A la una de la tarde Jerry, un chico de quinto de once años de edad, de Chicago, se convirtió en parte del mayor estudio científico mundial sobre el tema del engaño, la mentira y el robo. Participaron él y casi once mil niños más de diecinueve escuelas. La mayoría estaban entre quinto y octavo curso, aunque habían algunos entre noveno y duodécimo. Fueron tentados a hacer trampa en los exámenes, en las actuaciones atléticas y en juegos colectivos. Otros tuvieron también la posibilidad de robar dinero.
En total había treinta y dos situaciones diferentes en las cuales los niños podían actuar de manera hornada o deshonrosa. La mayoría de niños invirtieron unas cuatro horas en el estudio, tiempo suficiente para ceder o resistir a unas cuantas tentaciones. A algunos se les preguntó si habían engañado. Unos confesaron, otros mintieron. Los doctores Hugh Hartshorne y Mark May, los psicólogos que dirigieron este clásico estudio, también investigaron sobre los padres y el ambiente familiar de algunos de estos niños.
Este memorable estudio fue patrocinado por el Teachers College de la Universidad de Columbia, en colaboración con el Instituto de Educación Social y Religiosa. La información recogida fue masiva, y ningún estudio científico sobre la mentira o el engaño ha tenido desde entonces el mismo alcance o envergadura. Lo sorprendente es que este gigantesco estudio fue llevado a cabo ¡a mitad de los años veinte! Incluso más sorprendente es que hace tanto tiempo se hiciera tanto trabajo y tan bien hecho. Los resultados fueron descritos, en profundidad y con gran detalle técnico, en dos libros publicados en 1928. Sospecho que por ello la obra no tuvo la repercusión que debería de haber tenido. Hay mucho material para digerir. (Los pros y los contras de este fascinante estudio se discuten al final del presente libro).
Gran parte de lo que explicaré sobre por qué unos niños mienten más que otros fue descubierto por los pioneros doctores Hartshorne y May. Presto más atención a aquellos hallazgos que han sido corroborados por investigaciones más recientes. Se apuntaron algunos temas que nadie prosiguió después, y solamente sabemos aquello que ellos descubrieron, hace ya sesenta años. También hay algunos puntos que los doctores Hartshorne y May no contemplaron y que yo trataré.
Lo más interesante de su estudio son las diferencias que encontraron entre los niños que no engañaron y aquellos que engañaron y lo negaron cuando se les preguntó. Se formularon dos preguntas. En primer lugar: ¿qué distingue a esos niños que no mienten ni engañan de los que sí lo hacen? Para poder contestar a eso, me he concentrado en tres características del niño: inteligencia, inadaptación y personalidad. También tengo en cuenta las influencias externas: padres, amigos y ambiente familiar. Queda claro que todos estos factores tienen su importancia. La segunda pregunta es: si mi hijo miente, ¿significa eso que él o ella podrá tener problemas graves más adelante en su vida? Es una buena pregunta. Antes de poderla responder, debemos regresar al estudio de Hartshorne y May. (En el siguiente relato, los nombres son ficticios pero todo lo demás es real, incluyendo las citas directas).
Cuando el profesor de Jerry salió de clase, una mujer que se presentó ella misma como la señora Norman, quedó al frente de la clase. Dijo: «Hoy vamos a hacer algunos exámenes. Cuando distribuya los papeles, los explicaré bien. ¿Tenéis todos un lápiz bien afilado y una goma? ¿Tenéis un papel para utilizar como borrador? Este examen se compone de algunos problemas aritméticos. Os voy a dar una hoja de respuestas con cada examen para que podáis corregirlos vosotros mismos. La hoja de respuestas es la que está mecanografiada. Guardadla debajo de la hoja de examen y fuera de la vista hasta que hayáis terminado»[1].
Jerry abrió el cuadernillo. La primera pregunta era: «¿Cuántos huevos se necesitan para hacer 3 pasteles si utilizas 2 huevos para cada pastel?». Él hizo el cálculo y anotó la respuesta. «Quizá debería comprobar si lo he hecho bien», pensó. Echó una ojeada a la hoja de respuestas que tenía debajo. Su respuesta era correcta.
La siguiente pregunta era más difícil: «18 es igual a qué porcentaje de 40?». Jerry no estaba tan seguro de cómo resolver ésta. Dudó un momento, después miró la hoja de respuestas y anotó la solución correcta.
Después de eso, cada vez que Jerry no estaba seguro, consultaba la hoja de respuestas.
La señora Norman recogió el examen de aritmética. En la prueba siguiente, Jerry tenía que pensar en las palabras que completaban una frase, como por ejemplo: «El pobrecito _____ tiene ____ nada ____ que ____; tiene hambre». Esta vez la señora Norman no dio ninguna hoja de respuestas con el examen. La tentación vino después. Tras unos veinte minutos, la señora Norman dijo: «Deteneos y corregid vuestros exámenes. Ésta es la hoja de respuestas. Ahí tenéis la respuesta correcta a cada pregunta. Poned una C después de cada respuesta correcta y una X después de las incorrectas. No pongáis nota a las que hayáis dejado en blanco. Contad las C. Ésa será vuestra nota final. Anotad este número en la esquina superior derecha de la página frontal.
Al ir corrigiendo el examen, Jerry cambió algunas de sus respuestas. El siguiente examen era uno de cultura general y, al igual que con el de completar frases, la señora Norman dio la hoja de respuestas para que los niños pudieran corregir su propio examen. Jerry también hizo trampa. En el último de los exámenes, la oportunidad de engañar era un poco diferente. «En el examen de conocimiento de palabras», explicó la señora Norman, «tenéis que explicar el significado de algunas palabras. Deberéis llevaros el examen a casa y hacerlo como parte de vuestros deberes. Hacedlo solos, sin que os ayude nadie; tampoco podéis consultar el diccionario. Hacedlo hoy y traedlo mañana. No busquéis ninguna ayuda.»
Unos días más tarde, la señora Norman volvió a la clase de Jerry. De nuevo distribuyó unos exámenes muy similares a los que había hecho antes el grupo. Aunque se trataba de temas de aritmética, de completar palabras, de cultura general y de conocimiento de palabras, las preguntas eran todas diferentes. Esta vez no había hojas de respuesta, exámenes para llevar a casa, ni ninguna posibilidad para que Jerry pudiera hacer trampa. En esta ocasión los exámenes medían lo que Jerry sabía de verdad. Al comparar las puntuaciones de los dos exámenes, los doctores Hartshorne y May sabían quién había hecho trampas. Jerry hizo los exámenes tan mal la segunda vez que no se podía tratar simplemente de un mal día. Ni se podía tratar de diferencias entre las dos formas de examen. Al comparar los resultados de la primera batería de exámenes con la segunda, los doctores vieron qué niños habían engañado.
Aunque los científicos sabían quién había hecho trampa, los tramposos no sabían que los científicos lo sabían. Una semana más tarde, el profesor de Jerry pasó un cuestionario. Las primeras preguntas eran bastante inocentes:
¿Te gustan los perros?
¿Te sientes normalmente feliz?
¿Te sientes descansado por la mañana?
Después vinieron las preguntas diseñadas para ver si los tramposos iban a mentir sobre ello:
¿Recuerdas haber hecho unos exámenes hace poco tiempo, que pasó una persona que no era tu profesor?
¿Recuerdas haberte llevado uno de esos exámenes a casa para hacerlo como deberes?
¿Realmente lo hiciste solo, sin ninguna ayuda?
¿Si buscaste ayuda, fue de alguna persona?
¿O quizá de un libro o diccionario?
¿Habías comprendido entonces que se trataba de no buscar ayuda al hacer el examen?
En algunos de esos exámenes tenías una clave para corregirlo tú mismo. ¿Copiaste alguna respuesta de esa hoja?
El 44 por ciento de los niños hicieron trampa en los exámenes. Las cifras variaban, desde menos del 20 por ciento hasta más del 50 por ciento, dependiendo del aula, de la escuela y de la edad, sexo y raza de los niños. Estas cifras probablemente son cautas, porque los niños que copiaron en solamente una o dos preguntas seguro que no pudieron ser detectados. La gran mayoría de ese 44 por ciento mintió cuando le hicieron la pregunta sobre si habían hecho trampa. En todos los cursos más de la mitad —normalmente más del 80 por ciento— de los niños que habían hecho trampa también mintieron. Pero un 20 por ciento de los niños que habían engañado no mintieron después, sino que confesaron, y también había otros que no habían hecho trampa.
La cuestión para nosotros es: ¿por qué algunos niños fueron honrados y no hicieron trampa, mientras que otros lo hicieron y después mintieron, negando su engaño? ¿Qué diferencia existe entre niños mentirosos y niños sinceros?
Para responder a estas cuestiones, los doctores Hartshorne y May escogieron dos grupos de los miles de niños que habían pasado esos exámenes. Ambos representaban a diferentes cursos y escuelas, y ambos tenían el mismo número de niños que de niñas. Los ochenta niños que no hicieron trampa en ninguno de los exámenes fueron identificados como el grupo honrado. Se les comparó con noventa niños que sí habían hecho trampa y después lo habían negado. Al visitar los hogares de gran parte de estos niños, los científicos entrevistaron a los padres y observaron su relación con sus hijos.
La cuestión que yo me planteaba sobre el estudio de Hartshorne y May era: ¿eran distintos los niños que mintieron de los que no lo hicieron? La respuesta, descubrí, era sí y no. Los mentirosos tenían más desventajas —Hartshorne y May las llamaron «hándicaps»— en sus relaciones familiares, en su entorno y en sus características personales.
Aunque importantes, las diferencias entre los niños mentirosos y los sinceros no eran enormes. Había algunos mentirosos que tenían muy pocos hándicaps, no más que la mayoría de niños sinceros. Pero algunos de los sinceros tenían tantos hándicaps como la mayoría de mentirosos. Aunque se midieron veinticuatro handicaps diferentes —desde la mala adaptación del niño hasta el nivel de ingresos de los padres—, los resultados muestran que estos hándicaps no explican por completo si un niño miente o no y por qué.
Teniendo en cuenta que sus resultados no pueden encajar en cada niño a nivel individual, examinemos su estudio, haciendo hincapié en aquellos descubrimientos que han resistido el escrutinio y las pruebas de otros investigadores en los casi sesenta años transcurridos desde su publicación. Encontraremos no uno, sino muchos factores asociados con la mentira.
¿SON LOS MENTIROSOS MENOS INTELIGENTES?
Tener un coeficiente intelectual por debajo de la media era algo más común entre los niños mentirosos que entre los sinceros. Un tercio de los niños de coeficiente más bajo mintieron e hicieron trampa. Ninguno de los niños con coeficientes más elevados mintió ni engañó. Incluso entre estos dos extremos, las cifras muestran de manera clara que cuanto más alto el coeficiente intelectual, más bajo el porcentaje de niños que mienten. Como demuestran casi todos los estudios sobre la inteligencia infantil de los últimos cincuenta años, los niños más listos mienten menos[2].
Hartshorne y May pensaron en la posibilidad de que el trasfondo socioeconómico podría tener un papel influyente en explicar por qué los niños listos mienten menos. Ellos sabían que los niños de hogares más privilegiados de clase media-alta sacan mejores resultados en los tests de coeficiente. También tenían pruebas que el nivel cultural del hogar (la cantidad de arte, música y literatura a que los niños se veían expuestos) tiene relación con la mentira. Para descubrir si el coeficiente de inteligencia era una variable importante, aparte de la riqueza o del coeficiente de inteligencia de la familia, estudiaron a niños de escuelas privadas que procedían todos de hogares similarmente privilegiados. Incluso al poder descartar los beneficios que conlleva el bienestar económico, principalmente porque todos esos niños disfrutaban de él, descubrieron que el coeficiente de inteligencia seguía estando relacionado con el engaño.
¿Por qué los niños inteligentes tendrían que mentir menos? Quizá no necesiten hacer trampa. Saben que tienen las facultades intelectuales necesarias para conseguir buenas notas sin engañar ni mentir. Si esa explicación es correcta, pensaron Hartshorne y May, entonces los niños listos podrían engañar tanto como los que no lo son cuando se vieran enfrentados a una situación en la que pensaran que sus aptitudes intelectuales excepcionales no podrían ayudarles. No es sorprendente que descubrieran que las trampas en juegos colectivos, pruebas atléticas, o de habilidad mecánica, así como los robos, no estaban relacionados con el coeficiente intelectual. En lugar de decir que los niños inteligentes engañan y mienten menos, deberíamos especificar que los niños con talentos especiales —sea el que sea ese talento— tienen menos probabilidades de engañar cuando ese talento les puede llevar al éxito. Estoy asumiendo que los niños con habilidades atléticas probablemente harían menos trampas cuando esa habilidad fuera sometida a examen, pero por lo que yo sé nadie ha realizado un estudio así.
El psicólogo Roger Burton, que ha estado estudiando la falta de honradez durante los últimos veinticinco años, lo expresa así: «La relación de honradez con el coeficiente de inteligencia, por tanto, estaba esencialmente limitada a exámenes de tipo académico en los cuales las experiencias previas de fracaso en situaciones escolares similares había llevado a (algunos) sujetos de coeficiente bajo y con historial de malas notas a hacer trampas. El engaño para esos niños se había convertido en un medio para conseguir lo que parecía imposible a través de caminos honrados»[3].
El doctor Burton puede que haya exagerado un poco el caso. El éxito no era del todo imposible de alcanzar para todos los niños que engañaron y mintieron. Los niños con un coeficiente medio disponían de la suficiente inteligencia para sacar buenos resultados en los exámenes si se esforzaban, y sin embargo hacían más trampas que los niños con coeficiente más elevado. En otras palabras, quizás engañaban para evitar el esfuerzo. Quizá si los niños listos, que presumiblemente no tenían que esforzarse, se enfrentaran a exámenes más difíciles que precisaran más estudios, una mayor cantidad de ellos también habría hecho trampas. Del resultado que existe no podemos deducir con seguridad si algunos niños engañan y mienten para evitar el fracaso o para evitar la necesidad de tener que trabajar más duro que otros compañeros de clase.
Existe una explicación totalmente diferente de por qué el coeficiente de inteligencia puede estar relacionado con la mentira. Hartshorne y May pensaron que quizá los niños más brillantes eran más cautelosos, que reconocían los riesgos que implicaba el hacer trampas. Aunque no tenían manera de comprobar esta idea, las investigaciones subsiguientes de otros científicos demostraron que tenían razón. En un experimento de 1972, se les pasaron a niños de quinto curso unos exámenes muy parecidos a los de Hartshorne y May. Todos los chicos tenían la posibilidad de hacer trampa cambiando las respuestas al puntuar sus exámenes. Los investigadores plantearon la situación de manera que el riesgo de engañar pareciera más alto a la mitad de los niños, mientras que para la otra mitad el riesgo de ser descubierto parecía menor. Los resultados demostraron que para los niños que pensaban que no iban a ser descubiertos, el coeficiente intelectual no importaba. Los niños inteligentes hicieron trampa con igual frecuencia que los menos inteligentes. Fue sólo cuando las posibilidades de ser pillados eran más altas que los niños listos no engañaron tanto como los menos inteligentes[4].
Existe aún una tercera explicación de cómo la inteligencia puede estar relacionada con el no mentir o engañar, una que los doctores Hartshorne y May no tuvieron en cuenta. Puede que los niños inteligentes mientan y engañen mejor[5]. Los niños listos pueden contar mejores mentiras, que sean más difíciles de detectar. Esto no podría haber ocurrido en la investigación de Hartshorne y May porque diseñaron el estudio de manera que pudieran saber con seguridad quién mentía. Pero en la vida real no existe tal investigador. No se atrapa a todos los mentirosos. Los padres o los profesores no siempre saben quién ha hecho trampas. Al contrario que el mítico Pinocho, no existen narices que crezcan para mostrarnos si nuestros niños están o no mintiendo. Siguiendo esta línea de pensamiento, podemos inferir que los niños muy inteligentes pueden mentir incluso más que los otros si descubren que pueden salirse con la suya, y aún más si sus padres les presionan más para que consigan resultados.
Así pues, no deberíamos pensar en inteligencia como protección o salvaguarda contra la mentira. Si su hijo tiene un coeficiente de inteligencia superior a lo normal, eso no es ninguna garantía de que él o ella no vaya a engañar o a mentir. De hecho, puede que un niño inteligente sea un mentiroso más hábil, y que por ello evite ser detectado. Dependerá de la oportunidad, de la presión y de otros factores.
Aunque algunos datos sugieren lo contrario, no es que los niños inteligentes entiendan que mentir y engañar está mal. Simplemente no mienten ni engañan cuando piensan que les pueden pillar, y/o cuando pueden alcanzar el éxito sin tener que recurrir a la mentira o al engaño.
Si su hijo tiene un coeficiente intelectual cercano a la media, puede que sienta más tentaciones de hacer trampa en la escuela, especialmente si usted le presiona para que consiga buenas notas y la competencia es intensa. Eso no significa que él o ella tenga que engañar o mentir, solamente que puede tener más motivos para pensar en hacerlo.
LA HISTORIA DE JAMES: ¿SON LOS MENTIROSOS UNOS INADAPTADOS?
Conozco a James desde que tenía siete años. Eso fue cuando su madre, Alice, se casó con Karl, uno de mis mejores amigos. El primer matrimonio de Karl había terminado cuatro años antes. James era un niño guapo. Parecía llevarse bien con los demás niños y adultos, pero incluso entonces sus notas escolares no eran muy buenas. En tercer curso, poco después de la segunda boda de su madre, los profesores dijeron que James mentía. Karl se sintió fatal. No existía nada que le molestara más que las mentiras. Para él, la sinceridad era una de las reglas básicas que todo el mundo debería seguir; la mentira era el peor bofetón que pudieran darle. Me habló sobre el tema, pero yo todavía no había empezado el estudio sobre las mentiras infantiles y no le pude aconsejar demasiado.
James siguió mintiendo. Cuando llegó a los once años, había robado dinero del monedero de su madre, había negado que fue él quien rompió una de las cámaras de su padrastro. Seguía sacando malas notas en la escuela. A los catorce años James era un haragán y le habían pillado fumando marihuana. Desesperados y admitiendo su fracaso, los padres enviaron a James a un internado. Tampoco tuvieron mucho éxito. James es un adulto que no consigue mantener un puesto de trabajo fijo y ya ha comparecido en más de una ocasión ante un tribunal por delitos menores.
Antes de asumir que las mentiras infantiles conducen a unas consecuencias de conducta negativa como adulto, pensemos en otra historia —de mi propia vida— que aporta pruebas de lo contrario. Yo mentía con frecuencia cuando era un adolescente de trece o catorce años, pero no me convertí en un tunante. Empecé a fumar en secreto a los doce años. A los trece descubrí el jazz. Al vivir en Nueva Jersey, a sólo una hora de los mejores clubs de jazz de Manhattan, falsifiqué un permiso de conducir que legalizaba mi edad como dieciocho. En secreto compré la ropa que un seguidor del jazz debe llevar. Los viernes por la noche les decía a mis padres que me iba a Nueva York a casa de un amigo. Me iba a la estación de autobuses, donde tenía una consigna secreta, me cambiaba mi ropa de escolar de trece años y me ponía unos pantalones azules de pinza, un suéter de cuello cisne amarillo vivo y una chaqueta de punto marrón. Vestido así, me encontraba con mi amigo frente a un club de jazz. En la tenue luz del local, con mi ropa y mi permiso de conducir falsificado, me dejaban entrar en el club nocturno, donde escuchábamos jazz y bebíamos cerveza hasta las cuatro de la madrugada.
Al día siguiente regresaba a la estación de autobuses, me cambiaba de nuevo de ropa y volvía a casa. Mis padres nunca descubrieron mi vida secreta, aunque dos años más tarde me pillaron fumando. Aunque me expulsaron de la escuela secundaria por replicar a un profesor, nunca tuve una conducta antisocial como adolescente ni adulto, y hace más de treinta años que tengo el mismo empleo. No obstante ahora, como cualquier otro padre, me preocupa que mi hijo Tom pueda intentar los mismos engaños que cometí yo a su edad.
¿De qué historia deberíamos aprender, de la de James o de la mía? ¿Acaso los niños que mienten son los que están peor adaptados? ¿Es la mentira uno de los primeros pasos en el camino de la inadaptación, de la conducta antisocial y quizá del delito? Las pruebas científicas apuntan a que la respuesta puede ser afirmativa, para algunos niños.
Aunque Hartshorne y May descubrieron que había más inadaptados entre los mentirosos que entre los niños que no mintieron ni engañaron, las diferencias no eran muy altas. Los profesores ponían peor nota sobre conducta en clase a algunos más de los mentirosos, y algunos de ellos obtuvieron notas más bajas en un test de tendencias neuróticas. Las investigaciones recientes han descubierto muchas más pruebas de que la mentira está relacionada con la inadaptación.
Se ha descubierto que los niños cuyos problemas de adaptación les han llevado a ser tratados por algún medio de salud mental mienten con más frecuencia que otros. Este resultado proviene de siete estudios diferentes que se han llevado a cabo en los últimos quince años. Las edades de los niños iban de cinco a quince años. Al repasar estos estudios, descubrí que la frecuencia de la mentira es dos veces y media más alta entre estos niños inadaptados que entre los normales. Los tipos de inadaptación que parecen estar más conectados con las mentiras frecuentes son desórdenes de conducta y comportamiento agresivo. Por ejemplo, en un estudio se decía que el 65 por ciento de los niños con desórdenes de conducta eran mentirosos, comparados con el 13 por ciento de otros con problemas de neurosis. De los niños que mienten también se dice que toman alcohol o drogas, frecuentan malas compañías y pertenecen a pandillas, son testarudos, provocan incendios y echan la culpa a los demás. No es un cuadro muy bonito.
Uno de los estudios de mayor envergadura[6] consistió en comparar los comentarios expresados por los padres sobre niños que habían tenido que pasar por una clínica de salud mental y otros que no habían necesitado tales cuidados. En total había 2.600 niños, con edades entre los cuatro y los dieciséis años, representando tanto varones como hembras, blancos y negros, así como diversas clases sociales. La mitad de ellos había precisado cuidados («inadaptados») y la otra mitad supuestamente no tenía problemas (los «controles»)[6a].
Los padres ofrecieron información sobre 138 aspectos diferentes de la conducta de sus hijos. Una de esas cuestiones era si su hijo mentía o engañaba a menudo, a veces, o nunca. Casi la mitad de los niños inadaptados mentían o engañaban, mientras que solamente lo hacía una quinta parte de los niños de control. Existen muchas diferencias entre los niños inadaptados y los controles, pero la discrepancia sobre el hecho de mentir fue una de las más destacadas. Esta diferencia en mentir y engañar era independiente de la condición socioeconómica, del sexo o de la raza. (Es interesante destacar que los sentimientos de tristeza, infelicidad y depresión, así como los malos resultados escolares, eran puntos donde existían las diferencias más notorias entre los inadaptados y los controles).
Aunque se decía que los niños inadaptados mentían y engañaban más que los niños control de cualquier edad, las diferencias más notables se daban a los dieciséis años. Casi el 90 por ciento de los chicos inadaptados de dieciséis años, y casi el 70 por ciento de chicas de la misma edad, mentían y engañaban. Como contraste, menos del 20 por ciento de chicos y chicas control del mismo grupo de edad lo hacían.
En el transcurso de su investigación, los doctores Thomas Achenbach y Craig Edelbrook descubrieron otras características frecuentemente asociadas con niños inadaptados que mentían y engañaban, entre ellas robar, tener malas amistades, cometer actos vandálicos y hacer novillos. Actualmente, una de las investigadoras más activas sobre el tema de la mentira y la conducta antisocial, la psicóloga Magda Stouthamer-Loeber, y su marido, Rolf Loeber, han estudiado a chicos de cuarto, séptimo y décimo curso de veintiún distritos escolares metropolitanos distintos del estado de Oregón[7]. Han descubierto que la frecuencia de las mentiras, según contaban los padres y profesores, se asociaba con el robo, el consumo de drogas y las peleas. La relación era más fuerte en los de décimo, aunque también resultaba evidente en los de cuarto y séptimo. (Los chicos de décimo no se pelean tanto como los de séptimo, y por lo tanto la relación entre mentir y pelearse no destacaba tanto entre los chicos mayores como entre los más jóvenes).
Los chicos de décimo curso que mentían también tenían más contacto con la policía y hacían muchos más novillos. La relación entre mentir y robar resultaba muy evidente entre estos chicos.
EL EFECTO «HALO/CUERNOS»
Existe un problema con casi todos estos estudios sobre la mentira y la mala adaptación, incluyendo el de los doctores Stouthamer-Loeber, y es que son vulnerables a lo que los psicólogos llaman el «efecto halo». Esta expresión se refiere al hecho de que si sabemos algo bueno o malo acerca de una persona, es más que probable que pensemos que él o ella tendrá otras características buenas o malas. Si nos preguntaran si a la madre Teresa de Calcuta le gustan los perritos, probablemente diríamos que sí. Yo lo llamo el efecto «halo/cuernos», porque funciona en ambas direcciones, positiva o negativa. Si le preguntaran si a Hitler le gustaban los niños, la mayoría de gente respondería que no. El efecto halo/cuernos hace que nos desviemos en nuestras expectativas, y supongamos que alguien malo como Hitler no podría hacer nada bueno, como por ejemplo que le gustaran los niños.
En las aulas el efecto halo/cuernos funciona de la siguiente manera: supongamos que un profesor tiene problemas con un chico que replica, se pelea, roba o no escucha. Aunque el profesor no le pille nunca en una mentira, el efecto halo/cuernos le podría llevar a pensar que es un mentiroso. Aunque este efecto no le lleve a imaginar que le vio mentir, sí podría hacer que vigilara a esa persona más de cerca. Bajo un escrutinio tal, sería más fácil pillar al chico en una mentira si la dijera. Por otro lado, el bueno de la clase que no causa problemas podría beneficiarse del lado positivo del efecto halo/cuernos. Aunque el preferido de ese profesor podría mentir exactamente igual que el niño conflictivo, el profesor no estaría alerta y por tanto no tendría tantas posibilidades de atraparle en una mentira.
Los resultados que se basan en información sobre mentiras proporcionada por profesores, padres o amigos, para determinar quién mintió, se pueden ver influidos por el efecto halo/cuernos. Hasta ahora, todos los estudios sobre mentiras que he revisado son vulnerables, excepto el de Hartshorne y May. Ellos no dependieron de los informes de padres o profesores para determinar quién mentía; prepararon situaciones, pruebas y juegos en los que podían ver por ellos mismos quién engañaba y quién mentía sobre ello al ser interrogado. Sin la influencia del efecto halo/cuernos sesgando los resultados, el efecto es todavía evidente pero menor.
De todos modos, no deberíamos descartar estos resultados debido al efecto halo/cuernos. Aunque no sea posible calcular lo fuertemente que el mentir está relacionado con la mala adaptación, los niños inadaptados probablemente sí mienten más que otros niños que no tienen problemas. Por definición, esos niños inadaptados no están teniendo éxito en sus vidas. Están rompiendo las normas impuestas por sus padres, la escuela y la sociedad y son descubiertos en sus transgresiones. Los niños que rompen reglas van a mentir si quieren evitar el castigo por sus transgresiones o si no pueden conseguir lo que quieren sin mentir. Por eso mentí yo, para que me dejaran entrar en el club nocturno cuando era menor de edad.
¿ES LA INADAPTACIÓN LA CAUSA DE LA MENTIRA O VICEVERSA?
Todo ello simplemente sugiere que el mentir es una característica, no una causa, de la mala adaptación. Consideremos por un momento la posibilidad que el mentir realmente sea la causa de que un niño se vuelva un inadaptado. Este punto de vista sostendría que los niños que mienten, y que aprenden a salirse con la suya mintiendo, es posible que rompan otras reglas. Si siguen por este camino, diría la teoría, a medida que se hagan mayores se irán involucrando en otros actos incorrectos. Continuando por la resbaladiza pendiente de la vida, una mala acción llevaría a la otra, y un mentiroso juvenil probablemente se llegaría a convertir en un recalcitrante descarriado social. Debido a que están acostumbrados a mentir, puede que estén más dispuestos a hacer cosas que saben que están mal porque esperan que sus mentiras les protegerán.
Volviendo a la cuestión de si la mentira es una característica de la inadaptación o una causa de ella, estos estudios no ofrecen suficiente información para que nos podamos decantar por una opinión o la otra. De todos modos, se mire como se mire, las mentiras frecuentes son una mala señal. Puede que no sean la única. Pueden existir otros indicios de una mala adaptación. Pero si su hijo miente con frecuencia, y ello persiste a lo largo de mucho tiempo (no me refiero a las bromas o a los juegos), debería tomárselo seriamente. Si el engaño se convierte en un patrón normal de conducta para su hijo, probablemente haya llegado el momento de descubrir por qué. Una cosa a tener en cuenta es si sus propias acciones animan a su hijo a mentir. ¿Acaso sus reglas son demasiado estrictas? ¿Es usted demasiado protector? ¿Está invadiendo la intimidad de su hijo? ¿Miente usted a menudo en presencia de su hijo, transmitiéndole así el mensaje de que mentir está bien? Explíquele a su hijo cómo el mentir afecta a la confianza, y lo difícil que resulta convivir con alguien cuando no hay confianza. Asegúrese de que su hijo comprende que usted no va a aceptar las mentiras, y por qué.
LA MENTIRA MAQUIAVÉLICA: ¿SON MANIPULADORES LOS MENTIROSOS?
Hace veinte años, unos cuantos psicólogos empezaron a estudiar a personas con grandes habilidades para manipular a otros en beneficio propio. Tales personas no se preocupan por la moralidad convencional; su interés reside en el poder sobre los demás antes de en cómo se sienten los demás. Uno de estos psicólogos, el doctor Richard Christie, creó un cuestionario para identificar a tales personas. Gran parte del cuestionario estaba basado en ideas sacadas del libro El príncipe, de Maquiavelo, publicado por primera vez en 1513. Aunque Maquiavelo aconsejaba sobre complejos temas políticos, su nombre ha quedado asociado con la utilización de «la credulidad, el engaño y el oportunismo en las relaciones interpersonales»[8]. Un popular libro de los años setenta, Power!, escrito por Michael Korda, editor jefe de Simón and Schuster, ejemplifica parte de este enfoque de la vida: «Algunas personas entran en el juego del poder por dinero, otras por seguridad o fama, otras por sexo… No importa quién seamos, la verdad básica es que nuestros intereses no conciernen a nadie, que nuestra ganancia es inevitablemente la pérdida de otro, y nuestro fracaso la victoria de otro»[9].
Gran parte de la investigación sobre el maquiavelismo (los investigadores lo llaman «maq» para abreviar) ha sido realizada con adultos. Unos pocos investigadores han examinado a niños para ver si aquellos que sacaban una puntuación alta en «maq» mentían con más frecuencia que otros o tenían más éxito al hacerlo. El cuestionario que identificaba características «maq» tuvo que ser modificado para adecuarlo a edades más tempranas, pero el contenido es el mismo que para los adultos. Éstos son algunos ejemplos de la versión que se utilizó con niños:
Nunca digas a nadie por qué hiciste algo a menos que ello te resulte beneficioso. (Un «maq» contesta que sí.)
La mayoría de las personas son buenas y amables. (Un «maq» contesta que no.)
La mejor manera de llevarse bien con la gente es decirle cosas que los hacen felices. (Un «maq» contesta que sí.)
Solamente deberías hacer algo cuando estás seguro de que es correcto. (Un «maq» contesta que no.)
Es más inteligente creer que todas las personas se comportarán de manera egoísta si se les presenta la oportunidad. (Un «maq» contesta que sí.)
Deberías ser siempre honrado, no importa en qué circunstancias. (Un «maq» contesta que no.)
A veces se tiene que herir a otros para conseguir lo que uno quiere. (Un «maq» contesta que sí.)
La mayoría de personas no trabajarán duro a menos que se les obligue. (Un «maq» contesta que sí.)
Es mejor ser una persona corriente pero honrada que famosa y fraudulenta. (Un «maq» contesta que no.)
Es mejor decirle a alguien por qué queremos que nos ayude antes que inventarnos una historia para que lo haga. (Un «maq» contesta que no.)[10]
En uno de los experimentos más interesantes, se pasó el cuestionario «maq» a cuarenta y ocho pares de niños de quinto curso y después, basándose en las respuestas, fueron separados en tres grupos que representaban una propensión alta, media y baja a una conducta maquiavélica. Entonces se les puso por parejas, cogiendo uno de puntuación media con otro de puntuación alta o baja.
Cuando llegaba una pareja de niños a la entrevista, se pedía al de puntuación media que leyera una revista mientras se hacía entrar al otro niño en la sala de experimentación. Allí, el sujeto se sentaba frente a la investigadora. En la mesa que había entre ellos había un plato con quince galletitas de sabor amargo (previamente habían sido bañadas en una solución de quinina). La investigadora le decía al sujeto que era una economista que trabajaba para una compañía de galletas. Su tarea consistía en descubrir qué opinaban los niños sobre el sabor de una nueva «galleta digestiva» antes de que saliera al mercado. Después de probarla, el niño evidentemente la encontraba mala. Después de dejarle beber y que se comiera un trozo de caramelo para eliminar el mal sabor, la investigadora decía: «Hasta ahora nadie ha comido muchas galletas de éstas, y supongo que ya ves por qué. Pero realmente es importante para nosotros saber cómo saben las galletas después de que alguien se haya comido unas cuantas. Sabes, si una persona se acostumbra, al cabo de un rato ya no le importa el sabor, y cuantas más comes más te gustan. Como tú conoces a (el nombre del otro niño), quizá si tú le pidieras que sé las comiera, él lo haría, ya que te conoce y está en tu misma clase […] me harías un favor, así que te daré cinco centavos por cada galleta que consigas que coma […] no me importa lo que le digas, o cómo consigues que se las coma, siempre y cuando se coma la mayor cantidad posible. Si no quieres pedírselo, realmente no me importa y te puedes marchar ahora mismo. ¿De acuerdo?».
Entonces se hacía pasar al otro niño a la sala, se grababa la conversación y después se analizaba. Los niños con puntuaciones más altas en el cuestionario «maq» tenían más éxito que los de puntuaciones bajas para conseguir que el otro niño comiera galletas. ¿Cómo convencían esos eficaces vendedores de galletas a los otros niños para que se comieran las desagradables galletas? Mintiendo. Los niños con puntuación alta en el test «maq» mentían más que los de puntuación baja. Por cierto, las niñas con puntuación «maq» alta contaban mentiras más sutiles que los niños[11].
Los niños con puntuación «maq» alta no solamente engañaban a sus compañeros de clase, de la misma edad, sino que también dejaban impresionados a los adultos. La investigadora pidió a algunos adultos que escucharan las conversaciones grabadas y dieran a cada niño una puntuación, según varias escalas. Los niños con puntuación «maq» alta fueron clasificados como más inocentes, honrados y tranquilos que los de puntuación baja. La doctora Susan Nachamie obtuvo resultados muy similares en un estudio realizado con estudiantes de sexto curso[12]. Ella utilizó un juego de dados en el que los niños podían escoger entre echarse un farol (diciendo cosas falsas sobre el valor de sus dados) o decir la verdad. Aunque los niños podían ganar puntos tanto si mentían como si decían la verdad, si engañaban bien podían sacar más provecho. Los niños con puntuaciones altas en el test «maq» ganaron más, decidieron engañar más y en general tuvieron más éxito que los de puntuación baja.
El enfoque maquiavélico de la vida es menos prevalente entre el grupo de preadolescentes que entre los adolescentes y adultos, según dicen algunos estudios. No obstante, algunos preadolescentes ya muestran una orientación manipuladora. Comentando sobre este tema, el doctor Christie y su colaboradora, la doctora Florence Geis, dijo:
El verse expuesto al mundo exterior al hogar conduce a la legendaria pérdida de la inocencia infantil y a conseguir más puntuación en la escala «maq» (en algunos niños) […] Algunos adultos obtienen una puntuación mucho más baja en la escala «maq» que un niño normal de diez años, y según todos los criterios conocidos han mantenido una fe y confianza en las personas […] aunque no tenemos datos sistemáticos sobre niños menores de diez años, existen pruebas anecdóticas que sugieren que algunos querubines son unos hábiles artistas del engaño[13].
Estos descubrimientos conducen a una importante cuestión: ¿Cuál es la causa de que algunos niños sean muy manipuladores?
El lugar natural donde buscar una respuesta es el hogar, y en concreto los padres. Existen dos explicaciones posibles. Primera: puede que también los padres sean unos manipuladores y que los niños simplemente aprendan este comportamiento. Pero también lo opuesto puede ser cierto. Si los padres tienen una puntuación «maq» baja, su misma confianza podría animar, sin quererlo, a que sus hijos desarrollaran características manipuladoras, puesto que los padres serían un objetivo fácil. Por desgracia, las pruebas son contradictorias, porque existen dos estudios diferentes que apoyan posibilidades opuestas[14]. Quizá se puedan dar las dos.
Estos estudios, que sugieren que el mentir puede formar parte de un patrón de personalidad manipuladora más general, tienen un límite muy importante. Las mentiras que contaban estos niños eran fomentadas por figuras de autoridad. El investigador o investigadora le pedía al niño que le ayudara a realizar su tarea como economista. Los niños que mentían no lo hacían solamente para conseguir la recompensa, sino también para ayudar a un adulto que parecía respetable y responsable. Las reglas del juego de dados dejaban bien claro a los niños que podían ganar más si sabían engañar bien. El engaño se permitía por definición, aunque no se dijera que era necesario.
No sabemos si los niños que mienten cuando no se les anima a ello, que mienten cuando rompen y no cuando siguen las reglas marcadas por los adultos o la sociedad, tienen una puntuación alta en maquiavelismo. Yo apuesto a que sí.
¿Qué deberíamos hacer si creemos que nuestro hijo se está convirtiendo en un manipulador? En primer lugar, que no nos entre el pánico. Hay que conseguir una segunda opinión discutiendo la conducta del niño con otras personas que le conozcan, como el profesor, y ver si están de acuerdo. Puede que nos estemos preocupando demasiado por una situación transitoria.
¿Estamos animando al niño a que desarrolle esta característica siendo nosotros mismos unos incautos o unos manipuladores? Y recuerde que puede que ninguna de las dos cosas sea verdad: algunos niños pueden desarrollar tendencias manipuladoras independientemente de la manera de actuar de sus padres.
Y aún más importante, involúcrese de manera más activa en la educación moral de su hijo. Ayude a su hijo a comprender que hay muchas cosas más por las que interesarse que tener poder sobre los demás.
¿MIENTEN LOS NIÑOS POR UNA MALA INFLUENCIA DE LOS PADRES?
«¡Que suerte que tengo! Realmente no pensaba que el policía se iba a creer lo del velocímetro estropeado. Debo ser mejor actriz de lo que creía.»
Esta mujer estaba tan contenta con haberse librado de una multa por exceso de velocidad que no se estaba dando cuenta de la impresión que podía estar causando en su hijo de nueve años mientras éste escuchaba en silencio cómo le contaba el incidente a su marido en la cena de esa noche.
No es sorprendente que los niños que mienten con mayor frecuencia suelan tener padres que también lo hacen. Hartshorne y May llegaron a esa conclusión en su estudio, y otros dos estudios posteriores también han descubierto que los niños que más mienten provienen de hogares en los que los padres también suelen mentir o animan a romper las normas[15].
Esta no es la única influencia negativa que los padres pueden tener, pero es una de la que los padres puede que no se den mucha cuenta. El mentir al policía de tráfico, hacer trampa en la declaración de renta, dar una excusa falsa por llegar tarde son engaños tan corrientes que puede que no se den cuenta de ellos —los padres, claro—. Algunos padres se podrían sentir ofendidos porque yo llame a eso mentiras, pero lo son. Su propósito es engañar y por lo tanto evitar el castigo, o la vergüenza, o ganar algo que sería difícil conseguir de otra manera. Los niños mienten por las mismas razones, y hasta cierto punto aprenden a mentir en casa. Jay Mulkey, presidente del Instituto Americano para la Educación del Carácter, una fundación que trabaja con profesores, dijo: «Un niño hace trampa en un examen y sus padres se llevan las manos a la cabeza. Pero el niño oye hablar a sus padres sobre las trampas que ellos hacen en sus cuentas de gastos o en la declaración de renta»[16].
Hartshorne y May también descubrieron que los niños que mentían provenían de hogares en los que existía una menor supervisión paterna. También se llegó a esta conclusión en un estudio reciente sobre las mentiras llevado a cabo con chicos de cuarto, séptimo y décimo curso. Los niños que vivían en hogares con sólo el padre o la madre, o en hogares donde el matrimonio no marchaba bien, mentían más. Por cierto, el tener tanto al padre como a la madre en casa no ayudaba en nada si el matrimonio no funcionaba. Esos matrimonios infelices no resultaban diferentes de los hogares con sólo uno de los padres, pero ambas categorías resultaban peor, en términos de si el niño mentía, que los hogares con matrimonios felices[17].
En los hogares con sólo uno de los padres, que en la mayoría de casos es la madre y los niños (sin padre), existe un menor control sobre los hijos. Las madres tienen más problemas con sus hijos varones, especialmente cuando éstos llegan a la adolescencia. En esos hogares, los compañeros adquieren más influencia que la madre. Los chicos salen con sus amigos y son más proclives a acciones antisociales. Es importante destacar que este hallazgo sigue siendo cierto independientemente del nivel de ingresos familiar y de la educación de los padres: existían más problemas entre los hijos de hogares con sólo la madre que en aquellos con padre y madre, aun cuando ambos grupos tuvieran ingresos igualmente bajos[18].
El rechazo de los padres también está relacionado con las mentiras, en mayor proporción si es la madre y no el padre quien rechaza al chico. Los doctores Stouthamer-Loeber y Loeber plantearon la cuestión del huevo y de la gallina: ¿cuál de los dos viene antes? Quizá el rechazo de los padres no sea la causa de que los hijos mientan; quizás los padres rechazan a sus hijos porque éstos mienten. En otras palabras, puede que no siempre sea el entorno el que forme al niño, sino que éste determina cómo reacciona el entorno.
Ello a su vez nos lleva a esta pregunta: ¿podría existir un factor genético responsable de la mentira? De nuevo los doctores Hartshorne y May nos ofrecen información relevante al explorar el papel de la herencia sobre las mentiras. Descubrieron una conexión —una conexión débil, pero genuina— que mostraba que los hermanos mentían por igual. Puesto que los hermanos comparten cierta herencia genética, podemos extraer algunas deducciones sobre la posibilidad de que la mentira podría estar relacionada con los genes. La conexión entre los hermanos y la mentira es más fuerte, de hecho, que la de la inteligencia. Aun cuando se tuviera en cuenta el factor inteligencia, seguía existiendo una relación entre los hermanos en cuanto al tema de las mentiras.
No obstante, puesto que los hermanos viven en la misma casa, el responsable de la similitud en el mentir podría ser el ambiente familiar y no la genética. Al intentar aislar la influencia de la herencia genética, Hartshorne y May estudiaron a huérfanos que ya no vivían en el hogar familiar. La correlación entre la cantidad de mentiras entre hermanos seguía siendo evidente. Para mí ello no resulta convincente, porque en estos casos el ambiente familiar que los hermanos comparten es el orfanato. Me resultaría más convincente si hubieran estudiado a huérfanos educados desde prácticamente su nacimiento en hogares separados y diferentes. En un orfanato los hermanos pueden tener muchos amigos en común y, como veremos, las amistades influyen sobre la mentira y la sinceridad.
No existe ninguna duda sobre el hecho de que usted como padre o madre tiene una influencia importante sobre sus hijos por lo que respecta a actitudes, creencias y acciones sociales como el mentir o el engañar. La suya no es la única influencia, pero sí es importante. Me resulta fácil sugerirle que considere atentamente si le está ofreciendo un modelo negativo a su hijo al mentir más de lo que piensa. No es tan fácil librarse del hábito de caer en pequeñas mentiras casi sin advertirlo, mentiras que hacen la vida más conveniente.
Me resulta difícil no caer en la trampa de mentir, y he estado realizando un esfuerzo consciente para no hacerlo durante algunos años. Una falsa excusa es sin duda la manera más fácil de salir de un atolladero, la manera perfecta de rechazar una invitación o petición que no deseo cumplir.
He aprendido a tomar el paso extra de no seguir por ese camino. Cuando me llama un vendedor por teléfono, le digo que tengo la norma de no comprar por teléfono, antes que decirle que no puedo hablar ahora porque tengo algo en el fuego. Hablo con mis hijos sobre cómo manejar tales situaciones, para que vean que yo también me enfrento a esos problemas. Incluso mi hija Eve, con sólo ocho años, no tiene ningún problema en comprender el conflicto y la tentación de mentir en tales casos. Por ejemplo, ¿que debería decirle Eve a esa niña de su clase que no invitó a su fiesta de cumpleaños? Le expliqué cómo esa niña se podría sentir aún más herida si descubría que Eve le había mentido que si le contaba la verdad. Le expliqué que no resulta tan terrible decir que tus padres te han puesto un límite sobre cuántos niños puedes invitar, así que tienes que escoger a tus amigos más íntimos.
¿Qué puede hacer un padre o una madre solo, en especial una madre, con los resultados que dicen que los niños de tales hogares mienten más? ¿Y qué puede hacer ella por su hijo adolescente, que según dicen los estudios es más proclive a una conducta antisocial, especialmente en ausencia de un padre? En primer lugar, está el alivio de saber que no se es el único; existen otros con el mismo problema. Intente encontrar a un amigo o miembro varón de la familia que pueda ejercer un papel activo y estabilizador con su hijo. Sugiera que su exmarido pase más tiempo con su hijo. Si es usted ese padre, sea consciente de la importante influencia que podría o debería ejercer sobre su hijo. Recuerde también que los descubrimientos mencionados en este capítulo podrían no ser su caso. No tienen que describir necesariamente a todo el mundo. Tengo amigas que han educado solas a hijos qué ni mienten ni tienen ningún otro tipo de problema.
LA INFLUENCIA DE LOS SEMEJANTES: ¿PUEDEN LOS MALOS AMIGOS LLEVAR A MENTIR A SU HIJO?
Jessica es una niña de doce años, bonita e inteligente, cuyos padres están divorciados. Vive principalmente con su madre y su padrastro, pero también pasa fines de semana y vacaciones con su padre, que vive solo, a una media hora de distancia. Recientemente empezó a salir con otros chicos de doce y trece años, que estaban claramente por debajo de ella en cuanto a rendimiento escolar pero que se encontraban entre los más populares de su clase. También se les conocía por ser un grupo revoltoso que desobedecía a sus padres. Las notas de Jessica bajaron espectacularmente. Se volvió más independiente, negándose muchas veces a decirle a sus padres lo que pensaba hacer y con quién. También empezó a interesarse por primera vez por los muchachos. Su madre le dijo que no podía tener una cita con un chico hasta que tuviera quince años.
Un sábado por la tarde, con el permiso de su madre, Jessica y dos amigas se encontraron con tres chicos en un cine local. Resultó que los chicos las dejaron plantadas y la madre de Jessica tuvo que pasar a recogerlas. Así es como descubrió que solamente eran dos, y no tres, y que Jessica le había mentido porque pensó que su madre daría su consentimiento si se trataba de una cita triple, pero no si eran sólo dos chicas. Sus padres, al descubrir la mentira, se enfadaron mucho. No era tanto el tema sobre el cual había mentido como su preocupación por el mal precedente que se había sentado y por si su hija empezaba a mentir sobre temas de más envergadura. ¿Por qué no pudo confiar en nosotros? ¿Es culpa nuestra? ¿Es por esos chicos con los que se relaciona? ¿Qué otras mentiras habrá contado? ¿Forma parte de un patrón? ¿Qué hacemos para que deje de mentir?
Todos conocemos alguna historia de un niño que «se estropeó» porque él o ella se mezcló con malas compañías. Normalmente pasa con niños que llegan a la pubertad o a sus primeros años de adolescencia. La investigación demuestra que es posible aquello de «Dios los cría y ellos se juntan». O, como dijeron Hartshorne y May: «En asuntos humanos, aquellos que van juntos acaban pareciéndose»[19].
La mayoría de los niños se ven influidos por sus amigos al ir llegando a la adolescencia. Cada vez salen más con ellos, aun cuando esos amigos defiendan cosas que sus padres consideren incorrectas. La buena noticia es que la situación normalmente va a mejor. Como jóvenes adultos, la mayoría de ellos se volverán más resistentes a la influencia de sus semejantes y no descartarán tanto las opiniones de sus padres.
Hartshorne y May descubrieron que los niños que mienten tienen amigos que mienten. Esta asociación es más fuerte entre amigos que también son compañeros de clase. Unos estudios más recientes han descubierto que los mentirosos normalmente se sientan uno al lado del otro, y que un niño sentado al lado de otro que hace trampa en un examen tiene más posibilidades de hacerlas él también en el próximo examen[20]. Los niños que se dice mienten con más frecuencia tienen amigos que otros niños califican de duros o delincuentes.
Aunque todos los niños se vuelven más vulnerables a la presión de sus semejantes al pasar de la infancia a la adolescencia, no todos sucumben ante la mentira o el engaño. Existe un experimento que ayuda a explicar por qué algunos niños son más vulnerables a la presión de los semejantes y a la conducta antisocial que otros. Unos psicólogos pidieron a los niños que evaluaran a su madre, a su padre, a los adultos en general y a otros niños en términos de su fuerza, calidez, importancia y honradez. Plantearon a los niños varias situaciones, como por ejemplo:
Tú y tus amigos por casualidad os encontráis una hoja de papel que debe haber perdido el profesor. En esta hoja están las preguntas y las respuestas del examen de mañana. Algunos de los niños sugieren que no digáis nada al profesor, para que todos podáis conseguir mejores notas. ¿Qué harías tú realmente? Supongamos que tus amigos deciden seguir con ese plan. ¿Lo seguirías también tú o te negarías?[21]
Había otras situaciones que se plantearon a los chicos, como ir a ver una película que los amigos recomendaban pero que desagradaba a los padres; dejar a un amigo enfermo para ir al cine con la pandilla; unirse a los amigos para recoger fruta de un huerto que tenía el letrero de «prohibido el paso»; salir corriendo después de romper accidentalmente una ventana; vigilar mientras los compañeros ponían una serpiente de goma en la mesa del profesor; y llevar un estilo de ropa que gustaba a los compañeros pero no a los padres.
Comparando los resultados obtenidos por los chicos de tercero, sexto, octavo y undécimo curso, un número cada vez mayor decía que seguiría el comportamiento de sus compañeros en diversos tipos de malas acciones. Al ir aumentando la vulnerabilidad ante la influencia de los semejantes, las evaluaciones favorables de sus padres normalmente descendían. Pero aquellos que mantenían una opinión favorable de sus padres y de los adultos en general no se unían a sus semejantes en el mal comportamiento. (El inconveniente de esta investigación es que, al contrario que en el estudio de Hartshorne y May, nos basamos en lo que los chicos dicen en un cuestionario, no en lo que realmente hicieron. Afortunadamente otro estudio, que comparaba las respuestas de los niños con sus acciones, corrobora el primer estudio).[22]
Los doctores Edwin Bixenstine, Margaret DeCorte y Barton Bixenstine, los psicólogos que llevaron a cabo la investigación, sugieren que sus hallazgos demuestran que «la creciente disposición de un niño a ratificar el comportamiento antisocial aprobado por sus semejantes… [se debe a]… una intensa desilusión con la sinceridad, fuerza, sabiduría, importancia, buena voluntad y rectitud de los adultos. No es que otros niños alejen al niño de los padres; más bien se trata de que él, al menos durante un tiempo, se aleja de los adultos»[23].
Dijeron «durante un tiempo» porque las actitudes hacia los adultos, y en particular hacia el padre, se vuelven más favorables hacia el undécimo curso. Utilizando algunos de los mismos métodos, otro par de experimentos produjo resultados similares y ofreció más información sobre el regreso a actitudes más favorables hacia los padres. En el primer experimento, se leía a chicos de tercero, sexto, noveno y undécimo curso diez situaciones diferentes similares a la que mencioné antes sobre encontrar una hoja con las respuestas de un examen. Los chicos, más que las chicas, se mostraban más de acuerdo en seguir a sus compañeros y no tener en cuenta la opinión paterna. Tanto para chicos como chicas, aquellos que decían que seguirían a sus compañeros y participarían en malas acciones aumentaba al pasar de tercero a sexto, alcanzaba su pico en noveno, y descendía entre los de undécimo.
En el segundo experimento, se pasaba a los niños un cuestionario para descubrir la facilidad con que les influían sus padres. En una de las preguntas los niños tenían que decidir si deberían ayudar en la biblioteca o enseñar a otro niño a nadar, diciéndoles que los padres aconsejaban que ayudara en la biblioteca. En otra los niños tenían que decidir qué hacer si sus padres les pedían que fueran con ellos a dar una vuelta cuando lo que ellos querían era jugar a cartas. La conformidad ante los deseos de los padres iba descendiendo con la edad.
La relativa influencia paterna, comparada con la de los compañeros, cambia a medida que el niño se desarrolla. La conformidad ante los deseos de los padres con preferencia a los de los compañeros era más alta en tercero, el grupo más joven. Casi todos ellos se quedaban en el lado de los padres antes que de los semejantes. En sexto parecía como si los niños hubieran creado dos mundos, uno para los padres y otro para los amigos. El doctor Thomas Berndt, el psicólogo que llevó a cabo estos experimentos, dijo: «Los niños al parecer conseguían separar su vida con el grupo de semejantes de la relación con los padres, quizás al no discutir sobre los compañeros con los padres y viceversa»[24].
Esto es lo que al parecer hizo mi hijo Tom. Le pregunté por qué había dado una fiesta secreta cuando su madre y yo no estábamos en casa, a sabiendas de que nosotros y los padres de sus amigos no permitíamos las fiestas sin una vigilancia adulta. Tom dijo: «No puedes comprenderlo. Gané muchos puntos ante mis amigos. Después de la fiesta me sentí mal, sabía que lo descubriríais, pero merecía la pena».
El doctor Berndt descubrió que en noveno, cuando la conformidad ante los semejantes alcanza su pico, existe una oposición real entre padres y compañeros. Existen dos razones por las cuales este conflicto entre padres y compañeros ocurre en este punto. En primer lugar, es la época en que los niños muestran la mayor conformidad ante una conducta antisocial. En segundo lugar, podría ser el tiempo en la vida de un niño en que la presión por la independencia es mayor, como parecen demostrar los estudios que dicen que los adolescentes de este grupo de edad son los que muestran más disconformidad con sus padres.
Ahora la buena noticia. Hacia los años finales de instituto, el doctor Berndt nos dice:
… Las relaciones padres-compañeros entraban en otra fase. Aunque seguía existiendo cierta oposición entre la conformidad ante los padres o los semejantes, no correspondía a todo tipo de conducta. Además, la conformidad ante los compañeros disminuía y la aceptación de normas convencionales de conducta se incrementaba. Los cambios sugieren una mejora en las relaciones de los adolescentes con sus padres cuando el adolescente se va convirtiendo en un joven adulto[25].
Hasta ahora hemos tenido en cuenta la influencia negativa de los amigos, pero éstos también pueden ejercer una influencia positiva. En un estudio se preguntó a estudiantes de instituto si harían trampas en un examen o mentirían al profesor sobre el motivo de su ausencia. También tenían que decir si sus amigos aprobarían sus acciones. Entre aquellos que pensaban que sus amigos no estarían de acuerdo, solamente el 27 por ciento dijo que engañaría o mentiría, comparado con un 78 por ciento de aquellos que pensaban que sus amigos aprobarían su acción. [26] (Aunque los resultados se basan en estudiantes de instituto, yo creo que son relevantes para los adolescentes).
Puesto que las malas amistades pueden influir al niño de manera indeseable, es importante que usted conozca a los amigos de su hijo. Anímele a que los traiga a casa, a jugar o a hacer los deberes. Deje que su hijo sepa que su amigo se puede quedar a cenar o a pasar la noche. Si su hijo pasa la noche en casa de un amigo, debería conocer bien a éste para saber que él o ella no será una influencia negativa. Esto le podrá parecer una simple sugerencia, pero le evitará montones de preocupaciones más adelante.
Si sabe que su hijo se relaciona con un grupo de chicos no recomendables, y sospecha que tienen una conducta antisocial, esté preparado para una auténtica lucha. El intentar separar a su hijo de esos amigos resultará difícil, no importa cómo lo intente hacer. Una opción es cambiarlo de escuela. Otra es enviar a su hijo todo el verano fuera con unos parientes. Haga lo que sea para sacar a su hijo de ese grupo. Si ello no resulta posible, no se dé por vencido. Deje muy claro a su hijo por qué desaprueba las mentiras y la conducta antisocial, y que usted cree que el pasar tiempo con esos amigos en concreto fomenta ese tipo de conducta. Con un poco de suerte, en su momento, cuando su hijo llegue a los últimos cursos del instituto, él o ella, al igual que muchos otros niños, se verá mucho menos influido por tales amigos.
¿PROVIENEN LOS MENTIROSOS DE HOGARES MENOS PRIVILEGIADOS?
Las pruebas resultan contradictorias. Algunos estudios que datan del tiempo del de Hartshorne y May descubrieron que se mentía más en los entornos familiares socioeconómicamente bajos. No obstante, otros estudios no han encontrado relación entre las mentiras y los ingresos de los padres. Se han realizado varios estudios comparativos sobre el hecho de mentir entre niños blancos y negros, pero no ofrecen conclusiones claras, porque no tuvieron en cuenta las diferencias socioeconómicas.
¿ES EL HECHO DE MENTIR REALMENTE IMPORTANTE?
Algunos padres creerán que esta pregunta es una tontería. Naturalmente que sí es importante. Mentir está mal, y es inmoral. Otros padres pueden pensar que tampoco habría que hacer de ello un caso policial. Todo niño miente en alguna ocasión. Todos mentimos de pequeños, y nuestros nietos también mentirán. En realidad, no importa. No obstante, estos padres escépticos cambiarían de opinión si creyeran que un niño que miente puede crecer y convertirse en un delincuente. ¿Exagerado? Existen varios estudios que han intentado confirmar o negar esa teoría. Debido a que se trata de un tema básico para todos los padres —después de todo, si el mentir conduce a la delincuencia, entonces todo padre debería estar preocupado—, yo le ofrezco varios aspectos de la cuestión con mayor detalle para que juzgue por usted mismo.
Los seis estudios que encontré no utilizaban los mismos baremos para el hecho de mentir o la inadaptación posterior. El mejor de todos se inició en 1971 en Buckinghamshire, Inglaterra. Los científicos estudiaron a niños que entonces tenían entre cinco y quince años de edad. Se escogió aleatoriamente a uno de cada diez alumnos de las escuelas públicas. Se pasaron cuestionarios a sus padres y profesores preguntándoles por la salud y la conducta del niño. Un elevado 93 por ciento de padres contestó. Los científicos tuvieron información sobre la salud y los patrones de conducta de 3.258 niños y aproximadamente el mismo número de niñas. Como muy pocas niñas tuvieron problemas con la ley al crecer, los científicos se centraron en los niños.
Los cuestionarios interrogaban a los padres sobre unos treinta y siete tipos diferentes de conducta, incluyendo el mentir, robar, problemas con la alimentación, escaparse de casa, soñar despierto, timidez, pesadillas y destrucción de la propiedad. Dos sociólogos, los doctores Sheila Mitchell y Peter Rosa, identificaron al «peor» 10 por ciento de los niños, que sus padres describían como poseedores de muchas características indeseables[27]. Los científicos llamaron a estos chicos los «descarriados». Compararon sus archivos penales con un grupo de chicos de «control» que no tenían descripciones negativas. Hicieron concordar los dos grupos en cuanto a edad y escuela. Cada grupo consistía en 321 chicos.
La medida de la conducta delictiva posterior se obtuvo gracias a los archivos de comparecencias ante tribunales, incluyendo el tribunal juvenil, por delitos encausables en los quince años siguientes. Para entonces los niños más jóvenes tenían veinte años y los mayores treinta. Los delitos que se tuvieron en cuenta se dividían en tres categorías: robo, daño a la propiedad y violencia interpersonal.
Los informes de los padres sobre los chicos cuando éstos tenían entre cinco y quince años hacían predecir las ulteriores comparecencias ante un tribunal. Lo que los padres decían de los chicos no predecía todos los delitos, solamente algún tipo de ellos. No existían diferencias entre el grupo de «descarriados» y de «control» en cuanto a fraude, delitos por droga, sexuales o por embriaguez. Pero los descarriados cometieron dos veces más robos, daños a la propiedad y actos violentos que los de control.
No todo lo que los padres habían descrito conducía a una posterior criminalidad, sólo ciertas características. De hecho, los chicos que se preocupaban en exceso o tenían manías con la alimentación tenían después un menor comportamiento delictivo. Cuatro características de la infancia apuntaban a una delincuencia quince años después: el robo, la destructividad, el escaparse de casa y el mentir. Consideremos dos de estas características más de cerca, contrastando el mentir con el robar.
En lugar de comparar a los descarriados con el grupo de control, vamos a considerar únicamente a los primeros. Recuerde que se trata de los chicos de quienes los padres decían que tenían las peores características. Nuestras preguntas son: ¿existieron más condenas en años posteriores para estos descarriados que robaban cuando eran niños que para los que no habían robado en la infancia? ¿Había más casos penales contra aquellos del grupo de descarriados que mentían de pequeños que contra aquellos que no lo habían hecho? La respuesta a ambas preguntas es afirmativa.
El 7 % de los chicos cuyos padres dijeron «nunca coge nada que pertenece a otro» fueron condenados por robo como mínimo una vez en los quince años siguientes. El 20 % de los chicos cuyos padres dijeron que su hijo «se había apropiado de alguna cosa de otro como mínimo una o dos veces» habían sido condenados por robo. ¡Y el 61 % de chicos cuyos padres dijeron «ha robado en varias ocasiones» fueron condenados posteriormente por robo!
Las predicciones sobre el mentir no eran tan claras, pero la relación existe. El 4 % de los chicos cuyos padres dijeron que «siempre dicen la verdad» fueron condenados después por robo. El 12 % de chicos cuyos padres dijeron «de vez en cuando suelta alguna mentirijilla» fueron condenados por robo. Y el 36 % de los chicos cuyos padres dijeron «cuenta mentiras deliberadas con bastante frecuencia» fueron condenados por robo dentro de los quince años siguientes.
Con las descripciones de los profesores también se podía predecir la posterior delincuencia, especialmente las condenas múltiples. De aquellos chicos que el profesor decía que solía mentir con frecuencia, el porcentaje que compareció ante un tribunal más de una vez era seis veces superior al de los chicos más veraces. Las cifras son idénticas para aquellos que el profesor decía que robaban[27a].
Existen unos cuantos puntos que deberíamos tener en cuenta antes de alarmarnos demasiado. Volvamos a repasar las cifras. Casi los dos tercios, un 64%, de esos chicos que, según sus padres, mentían de pequeños, no se convirtieron en delincuentes adultos. Asimismo, es asombroso que un tercio de aquellos que fueron descritos como mentirosos cometiera algún delito tantos años después.
Falta alguna información crucial. ¿Acaso una mentira de un niño de cinco o seis años es tan buena como predicción como una de un chico de diez o de quince años? ¿Cuántos años transcurrieron entre los informes sobre mentiras frecuentes y la primera comparecencia ante un tribunal? ¿Depende eso de la edad que tenía el niño cuando se descubrió por primera vez que mentía? También necesitamos conocer si la combinación de mentir y robar es peor que cualquiera de los dos temas por separado. Por desgracia, no tenemos acceso a las respuestas a estas preguntas, porque el estudio se realizó hace algunos años y se destruyeron los archivos para proteger la confidencialidad. Los autores del estudio recuerdan que solamente las mentiras a una edad más avanzada hacían pensar en problemas de adulto. También que mentir y robar conducían a más problemas posteriores que solamente mentir.
Las pruebas apuntan con claridad que para un buen número de chicos el mentir de niño avisa de una conducta delictiva antisocial como adulto. Este estudio sugiere que mentir puede ser una señal de alarma, pero tengo que destacar: quizá no. La mayoría de chicos que mintieron o robaron no se convirtieron en delincuentes, y no sabemos por qué la mayoría no lo hicieron y otros sí. ¿Se trataba de tipos diferentes de mentiras? ¿Respondían los padres de manera diferente ante las mentiras? ¿Acaso los niños que se convirtieron en delincuentes mentían sobre cosas diferentes? ¿Ocurrió alguna cosa más en su vida que recondujo a esos niños por el buen camino? ¿Los niños que se convirtieron en delincuentes son los mismos que siguieron mintiendo a lo largo de toda su infancia, mientras que otros dejaron de hacerlo? ¿Fueron los mentirosos que se convirtieron en delincuentes los peores mentirosos, aquellos que no eran muy listos, y que por tanto fueron descubiertos cuando se convirtieron en adultos? ¿Acaso los niños que no se convirtieron en delincuentes tenían padres demasiado sensibles al tema y exageraron la información sobre las mentiras de sus hijos? No existen respuestas a estas preguntas. No se ha llevado a cabo la investigación.
La pregunta crucial es: ¿qué papel juega la mentira en el desarrollo de una conducta antisocial en el niño? ¿Es la mentira el síntoma de un problema más grave o es la causa de problemas subsiguientes? ¿Forma parte la mentira de lo que hacen habitualmente los niños que se meten en líos? Si el listillo de la clase arroja una pelotilla de papel mascado cuando el profesor está de espaldas, ese niño probablemente lo negará aunque se lo pregunten directamente. Siguiendo este razonamiento, los niños que se meten en líos mentirán, pero no todos los niños que mienten se meten en líos.
La opinión contraria es que la mentira es en sí misma un paso, quizás un paso clave, que conduce al niño hacia un patrón de conducta antisocial. Puede que mentir sea una de las primeras señales de que un niño se encamina hacia una mala dirección. El evitar responsabilidades y aprender que se puede salir con la suya, engañando para conseguir el éxito, puede enseñar al niño a romper otras reglas. Puede que la mentira sea la primera señal de que se está gestando un problema. Si el niño puede colar sus mentiras sin ser descubierto, eso puede animarle a correr los riesgos que implican otros actos antisociales.
Todavía no lo sabe nadie. La investigación necesaria ni siquiera se ha empezado. No existe una «opinión correcta». Quizás ambas sean correctas, dependiendo del niño. Y quizá la respuesta difiere dependiendo de la edad del niño cuando éste empieza a mentir con frecuencia y de cuánto tiempo se mantiene ese patrón.
En mi opinión, hay suficientes pruebas para poder decir que si su hijo miente con frecuencia, hay que tomárselo en serio. Pero déjeme añadir también que, aunque debería tomárselo en serio, debe recordar que la mayoría de niños que mienten a una edad temprana no tienen problemas con la ley de mayores.
RESUMEN
No existe una respuesta simple, clara o decisiva sobre por qué unos niños mienten más que otros. Si el niño tiene el talento para pasar un examen sin tener que hacer trampas, probablemente no las hará. El niño que es lo suficientemente listo como para reconocer los riesgos de ser descubierto, probablemente no mienta. Pero cuando el riesgo es bajo, o cuando no es la inteligencia lo que se necesita para alcanzar un objetivo, entonces el ser listo no impide que se mienta.
Los niños que mienten mucho están peor adaptados que aquellos que no lo hacen, y el mentir de niño lleva a mayores posibilidades de tener problemas con la ley en años ulteriores. Pero la mayoría de niños que mienten no tienen problemas de mayores, y no sabemos si el mentir es un síntoma o una causa de la mala adaptación.
Existen ciertas pruebas de que el mentir forma parte de un patrón de personalidad más general, que poseen y utilizan en mayor grado los niños que manipulan a otros para conseguir sus propios fines. Este patrón de manipulación resulta evidente en algunos niños a la edad de diez años. Nadie ha averiguado si se puede manifestar antes, ni nadie ha resuelto tampoco el tema del papel que los padres tienen en el desarrollo de este patrón.
Algunos niños —pero no todos— que tienen falta de supervisión paterna mienten con mayor frecuencia. Los niños se ven influidos a mentir por amigos que mienten o que muestran una conducta antisocial, sobre la cual mienten para evitar ser castigados. La presión de los compañeros, como todos sabemos, es más intensa durante la adolescencia. De manera interesante, es importante el papel que el chico siente que juega su padre. Los varones adolescentes que respetaban a su padre eran menos vulnerables a la presión de sus semejantes. Y, podríamos decir con un suspiro de alivio, la mayoría de niños van mintiendo menos cuando pasan por las fases iniciales de la adolescencia.
Si el niño mentirá o no ante una situación determinada depende no solamente de los factores que hemos descrito sino también de la naturaleza de cada situación concreta. No se trata solamente de las características del niño, ni de la influencia de la familia y amigos del niño. El niño mentirá o no dependiendo también de lo que está en juego. La influencia de la tentación concreta probablemente tiene más importancia a una edad temprana que más adelante. En palabras de los doctores Hartshorne y May: «La honradez parece ser un cúmulo de actos especializados que están íntimamente asociados con unas características determinadas de la situación en la cual el engaño es una posibilidad […] Los motivos para engañar, mentir y robar son altamente complejos, y son especializados igual que lo son los actos de engaño»[28].
¿Qué factores son más importantes, la inteligencia, la personalidad, la inadaptación, los padres, los amigos, las características de la situación? Nadie lo sabe, porque el tipo de investigación que podría llevar a una respuesta todavía no se ha realizado. Mi apuesta es que la importancia relativa de estos factores diferiría dependiendo de la edad (está claro que éste sería un buen factor en cuanto a la influencia de los amigos) y de las características individuales de cada niño.