¿Un pase? ¿Un pase? ¿Un pase? Ya tengo un pase que me permite ir en el rêl de Kroonstadt a Eshtellenbosch, donde están los caballos, donde me tienen que pagar y desde donde me vuelvo a la India. Soy soldado del Gurgaon Rissala (regimiento de caballería) n.° 141 de la Caballería del Panyab. Que no me metan con esos cafres negros. Yo soy un sij, un soldado del Estado. ¿No entiende el teniente-sahib mi forma de hablar? ¿Es que hay algún sahib en este tren que esté dispuesto a interpretar a un soldado del Gurgaon Rissala que se ocupa de sus cosas en este endemoniado país en el que no hay harina, ni aceite, ni especias, ni guindilla, ni se respeta a un sij? ¿No me quiere ayudar nadie?… ¡Dios sea loado, aquí viene uno de esos sahibs! ¡Protector de los pobres! ¡Hijo del cielo! Dile al joven teniente-sahib que me llamo Umr Singh; que soy —era— el asistente de Kurban Sahib, ya muerto, y tengo un pase para ir a Eshtellenbosch, donde están los caballos. ¡Que no me metan con esos cafres negros!… Sí, me quedaré sentado junto a este camión hasta que el Hijo del cielo haya explicado el asunto a ese joven teniente-sahib que no entiende nuestro idioma.
¿Qué órdenes? ¿El joven teniente-sahib no va a detenerme? ¡Muy bien! ¿Voy a Eshtellenbosch en el próximo terén? ¡Muy bien! ¿Voy con el Hijo del cielo? ¡Bien! Entonces, por el día de hoy soy el asistente del Hijo del cielo. ¿Querrá el Hijo del cielo llevar el honor de su Presencia a un asiento? Aquí hay un camión vacío; voy a poner mi manta en un rincón, así, porque cae un sol muy fuerte, aunque no tan fuerte como en nuestro Panyab en mayo. La coloco así y pongo la paja así para que la Presencia pueda sentarse con comodidad hasta que Dios nos envíe un terén para Eshtellenbosch…
¿La Presencia conoce el Panyab? ¿Lahore? ¿Amritsar? ¿Attaree, quizá? Mi pueblo está en el campo, a tres millas al norte de Attaree, cerca de la gran casa blanca que copiaron de un sitio que tiene la Gran Reina cerca de… cerca de… se me olvida el nombre. ¿Puede recordarlo la Presencia? ¡Sirdar Dyal Singh Attareewalla! Sí, ese mismo, pero, ¿cómo lo sabe la Presencia? Ah, nació y se crió en el Hind, ¿eh? ¡Oh, oh, oh! entonces se entiende. ¿El ama de cría del sahib fue una mujer surtí de la parte de Bombay? Eso es una pena. Debería haber sido una moza del campo porque son las amas de cría más fuertes. No hay tierra como el Panyab. No hay nadie como los sij. Sí, me llamo Umr Singh. ¿Viejo? Sí. ¿Y nada más que soldado raso al cabo de tantos años? Sí. Mire mi uniforme si lo duda el sahib. No… no. El sahib mira demasiado de cerca. Hace mucho tiempo que hubo que arrancar todos los galones, pero… pero es verdad… no llevo un capote de paño ordinario, como el de los soldados rasos y —el sahib tiene muy buena vista— esa señal negra es como las que dejan las cadenas de plata cuando se llevan mucho tiempo al pecho. ¿Dice el sahib que los soldados rasos no llevan cadenas de plata? Noooo. ¿Que los soldados rasos no llevan la Orden de la India Británica? No. El sahib debería haber estado en la policía del Panyab. No soy soldado raso, pero fui el asistente de un sahib casi un año: porteador, mayordomo, batidor, todo al mismo tiempo. ¿Dice el sahib que los sij no hacen tareas de servicio? Es cierto, pero era con Kurban Sahib, mi Kurban Sahib, ¡y murió hace tres meses!
Era joven, tenía la tez de color vivo y los ojos azules y se balanceaba un poco al andar cuando estaba contento, y se chasqueaba los nudillos. Igual que antes de él su padre, que había sido Alto comisario adjunto de Jullundur en tiempos de mi padre, cuando yo cabalgaba con el Gurgaon Rissala. ¿Mi padre? Jwala Singh, un supersij: combatió contra los ingleses en Sobraon y llevó las cicatrices hasta su muerte. Por eso estábamos unidos por un lazo de sangre por así decirlo, yo y mi Kurban Sahib. Sí. primero fui soldado de caballería, aunque me acuerdo que llegué a Duffadar de Lanzas, y aquel día mi padre me regaló un caballo alazán que había criado él mismo; y él era un baba pequeñito que estaba sentado en un muro del campo de instrucción con su aya —todo vestido de blanco, sahib— y se reía cuando terminamos la instrucción. Y su padre y el mío estaban hablando, y el mío me llamó y yo desmonté, y el baba me puso una mano en la mía, hace ya dieciocho… veinticinco… veintisiete años. Kurban Sahib, ¡Mi Kurban Sahib! ¡Ah, qué amigos nos hicimos desde entonces! Como dice el refrán, echó los dientes en el pomo de mi sable. Me llamaba el Gran Umr Singh, en realidad Gan Um Sin, porque todavía hablaba con media lengua. No sería más que así de alto, sahib, mirado desde el fondo de este camión, pero conocía a todos nuestros soldados por su nombre, a todos… Y después se fue a Inglaterra y volvió ya hecho un hombre, y se balanceaba un poco al andar y se chasqueaba los nudillos, y volvió a su regimiento de siempre y conmigo. No se le habían olvidado nuestro idioma ni nuestras costumbres. En el fondo de su corazón era un sij, sahib. Era rico, generoso, justo, amigo de los soldados pobres, de mirada penetrante, bromista y descuidado. Podría contar mil cosas de él en sus primeros años. A mí no me disimulaba nada. Yo era su Unir Singh, y cuando estábamos a solas me llamaba padre, y yo lo llamaba hijo. Sí, así nos hablábamos. Hablábamos con libertad de todo: de la guerra, de mujeres, de dinero, de ascensos, de todo.
También hablamos de esta guerra, mucho antes de que llegara. Había muchos wallahs de esos que llevan cajas, buhoneros, y unos cuantos patanes, en este país, sobre todo en la ciudad de Yunasbagh (Johannesburgo) y todas las semanas mandaban noticias de que los sahibs estaban sin armas y pisoteados por los boer-log, y de que por las calles subían y bajaban los cañones para mantener en orden a los sahibs, y de que un sahib llamado Eger Sahib (¿Edgar?) cayó asesinado por un boer-log que lo mató porque sí, para divertirse. ¿Sabe el sahib que los del Hind nos enteramos de todo lo que pasa en la tierra? No se armaba una pistola en Yunasbagh sin que llegara su eco al Hind antes de un mes. Los sahibs son muy listos, pero olvidan que con su propia inteligencia han creado los dak (los correos), y de que por un anna o dos se entera uno de todo. Los del Hind escuchamos, y oímos, y nos preguntamos, y cuando ya no había duda, según decían los buhoneros y los verduleros, de que los sahibs de Yunasbagh estaban sometidos a los boer-log, algunos de nosotros hicimos unas preguntas y esperamos a ver qué pasaba. Otros interpretaron mal el significado de los indicios. ¡Y entonces, sahib, vino la larga guerra del Tirah! Eso ya lo sabía Kurban Sahib, y hablamos los dos. Me dijo: «No hay prisa. Dentro de poco entraremos en combate y lucharemos por todo el Hind en ese país donde está Yunasbagh.» Y decía verdad. ¿No está de acuerdo el sahib? Claro que sí. Los sahibs hacen esta guerra por el Hind. No se puede mandar en un sitio y obedecer en el otro. O se manda en todos los sitios o se obedece en todos. Dios no hace a las naciones para que sean unas veces unas cosas y otras veces otras. ¡Es cierto, es cierto, es cierto!
Y así fueron madurando las cosas, pasito a paso. A mí no me importaba nada, salvo —no sé si el sahib estará de acuerdo conmigo— que es tonto hacer un ejército y dejar que se muera de aburrimiento. ¿Por qué no han pedido que vengan los hombres del Tirah, los hombres de Tochi, los hombres de Bunner? Una estupidez, una y mil veces. Nosotros lo podríamos haber hecho con tanta facilidad… con tanta facilidad. Y entonces, un día, Kurban Sahib me manda a buscar y me dice: «Eh, Dada, estoy enfermo y el médico me ha dado un certificado de muchos meses.» Y me guiña un ojo y yo le digo: «Pido permiso y te cuido, hijo. ¿Quieres que lleve el uniforme?» Y me dice: «Sí, y un sable para que se apoye el enfermo. Vamos a Bombay y de allí por mar al país de los hubshis (los negros).» ¡Qué listo era! Fue el primero de todos los hombres de nuestros regimientos indígenas que pidió permiso de enfermedad para venir aquí. Ahora no dejan a nuestros oficiales que se marchen, enfermos ni sanos, si no firman una promesa de no venir a esta guerrita del otro lado del charco. Pero él era muy listo. Cuando pidió el permiso de enfermedad ni siquiera se hablaba de la guerra. ¿Si yo vine también? Claro que sí. Me fui a mi coronel y allí sentado en mi silla (porque tengo —o tenía— grado para que me pusieran una silla cuando iba a hablar con el coronel) le dije: «Mi hijo está enfermo. Dame permiso, porque estoy viejo y también yo estoy enfermo.»
Y el coronel, haciendo un juego de palabras entre el inglés y nuestro idioma, me dijo: «Sí, es verdad que eres un auténtico sij»[2]. Y me llamó viejo sinvergüenza, en broma como hace un militar con otro, y dijo que mi Kurban Sahib había mentido acerca de su salud (también era verdad), y al final se puso en pie y me dio la mano y me dijo que tenía que traer a mi sahib sano y salvo. ¡Mi sahib sano y salvo, ay de mí!
Así que me fui a Bombay con Kurban Sahib, pero allí, al ver el Agua Negra, Wajib Ali, su porteador, se echó atrás y dijo que había muerto su madre. Entonces le dije a Kurban Sahib: «¿Qué más da un cerdo musulmán más o menos? Dame las llaves de los baúles y yo te pondré las camisas blancas a la hora de la cena.» Después le di una paliza a Wajib Ali detrás del hotel Watson y aquella noche le preparé las navajas de afeitar a Kurban Sahib. Te aseguro, sahib, que yo, un sij de la Jalsa, que tengo prohibido cortarme ni un pelo, le preparé las navajas de afeitar. Pero mientras lo hacía no llevaba el uniforme. En cambio, Kurban Sahib me tomó en el barco un cuarto exactamente igual que el suyo, y quería que yo tuviera un asistente. Camino de este país hablamos de muchas cosas, y Kurban Sahib me dijo cómo se iba a llevar esta guerra, según le parecía. Dijo: «Han traído a tropas de infantería para combatir a la caballería, y como son idiotas van a tratar con compasión a esos boer-log, porque se creen que son blancos.» Y dijo: «En esta guerra no hay más que un problema, y es que el gobierno no nos ha empleado a nosotros, sino que la ha convertido en una guerra de sahibs. Por eso van a morir muchos hombres, y no habrá venganza.» ¡Qué verdad era… qué verdad era! Pasó todo lo que había dicho Kurban Sahib.
Y llegamos aquí, e incluso a Ciudad de El Cabo, todavía más lejos, y Kurban Sahib dijo: «Lleva el equipaje al gran dak-bungalow, mientras yo miro a ver si hay un empleo para un enfermo como yo.» Me puse el uniforme de mi grado y fui al gran dak-bungalow, que se llamaba Maun Nihal Seyn[3], e hice que pusieran el equipaje más pesado en esa parte oscura de abajo —¿la conoce el sahib?—, que ya estaba llena de las espadas y los equipajes de los oficiales. Ahora está más llena todavía, ¡pero son todas pertenencias de los que han muerto! Me aseguré de que me daban un recibo de todo lo que dejaba. Lo llevo en el cinturón. Todo debe volver al Panyab.
Pronto llegó Kurban Sahib, balanceándose un poco al andar, señal que ya sabía yo indicaba algo, y dijo: «Hemos nacido en una hora de suerte. Vamos a Eshtellenbosch a supervisar el envío de los caballos.» Recuerda que Kurban Sahib era jefe de escuadrón del Gurgaon Rissala, y yo era Umr Singh. Así que dije, hablando como solemos —como solíamos— cuando no había nadie cerca: «Tú vas de mozo y yo a cortar hierba, pero ¿es esto un ascenso, hijo?» Él se echó a reír y contestó: «Así es como podremos hacer después cosas mejores. Ten paciencia, padre.» (Sí, me llamaba padre cuando no había nadie cerca.) «Esta guerra no va a terminar mañana ni pasado. He visto a los nuevos sahibs», dijo, «y son padres de búhos; ¡todos ellos! ¡todos! ¡todos!».
Así que nos fuimos a Eshtellenbosch, donde están los caballos. Kurban Sahib hizo el oficio de criado todos aquellos días. Y todo pasó sin que se dieran cuenta los nuevos sahibs de sabe Dios dónde, que nunca habían visto montar una tienda ni clavar un poste. Tenían mucho celo, pero no sabían nada de nada. Después fueron llegando poco a poco del Hind esos patanes, esos sí que son como buitres, sahib, siempre siguen a los muertos. Y después llegaron a Eshtellenbosch algunos sij —aunque eran muzbis— y algunos de esos de Madrás que son como monos. Llegaron con caballos. Puttiala envió caballos. Jhind y Nabha enviaron caballos. Todas las naciones de la Jalsa enviaron caballos. De todos los puntos de la tierra llegaban caballos. Dios sabe lo que hacía el ejército con ellos, salvo que se los comiera crudos. Usaban los caballos igual que una cortesana usa sus afeites: a manos llenas. Esos caballos necesitaban muchos hombres. Kurban Sahib me designó para el mando (¡vaya un mando para mí!) de unos individuos peludos —Hubshis— cuyo contacto y cuya sombra ensucian. Comían muchísimo, dormían boca abajo, se reían por cualquier cosa; eran igual que animales. A unos los llamaban fingos y a otros, creo, cafres rojos, pero eran todos cafres: increíblemente sucios. Les enseñé a dar de beber y de comer a los caballos, y a pasarles la almohaza y a barrer. Sí, tuve que supervisar el trabajo de unos barrenderos, me convertí en jemadar de mehtars (jefe de un equipo de basureros), y Kurban Sahib era poco más que yo, y así pasaron cinco meses. La guerra continuó como había previsto Kurban Sahib. Mataban a nuestros recién llegados y nadie los vengaba. Era una guerra de idiotas armados con armas de magos. ¡Cañones que mataban a una distancia de medio día de marcha y hombres que, como eran novatos, marchaban a ciegas en las hierbas altas y a los que los boer-log manejaban como si fueran ganado! En cuanto a la ciudad de Eshtellenbosch, yo no soy un sahib, sólo un sij. Yo habría acuartelado un solo escuadrón del Gurgaon Rissala en esa ciudad —un solo escuadrón— y habría enseñado a esa ciudad hasta que sus hombres aprendieran a besar la sombra de un caballo del gobierno en el suelo. En Eshtellenbosch hay muchos mullahs (sacerdotes). Predicaban la Yihad contra nosotros. Es verdad; lo sabía todo el campamento. ¡Y la mayor parte de las casas tenían techo de paja! ¡Claro que era una guerra de idiotas!
Al cabo de cinco meses mi Kurban Sahib. que había adelgazado mucho, me dijo: «Ha llegado nuestra recompensa. Mañana vamos al frente con muchos caballos, y cuando salgamos me pondré demasiado enfermo para volver. Prepara el equipaje.» Así que nos fuimos con unos cuantos cafres a cargo de caballos nuevos para un regimiento nuevo que acababa de llegar en barco. Al segundo día de terén, cuando estábamos aguando en un sitio desolado en que no había ni un bazar, de una de las cajas de los caballos va y sale un tal Sikandar Jan, que había sido jemadar de saises (jefe de mozos) en Eshtellenbosch, y que en el servicio era soldado de un regimiento de la Frontera. Kurban Sahib le reprendió mucho por desertar, pero el patán levantó las manos para excusarse y Kurban Sahib se ablandó y lo añadió a nuestro servicio. Así que ya éramos tres: Kurban Sahib, yo y Sikandar Jan: Sahib, sij y sag (perro). Pero el hombre dijo con razón: «Estamos lejos de nuestras casas y ambos estamos al servicio del Raj. Hagamos tregua hasta que volvamos a ver el Indo.» Y he comido del mismo plato que Iskandar Jan… ¡hasta carne de vaca, que yo sepa! La noche que robó carne de cerdo de una lata de un comedor de oficiales dijo que en su Libro, el Corán, está escrito que quien hace una guerra santa está exento de las obligaciones rituales. ¡Bah! No tenía más religión de la que recoge la punta de la espada de azúcar y agua en el momento del bautismo. Se robó un caballo en un sitio donde estaba acampado un regimiento de reclutas inexpertos. Yo también me procuré allí mismo un caballo gris. Esos regimientos nuevos dejaban demasiado sueltos a sus caballos.
¡Claro que algunos regimientos de desvergonzados se hubieran llevado a nuestros caballos en el camino! Nos enseñaban órdenes por duplicado y requisas de caballos, y una o dos veces nos hubieran desenganchado los vagones, pero Kurban Sahib era sabio, y yo tampoco soy tonto de remate. En el frente no hay demasiada honradez. Sobre todo, había un grupo de ladrones de caballos empedernidos; sahibs altos y rubios, que hablaban con voz nasal y decían constantemente:
«¡Qué diablo!», que en nuestra lengua significa jehannum ko jao. Todos ellos llevaban en el uniforme una hoja de parra, y montaban a caballo como rajputs. No, montaban a caballo como sij. ¡Montaban como los ustralianos! Los ustralianos, con los que nos tropezamos después, también hablaban no poco con voz nasal, y eran hombres altos y morenos, con los ojos claros y grises, con muchas pestañas, como los ojos de los camellos; eran gente muy limpia, un tipo de sahib que yo no conocía hasta entonces. Siempre decían en su lengua así como «no hay miedo» que en nuestra lengua significa durromut, de manera que los llamábamos los durromuts. Hombres altos y morenos, excelentísimos caballistas, peleadores y calenturientos, que hacían la guerra como la guerra, y que bebían té igual que un montón de arena se bebe el agua. ¿Que si robaban? Un poco, sahib. Sikandar Jan me juró —y procede de un clan que lleva diez generaciones robando caballos— que un patán era un niño de teta al lado de un durromut, en eso de robar caballos. Los durromuts no saben andar a pie. Andan como las gallinas en el camino real. Por eso tienen que tener caballos. Son gente muy buena, sólo que les gusta la guerra.
«No hay miedo», dicen los durromuts. Ellos sí que vieron lo que valía Kurban Sahib. Ellos no le dijeron que se pusiera a barrer establos. Ellos no querían en absoluto que se fuera. Lo tomaron de sustituto de uno de sus jefes de escuadrón que estaba con fiebre, una jornada muy larga en una parte llena de cerros, como la desembocadura del Jaibar, y cuando volvieron a la noche, los durromuts dijeron: «¡Wallah! Éste sí que es un hombre. ¡Tenemos que quedarnos con él!» Y se quedaron con mi Kurban Sahib, igual que se hubieran quedado con cualquier cosa que necesitaran, y enviaron de vuelta a Eshtellenbosch a un oficial enfermo en su lugar. Así fue como Kurban Sahib volvió a su lugar, conmigo de porteador y Sikandar Jan de cocinero. La ley era que esta guerra era estrictamente para los sahibs, pero ninguna orden decía que el porteador y su cocinero no pudieran cabalgar con su sahib, y no teníamos nada que ponernos, más que nuestros uniformes. Recorrimos a caballo este país maldito, donde no hay bazares, ni garbanzos, ni harina, ni aceite, ni especias, ni guindilla, ni leña; nada más que trigo crudo y algo de ganado. No vi que hubiera grandes batallas, pero sí muchos cañonazos. Cuando nosotros éramos muchos, los boer-log salían a saludarnos y ofrecernos café, y nos enseñaban los purwanas (permisos) que les habían dado unos generales ingleses idiotas que habían pasado por allí antes y que decían que ellos eran pacíficos y estaban bien dispuestos. Cuando éramos pocos, se escondían detrás de unas peñas y disparaban contra nosotros. Pero la orden era que ésos eran sahibs y que era una guerra de sahibs. ¡Muy bien! Pero tal como yo lo entiendo, cuando un sahib va a la guerra se pone la ropa de guerra y los únicos que pueden participar en la guerra son los que llevan esa ropa. ¡Muy bien! Eso también lo comprendo. Pero aquella gente era como la de Birmania, o como los afridis. Se ponían a pegar tiros cuando les apetecía y cuando no les apetecía escondían el fusil y enseñaban purwanas, o se metían en casa y decían que eran campesinos. ¡Ya, campesinos como los que diezmaron a los soldados de Madrás en Hlinedatalone, en Birmania! ¡Campesinos como los que mataron a Cavagnari Sahib y a los guías en Kabul! Ya les enseñamos a ésos, claro: tiramos a 15 ó 20 de un balcón una mañana enfrente del Bala Hissar. Yo esperaba que el Jung-i-lat Sahib (el Comandante en jefe) se acordara de los viejos tiempos, pero no. Todo el mundo nos pegaba tiros por todas partes, y él publicaba proclamas diciendo que no estaba combatiendo al pueblo, sino a un ejército concreto, y la verdad era que ese ejército eran todos los boer-log, que todos sumados no llevaban suficiente ropa de uniforme para hacerse un taparrabos. Una guerra idiota del principio al fin, porque es evidente que el que combate hay que colgarlo si combate con el fusil en una mano y el purwana en la otra, como hacía toda esa gente.
Y nosotros, cuando ellos se habían cansado de momento, los recibíamos con honores y les dábamos permisos, y les dábamos de beber y dábamos de comer a sus mujeres y a sus hijos, y aplicábamos correctivos muy duros a nuestros soldados cuando les robaban gallinas. De manera que había que hacer el trabajo no con unos cuantos muertos, sino con el triple y el cuádruple. Hablé mucho de eso con Kurban Sahib, y él decía:
«Es una guerra de sahibs. Ésas son las órdenes», y una noche cuando Sikandar Jan quería quedarse detrás de los centinelas a enseñarles cómo se trabaja en la Frontera, le dio un golpe a Sikandar Jan entre los ojos y casi le partió la cabeza. Entonces Sikandar Jan, con una venda en los ojos, de manera que parecía un camello enfermo, estuvo hablando con él media jornada de marcha y se quedó más confuso que yo, y juró que se volvía a Eshtellenbosch. Pero en privado Kurban Sahib me dijo que debíamos haber echado contra aquella gente a los sij y a los gurkas hasta que vinieran arrastrándose por el polvo. Porque aquella gente no comprendía lo que era la guerra.
¿Que si nos disparaban? Claro que nos disparaban, y desde casas adornadas con banderas blancas, pero cuando llegaron a comprender nuestras costumbres, sus viudas enviaron mensajes con mensajeros cafres, y en seguida empezó a haber menos tiroteos. «¡No hay miedo!» Todos los boer-log con los que nos enfrentamos tenían purwanas firmados por generales locos, diciendo que estaban bien dispuestos hacia el Estado. Pero también tenían bastantes fusiles, y cartuchos que escondían en el tejado. Las mujeres lloraban muchísimo cuando quemábamos esas casas, pero no se acercaban demasiado cuando las llamas llegaban al techo de paja, por miedo a los cartuchos que estallaban. Las mujeres de los boer-log son muy listas. Son más listas que los hombres.
¿Que si son listos los boer-log? ¡No, ni hablar! Son los sahibs los que son tontos. Por su propio honor, los sahibs tienen que decir que los boer-log son listos, pero es la tontería de los sahibs la que ha hecho a los boer-log. Los sahibs tendrían que habernos mandado a nosotros a la partida.
Pero los durromuts lo hacían bien. Hicieron lo que hacía falta en toda aquella parte del país. No igual que lo hubiéramos hecho nosotros, los del Hind, pero tampoco eran tontos de remate. Una noche, cuando estábamos en la cima de un Cerro y hacía frío, vi a lo lejos una luz en una casa que brilló la sexta parte de una hora y después se apagó. Luego volvió a aparecer tres veces por la duodécima parte de una hora. Se la enseñé a Kurban Sahib, pues una casa perdonada porque la gente tenía muchos permisos y juraba fidelidad a nuestras espuelas. Le dije a Kurban Sahib: «Manda medio escuadrón, hijo, y acaba con esa casa. Están haciéndoles señales a sus hermanos.» Y él se quedó riendo donde estaba y dijo: «Si escuchara a mi porteador Umr Singh, no quedarían en pie ni diez casas en este país.» Y yo dije:
«Y, ¿para qué dejar ni una? Esto es igual que lo de Birmania. Hoy son campesinos y mañana nos combaten. Démosles lo que se merecen.» Él se siguió riendo y se envolvió en la manta, y yo me quedé mirando aquella casa de la luz a lo lejos hasta que se hizo de día. He estado en ocho guerras de la Frontera, sin contar Birmania. La primera guerra del Afganistán, la segunda guerra del Afganistán, dos guerras mahsud waziri (y van cuatro), dos guerras de las Montañas Negras, si me acuerdo bien, la de Malakand y la de Tirah. No cuento Birmania ni otras cosillas de poca monta. ¡Yo sé cuándo una casa está enviando señales a otra casa!
Empujé a Sikandar Jan con el pie y también él lo vio. Dijo: «Uno de los boer-log que trajo calabazas para la cena, las que freí anoche, vive en esa casa.» Y yo dije: «¿Cómo lo sabes?» Y él dijo: «Porque cuando salió del campamento iba en otra dirección, pero vi cómo el caballo se negaba a torcer en la curva del camino, y antes de caer la noche salí del campamento para las oraciones de la tarde con los gemelos de Kurban Sahib y desde un cerro vi que el caballo pinto del vendedor de calabazas iba hacia esa casa.» Yo no dije nada, pero le quité los gemelos de Kurban Sahib de sus sucias manos y los volví a meter en su estuche. Sikandar Jan me dijo que él había sido el primer hombre del valle del Zenab que había usado gemelos, gracias a los cuales había liquidado dos rencillas familiares antiguas limpiamente durante un permiso de tres meses. Pero en otras cosas era un mentiroso.
Aquel día enviaron a Kurban Sahib con diez soldados a explorar los alrededores de nuestro campamento. En aquella época los durromuts se desplazaban con lentitud. Estaban cargados de cereales y de pienso y de carros, y lo que querían era dejarlo todo en alguna ciudad y avanzar más ligeros de impedimenta a hacer las cosas importantes. Así que Kurban Sahib les buscó un atajo, un poco distante de nuestra línea de marcha. Estábamos unas doce millas por delante del grueso de las tropas y llegamos a una casa situada en la falda de una loma grande con muchos arbustos, y con una nullah, lo que allí llaman una donga en la trasera, y un viejo sangar de piedras amontonadas, lo que allí llaman un kraal, delante. A los lados de la puerta crecían dos acacias, como los arbustos del babul, cubiertas de unas florecitas doradas, y el techo era todo de paja. Delante de la casa había un valle de piedras que llegaba hasta otro cerro con arbustos. En la veranda había un viejo, un viejo con barba blanca y una verruga en la parte izquierda del cuello, y una mujer gorda con ojos de cerda y papos de cerda, y un muchacho alto que no tenía entendimiento. Tenía la cabeza calva, y del tamaño de una naranja, y tenía las aletas de la nariz comidas por la enfermedad. Se reía y babeaba y hacía cabriolas delante de Kurban Sahib. El viejo trajo café y la mujer nos enseñó purwanas de tres generales-sahibs, que certificaban que eran gente de paz y de buena voluntad. Mira las purwanas, sahib. ¿Conoce el sahib a los generales que los han firmado?
Juraron que por allí no había ni un boer-log. Levantaron las manos y lo juraron. Era más o menos la hora de la comida de la tarde. Yo estaba junto a la veranda con Sikandar Jan, que estaba olfateando el aire como un chacal que ha perdido el rastro. Por fin me agarró del brazo y dijo: «¡Mira allí! Es el sol que da en la ventana de la casa que hacía las señales anoche. Esta casa puede ver aquella casa desde aquí.» Y miró al cerro que estaba detrás de él, todo poblado de arbustos y dio un respingo. Después el idiota de la cabeza pequeña se puso a bailar delante de mí y echó atrás la cabeza y miró al techo y se puso a reír como una hiena, y la mujer gorda se puso a hablar muy alto, como si dijéramos para tapar algún ruido. Entonces yo fui a la trasera de la casa con el pretexto de ir a buscar agua para hacer el té y vi que había estiércol reciente de caballo en el suelo, y que el suelo estaba lleno de señales recientes de caballos, y que en el polvo se había caído un cartucho. Entonces Kurban Sahib me llamó en nuestra lengua y dijo: «¿Está bien aquí para hacer el té?» Y yo repliqué, sabiendo lo que quería decir él: «Hay demasiados cocineros en la cocina. Monta y vete, hijo.»
Entonces me di la vuelta y él le dijo a la mujer con una sonrisa: «Prepare comida, y cuando hayamos dado un paseo entraremos a comer», pero a sus hombres les dijo en voz baja: «Hay que irse.» No. No cubrió al viejo ni a la gorda con su fusil. No era su forma de hacer las cosas. Algún idiota de los durromuts, que tenía hambre, levantó la voz para discutir la orden de huir, y antes de que pudiéramos montar llegaron muchos disparos desde la techumbre, disparados por fusiles que surgían de entre la paja. Entonces cabalgamos por el valle de piedras y había hombres que nos disparaban desde la nullah que había detrás de la casa, y desde el cerro detrás de la nullah, además de desde la techumbre de la casa, y sonaban tantos disparos que parecía que hubiera tamborileros en los cerros. Entonces Sikandar Jan, que cabalgaba agazapado en la silla, dijo: «Esta partida no es para nosotros solos, sino para el resto de los durromuts», y yo le dije: «Cállate. ¡Mantente en posición!», porque tenía que ir detrás de mí, y yo detrás de Kurban Sahib. Pero estas balas de ahora pueden atravesar a cinco hombres en fila. No nos acertaron a ninguno de los nuestros, y llegamos al montón de piedras y nos repartimos entre ellas, y Kurban Sahib se volvió en la silla y dijo: «¡Mirad al viejo!» Éste estaba en la veranda, disparando a toda prisa un fusil, con la mujer a su lado y también el idiota, los dos también con fusiles. Kurban Sahib se echó a reír y yo lo cogí de la muñeca, pero… en aquel momento estaba ya escrito su destino. La bala me pasó a mí por debajo del sobaco y le dio en el hígado, y yo lo eché hacia atrás entre dos peñas muy grandes inclinadas. Kurban Sahib, ¡mi Kurban Sahib! Desde la nullah detrás de la casa y desde los cerros llegaban nuestros boer-log, más de cien en número, y Sikandar Jan dijo: «Ahora sabemos lo que significaba la señal de anoche. Dame el fusil.» Era el fusil de Kurban Sahib —en esta guerra de locos sólo los médicos llevan espada— y se echó boca abajo en el suelo, pero Kurban Sahib se volvió de donde estaba y dijo: «Quietos. Es una guerra de sahibs», y Kurban Sahib volvió una mano hacia arriba: así, y después giró la vista hacia mí y le di agua para que cuanto antes. Y cuando la bebió su espíritu pudiera irse cuanto antes. Y cuando la bebió su espíritu recibió permiso…
Así fue nuestro combate, sahib. Los durromuts estábamos en un cerro que iba de norte a sur, donde estaba el grueso de nuestra tropa, y los boer-log estaban en un valle que iba de este a oeste. Eran más de cien, y nosotros diez, pero contuvimos a los boer-log en el valle mientras avanzábamos rápidamente por el cerro hacia el sur. Vi a tres boers caer en el terreno abierto. Después se volvieron a esconder todos, y abrieron fuego graneado contra nuestros hombres parapetados tras las peñas; pero nuestros hombres eran listos y no se mostraron, y continuaron yendo siempre hacia el sur, y el ruido de la batalla fue desplazándose hacia el sur, desde donde llegaba el ruido de los grandes cañones. Así que en seguida se hizo de noche, y Sikandar Jan encontró una vieja guarida profunda de chacal entre las piedras, en la que pusimos el cadáver de Kurban Sahib de pie. Sikandar Jan tomó sus gemelos y yo tomé su pañuelo y unas cartas y una cosa que yo sabía que llevaba al cuello, y Sikandar Jan es testigo de que lo envolví todo en el pañuelo. Después hicimos un juramento juntos y nos quedamos en silencio, velando a Kurban Sahib. Sikandar Jan estuvo llorando hasta el amanecer; ¡él, un patán, un mahometano! Toda la noche estuvimos oyendo los disparos hacia el sur, y cuando rompió el día, el valle estaba lleno de boer-log en carromatos y a caballo. Se reunieron junto a la casa, que lo vimos por los gemelos de Kurban Sahib, y el viejo, que creo que era un cura, los bendijo y les predicó la guerra santa y movía mucho los brazos; y la mujer gorda sacó café, y el idiota andaba entre ellos y les daba besos a los caballos. Después se fueron a toda prisa; se fueron por los cerros y desaparecieron; y salió un esclavo negro y lavó los umbrales de las puertas con agua clara. Sikandar Jan vio por los gemelos que era una mancha de sangre y se rió diciendo: «Ahí hay heridos. Todavía obtendremos venganza.»
Hacia el mediodía vimos un humo fino que subía muy alto hacia el sur, un humo como el que hace una casa incendiada al sol, y Sikandar Jan, que sabe orientarse por encima de las montañas, dijo: «Por fin hemos quemado la casa del vendedor de calabazas, desde la que hicieron las señales.» Y yo dije: «¿Qué más da, ahora que han matado a mi hijo? Déjame con mi dolor.» El humo subía muy alto y vi que el viejo salía a la veranda a mirar, y hacía gestos con los puños cerrados. Y allí nos quedamos hasta el atardecer, sin comer ni beber, pues habíamos jurado no comer ni beber nada hasta cumplir lo que teníamos que hacer. A mí me quedaba algo de opio, y le di la mitad a Sikandar Jan, porque también él quería a Kurban Sahib. Cuando se hizo de noche afilamos los sables en una piedra medio blanda, que cuando se mezcla con agua afila muy bien el acero, y nos quitamos las botas y bajamos hasta la casa y miramos por las ventanas sin hacer ruido. El viejo estaba sentado leyendo un libro, y la mujer estaba sentada junto al hogar, y el idiota estaba tendido en el suelo con la cabeza en el regazo de ella, y se contaba los dedos y se reía, y ella también se reía. Comprendí que eran madre e hijo, y yo también me reí, porque lo había sospechado al reclamar para mí su vida y su cuerpo a Sikandar Jan cuando discutimos lo que íbamos a hacer. Después entramos con las espadas desenvainadas… Desde luego, estos boer-log no entienden el acero, porque el viejo se echó a correr a buscar el fusil que había en un rincón, pero Sikandar Jan se lo impidió con un golpe de plano en las manos y se quedó sentado mirándoselas, y yo me llevé un dedo a los labios para indicarles silencio. Pero la mujer dio un grito y alguien se movió en un cuarto de dentro, y se abrió una puerta y había un hombre con la cabeza vendada con trapos que estaba con un fusil que le temblaba en las manos, como un tonto. Le cayó la cabeza entera del otro lado de la puerta y no lo siguió nadie. Fue un golpe muy bonito… para un patán. Entonces se quedaron todos sentados, contemplando la cabeza que yacía en el piso, y le dije a Sikandar Jan: «¡Trae cuerdas! ¡Ni siquiera por Kurban Sahib voy a manchar mi espada!» Así que se fue y volvió con tres reatas largas de cuero y dijo: «Dentro hay cuatro heridos, y seguro que cada uno de ellos tiene un permiso de algún general», y estiró las reatas y se rió. Después le até al viejo las manos a la espalda, e hice lo mismo con el idiota, aunque de mala gana, porque se me reía en la cara y me quería tocar la barba. Entonces, la mujer con ojos de cerdo y papos de cerdo se echó a correr, y Sikandar Jan preguntó: «¿Le doy o la ato? Te tocó a ti en el reparto.» Y yo le dije: «¡Quieto! Ya tengo una cadena para retenerla. Abre la puerta.» Saqué a los dos a empujones a la veranda, del lado de la sombra de las acacias, y ella nos siguió de rodillas y se tiró al suelo, dándome golpes en las botas y gritando. Entonces Sikandar Jan sacó la lámpara, diciendo que él era un mayordomo y quería llevar el fuego a la mesa, y yo busqué una rama que pudiera dar fruto. Pero la mujer me molestaba todo el tiempo con sus aullidos y sus tirones, y me hablaba rápido en su lengua y yo le repliqué en la mía: «Hoy he perdido un hijo por culpa de tu perfidia, y mi hijo era querido de los hombres y amado por las mujeres. Hubiera engendrado hombres, no animales. Tú tienes más años de vida por delante que yo, pero mi dolor es más grande.»
Me incliné para afirmar el nudo en torno al cuello del idiota, y eché la reata por encima de la rama, y Sikandar Jan levantó la lámpara para que ella viera bien. Entonces apareció de repente, más allá de la luz de lámpara, el espíritu de Kurban Sahib. Tenía una mano al costado, donde le había dado la bala, y adelantó la otra así y dijo: «No. Es una guerra de sahibs.» Y yo dije: «Espera un poco, hijo, y podrás dormir.»
Pero él se acercó más, cabalgando, por así decirlo, sobre mis ojos, y repitió: «No. Es una guerra de sahibs.» Y Sikandar Jan preguntó: «¿Pesa demasiado?» y dejó la lámpara en tierra y se me acercó, y cuando se dio la vuelta para agarrar la reata, el espíritu de Kurban Sahib se quedó a una distancia de un codo de nosotros y dijo por tercera vez: «No. Es una guerra de sahibs.» Y una ráfaga de aire apagó la lámpara y oí cómo le tiritaban los dientes a Sikandar Jan. Así nos quedamos, el uno junto al otro, con las reatas en la mano, y durante mucho rato no pudimos decir nada. Entonces oí que Sikandar Jan abría su cantimplora y bebía; y cuando apagó la sed me la pasó y dijo: «Estamos absueltos de nuestro juramento.» Entonces bebí yo y esperamos al amanecer en el mismo sitio en que estábamos, con las reatas en la mano. Poco después del tercer canto del gallo escuchamos cascos de caballos y ruedas de cañones a poca distancia, y en cuanto llegó la luz estalló una bala de cañón en el umbral de la casa y la techumbre de la veranda, que era de paja, se hundió ardiendo ante las ventanas. Y yo dije: «¿Qué hacemos con los boer-log heridos que hay ahí dentro?» Y Sikandar Jan dijo: «Ya hemos oído la orden. Es una guerra de sahibs. No te muevas.» Después cayó una segunda bala —bien apuntada, pero algo corta— que nos llenó de polvo donde estábamos; y después llegaron diez balas rápidas más pequeñas del cañón que habla como un tartamudo; sí, el de tiro rápido que le dicen los sahibs, y la cara de la casa se cayó como la nariz y la barbilla de un viejo que chochea, y todo el frente la casa se cayó. Entonces Sikandar Jan dijo: «Si es el destino de los heridos morir en el fuego, no voy a impedirlo yo.» Y se fue a la trasera de la casa y volvió poco después con cuatro boer-log heridos detrás de él, dos de los cuales no podían andar erguidos. Y yo le pregunté: «¿Qué has hecho?» Y él dijo: «Ni les he hablado ni los he tocado. Me siguen porque esperan compasión.» Y yo le dije: «Es una guerra de sahibs. Que esperen la compasión de los sahibs.» Así que allí se quedaron los cuatro hombres y el idiota, y la gorda debajo de la acacia, y la casa ardió como la yesca. Entonces empezó el ruido ese de los cartuchos del techo, primero uno o dos, después una ráfaga y al final un ruido muy alto, y la techumbre empezó a estallar por todas partes, y los cautivos querían irse a un lado para huir del calor, que ya abrasaba hasta las acacias, y para huir de la madera y los ladrillos que salían disparados por todas partes. Pero yo les dije: «¡Quietos! ¡quietos! Sois sahibs y ésta es una guerra de sahibs, oh sahibs. Nadie os ha ordenado que os marchéis de esta guerra.» No comprendieron lo que les decía. Pero se quedaron quietos y siguieron vivos. Al cabo de un rato llegaron cinco soldados a caballo del mando de Kurban Sahib, y yo sabía que uno de ellos hablaba mi lengua, porque había ido muchas veces a Calcutta con caballos. Así que le conté todo lo que había pasado, con frases de bazar, que eran las que podía comprender un sahib así, y al final dije: «Nos ha llegado una orden desde la tumba de que ésta es una guerra de sahibs. Tomo por testigo el alma de mi Kurban Sahib de que entrego a la justicia de los sahibs a estos sahibs que me han dejado sin mi hijo.» Entonces le di las reatas y caí sin sentido, pues mi corazón estaba henchido, pero mi barriga vacía, salvo el poco de opio.
Me pusieron en una carreta con uno de sus heridos, y al cabo de un rato me enteré de que llevaban dos días con sus dos noches peleando con los boer-log. Había sido todo una gran emboscada, sahib, de la que nosotros, los de Kurban Sahib, no habíamos visto más que una fracción. Los durromuts estaban muy enfadados, enfadadísimos. Nunca he visto sahibs tan enfadados. Enterraron a mi Kurban Sahib con los ritos de su fe en la cima del cerro detrás de la casa, y yo dije las oraciones propias de la fe y Sikandar Jan rezó a su estilo y robó cinco bujías de señales, que tienen cada una tres mechas, e iluminó la tumba como si hubiera sido la tumba de un santo en viernes. Lloró mucho toda aquella noche, y yo lloré con él, y él me agarró de los pies y me suplicó que le diera un recuerdo de Kurban Sahib. Así que le di la mitad de uno de los pañuelos de Kurban Sahib; no de los de seda, porque aquéllos se los había regalado una dama que yo sé, y también le di un botón de la guerrera y un anillo de acero sin valor que Kurban Sahib usaba para las llaves, y lo besó todo y se lo puso en el seno. El resto lo llevo yo aquí, en este atado, y tengo que buscar el equipaje en el hotel de Ciudad de El Cabo: cuatro camisas que enviamos a lavar y que no pudimos recoger cuando nos fuimos al norte, y tengo que dárselo todo a mi Coronel Sahib en Sialkote, en el Panyab. Porque ha muerto mi hijo… ¡Ha muerto mi baba!…
Hubiera podido venirme antes; no tenía por qué quedarme cuando el hijo había muerto, pero estábamos lejos de los raíles y los durromuts eran como hermanos conmigo, y había llegado a considerar a Sikandar Jan como una especie de amigo, y él me consiguió un caballo y cabalgué con ellos, pero aquello ya no tenía vida. Dios sabe lo que me llamaban: ordenanza, chaprassi (mensajero), cocinero, barrendero, no lo sé ni me importa. Pero una vez lo pasé bien. Volvimos al cabo de un mes, después de estar trazando círculos, a aquel mismo valle. Yo recordaba hasta la última piedra, y subí a la tumba, y un sahib muy listo de los durromuts (habíamos dejado allí un escuadrón durante una semana para que les dieran una lección a toda aquella gente de los purwanas) había tallado una inscripción en una piedra muy grande, y me la interpretaron y era una burla que le hubiera encantado a Kurban Sahib. ¡Ah! Tengo la inscripción bien copiada aquí. Léala en voz alta, sahib, y le explicaré la burla. Hay dos muy buenas. Empiece, sahib:
En Memoria de
WALTER DECIES CORBIN
Difunto Capitán del 141.°
de la Caballería del Panyab
Eso es el Gurgaon Rissala. Siga, sahib:
Traicioneramente asesinado
cerca de aquí por
La complicidad del difunto
HENDRIK DIRK UYS
Un Ministro de Dios
Que tres veces hizo el juramento
de neutralidad
Y Piet su hijo,
Esta pequeña obra
¡Ajá! Ésta es la primera burla. ¡El sahib tendría que ver esa pequeña obra!
Se realizó en reconocimiento
Parcial e incompleto de su pérdida
Por algunos soldados que lo querían
Si monumentum requiris circumspice
Y ésa es la segunda burla. Significa que quienes deseen ver un monumento adecuado a Kurban Sahib deben mirar hacia la casa. Y oye, sahib, no hay casa, ni pozo, ni esos charcos grandes que llaman presas, ni arbolitos frutales, ni ganados. No hay nada de nada, sahib, salvo los dos árboles abrasados por el fuego. El resto es como este desierto, o como mi mano… o como mi corazón. Vacío, sahib… ¡Todo vacío!