden consolidar de manera más firme la importancia de la confianza en la sinceridad que ya habían introducido esperanzadamente en años anteriores, e intentar alejarse del miedo al castigo. Los padres pueden decir (más de una vez, puesto que la repetición es imprescindible para los niños): «No hay nada más importante que la confianza entre nosotros. Si has hecho algo que sabes que yo desapruebo, no tengas miedo de decírmelo. Recuérdame que no me enfade. Puede que tengas que hacer algo para compensarlo, pero me sentiré muy orgulloso de ti por decirme la verdad».
Los niños que no son educados en un ambiente de confianza pueden tener problemas para llegar a comprender alguna vez que la consecuencia de sus mentiras es una confianza rota. En especial si se les educa a base de duros castigos, puede que sigan viendo sólo el nivel moral más bajo, de actuar para evitar el castigo.
Nunca se acercarán a los niveles más altos de considerar sus acciones como ciudadanos de una sociedad, o finalmente como ciudadanos del mundo.
CRIMEN Y CASTIGO
Un padre o una madre pueden dar un buen ejemplo siendo directos y sinceros con su hijo. Los padres pueden darle al hijo los espacios de intimidad que necesita. Pueden vigilar las amistades del niño. Pueden hacer lo posible por desarrollar un fuerte lazo de confianza. Pero incluso los mejores padres (y quién de nosotros puede decir que es perfecto) pueden tener que enfrentarse a atrapar a su hijo en lo que parece ser una franca mentira.
Los padres americanos consideran que la honradez de sus hijos es uno de los valores principales. En estudios anuales llevados a cabo por el Centro de Investigaciones Nacionales de la Universidad de Chicago entre 1972 y 1986, la honradez aparecía como la cualidad de por sí más deseable para un niño. Se consideraba incluso más importante que ser un buen estudiante.
Por ello para muchos padres el hecho de mentir se convierte en el tema principal, no aquello sobre lo que se miente. Puede que un padre se sienta incontroladamente furioso hacia una adolescente que le dice que llegó a casa más tarde de la hora pactada porque el coche de la amiga se estropeó (por cuarta vez ese mes). Aceptaría con más calma la explicación real, que como se lo estaba pasando bien no se dio cuenta de la hora.
¿Cómo pueden los padres tratar con esta situación tan corriente de manera que se fomente la sinceridad futura del hijo y no solamente provocar una airada confrontación?
ATRAPAR AL MENTIROSO
Existe un consenso general entre los expertos que trabajan con niños que dice que meterse en una lucha de poder para obtener una confesión suele ser la peor táctica. Como se apunta en el capítulo 3, existen indicios de la mentira en el rostro, en la voz y en el cuerpo, pero un padre sabio no los utiliza normalmente para forzar la confesión de su hijo. Este consejo va en contra de la fuerte necesidad del padre a atrapar a su hijo en su mentira.
El padre que grita: «Eres una mentirosa. Voy a llamar a los padres de Sue ahora mismo y preguntarles si se le estropeó realmente el coche. ¡No puedes contarme otra vez esa mentira!», seguro que consigue airear su propia frustración. También es seguro que provocará la hostilidad de su hija y que ésta se ponga a la defensiva. Puede conseguir incluso demostrar que su hija es una mentirosa si hace esa llamada telefónica. Pero ¿acaso consigue enseñarle una lección moral?
No es tan sencillo. Al descubrir su mentira y responder con ira, este padre probablemente provocará el miedo en su hija. Este miedo puede que haga que la hija se lo piense dos veces en el futuro, como mínimo antes de mentir sobre el tema de la hora de vuelta a casa. Este miedo puede que la convierta en una chica aparentemente más sincera, o por lo menos en una mejor mentirosa. La furia del padre también le habrá dejado muy claro con qué seriedad se toma él una mentira. ¿Pero se puede permitir un padre crear una relación con su hija basada en el miedo? ¿Se puede permitir ser un policía?
Antes que centrarse en atrapar a su hijo en una mentira, los padres tienen una mejor posibilidad de crear una relación de confianza si se centran en el motivo de la mentira, la importancia de la hora límite. Podría decir: «Realmente no quiero escuchar más excusas sobre por qué no estás en casa a tu hora. Lo cierto es que necesito saber cuándo vas a volver a casa. Me preocupa tu seguridad y necesito saber dónde estás. Si no vas a llegar a casa a la hora, debes telefonear».
El padre debería ir entonces más lejos y decir, sin forzar una confesión, que él también necesita explicaciones sinceras por parte del hijo cuando se transgrede el horario. Que saber que puede confiar en la palabra de su hijo es tan importante como saber dónde está.
Este segundo enfoque no provocará miedo en el hijo, pero puede que no se obtengan los espectaculares cambios de conducta que se podrían dar si la mentira fuera descubierta con rabia. Éstas son las decisiones que deben tomar los padres. Suele ser más difícil ir esforzándose por conseguir una relación de confianza y responsabilidad mutua que inculcar el miedo a ser descubierto.
Pero tenemos que reconocer que, con algunos tipos de incidentes con mentiras, el camino de la paciencia para desarrollar una confianza y una responsabilidad puede que no sea factible. A veces es imprescindible conocer la verdad, aunque ello signifique una lucha de poder. Hablemos de un tipo de mentira que hiela la sangre de los padres.
John, de trece años, muestra una conducta extraña desde hace varias semanas. Se duerme con frecuencia, incluso durante las comidas. Ya no parece interesarle el baloncesto, su deporte favorito, y no habla con sus amigos por teléfono. Durante estas semanas su madre se da cuenta por dos veces que tiene unos veinte dólares menos en el monedero de lo que pensaba. La primera vez no le da importancia, pensando que se equivoca, pero la segunda vez se alarma.
Le pregunta a John por el dinero que falta. Dice ser inocente. Le pregunta por qué está tan cansado. Le sugiere que vayan al médico. John dice que tiene problemas para dormir porque tiene demasiados deberes que hacer.
La madre de John necesita saber. Tiene buenas razones para sospechar que su hijo tiene graves problemas, posiblemente con drogas, y tiene que hacer de policía para poder descubrir la verdad. Conoce a su hijo y sabe cómo reconocer los síntomas de engaño que aparecen en el capítulo 3 y que corroboran sus sospechas de que le está mintiendo.
Para obtener una confesión, primero tiene que ofrecer una amnistía. Puede prometerle que no le castigará si se lo cuenta todo. Debe estar convencida, por supuesto, de que está dispuesta a hacerlo así. ¿Puede realmente dejar sin castigo un robo grave? Si la oferta de amnistía no funciona, tendrá que convertirse en detective.
Hablará con los amigos y profesores de John para descubrir la verdad. Puede que se sienta obligada a registrar su habitación. Se enfrentará a John con las pruebas que obtenga para poder extraer una confesión.
La madre de John debe entrar en una lucha de poder, debe jugar a policías porque lo que está en juego es muy importante. Si su hijo se ha convertido en ladrón y drogadicto, precisa ayuda inmediata. La madre no puede depender de ir creando confianza y responsabilidad como estrategia para enfrentarse con sus mentiras.
Son las mentiras de los adolescentes las que desesperan a los padres. Los adolescentes ya no aceptan sin cuestionarla la legitimidad de las reglas sociales y se suelen sentir justificados al mentir para evitar seguir las odiadas reglas. Como Tom nos dice en su capítulo, muchas de las mentiras que cuentan los adolescentes no tienen que ver con los padres. Se centran en ganar categoría en su propio mundo, el mundo de sus semejantes.
En cuanto al desarrollo, los adolescentes se han vuelto mucho más hábiles en mentir y no es tan fácil atraparles como a un niño pequeño. Tienen mejor memoria y capacidades intelectuales más sofisticadas para inventarse una mentira creíble. También tienen un mejor control sobre su expresión no verbal. A medida que aumenta su confianza en que sus mentiras no serán detectadas, muchas veces también aumenta la frecuencia de éstas. Y a veces esas mentiras pueden resultar peligrosas, para ellos mismos y para los demás.
Es difícil no entrar en una lucha de poder con un adolescente cuando sospechamos que nos miente. El acto en sí de mentir enfurece a la mayoría de padres, y ello les obliga a forzar una confesión a cualquier coste. Y, como en el ejemplo de John, la sospecha de robo o consumo de drogas a veces hace necesaria la lucha de poder. No obstante, gran parte de las mentiras adolescentes no son tan graves. Tratan de temas mundanos como deberes que no han hecho, tareas que no han terminado, prendas de vestir perdidas o estropeadas. Un padre o una madre debe saber juzgar cuándo actuar como policía para forzar una confesión y cuándo evitar una lucha de poder y centrarse en restablecer la confianza.
¿Cómo es de importante saber la verdad? Para cada padre la respuesta puede ser diferente, pero para todos las sospechas sobre temas como el daño físico, por ejemplo a través del consumo de drogas o actividades delictivas, deberían ser motivos para forzar la verdad.
Se pueden utilizar estas mismas directrices para tratar con las mentiras de niños más pequeños. La preocupación por el daño físico, como en casos de abusos sexuales, o una sospecha de actividades delictivas, como pequeños hurtos, pueden justificar una lucha de poder. Otros tipos de mentira deberían tratarse de una manera menos acusatoria.
Cuando nuestro hijo Tom tenía nueve años, le di cinco dólares para que comprara la entrada del cine un sábado por la tarde y se gastara cincuenta centavos en caramelos. Le pedimos que nos devolviera el cambio. Llegó a casa sin cambio alguno y nos dijo que un hombre con una máscara le había robado en la puerta del cine. Al preguntar un poco más a fondo quedó claro que el supuesto ladrón no existía, pero Tom seguía sin confesar que había utilizado el dinero para sus cosas. Desesperado, su coartada iba adquiriendo proporciones fantásticas.
Nos sentimos impelidos a hacerle confesar. Llamamos al chico con el que había ido al cine y supimos que se había gastado un dólar en golosinas. Habíamos arrinconado a Tom y finalmente se vino abajo, se puso a llorar y confesó. Habíamos jugado a policías y habíamos ganado. ¿Pero era necesario hacer pasar a Tom por esa humillación? ¿Había tanta cosa en juego que necesitáramos una confesión? Después de estar seguros de que realmente se trataba de una mentira, le podríamos haber ahorrado la humillación final. Podríamos haberle dicho: «Es muy importante que no nos mientas. Necesitamos confiar en ti o si no no podríamos dejarte ir al cine sin nosotros. Nos preocuparíamos demasiado. Si no nos hubieras mentido y nos hubieras dicho que te gastaste el dinero en golosinas, solamente te habríamos impuesto un castigo leve».
Este enfoque podría haber conducido a un diálogo sobre la importancia de la confianza en lugar de a los lloros y la agitada conducta que en realidad provocamos. También podríamos haberle dejado sin cine durante una semana para reforzar la lección sobre la confianza perdida. Pero la confrontación no habría terminado con los policías triunfantes y el criminal vencido.
Con mucha frecuencia las mentiras de los niños más pequeños adquieren la forma de alardes o de historias increíbles. Puede que su hijo le diga que es el mejor bateador del equipo, cuando usted sabe que apenas sabe jugar; su hija de ocho años puede que le diga que tiene cinco amigas íntimas, cuando usted sabe que eso no es más que un deseo. Este tipo de mentira muchas veces es una llamada de socorro. Puede que su hijo se sienta realmente inadecuado. Por el motivo que sea, el niño está buscando atención, y dependerá de usted descubrir qué hay de malo en su vida. Aunque debería dejarle bien claro que no se cree sus alardes, utilícelos para buscar con suavidad qué se esconde detrás de ellos.
PEGAR O NO PEGAR
Los padres pueden aprender a evitar las luchas de poder y centrarse en el tema de la confianza antes que en atrapar al mentiroso. Pero los padres seguirán teniendo que decidir sobre el castigo adecuado si están seguros de que se ha contado una mentira y que la falta merece un castigo. Encontrar la respuesta apropiada al hecho de mentir y a la ofensa que se intenta encubrir es algo difícil para todos los padres. La disciplina es algo para lo que no existen unas directrices claras. La mayoría de padres utiliza la misma disciplina con sus hijos que sus padres utilizaron con ellos, por falta de algún otro modelo.
Mary Bergamasco fue arrestada por malos tratos en Hayward, California. Había vestido a su hijo de siete años como un cerdo y le había exhibido en su jardín con un letrero en el pecho para que los que pasaban por allí lo leyeran. El letrero decía: «Soy un cerdo idiota; te vuelves feo cada vez que mientes y robas. Miradme como chiyo (con una falta de ortografía). Tengo las manos atadas porque no se puede confiar en mí. Esta es una lección que tengo que aprender. Miradme. Reíros. Ladrón. Robar. Niño malo».
Mary respondió que el niño había estado robando y mintiendo como un avezado delincuente. Dijo que su madre también la había castigado a ella de esa manera. «Pero», dijo, «yo no le he quemado las manos como hizo mi madre conmigo.»[8]
Los medios de información se hicieron eco de esta historia y del intento consiguiente del padre del niño, que solamente había visto a su hijo en dos ocasiones, para obtener la custodia. La parte más interesante de la historia fue la división de la opinión pública. Muchos opinaron que se trataba de un acto repugnante, mientras que otros decían que estaba dentro de los límites de una disciplina apropiada. Después de todo, decían, no había dañado físicamente al niño.
Los expertos han estado siempre casi tan confusos sobre el castigo adecuado como los padres. No obstante, existen algunos estudios científicos que claramente indican que algunas respuestas de los padres son mejores que otras.
Martin Hoffman y Herbert Salzstein llevaron a cabo un extenso estudio con chicos de séptimo curso en 1967 que medía la relación entre los tipos de disciplina paterna y el nivel moral del niño. El desarrollo moral del niño se medía a través de pruebas escritas, hablando con los profesores, compañeros y los propios padres del niño. El niño y los padres contaban entonces qué tipo de disciplina habían recibido en casa. Las técnicas disciplinarias se dividían en tres categorías: reafirmación de poder, en la cual los padres dejaban claro su poder y autoridad sobre el niño; retirar el cariño, lo que incluía formas de enfado y desaprobación, pero ningún castigo físico; e inducción, en la que los padres se centraban en las consecuencias de la acción del niño sobre los demás.
La inducción ganaba, por encima de la reafirmación de poder y del retiro de cariño[9]. Esto significa que un niño al que repetidamente le hablan del efecto que su mala conducta tiene sobre los demás tiene más posibilidades de interiorizar la lección y de no volver a caer en ese tipo de conducta. El niño que es castigado físicamente por su comportamiento o a quien se retira el cariño tiene menos posibilidades de aprender la lección. El padre que explica por qué le preocupa que el niño no vuelva a casa a la hora pactada tiene más posibilidades de inculcar la lección de responsabilidad y sinceridad que el padre que estalla.
Incluso a los niños pequeños se les puede enseñar cómo las mentiras que cuentan a sus padres, profesores o amigos afectarán su relación con ellos. Un padre puede apelar al orgullo del niño y a su deseo de que los demás piensen que es mayor.
Estas pruebas contrastan con la escuela de educación infantil que sostiene que «no utilizar la vara estropea al niño», pero de hecho los expertos se han ido alejando rápidamente de la tradición. En la edición de 1945 de su libro Baby and Child Care, el doctor Benjamin Spock escribía: «No estoy defendiendo especialmente el pegar, pero creo que es menos malo que una desaprobación demasiado larga, porque con ello se despeja el ambiente, tanto para los padres como para el niño». Pero en la edición de 1985 del mismo libro, el doctor Spock deplora el pegar, diciendo que «enseña al niño que la otra persona, más grande y más fuerte, tiene poder para conseguir lo que quiera, tanto si lleva razón como no». Incluso sugiere que la «tradición americana de pegar» podría contribuir a la violencia existente en los Estados Unidos[10].
Aunque hay algunos que disienten, la mayoría de expertos en educación infantil creen ahora que los padres tienen que encontrar métodos alternativos para ganarse el respeto de un niño. Como dijo un consultor del Departamento de Servicios Infantiles y Juveniles de Connecticut: «La mayoría de delincuentes juveniles son educados con cinturones, tablas, cuerdas o puños»[11].
La mayoría de expertos cree ahora que la disciplina que reafirma el poder, dentro de la cual se incluye el castigo físico y las amenazas, está asociada con un nivel inferior de desarrollo moral. Inculca el miedo al castigo en lugar de una creencia interiorizada en una conducta moral.
Sobre el tema de la mentira existe consenso al creer que el niño que se ve sujeto a duros castigos físicos miente más, precisamente para evitar esos castigos. Es probable que esos niños no puedan llegar a la etapa en la que se rechazan las mentiras por la ruptura de confianza o por las consecuencias que tienen sobre los demás. Siempre verán la mentira como una estrategia para evitar el dolor.
No obstante, los padres no han llegado al mismo nivel que los expertos. Un estudio realizado en 1984 por el Laboratorio de Investigación Familiar de la Universidad de New Hampshire descubrió que el 88 % de los padres encuestados pegaban a sus hijos. De éstos, el 50 % decía que sólo utilizaban el castigo físico como último recurso, y el 33 % dijo que pegaban a sus hijos cuando se sentían frustrados o «descontrolados». Los estudios realizados desde los años veinte han ofrecido resultados muy similares[12].
No es sorprendente que los padres no sigan la tendencia actual de los expertos. De hecho, el castigo físico es tan americano como la tarta de cerezas. El padre de George Washington seguramente le pegaba, pero consiguió buenos resultados en el apartado de sinceridad. Un estudio sobre las prácticas educativas de la era colonial haría que incluso los más acérrimos defensores del castigo físico parecieran blandos.
Nuestros antepasados puritanos creían que los niños venían al mundo manchados por el pecado, con fuertes pasiones y una inteligencia débil. Correspondía a los padres, en especial al padre, dominar esas pasiones en el niño y formar su buen carácter. Ello requería una vigilancia constante y el control estricto que se consigue con el castigo físico, muchas veces empleando el látigo. Como se consideraba que las madres tendían a la indulgencia y a un excesivo afecto, era responsabilidad del padre supervisar el desarrollo moral del hijo. Por esta razón la ley concedía el derecho de custodia al padre y no a la madre en casos de separación[13].
John Wesley, uno de los principales fundadores del metodismo, expresa claramente la opinión del siglo XVIII sobre la educación infantil en su «Sermón sobre la educación de los niños», que data de 1783:
Consentir al niño es, por lo que a nosotros respecta, hacer que su enfermedad sea incurable. El padre sabio, por otro lado, debería empezar a quebrantar su voluntad en el primer momento en que ésta aparezca. En todo el arte de la educación cristiana no hay cosa más importante que ésta. La voluntad de un padre es para un niño como la voluntad de Dios… Pero para poder llevar a cabo este punto, usted precisará de una increíble firmeza y resolución, porque una vez haya empezado, nunca más deberá ceder. Debe seguir un rumbo fijo: nunca debe bajar la vigilancia ni por una hora; de otro modo habrá perdido todo lo conseguido[14].
John Wesley creía que las mentiras tienen que ser sofocadas con severidad. «Enséñele que el autor de toda falsedad es el diablo, que es un mentiroso y el padre de todo ello. Enséñele a aborrecer y despreciar no solamente la mentira, sino también cualquier equívoco, cualquier argucia y disimulo.»[15]
Hacia el siglo XIX, las actitudes con respecto a la disciplina se habían suavizado considerablemente, y la madre había reemplazado al padre como principal educadora moral de los niños pequeños. Ello era en parte un reconocimiento práctico de que había menos padres que trabajaran en la granja y ahora probablemente pasaban el día fuera en oficinas o fábricas. Ya no se consideraba a los niños como básicamente malos. Se hacía hincapié en el papel del padre afectuoso antes que en la disciplina.
En un libro muy leído en su época, The Mother at Home, el ministro congregacionalista John S.C. Abbott aconsejaba:
Guárdese de una excesiva severidad. Si se sigue un curso regular de gobierno eficaz, verá que la severidad es raramente necesaria. Si, cuando se inflige un castigo, se hace con compostura y solemnidad, las ocasiones merecedoras de castigo serán infrecuentes. Dejemos que una madre sea afectuosa y benigna con sus hijos. Dejemos que simpatice con sus pequeñas diversiones. Dejemos que se gane su confianza con sus asiduos esfuerzos para hacerles felices. Y dejemos que se sienta, cuando han actuado mal, no irritada, sino triste; y que les castigue desde la pena, no desde el enfado[16].
La idea de alejarse del castigo físico e ir hacia un control afectuoso probablemente parezca una buena idea a la mayoría de padres, pero ¿qué ocurre cuando ello no es suficiente? Está muy bien explicarle atentamente a su hijo las consecuencias de una mala conducta, llevarle con paciencia hacia su marco de referencia moral. Pero seguro que a veces se precisa algo más.
Cora, de doce años, mentía repetidamente a su madre sobre el tema de los deberes escolares. Aun cuando su madre, Susan, recibía notas personales del vicedirector sobre el problema de los deberes, Cora lo negaba y decía que la habían confundido con otra niña. La madre de Cora fue a la escuela y supo por su profesor que la conducta de Cora en clase, aparte de los deberes, era normal. El vicedirector sugirió que Cora se hallaba en una edad en que los niños suelen poner a prueba la autoridad.
En esta situación, todos las súplicas bien razonadas sobre la importancia de ser sincero por parte de Susan parecían caer en oídos sordos. Se precisaba una respuesta firme. Como en la mayor parte de incidentes con mentiras, existían dos ofensas: una no haber hecho los deberes y otra la mentira consiguiente. El castigo apropiado tiene que saber distinguir entre las dos faltas.
La mayoría de familias tiene una escala de castigos para la mala conducta, que incluye no poder ver la televisión, hablar por teléfono, o salir de casa. Estos pueden funcionar bien, pero son castigos pasivos, y normalmente no están relacionados con la falta cometida. Los castigos activos que sí tienen relación con la ofensa funcionan mejor. Por ejemplo, si su hijo mayor pega con frecuencia a su hermano pequeño, causándole cortes y magulladuras, y después dice que él no le tocó, una manera de castigarle sería que el hijo mayor realizara las tareas asignadas al pequeño durante un tiempo. Parte del castigo debería ser la restitución a la víctima, cuando existe una.
En el caso de Cora, Susan decidió supervisar de cerca los deberes de cada noche y no dejarle ver la televisión durante un mes. Ella creía que la televisión era un factor importante del problema. Le dijo a Cora que al cabo de dos semanas confiaba en que la niña haría los deberes sin supervisión. Le hizo saber que, para ella, mentir sobre hacer los deberes era algo más grave que los deberes en sí. Le dijo que le resultaba humillante tener que hacer de oficial de policía, y que por encima de todo necesitaba sentir que podía volver a confiar en su hija. Si Cora hacía bien las cosas, al cabo de un mes podría volver a ver la televisión.
Parece que este castigo funcionó con Cora, que se dio cuenta de que existía un límite a lo que su madre estaba dispuesta a tolerar. También aprendió la importancia que su madre le daba a la confianza. Puede que otros castigos también hubieran surtido efecto. Los que no funcionan bien son los que no pueden ser supervisados, como: «Nunca más verás la televisión».
Para muchas mentiras tendrían que haber dos castigos, uno por la ofensa y otro por la mentira que quería encubrirla. El culpable debería comprender que se trata de dos castigos diferentes, por dos faltas diferentes. El castigo por mentir debería reflejar las consecuencias de la ruptura de confianza. Sería apropiado tratar las mentiras repetidas sobre el incumplimiento del horario de vuelta a casa con unas cuantas noches de no poder salir. La confianza rota se podría restablecer insistiendo en que el culpable llamara a casa una o dos veces la noche en que se le dejara volver a salir.
En este caso tampoco existe un castigo con garantía, y como hemos visto, hay grandes diferencias en las actitudes hacia los castigos adecuados. Éstas son algunas directrices que reflejan lo que los científicos y terapeutas que tratan con problemas infantiles actualmente consideran más eficaces:
¿Qué hace un padre si, semanas después de hablar sobre el problema y de repetidos castigos, su hijo sigue sin hacer los deberes y continúa mintiendo sobre ello y quizá también sobre otras cosas? En el capítulo 2 se mencionó que efectivamente existe una fuerte correlación entre las mentiras crónicas de la infancia (que a menudo se dan junto con otros tipos de mala conducta) y la delincuencia adulta. Ello no significa que su hijo se vaya a convertir en delincuente, pero es un aviso serio para que ustedes como padres se den cuenta de que su hijo necesita la ayuda de un asesor profesional. Por desgracia, en la formación médica no se tratan normalmente las mentiras infantiles. Puede que su pediatra no se lo tome tan en serio como debería. Entonces dependerá de usted, como padre o madre preocupado, buscar entre los profesionales de la salud mental hasta encontrar a un consejero que tenga experiencia y que esté cualificado para tratar con niños que sean mentirosos crónicos.
MENTIRAS POR CIRCUNSTANCIAS ESPECIALES: DIVORCIO Y CENTROS DE ATENCIÓN INFANTIL
Como padres modernos, hemos heredado todas las dificultades sobre educación infantil que experimentaron nuestros padres, y además les hemos añadido otras nuevas y amenazadoras. Tantos como la mitad de nuestros hijos tendrán que pasar por el divorcio de sus padres, y más de la mitad seguramente pasarán buena parte de su primera infancia en guarderías y centros similares.
Estos cambios modernos en la vida de nuestros hijos suelen generar en nosotros una sensación de ansiedad y confusión, pero no nos ofrecen directrices claras sobre cómo actuar. Los padres que ya tienen dificultades para enfrentarse a las mentiras de sus hijos en las mejores circunstancias, se suelen sentir paralizados cuando las circunstancias son especiales.
Divorcio
Si continúa la tasa actual de divorcios, como mínimo la mitad de niños menores de dieciocho años experimentarán el divorcio de sus padres[17]. El divorcio es una experiencia traumática para los padres y para los hijos. Puede provocar una conducta aberrante tanto por parte de los padres como de los hijos precisamente cuando los recursos emocionales para tratar con la aberración están totalmente agotados. Mis propias experiencias como abogada familiar y como madre divorciada me han convencido de que es raro el niño cuyo desarrollo moral no se ve afectado por la experiencia.
Mentiras paternas acerca del divorcio
Normalmente son primero los padres quienes mienten en una ruptura familiar. El divorcio suele tardar años en gestarse, y los síntomas son evidentes para el niño. Pero aun así los padres se sienten obligados a proteger a los niños de verdades que ellos creen pueden afectar negativamente el mundo infantil. En el punto crítico de la separación, la mayoría de padres oculta información básica o simplemente miente a los niños para poder pasar por la experiencia. En el estudio más completo realizado sobre el efecto del divorcio sobre los niños, Surviving the Breakup, un seguimiento de cinco años de 60 familias y 131 niños, las autoras, Judith S. Wallerstein y Joan Berlin Kelly, descubrieron que a cuatro quintas partes de los niños más pequeños no se les daba explicaciones adecuadas sobre el divorcio o se les garantizaba un cuidado continuado. En efecto, se levantaban un buen día para descubrir que uno de los padres se había ido. Los padres normalmente estaban tan preocupados con sus propios y abrumadores problemas que no podían tratar con las necesidades de sus hijos. Menos del 10 % recibía ayuda adulta de su comunidad o amigos de la familia y menos del 5 % eran asesorados por una congregación religiosa o un clérigo[18].
Una de mis estudiantes, Marjorie, que ahora tiene veinte años, me contó la ruptura de su familia hace ahora diez años: «Una noche durante la cena mi madre nos dijo que papá se había ido de viaje de negocios y que estaría fuera varias semanas. Eso era muy raro, porque mi padre casi nunca salía de viaje. Seguimos preguntando por él durante las semanas siguientes, pero mamá se enfadaba cada vez que le preguntábamos. Finalmente dejamos de hacerlo. Simplemente nunca volvimos a hablar de papá, ni tan siquiera entre mi hermano y yo. Fue como si hubiera un terrible secreto del que no podíamos hablar. No volví a ver otra vez a mi padre hasta al cabo de tres años».
Mentiras infantiles tras un divorcio
El doloroso período de transición que sigue a un divorcio suele ser uno en que todas las estructuras familiares de la vida del niño se reestructuran o se destruyen. La casa, la escuela, viejos amigos, y sobre todo la identidad del niño como parte de una familia con dos figuras paternas desaparece. Durante este período, el desarrollo moral del niño se puede ver gravemente alterado y a veces la conducta del niño sufre una regresión, con episodios de pequeños hurtos, engaños y mentiras.
Mentir toma para algunos niños la forma de fantasía como estrategia protectora. Wallerstein y Kelly descubrieron que las niñas pequeñas tienen muy a menudo fantasías sobre sus padres ausentes, en las cuales ellas se convierten en el centro de atención. Wendy, de cuatro años, contó que veía a su padre constantemente (falso). Tiene un apartamento, pero «vive conmigo. Duerme en mi cama todas las noches»[19].
Si la conducta de los padres es el factor determinante de la conducta de los niños, muchos hijos del divorcio deben sufrir las consecuencias de las mentiras y verdades a medias que les cuentan durante el divorcio. No obstante, para algunos puede que sea una dura lección que les enseña a decir la verdad. Wallerstein y Kelly describen una conversación con una chica de catorce años, que dijo: «Aunque mi padre y mi madre no fueron sinceros, como yo antes, de repente dejé de mentir. Decidí que no quería ser como ellos y que iba a decir la verdad»[20].
A pesar de que los padres no pueden evitar el trauma del divorcio a los niños, si pueden suavizar su ansiedad estableciendo una comunicación más sincera antes, durante y después del divorcio. Los niños necesitan saber qué está ocurriendo, y las explicaciones edulcoradas les crean más ansiedad, igual que si no se les da ninguna explicación. Por encima de todo, los padres tienen que evitar mentir a sus hijos y perjudicar así su lazo de confianza, algo muy importante durante esa agitada etapa. Aunque los padres no tienen por qué contar todos los detalles de los problemas existentes entre ellos, deben comunicar a sus hijos qué está ocurriendo y cuáles van a ser los cambios del futuro. Tienen que tranquilizar a sus hijos y garantizarles que estos cambios no significarán abandono.
Régimen de visitas y mentiras infantiles
Muchas familias divorciadas entran en un patrón bastante regular de custodia y régimen de visitas en los meses siguientes al divorcio. En mi experiencia como abogada familiar, el régimen de visita conlleva problemas concretos para educar a un niño sincero. Incluso en las mejores circunstancias, la lealtad del niño se ve dividida, y su vida cotidiana puede estar igualmente dividida. Con la cada vez más popular (yo creo que irreflexiva)[21] custodia conjunta, algunos niños pasan literalmente media semana con uno de los padres y la otra media con el otro. Niños de pañal viajan entre los dos hogares en un horario perfectamente dividido.
Incluso con las disposiciones más tradicionales de custodia, en que la residencia es con uno de los padres y se establece un régimen de visita de un fin de semana alterno y un par de noches por semana para el otro, el mundo del niño está dividido. Se establecen diferentes reglas sobre la comida basura, el llevar pijama y todos los detalles que componen el entorno familiar del niño. El niño tiene que volverse extremadamente flexible para no disgustar a ninguno de los padres.
Para poder enfrentarse a esta nueva vida bifurcada y a su lealtad dividida, el niño muchas veces se construye un claro muro mental. En mi experiencia, así como en la de amigos y clientes que han pasado por lo que implica una custodia, queda claro que el niño no está nada dispuesto a comentar lo que ocurre en el hogar del otro padre.
La renuencia del niño a divulgarlo muchas veces va en contra de la necesidad casi obsesiva, por parte de uno de los padres, de saber qué ocurre en el otro hogar. Muchos padres, heridos por el divorcio, insisten en obtener detalles sobre la nueva vida romántica del excónyuge, sobre los restaurantes a que lleva al niño, incluso sobre los muebles y enseres de cocina de la nueva vivienda del antiguo cónyuge. Además, la necesidad normal de un padre de proteger y controlar al niño se amplía hasta el tiempo que el niño pasa en el otro hogar. El niño se ve atrapado entre dos fuegos. Revelar esos detalles le puede parecer al niño una traición a la lealtad, no revelarlos puede herir o enojar al padre o madre que le pregunta. Muchos niños se enfrentan a esta situación imposible simplemente creando un mundo ficticio.
Una de mis dientas, llamémosla Marge, me dijo un día enfadada: «No puede imaginarse lo que está haciendo John. Lisa me ha dicho que vive en un bonito apartamento, con una enorme piscina, y que cena en restaurantes de lujo todas las noches. ¿De dónde saca el dinero? ¡Él dice que está arruinado!». Cuando Marge descubrió que John vivía en un sórdido apartamento, sin piscina, se quedó de piedra. «¿Por que me mentiría Lisa?», se preguntaba confusa.
La intimidad es importante para todos los niños, pero lo es aún más para un niño que está intentando sobrevivir a la delicada proeza de equilibrio de vivir en dos mundos, complaciendo a la madre y al padre por separado. Temiendo una pérdida de control sobre el niño, y consumido por el deseo de saber qué está haciendo el antiguo cónyuge, a menudo el padre se olvida de la necesidad de intimidad del niño.
Las necesidades del niño tienen que ser prioritarias. Para evitar colocar al niño en una situación en que mentir parece la única solución posible, el padre tiene que elaborar una corta lista de «necesito saber». Esta lista podría incluir:
Más allá de eso, el padre puede adoptar la postura de un oyente amistoso e imparcial, si al niño le apetece hablar. Se necesitará una enorme disciplina por parte del padre para reprimir algunas preguntas, pero es en interés del desarrollo mental y moral del niño.
Padre o madre solo y mentiras infantiles
Una de las consecuencias del divorcio es que muchos niños acaban pasando casi toda su vida con sólo uno de los padres. En el 90 % de las veces es la madre. Además del hecho de que ser padres muchas veces precisa de la energía de dos personas adultas, la madre sola normalmente está sobrecargada de trabajo y tiene poco dinero. Más de la mitad de las veces las familias encabezadas por la madre pierden la batalla de mantenerse por encima del nivel de pobreza.
Una familia de un solo padre puede ofrecer la misma base para un buen desarrollo moral que la compuesta por padre y madre. A veces la experiencia del divorcio acerca a padres e hijos y ofrece al niño un mayor sentido de la responsabilidad que podría contribuir al crecimiento moral.
El fallo potencialmente fatal de la familia de un solo padre es la falta de tiempo. Una madre (o un padre) que está intentando realizar el trabajo de los dos con poca o ninguna ayuda suele ser un padre exhausto que no puede ofrecer la constante supervisión y estructura que el niño necesita. La cena, que en los viejos tiempos puede haber sido una comida relajada, sentados a la mesa y con tiempo para hablar, muchas veces se convierte en una comida rápida consumida en el coche, o comer de una bandeja frente al televisor.
En un masivo estudio realizado por Dornbush y otros científicos en el Centro para el Estudio del Desarrollo Juvenil de Stanford, se examinó atentamente a 7.514 adolescentes en términos de su situación familiar y sus patrones de desviación social. Como parte del examen, los científicos compararon a los que vivían en hogares con solo la madre, con los de hogares con padre y madre. Tuvieron en cuenta los ingresos familiares y la educación de los padres.
Los investigadores descubrieron que los adolescentes que vivían en hogares con solo la madre eran más proclives a mostrar una conducta desviada que los que vivían con ambos padres, y que los chicos mostraban más esta desviación que las chicas[22]. Mentir es solamente una de las acciones socialmente desviadas que se dan con mayor frecuencia en los hogares con sólo la madre; otras son contactos con la ley, saltarse clases, disciplina escolar y fugas.
La gran diferencia entre los dos tipos de hogar radicaba en el patrón de toma de decisiones familiares. En las familias de un solo padre, los chicos, con más frecuencia que las chicas, tomaban decisiones propias, mientras que en los hogares con ambos padres, éstos tenían mayor control sobre las decisiones.
¿Por qué debería tomar decisiones de manera diferente la familia encabezada por una madre sola? Aunque cada familia es diferente, es fácil comprender cómo la ajetreada madre puede perder la comunicación con sus hijo adolescente y el control sobre él. Los temas de toma de decisiones estudiados fueron escoger ropa, cómo gastar el dinero, con qué amigos salir y la hora de vuelta a casa. Naturalmente, todos los adolescentes quieren tener más control sobre este tipo de decisiones a medida que se hacen mayores y más independientes, pero en las familias de sólo la madre los adolescentes varones prácticamente asumían un control total a una edad temprana.
Algunas madres solas se sienten físicamente incapaces de controlar a un chico que está creciendo. Mi amiga Rhonda ha ejercido de madre sola durante diez años. Ella y Jason se llevaban muy bien hasta que éste cumplió catorce años. En ese año Jason ni siquiera se molestó en inventarse mentiras por no respetar el horario de vuelta a casa; simplemente dijo: «Voy a llegar tarde, ¿y qué puedes hacer tú?». Rhonda se sintió impotente. Me dijo: «Mide casi un palmo más que yo y pesa veinte kilos más, ¿cómo puedo detenerle?».
Podemos decir que Rhonda no tiene que depender de su superioridad física, que existen otros medios, más eficaces, para controlar a los niños, pero Rhonda no lo ve así.
Una curiosa segunda observación del estudio es que cuando hay otro adulto presente en el hogar de un solo padre, la toma de decisiones se parece más a la de los hogares con ambos padres y la desviación se reduce. Este otro adulto podría ser un abuelo, un amante, un amigo, pero no un niño ni un padrastro.
Los científicos no se atrevieron a explicar por qué la presencia de un adulto adicional crea una diferencia en el patrón de toma de decisiones. Quizás el adulto simplemente ofrece apoyo moral a la madre o es un incentivo para seguir un horario regular de comidas. O quizás el otro adulto aligera las tareas de la madre y con ello le ofrece un valioso tiempo.
Padrastros y madrastas
Casi el 75 % de las mujeres, y un porcentaje más elevado de hombres que se divorcian más tarde o más temprano se vuelven a casar. Uno de cada seis niños en América es actualmente un hijastro. Estas nuevas familias, llamadas de distintas maneras, «mezcladas», «fusionadas» o «reconstituidas», se enfrentan a retos especiales. Nuestra familia es una de éstas. Tom es hijo de mi primer matrimonio y Eve, nuestra hija de ocho años, es hija de los dos. Todos somos conscientes de los problemas cotidianos que crea este desequilibrio.
No queda claro que la llegada de un padrastro o madrastra sea beneficioso para el desarrollo moral del niño. En el estudio para el desarrollo juvenil de Stanford antes mencionado, la presencia de un padrastro no hacía que el índice de desviación juvenil en adolescentes varones fuera mejor del que se observaba en los hogares con una madre sola, pero la presencia de cualquier otro adulto sí lo hacía. En cuanto a las chicas adolescentes, se observaba una ligera mejoría con respecto a los hogares de madre sola[23].
Los niños educados en familias reconstituidas han sufrido todos los problemas del divorcio y ahora tienen que enfrentarse con otros nuevos. La mayoría de los niños estarán visitando a su padre o madre biológico, así que sus vidas ya estarán divididas. La estructuración del horario de visitas en una familia mezclada puede rivalizar con el de una línea aérea. La nueva familia luchará, al menos al principio, para unir dos estilos de vida diferentes. Por lo tanto, el niño tiene que aprender a vivir con tres estilos familiares distintos.
En el apartado básico de disciplina, que influye de manera importante en el desarrollo moral de un niño, la multiplicidad de estilos puede ser perjudicial. Una vez escuché como una amiga de ocho años de mi hija le confesaba: «Mi madre no me deja salir de casa, mi padrastro me grita y mi padre verdadero me pega». Incluso en una familia intacta los desacuerdos familiares sobre estilos de disciplina pueden causar confusión, pero la confusión de una familia mezclada es mucho más compleja.
El mejor consejo que pueden darnos aquellos que estudian a este tipo de familias es dar tiempo a la nueva relación para que se desarrolle y hacer hincapié en la comunicación. En la mayoría de casos, el niño se sentirá escéptico ante las nuevas disposiciones. Sentirá una nueva oleada de lealtad hacia el padre biológico que se ve excluido de esta familia. Es inútil que el nuevo padrastro (o madrastra) intente asumir el papel del padre ausente. Solamente provocará resentimiento. Por otro lado, no resulta práctico, por no decir imposible, mezclar dos familias con dos juegos de normas. Un buen sistema es celebrar frecuentes consejos de familia donde los niños sean tenidos en cuenta para establecer las nuevas normas, acordadas mutuamente. Y durante bastante tiempo el padre biológico debería asumir la responsabilidad de la disciplina.
No solamente cambian las reglas cuando se recompone una familia, sino todo el elenco de personajes. Los niños que antes eran el centro del universo del padre o la madre solo, a menudo sienten que han pasado a formar parte del grupo de extras. Puede que se vean obligados a compartir habitación con sus antiguos hermanos, o con los nuevos hermanastros. Aparece una nueva y compleja obra sobre rivalidades y alianzas entre hermanos en la que se ven inmersos de repente.
No es difícil comprender por qué esta nueva familia crea tensión en la autoconfianza del niño, incluso en su propia identidad. Bajo estas circunstancias, los niños pueden realmente desarrollar mentiras fantasiosas para sacar a flote su confianza que se hunde.
Se puede educar a niños sinceros, morales y confiados en una familia «fusionada», pero los padres tienen que tomar medidas especiales, más allá de las que necesitaron con la familia original. Estas medidas deberían incluir:
Algunos expertos recomiendan asesoramiento familiar como precaución necesaria para todas estas nuevas familias, incluso antes de que aparezcan señales de problemas.
Guarderías y mentiras
El problema con las guarderías y el desarrollo de un niño sincero y moral, es que el niño pequeño a menudo pasa más tiempo en compañía de otros adultos y niños del que pasa con sus propios padres. Si a los niños sinceros se les enseña con el ejemplo de unos padres sinceros, y si los estilos de disciplina influyen en la interiorización de las reglas morales, ¿cómo pueden controlar los padres este factor si no están presentes?
Más del 50 % de las madres con niños menores de un año ya han vuelto al trabajo. Para la mayoría de estas madres, el trabajo no supone una opción, sino una necesidad. Con el cambio de una economía manufacturera a una economía de servicios, el sueldo medio en Estados Unidos descendió un 13 % entre 1975 y 1983[24]. Las guarderías no son un tema de preferencia personal para la mayoría de las familias, sino una necesidad de la vida.
Los expertos no se ponen de acuerdo sobre el efecto de las guarderías y centros de atención infantil sobre los niños. Pero respondiendo a la creciente demanda generada por madres trabajadoras, la mayoría parece asentir favorablemente en su dirección.
Incluso el doctor Spock, que anteriormente había defendido a la madre de tiempo completo, cambió su postura en su edición de 1976. Aseveró: «Los padres que saben que necesitan una carrera o un cierto tipo de trabajo para realizarse no deberían simplemente renunciar a ello por sus hijos». Sugirió que esos padres «lleguen a algún tipo de compromiso entre sus dos trabajos y las necesidades de sus hijos, normalmente con ayuda de otras personas»[25].
Pero los expertos basan su apoyo profesional a las guarderías y centros similares en que éstos sean «buenos». Con nuestra política nacional actual que insiste en que el tema de las guarderías es una solución individual, existen enormes diferencias en el tipo de servicios «buenos» y de precios razonables. Por ejemplo se encuentran excelentes lugares en Tempi, Arizona, mientras que Dayton, Ohio, no ofrece gran cosa.
Como padres debemos asumir la responsabilidad de encontrar una buena guardería o centro de atención, que podamos sentir confianza en que nuestro hijo se desarrollará bien allí, tanto emocional como moralmente. Esto no es nunca una tarea fácil, porque este tipo de servicios muchas veces es escaso o demasiado caro, pero sí es una tarea esencial.
Burton White, en su influyente libro The First Three Years of Life, cree que los padres o abuelos son quienes mejor pueden cuidar de los bebés y niños más pequeños. Pero si los padres se ven forzados a buscar a alguien fuera de la familia, insiste en que se trata de una responsabilidad muy seria, que precisa mucha investigación.
Sus recomendaciones son, en orden de preferencia:
Para educar a un niño moral, los padres deberían asegurarse de que la persona que le cuida tiene ideas similares acerca de la disciplina y tiene capacidades de comunicación. Los padres deben tener un informe completo del comportamiento del niño, tanto bueno como malo. Necesitan poder confiar en el criterio del cuidador para solucionar un problema como ellos mismos harían.
Melissa, de cuatro años, regresó del hogar de la familia que la cuidaba durante el día y le dijo a su madre que Jason, también de cuatro años, le pegaba todos los días. Su madre reaccionó con preocupación e inmediatamente fue a ver a la madre de la familia que la cuidaba para aclarar el problema. Esa madre, que le había parecido muy sincera y con mucha experiencia, negó por completo la acusación y dijo que ella nunca permitía a los niños que se pegaran unos a otros.
¿A quién creer? Georgia, la madre de Melissa, igual que todas las madres trabajadoras, dependía extraordinariamente de la persona que cuidaba a su hija durante el día, y había tardado muchos días en escogerla. Por otro lado, es evidente que no podía exponer a su hija a una brutalidad continuada. En este caso concreto, Georgia y la madre que cuidaba a Melissa durante el día pudieron discutir el problema. La madre que la cuidaba estuvo de acuerdo en vigilar muy de cerca la relación de los dos niños. Al final del día, le dijo a Georgia que el niño no había pegado a Melissa, pero que le había quitado el juguete dos veces, así como las patatas fritas del almuerzo y le había puesto la zancadilla como mínimo una vez.
Melissa no mentía, estaba pidiendo ayuda. Para ella, esas pequeñas acciones terroristas, cometidas por un niño nuevo en un lugar nuevo, era como si le pegaran. En este caso la madre se pudo comunicar con la persona que cuidaba de su hija y sentirse segura de que compartían los mismos valores. Tanto ella como la empleada pudieron tratar con el niño y sus padres, y al cabo de un tiempo los dos niños se hicieron amigos.
Poner a un niño pequeño al cuidado de otro va en contra de nuestros instintos protectores como padres. Inmediatamente reaccionamos con culpabilidad y temor cuando sospechamos que nuestro hijo no está debidamente protegido. No es sorprendente que los pocos incidentes de abusos sexuales que se han dado en situaciones de atención diurna se hayan hinchado y convertido en una paranoia nacional sobre los peligros de estas situaciones. Eso no quiere decir que si su hijo le comenta que está sufriendo tocamientos o abusos sexuales no debería tomárselo en serio. (Trataré los temas de mentiras y abusos sexuales en el próximo capítulo). Pero debemos tener en cuenta que la mayoría de personas que se dedican al cuidado de los niños son adultos vocacionales, que aceptan unos sueldos muy bajos y la baja condición social atribuida a su trabajo porque aman a los niños.
Durante el apogeo de uno de los juicios más sórdidos relacionado con acusaciones múltiples de abusos sexuales en un centro de atención infantil diurna, fui a recoger a mi hija a su guardería Montessori. Jan, la chica que se cuidaba de ella, de veintidós años y titulada por Berkeley, que se había tomado un año sabático para trabajar con niños, tenía un aspecto triste. Cuando le pregunté qué le pasaba, dijo: «¡No es justo! Trabajamos muy duro, queremos a nuestros niños, y ahora los padres nos miran con suspicacia y ni tan siquiera les podemos abrazar!».
NOTA FINAL
El educar a niños sinceros y merecedores de confianza probablemente sea un reto más grande hoy en día del que representó para nuestros padres. Pero este tema, de gran preocupación para todos los padres, no ha sido objeto de muchos estudios científicos. Nos vemos obligados a depender de la opinión prevalente de los expertos, que parece oscilar para ajustarse a las necesidades culturales. Los consejos de expertos, rápidamente cambiantes, sobre los temas de pegar a los niños o de las guarderías, es un buen ejemplo. El efecto del divorcio sobre el desarrollo moral del niño ha sido objeto de muy pocos estudios científicos.
Me parece una lástima que la única parcela que haya captado la atención de los científicos sea la credibilidad de los niños como testigos, de la que hablaré en el próximo capítulo. Es una pena que se haya de pasar por unos sórdidos titulares sobre temas sensacionalistas para captar la atención de la ciencia. Las mentiras más cotidianas contra las que luchamos los padres no llegan a los titulares ni a la atención de los científicos.