Diga lo que diga un hijo del hombre
A su corazón de los dioses del cielo,
Éstos han mostrado al hombre, con enorme celo,
Gracias maravillosas y amor infinito.
Oh, dulce amor; oh, vida mía, encanto,
Querida; aunque los días nos separen
Más allá de toda esperanza, y nos alejen tanto,
Los dioses no nos apartarán dos veces tan seguidas.
Swinburne, «Les Noyades».
Dado el número de excombatientes afectados todavía por sus experiencias que ingresaron en la Logia de Instrucción (afiliada a la I. E. 5837, Fe y Obras) en los años siguientes a la guerra, lo raro es que no hubiera más problemas con los Hermanos que al encontrarse de pronto con antiguos camaradas se veían retrotraídos a un pasado todavía reciente. Pero nuestro regordete médico local de barba puntiaguda —el Hermano Keede, Guardián Mayor— siempre estaba listo para atender los casos de histeria antes de que fueran a más, y cuando me tocaba a mí examinar a Hermanos desconocidos o no certificados del todo desde el punto de vista masónico, le pasaba todos los casos que me parecían dudosos. Keede había sido oficial de sanidad de un batallón del sur de Londres durante los dos últimos años de la guerra, y naturalmente solía encontrarse con amigos y conocidos entre los visitantes.
El Hermano C. Strangwick, recién ingresado en la masonería, joven y relativamente alto, nos llegó de una logia del sur de Londres. Sus documentos y sus respuestas parecían por encima de toda sospecha, pero tenía en los ojos enrojecidos una mirada de estupefacción que podría significar algo de los nervios, de manera que me ocupé de presentárselo especialmente a Keede, que descubrió que se trataba de un antiguo ordenanza de la Plana Mayor de su batallón, lo felicitó por haberse recuperado —lo habían licenciado por mala salud, no sé exactamente qué— e inmediatamente empezó a recordar cosas del Somme.
—Espero haber hecho bien, Keede —dije mientras nos ataviábamos para la reunión de la logia.
—Sí, claro. Me ha recordado que lo estuve cuidando en Sampoux, en el 18, cuando se desmoronó. Era uno de nuestros enlaces.
—¿Neurosis de guerra? —pregunté.
—Algo así… pero no lo que él me quería hacer creer. No, no es que estuviera fingiendo, Estaba enervadísimo… pero disimulaba para que yo no me enterase del motivo… Bueno, supongo que si pudiéramos impedir que los pacientes nos mintiesen, la medicina resultaría demasiado fácil.
Advertí que después de la reunión de la logia, Keede le asignó un asiento un par de filas delante de nosotros para que escuchara una conferencia sobre la Orientación del Templo de Salomón, que a juicio de un Hermano muy serio sería un agradable interludio entre el trabajo y la merienda-cena a la que calificábamos de «banquete». Pese a que se podía fumar fue bastante aburrido. A la mitad de la charla, Strangwick, que llevaba varios minutos moviéndose en el asiento y cambiando de postura, se levantó, echó atrás la silla, que rechinó en el suelo de baldosines y gritó: «¡Ah, tita! No puedo más.» En medio de la risa general de complicidad de los asistentes al acto, pasó a nuestro lado y llegó a trompicones a la puerta.
—¡Es lo que me imaginaba! —me susurró Keede—. ¡Ven!
Lo alcanzamos en el pasillo, donde sollozaba histéricamente y se retorcía las manos. Keede lo llevó a la Sala del Portero, que era una oficina mezcla de guardamuebles y guardarropía de prendas descabaladas, y cerró la puerta con llave.
—Ya… ya estoy bien —empezó a decir el chico, medio sollozante.
—Claro —Keede abrió una alacena que ya le había visto utilizar yo antes, mezcló sal volátil y agua en un vaso graduado y cuando Strangwick se lo bebió, le puso una mano suavemente en el hombro para que se sentara en un sofá—. Vamos, vamos —continuó—. No es nada extraordinario. Te he visto estar diez veces peor. Supongo que nuestra charla te ha hecho recordar muchas cosas.
Enganchó una silla con el pie, tomó las manos del paciente entre las suyas y se sentó.
La silla chirrió.
—¡Por favor! —chilló Strangwick—. ¡No puedo aguantarlo! ¡No hay nada que chirríe así! Y ¡… y cuando se deshiela, entonces… tenemos que volverlos a meter con una pa… pala! ¿Se acuerda de las botitas de aquellos franceses bajo los tablones?… ¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer?
Llamaron a la puerta y preguntaron si todo iba bien.
—¡Perfectamente, gracias! —dijo Keede volviendo la cabeza—. Pero voy a necesitar este local un rato. Corran las cortinas, por favor.
Oímos el ruido de las anillas de las cortinas que recubren el pasillo desde la logia hasta la Sala de Banquetes al recorrer los palos, y se desvanecieron los ruidos de pasos y de voces.
Strangwick, con estertores de náuseas sin resultados, se quejaba de los muertos que chirrían en el hielo.
—Sigue fingiendo algo —susurró Keede—. Y no es eso lo que de verdad le angustia… igual que la última vez.
—Pero sí es verdad —le repliqué— que a la gente esas cosas se le quedan muy grabadas en la memoria. Recuerda que en octubre…
—Pero no es lo mismo. Me pregunto qué es lo que lo tortura en realidad. ¿En qué piensas? —preguntó Keede con tono perentorio.
—La Línea francesa y el Matadero —murmuró Strangwick.
—Sí, recuerdo que había unos cuantos. Pero vamos a ver si nos enfrentamos con el coco en vez de echarnos a correr —y Keede se volvió hacia mí y me sugirió con la mirada que le siguiera el juego.
—¿Qué pasaba en la Línea francesa? —pregunté para empezar.
—Era al lado de Sampoux, donde habíamos relevado a los franceses. Son tipos duros, pero en general no se puede decir que sean muy escrupulosos. Habían puesto muertos de los dos lados para que no entrase el barro. Aquellas trincheras eran como puré cuando llegaba el deshielo. Los nuestros tuvieron que hacer lo mismo… en otras partes; pero el Matadero de la Línea francesa era… bueno… era cosa de ver. Por suerte, justo entonces les quitamos un saliente a los boches y arreglamos algo las cosas, de manera que a partir de noviembre no tuvimos que utilizar aquella zona. ¿Te acuerdas, Strangwick?
—¡Dios mío, claro que sí! Cuando faltaban las tablas, los pisabas y chirriaban.
—Era inevitable. Estaban como de cuero —dijo Keede—. Se pone uno algo nervioso, pero…
—¿Qué tiene que ver con los nervios? ¡Era de verdad! ¡Era de verdad! —soltó Strangwick.
—Pero a tu edad, es algo que se olvida en un año o cosa así. Te voy a dar otro vasito de… calmante para que podamos hablar con tranquilidad. ¿De acuerdo?
Keede volvió a abrir la alacena y puso en el vaso una dosis cuidadosamente medida de algo oscuro que no era sal volátil.
—Esto te tranquilizará en un momento —explicó—. Tiéndete y no hables si no te apetece.
Se dio la vuelta hacia mí y se acarició la barba.
—Sí, sí. El Matadero no era nada agradable —dijo sin que yo le preguntara nada—. Ahora que veo a Strangwick lo vuelvo a recordar todo. ¡Qué extraño fue! Había un sargento que mandaba el Segundo pelotón, ¿cómo diablos se llamaba? Era un tipo ya mayor, que debe de haber mentido como un condenado para ir al frente a su edad; pero era un suboficial de primera, y cualquiera hubiera jurado que sería el último en hacer algo al revés. Bueno, pues en enero del 18 le tocó un permiso de quince días. Entonces estabas en la Plana Mayor del batallón, ¿verdad, Strangwick?
—Sí. Estaba de ordenanza. Fue el 21 de enero —Strangwick hablaba con la lengua estropajosa y le brillaban los ojos. Se veía que el medicamento lo había afectado.
—Por esas fechas sería —dijo Keede—. Bueno, pues el sargento, en lugar de bajar de las trincheras como todos para irse con el destacamento del batallón al anochecer y tomar aquel trenecillo que iba a Arras, prefirió entrar en calor primero. De manera que se mete en una casamata del Matadero, que antes era un puesto de primeros auxilios de los franceses, ¡y se queda atufado entre dos braseros de cisco puro! Daba la casualidad de que era la única casamata cuya puerta se abría hacia adentro (supongo que los franceses habían tomado precauciones antigases), y por lo que pudimos deducir, debe de haberse cerrado de golpe mientras el sargento se estaba calentando. En todo caso, no se presentó en el tren. Inmediatamente empezamos a buscarlo. No podíamos permitirnos el lujo de andar perdiendo jefes de pelotón. Lo encontramos por la mañana. Ése sí que estaba gaseado. Lo encontró un ametrallador, ¿no es verdad, Strangwick?
—No, señor. Fue el cabo Grant, de Morteros de Trinchera.
—Es verdad. Sí, Grant, el que tenía aquel quiste sebáceo en el cuello. En todo caso, estás perfectamente de memoria. ¿Cómo se llamaba el sargento?
—Godsoe, John Godsoe —respondió Strangwick.
—Sí, eso es. Tuve que ir a verlo a la mañana siguiente: helado como un témpano entre los dos braseros, y sin un solo documento personal encima. Aquello fue lo único que me dio la idea de que quizá no hubiera sido… totalmente accidental.
Strangwick, cuyo gesto se había relajado, volvió a ponerse tenso y recuperó sus modales de la Sala de ordenanzas.
—Ya declaré entonces lo que sabía, y se lo dije a usted. Pasó… me adelantó, mejor dicho… cuando bajaba de la sección de apoyo, cuando le dije que le habían dado permiso. Creí que iría a la trinchera del Loro, como siempre, pero debe de haberse desviado por la Línea francesa, donde estaba la barricada vieja, la del bombardeo.
—Sí, ahora recuerdo. Tú fuiste el último que lo vio vivo. ¿Y dices que fue el 21 de enero? Pero, ¿cuándo fue que te trajeron Dearlove y Billings para que te viera yo, porque estabas completamente ido?
Keede, al estilo de los detectives de ficción, le puso a Strangwick una mano en el hombro. El chico lo miró vagamente asombrado y murmuró:
—Me llevaron a que me viera usted el 24 de enero por la tarde. Pero, no se creerá usted que lo maté yo, ¿verdad?
Yo no pude por menos de sonreír ante la desazón de Keede, pero éste se recuperó.
—Entonces, ¿qué diablos estabas pensando aquella tarde, antes de que te pusiera la inyección?
—En… las cosas que había en el Matadero. Las veía constantemente. Ya me ha visto usted antes así.
—Pero sabía que era mentira. No tenías más problemas en la cabeza que ahora. Algo tienes en la cabeza pero lo disimulas.
—¿Cómo lo sabe usted, doctor? —sollozó Strangwick.
—¿Te acuerdas de lo que me dijiste mientras Dearlove y Billings te contenían aquella tarde?
—¿Lo de las cosas del Matadero?
—¡Ah, no! Me contaste montones de cosas de cadáveres que chirriaban, pero en medio de todo aquello te paraste, fue cuando me pasaste aquel telegrama. Por ejemplo, ¿qué quería decir aquello de que para qué ibas a pelear con fieras de oficiales si los muertos no se levantaban?
—¿Dije «fieras de oficiales»?
—Sí. Está en el servicio de difuntos.
—Entonces será que lo había oído por alguna parte. Sí, claro que lo había oído. —Strangwick tembló exageradamente.
—Es probable. Y queda otra cosa: aquel himno religioso que cantabas a gritos hasta que te puse la inyección. Decía algo de la compasión y el amor. ¿Puedes recordarlo?
—Lo intentaré —dijo obediente el muchacho, y empezó a parafrasear como podía lo siguiente—: «Diga lo que diga un hombre en su corazón al Señor, sí, en verdad os digo / Que Dios ha mostrado una y otra vez al hombre maravillosa compasión y…» y no sé que amor.
Cerró los ojos y tembló.
—¿Y dónde oíste eso? —insistió Keede.
—Se lo oí a Godsoe… el 21 de ene… ¿Cómo iba a saber yo lo que iba hacer el sargento? —gritó con una voz chillona que no era la suya normal—. Y tampoco sabía que ella había muerto.
—¿Quién había muerto? —preguntó Keede.
—Mi tita Armine.
—¿La que te decían en el telegrama que te llegó en Sampoux y que querías que te explicara yo; de la que hablabas en el pasillo ahora mismo cuando empezaste a decir «ah, tita» y luego dijiste «Dios mío», cuando te eché mano?
—¡La misma! No tengo nada que hacer con usted, doctor. Yo no sabía que pasara nada con aquellos braseros. ¿Cómo iba a saberlo? Los usábamos todo el tiempo. Le juro que al principio creí que habría querido calentarse antes de ir al tren del permiso. No… no sabía que el tío John quería… quería poner casa —soltó una carcajada horrible y después se puso a llorar sin lágrimas.
Keede dejó que se le pasaran el hipo y los sollozos antes de seguir:
—¿Cómo? ¿Era Godsoe tío tuyo?
—No —dijo Strangwick con la cabeza entre las manos—. Lo que pasa es que lo conocíamos desde que nacimos. Padre lo conocía desde antes. Vivía casi al lado. Él y padre y madre… y todos habían sido amigos desde siempre. Por eso lo llamábamos tío… cosas de niños.
—¿Qué clase de hombre era?
—De lo mejor, doctor. Tenía su pensión de sargento y algo de dinero que le habían dejado. Vivía muy bien. Y era muy orgulloso. Tenían una sala llena de recuerdos de la India, y él y su mujer nos dejaban verlos a mi hermana y a mí cuando nos habíamos portado bien.
—¿No era demasiado mayor para enrolarse?
—Eso a él no le importaba. Fue y se enganchó como sargento instructor al principio y cuando el batallón estuvo listo hizo que también se lo llevaran a él. Y me metió a mí en su pelotón cuando me enganché yo… a principios del 17. Creo que eso era lo que quería madre.
—No tenía idea yo de que lo conocieras tanto —comentó Keede.
—Bueno, a él no le importaba. No tenía enchufados en el pelotón, pero escribía a madre a casa y le contaba cómo iba yo y todo lo que pasaba. Usted comprenderá —Strangwick se revolvió incómodo en el sofá—, le habíamos conocido de toda la vida… y éramos vecinos y todo eso… Y él tenía más de cincuenta años. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué mierda es todo cuando se es joven! —gritó de repente.
Pero Keede le hizo volver al asunto:
—¿Escribía a tu madre para contarle cómo te iba?
—Sí, madre quedó mal de la vista después de los bombardeos. Se le rompieron unas venas por detrás de los ojos de tanto tiempo en los refugios y se puso mala. Las cartas se las leía la tita. Ahora que lo pienso, eso es lo único que se podría decir que…
—¿Ésa era la tía que se murió y por la que te pusieron el telegrama? —insistió Keede.
—Sí; tita Armine: la hermana pequeña de madre, y más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. ¡Qué lío! Y si me lo hubieran preguntado alguna vez, hubiera jurado que ella no tenía un secreto para nadie, y que nunca los había tenido. Tenía una vida transparente… más transparente que una ventana. Nos cuidaba a mi hermana y a mí cuando hacía falta… cuando la tos ferina y las anginas… igual que madre. Entrábamos y salíamos de su casa como Pedro por la suya. Sabe usted, tío Armine es ebanista, y vende muebles de segunda mano, y nos gustaba jugar con sus cosas. No tenían hijos, y cuando vino la guerra ella dijo que se alegraba. Pero nunca hablaba de sus cosas. Era muy reservada, ya me entienden —nos contempló muy serio para ayudarnos a entender.
—¿Cómo era? —preguntó Keede.
—Más bien fuerte, y creo que había sido guapa, pero como la estábamos viendo siempre, no nos fijábamos mucho… salvo quizá una cosa. Madre la llamaba por su nombre de verdad, que era Bella, pero mi hermana y yo siempre la llamábamos tita Armine. ¿Entiende?
—¿Por qué?
—Nos parecía que le sentaba mejor… como alguien que anda despacio, como con una armadura.
—¡Ah! ¿Y era ella la que le leía las cartas a tu madre?
—Cada vez que llegaba el correo venía a casa y se las leía. Y… y apuesto lo que sea que no pasaba nunca más que eso que yo recuerde. ¡Me jugaría hasta la vida que no pasaba más que eso! No es justo que me lo hayan echado todo encima a mí… porque… porque si es verdad que los muertos se levantan, entonces, ¿qué diablos pasa conmigo y con todo lo que he creído toda mi vida? ¡Eso es lo que quisiera saber! Yo… yo…
Pero Keede no quería desviarse del asunto y preguntó en voz baja:
—¿Te acusó de algo el sargento en sus cartas?
—No tenía nada qué acusarme… estábamos demasiado ocupados. Pero lo que decía de mí en sus cartas le tranquilizaba mucho a madre. Yo no sé mucho de pluma. Lo dejaba todo para contárselo cuando tenía permiso. Me tocaban quince días cada seis meses y a veces… En eso tenía más suerte que otros.
—¿Y cuando ibas a casa les llevabas noticias del sargento? —preguntó Keede.
—Supongo que sí, pero entonces no pensaba mucho en esas cosas. Tenía que ocuparme de las mías… natural. El tío John siempre me escribía una carta cuando estaba yo de permiso, y me contaba lo que estaba pasando y cómo me iba a encontrar las cosas cuando volviera, y madre hacía que se las leyera. Y, claro, entonces yo tenía que cruzar la calle a darle las noticias a su mujer. Y luego estaba una señorita con la que pensaba yo casarme si salía vivo. Ya habíamos empezado a mirar los precios de las cosas en las tiendas.
—¿Y al final no os casasteis?
El muchacho volvió a temblar y gritó:
—¡No! ¡Antes del final comprendí lo que significan de verdad las cosas en la realidad! ¡Yo… yo nunca me había imaginado que hubiera cosas así!… ¡Y pensar que ella tenía más de los cuarenta y era mi propia tía!… Pero nunca se les había visto nada de nada, de manera que ¿cómo iba a imaginarlo? ¿No lo entiende? Lo único que me dijo después de mi permiso de Navidad el 18 cuando fui a decirle adiós… lo único que me dijo fue: «¿Vas a ver pronto al señor Godsoe?» «Demasiado pronto para mi gusto», digo yo. Y va y me dice: «Bueno, pues dile de mi parte que para el 21 del mes que viene creo que habrá terminado mi problemilla y que me muero de ganas de verle lo antes posible a partir de entonces.»
—¿Y cuál era su problema? —preguntó Keede, adoptando inmediatamente su tono profesional.
—Creo que estaba del pecho. Pero nunca hablaba de cosas de salud con nadie.
—Ya entiendo —dijo Keede—. Y, ¿qué te dijo a ti?
—Va y me dice —repitió Strangwick—: «Dile al tío John que espero haber terminado con mi problema para el 21 y que me muero de ganas de verle en cuanto pueda a partir de esa fecha.» Y después se echa a reír y va y me dice: «Pero tú eres un cabeza de chorlito. Te lo voy a escribir y se lo das cuando lo veas.» Y va y lo escribe en una cuartilla y entonces yo le di un beso, porque la verdad es que siempre había sido su preferido, y me volví a Sampoux. La verdad es que casi ni me acordé del asunto. Pero cuando me volvió a tocar ir al frente —recuerde que yo era enlace— nuestro pelotón estaba en la trinchera Norte y yo llevaba un mensaje al cabo Grant, que era el jefe del mortero. Cuando lo recibió pidió prestados dos soldados del pelotón para darle la vuelta o lo que fuera. Voy y le doy al tío John el recado de tita Armine y le doy una toba a Grant y nos calentamos un poco en el brasero. Y va Grant y me dice: «No me gusta», señalando al tío John, que está en la tronera estudiando el recado de la tita. Bueno, usted ya sabe doctor, porque tuvo que hablar a Grant para que dejara de profetizar cosas… cuando Rankine se hirió con la pistola de señales.
—Es verdad —dijo Keede, y me explicó—: Grant tenía un sexto sentido, el maldito. Me alegré cuando lo hirieron. Y, ¿qué pasó entonces, Strangwick?
—Va Grant y me dice en voz baja: «Mira, inglés de mierda; le ha llegado la hora.» El tío John estaba apoyado en la tronera y tarareaba ese himno que me recordó usted hace un rato. De pronto le había cambiado la cara… como si se acabara de afeitar. Yo no entiendo de esos asuntos, pero le advertí a Grant que no dijera esas cosas, por si le oía un oficial, y me fui. Cuando pasé al lado del tío John, junto a la tronera, va y me echa una sonrisa, y eso que era más bien serio, y va y dice, metiéndose el papel en el bolsillo: «Por mí, estupendo. También yo salgo de permiso el 21.»
—Eso te dijo, ¿eh? —comentó Keede.
—Igual que si me dijera que iba a llover, o algo así. Claro, yo le contesté que me alegraba mucho y volví a la Plana Mayor. Casi ni me acordé del asunto. Aquello fue el 11 de enero: tres días después de volver yo de mi permiso. Se acordará usted, doctor, que por Sampoux no pasó casi nada a principios de aquel mes. Los boches se estaban preparando para la ofensiva de marzo y mientras estuvieran tranquilos nosotros no queríamos jaleo.
—Sí que lo recuerdo —dijo Keede—. Pero, ¿qué pasó con el sargento?
—Creo que le vi algunas veces por distintos sitios en los días siguientes, pero no me acuerdo bien. No pasó nada raro. Y el 21 de enero salió su nombre en la lista de permisos y yo tenía que avisar a los que estaban en la lista. Eso sí que lo vi, claro. Aquella misma tarde los boches habían estado probando un nuevo mortero de trinchera, y antes de que nuestra artillería pesada pudiera acabar con él metió una granada por una mirilla y se llevó por delante a una media docena. Los estaban sacando cuando fui a la sección de apoyo y a donde el Lorito, que estaba bloqueado. ¿Se acuerda, doctor?
—¡Y tanto! Y además había aquella ametralladora pesada detrás del blocao esperando a ver si salía uno.
—También me acuerdo de eso. Pero ya se iba haciendo de noche y llegaba la niebla del Canal, así que salí del Lorito y fui corriendo a campo abierto donde estaban amontonados aquellos cuatro Warwicks muertos. Pero con la niebla me tuve que volver, y cuando me di cuenta estaba metido en aquella trinchera baja que corría al oeste del Lorito hasta la Línea francesa. Me metí de un salto, casi encima de la plataforma de la ametralladora, junto a aquella caldera vieja de azúcar y los dos esqueletos de suavos. Así me orienté y me recorrí toda la Línea francesa, hasta donde le faltaban todos aquellos tablones, y hasta el Matadero, donde estaban los pualís enterrados de a seis en fondo, todos amontonados debajo de los tablones. Estaban todos helados y no goteaban y habían empezado a chirriar.
—¿Y entonces te asustaste mucho? —preguntó Keede.
—No —dijo el muchacho, con el desdén del profesional—. Si un enlace empieza a fijarse en cosas así, más vale que lo deje. En medio de la Línea, justo antes de llegar a la vieja enfermería que dijo usted antes, doctor, me pareció que había algo delante de mí, en los tablones, que parecía como tita Armine, que esperaba junto a la puerta, y pensé que sería de risa que estuviera en el mismo sitio que yo. En seguida me di cuenta que no era más que unas tiras rotas de la pantalla antigás que colgaban de una tabla lo que me había dado aquella impresión. Conque fui a la sección de apoyo y avisé a los que salían de permiso, y uno de ellos era el tío John. Después subí por el callejón del Rastrillo para decírselo a los que estaban en primera línea. No fui corriendo, porque no quería llegar hasta que los boches hubieran parado un poco. Entonces llegó un relevo de la compañía y el oficial se cabreó porque había unas luces en el flanco y se las cargó y tuve que buscar a tientas a los que salían de permiso por todo el barracón de mierda. Entre unas cosas y otras debían ser las ocho y media cuando volví a la sección de apoyo. Y allí me encuentro con el tío John, que se estaba quitando el barro y se había afeitado; de lo más pincho. Va y me pregunta por el tren de Arras y yo le digo que si los boches estaban tranquilos, a lo mejor salía a las 10. Y él me dice: «Fenómeno. Me voy contigo.» Y volvimos por la trinchera vieja, la que pasaba por Halnaker, detrás de los puestos de la sección de apoyo. Ya sabe usted, doctor.
Keede asintió.
—Y entonces va el tío John y me dice que va a ver a madre y a todos los demás dentro de unos días y si quiero que les diga algo de mi parte. Dios sabe por qué se me ocurrió aquello, pero que le dijera a tita Armine que nunca me había imaginado que iba a verla a ella, bueno, a algo parecido a ella por donde andábamos nosotros. Y cuando se lo dije, me eché a reír. Es la última vez que me he reído. Y él va y dice: «Ah, ¿conque la has visto?», muy natural. Entonces le dije lo de los sacos terreros y los trapos en la oscuridad, que me habían dado aquella impresión. Y va y dice: «Es muy probable», mientras se quita el barro de las polainas. Ya habíamos llegado a la esquina donde estaba la barricada vieja de la Línea francesa hasta que la bombardearon. El tío John se da la vuelta y se mete dentro. Y yo le digo: «No, gracias. Ya he estado ahí esta tarde.» Pero no me hizo caso. Tentó entre la basura y los huesos que había en la barricada, y cuando se volvió tenía un brasero lleno en cada mano. Y va y dice: «Vamos, Clem», aunque casi nunca me llamaba así. Y dice: «No tienes miedo, ¿verdad? Es igual de distancia y si los boches vuelven a empezar no van a desperdiciar material aquí. Ya saben que esto está abandonado.»
Y yo digo: «¿Quién tiene miedo?» «Pues yo», dice él. «No quiero que me estropeen el permiso en el último minuto.» Y se da la vuelta y dijo eso que dijo usted que era del servicio funerario.
Keede, no sé por qué, lo repitió entero y despacio:
—«Si, en humana manera, he combatido con las fieras de Éfeso, ¿de qué me vale si los muertos no se levantan?»[4].
—Eso es —dijo Strangwick—. Conque bajamos juntos por la Línea francesa… y todo estaba helado y en silencio, si no fuera por los chirridos. Me acuerdo que pensaba… —y empezó a parpadear.
—No pienses. Cuéntanos lo que pasó —ordenó Keede.
—¡Ah, perdón! Él iba delante con sus braseros, tarareando el himno, hacia el Matadero. Justo antes de llegar a la antigua enfermería se para, los pone en el suelo y me dice: «¿Dónde me has dicho que estaba, Clem? Estoy perdiendo vista.» Y yo le digo: «Está en la cama y en su casa. Vamos. Hace un frío horrible, y a mí no me toca permiso.» Y él dice: «Pero a mí, sí. A mí sí…»
Y entonces… le doy mi palabra de honor que no le reconocí la voz, estira el cuello un poco, que era un gesto muy suyo, y va y dice: «¡Vaya, Bella! ¡Ah, Bella! ¡Gracias a Dios!» ¡Así, sin más! Y entonces vi —le aseguro que la vi— a la tita Armine que estaba de pie junto a la puerta de la vieja enfermería donde había creído yo verla la primera vez. Él la miraba y ella le miraba a él. Lo vi todo y se me hizo un nudo en la garganta porque… porque era algo que nunca hubiera podido creer. Aquello me parecía imposible, ¿comprende? Y él la miraba como para comérsela y ella le miraba igual, con sus propios ojos. Y entonces va él y dice: «Vaya, Bella, debe ser la segunda vez que nos vemos a solas en tantos años.» Y vi que ella le abría los brazos con aquel frío horrible que hacía. ¡Y estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta y era mi tía! Me puede usted mandar al manicomio mañana mismo, pero lo vi con mis propios ojos… ¡Vi cómo respondía ella a lo que le decía!… Y entonces él se echa mano a la correa para quitarse el mosquetón. Y luego aparta la mano y dice: «¡No! No me tientes, Bella, tenemos toda la eternidad por delante. Una hora o dos más no cuenta.» Y entonces agarra los braseros y va a la puerta de la casamata. Ni se acordaba de mí. Les echa gasolina y los enciende con una cerilla y se mete adentro con ellos encendidos. Y todo el tiempo tita Armine estaba allí de pie, con los brazos abiertos… ¡Y con un gesto en la cara! ¡Yo no sabía que pudieran pasar cosas así! Entonces vuelve a salir él y dice: «Ven adentro, cariño.» Y ella se agacha y entra en la casamata con aquella mirada… ¡Aquella mirada! Y entonces él cierra la puerta por dentro y empieza a apuntalarla. ¡Dios me ampare, juro que lo vi y lo oí todo con estos ojos y estas orejas!
Repitió varias veces su juramento. Tras una larga pausa, Keede le preguntó si recordaba lo que había pasado después.
—A partir de entonces no me acuerdo muy bien. Debo de haber dicho muchas tonterías… eso me dijeron, pero… pero es que estaba… me sentía… muy adentro, como si… si ha sentido usted alguna vez algo así… No sabía dónde estaba. A la mañana siguiente me despertaron porque el sargento no se había presentado en el tren y alguien nos había visto juntos. Me estuvieron interrogando no sé cuántos hasta la cena. Creo que después me presenté voluntario para reemplazo de Dearlove, que tenía malo un pie, para llevar un mensaje al frente. Tenía que hacer algo, ¿comprende? porque ya no podía creer en nada. Cuando llegué, Grant me dijo que había encontrado al tío John con la puerta atrancada y sacos terreros en las troneras. No hacía falta que me lo dijeran. Me había bastado con los golpes de cuando atrancó. Como cuando cerraron el ataúd de padre.
—A mí no me dijeron que la puerta estaba atrancada —comentó Keede en tono severo.
—No hay que hablar mal de los muertos, doctor.
—¿Por qué fue Grant al Matadero?
—Porque había visto que el tío John llevaba una semana mangando carbón y lo guardaba detrás de la barricada vieja. Entonces, cuando empezó la búsqueda, se fue allá como una flecha y cuando vio la puerta cerrada lo comprendió. Me dijo que había sacado los sacos terreros de las troneras y había metido la mano por una de ellas y había sacado los puntales antes de que llegara nadie más. Todo parecía normal. Usted mismo dijo que la puerta debía de haberse cerrado sola, doctor.
—Entonces, ¿Grant sabía lo que iba a hacer Godsoe? —exclamó Keede.
—Grant sabía que Godsoe estaba acabado, y que no había nada en el mundo que pudiera evitarlo. Me lo había dicho a mí.
—¿Qué hiciste entonces?
—Creo que debo de haber estado de los nervios hasta que en la Plana Mayor me dieron aquel telegrama de madre… que se había muerto tita Armine.
—¿Cuándo murió tu tía?
—El 21 por la mañana. ¡El 21 por la mañana! Eso era lo último, ¿comprende? Yo pensaba todo el tiempo que era como aquellas cosas que nos había contado usted en Arras, cuando estábamos acuartelados en los sótanos… lo de los Ángeles de Mons y todo eso. Pero con el telegrama ya era imposible.
—¡Ah! ¡Alucinaciones! Ya recuerdo. ¿Y con el telegrama ya era imposible? —preguntó Keede.
—¡Sí! ¿No comprende? —medio se levantó del sofá—. Ya no podía creer en nada de nada en este mundo ni en el otro. Si es verdad que los muertos se levantan de sus tumbas… y yo lo había visto… entonces… entonces es que puede pasar cualquier cosa. ¿No lo comprende?
Se había puesto en pie y gesticulaba rígidamente.
—Porque yo la vi —repitió—. La vi a ella y le vi a él… ella había muerto aquella mañana y él se mató delante de mis propios ojos para seguir con ella toda la Eternidad… ¡Y ella le abría los brazos! ¡Quiero saber dónde estoy! Díganme ustedes: ¿por qué estamos en peligro todas las horas del día?
—Sabe Dios —dijo Keede en voz baja.
—¿No convendría llamar a alguien? —sugerí—. Va a ponerse histérico dentro de nada.
—No, no se apure. Son los últimos nervios antes de que actúe el medicamento. Conozco perfectamente sus efectos. ¡Vamos, vamos!
Strangwick, con las manos a la espalda y la mirada fija, se había puesto a hablar con la voz tensa y artificial de un niño que recita la lección:
—Los dioses no nos apartarán dos veces tan seguidas —exclamaba una vez tras otra—. ¡Que me ahorquen si me lo van a hacer a mí una sola vez! —siguió con voz enloquecida de furia—. No me importa que ya hayamos ido a ver lo que cuestan las cosas… ¡Que me demande ella si quiere! No sabe lo que es la realidad de la vida. Yo sí… Yo he tenido oportunidad de verla… ¡Digo que no! Ya lo haré cuando quiera, pero no voy a hacerlo hasta que haya visto una mirada como aquélla… aquella mirada… No estoy dispuesto. La realidad es la vida y la muerte. Empieza con la muerte, ¿comprenden? Ella no puede comprender… Bueno, vete al diablo con todos tus abogados. Estoy harto… ¡harto!
Se detuvo de repente, igual que había empezado, y su rostro tenso recuperó su aire indeciso de antes. Keede lo tomó de las manos y lo volvió a llevar al sofá, donde cayó blandamente como una toalla mojada, y después el propio Keede sacó una manta de colores de un armario y lo arropó bien.
—Bueno… Por fin lo ha contado todo —dijo Keede—. Ahora que se lo ha sacado de encima podrá dormir. A propósito, ¿quién lo presentó?
—¿Quieres que vaya a enterarme? —sugerí.
—Sí, y puedes decirle que venga. No hace falta que nos quedemos de guardia toda la noche.
Así que volví al banquete, que estaba en su mejor momento, y encontré a un Hermano, entrado en edad y muy tieso, afiliado a una logia del sur de Londres, que me siguió apesadumbrado y deshaciéndose en excusas. Keede lo tranquilizó en seguida.
—El chico ha tenido problemas —explicó nuestro visitante—. Siento mucho que se haya puesto malo aquí. Creí que ya lo había olvidado.
—Supongo que al hablar conmigo de los viejos tiempos, lo recordó —dijo Keede—. Ocurre a veces.
—¡Quizá! ¡Quizá! Pero, sobre todo, Clement también ha tenido problemas después de la guerra.
—¿No encuentra trabajo? A su edad, eso no debería preocuparlo demasiado —comentó Keede bienhumorado.
—No es eso… no le falta nada… pero —tosió confidencialmente, tapándose la boca con una mano seca— la verdad, Honorable, es que… de momento está implicado en una demanda por ruptura de promesa matrimonial.
—¡Ah! Eso es otra cosa —dijo Keede.
—Sí. Ése es su verdadero problema. Fíjese que no ha dado ningún motivo. La joven vale mucho en todos los sentidos y sería una buena esposa, a mi entender. Pero él dice que no es su ideal, o algo así. A los jóvenes de hoy no hay quién les entienda; ¿verdad?
—Me temo que no —dijo Keede—. Pero ya está mejor. Ahora va a dormir. Quédese con él, y cuando se despierte lléveselo a casa sin darle importancia… Allá estábamos acostumbrados a estos pequeños problemas de la tropa. No tiene usted nada que agradecernos, Hermano… Hermano…
—Armine —dijo el anciano—. Es sobrino político mío.
—¡Lo que faltaba! —exclamó Keede.
El Hermano Armine pareció un tanto sorprendido. Keede se apresuró a explicar:
—Lo que decía, es que lo único que le hace falta ahora es silencio hasta que se despierte.