Prólogo

A los cuarenta años de su muerte, que ocurrió en el sur de Inglaterra, Kipling es todavía un hombre famoso, pero es también un hombre secreto. La crítica no pronuncia su nombre con ese tono reverencial que reserva para Joyce o para Henry James. ¿A qué se debe esa condescendencia, casi esa negligencia? El hecho, que no ha dejado nunca de asombrarme, puede explicarse así. Ocasionalmente, Kipling escribió para niños, y quien escribe para niños corre el albur de que esa circunstancia contamine su imagen. Pensemos en el caso de Stevenson, uno de sus maestros. Hay otra explicación que es de orden político. Suele juzgarse a un escritor por sus opiniones —lo más superficial que hay en él— más que por su obra; Kipling fue encasillado como cantor del Imperio Británico. El hecho, que nada tiene de deshonroso, bastó para mermar su fama, especialmente en Inglaterra. Sus compatriotas nunca le perdonaron del todo su persistente recordación del Imperio. Sus grandes contemporáneos, Bernard Shaw y Wells, eran socialistas y prefirieron ignorarlo. Kipling vio en el Imperio Británico una continuación del Imperio Romano y acabó por identificarlos. Es significativo, asimismo, que jamás cantó las victorias, sino las asperezas, los trabajos y los deberes de un destino imperial. No exaltó la mera violencia, como lo haría Hemingway. Ya cerca de la muerte, comprendió, no sin alguna melancolía, la vanidad de ser lo que hoy llamamos un escritor comprometido. Recordó a Swift, que se propuso hacer un alegato contra el género humano y cuyo alegato es ahora un libro para niños. Escribió que los dioses pueden permitir a los hombres que inventen fábulas, pero no que sepan la moraleja. Es la doctrina platónica de la musa o la doctrina hebrea del espíritu. El escritor debe resignarse a ser su dócil amanuense.

Kipling fue siempre un solitario. De joven fue amigo de Rider Haggard; ya maduro y mundialmente famoso compartió la amistad de un sargento retirado de infantería, con el cual charlaban sobre la India, y del Rey de Inglaterra. No quiso ser poeta laureado porque temió que tal honor trabara su libertad para criticar al gobierno. Poco o nada le importaba la fama. La muerte de su hijo, que se había enrolado como voluntario entre los primeros cien mil hombres que Inglaterra envió al continente, durante la Primera Guerra Mundial, ensombreció su vida. Muy reservado, nos ha dejado la menos íntima de las autobiografías y está bien que sea así; cualquier confidencia hubiera falseado su lejanía de caballero inglés. Curiosamente, fue devoto de Horacio, que lo acompañó durante largas noches de insomnio, y no de Virgilio.

Su imaginación, su delicada artesanía (craftsmanship), su oído, su economía verbal y su probidad son parejamente admirables. Poemas como Harp Song of the Dane Women o Chant-Pagan o The Runes on Weland’s Sword no han sido superados. En 1901 publicó Kim, que pudorosamente definió como novela picaresca, vale decir como una serie de irresponsables aventuras, pero que esencialmente es la historia de la salvación de dos hombres, uno por la vida contemplativa, el otro por la activa.

En muchos de sus cuentos abordó lo sobrenatural, que siempre se revela gradualmente, a diferencia de los cuentos de Poe. En The Wish House una mujer refiere a otra mujer una historia mágica y dolorosa; ambas son demasiado humildes para el asombro; aceptan lo increíble con la misma resignación con que aceptan los hechos cotidianos. Kipling, nativo de Bombay, supo el idioma hindi antes de llegar al inglés; un sikh me dijo que, leyendo A Sahib’s War, sintió que cada frase había sido pensada en la lengua vernácula y luego traducida al inglés. La fiebre y la presencia del opio hacen que lo sobrenatural sea más verosímil. Sobre A Madonna of the Trenches, cuyo fondo es la guerra de 1914, cae la alta sombra del Canto V del Infierno.

The Eye of Allah no es un relato fantástico, pero es un relato posible.

De los cuentos que elegí para este volumen, quizá el que más me conmueve es The Gardener. Una de sus peculiaridades es que en él ocurre un milagro; la protagonista lo ignora pero el lector lo sabe. Todas las circunstancias son realistas, pero la historia referida no lo es.

Kim es la última novela que Kipling escribió, sólo en apariencia abandonó el género, cada uno de sus apretados relatos tiene el poderío y la densidad de una larga novela.

Jorge Luis Borges