El ojo de Alá

Como el chantre de San Illod era un músico demasiado entusiasta para ocuparse de la biblioteca, el sochantre, a quien le encantaban todos los detalles de esa tarea, estaba limpiándola, tras dos horas de escribir y dictar en el Scriptorium. Los copistas entregaron sus pergaminos —se trataba de los Cuatro Evangelios, sin iluminar, que les había encargado un Abad de Evesham— y salieron a rezar las vísperas. John Otho, más conocido como Juan de Burgos, no hizo caso. Estaba bruñendo un relieve diminuto de oro en su miniatura de la Anunciación para el Evangelio según San Lucas, que se esperaba más adelante se dignara aceptar el Cardenal Falcadi, Legado Apostólico.

—Para ya, Juan —dijo el sochantre en voz baja.

—¿Eh? ¿Ya se han ido? No había oído nada. Espera un minuto, Clemente.

El sochantre esperó, paciente. Hacía más de doce años que conocía a Juan, que se pasaba el tiempo entrando y saliendo de San Illod, a cuyo monasterio siempre decía pertenecer cuando estaba fuera de él. Se le permitía decirlo sin problemas, pues parecía estar versado en todas las artes, todavía más que otros Fitz Othos y también parecía llevar todos sus secretos prácticos bajo la cogulla. El sochantre miró por encima del hombro hacia el pergamino alisado en el que estaban pintadas las primeras palabras del Magnificat, en oro sobre un fondo de pan de laca roja para el halo apenas iniciado de la Virgen. Ésta aparecía, con las manos unidas en gesto maravillado, en medio de una red de arabescos infinitamente intrincados, en torno a cuyos bordes había flores de naranjo que parecían llenar el aire azul y cálido que cubría el diminuto paisaje reseco a media distancia.

—Le has dado un aire totalmente judío —dijo el sochantre estudiando las mejillas oliváceas y la mirada cargada de presentimiento.

—Y, ¿qué era Nuestra Señora, si no? —dijo Juan quitando los alfileres del pergamino—. Escucha, Clemente, si no vuelvo, que pongan esto en mi Gran San Lucas, sea quien sea el que lo termine —deslizó el dibujo dentro de una carpeta.

—Entonces, ¿es verdad que vuelves a irte a Burgos, como me han dicho?

—Dentro de dos días. La catedral nueva que están construyendo allí es buena para el alma, aunque esos albañiles son más lentos que la ira de Dios.

—¿Para tu alma? —pareció dudar el sochantre.

—Hasta para la mía, con tu permiso. Y en el sur, en el límite de las tierras conquistadas, hacia Granada, hay unos paños de oro moros muy buenos. Le quitan a uno las ideas vanas y las atraen hacia la imagen… igual que acabas de percibir tú ahora en mi Anunciación.

—Es… Era muy hermosa. No me extraña que te vayas. Pero, Juan, ¿no te olvidarás de tu absolución?

—Naturalmente —era una precaución que Juan no omitía nunca antes de salir en uno de sus viajes, igual que no omitía volverse a hacer la tonsura de la que se había dotado en su juventud en las cercanías de Gante. Aquel signo externo le brindaba los privilegios del clero en caso de apuro, y siempre le valía algunos favores en el camino.

—No olvides tampoco lo que nos falta en el Scriptorium. Hoy día ya no queda un azul marino auténtico. Lo mezclan con ese azul de Alemania. Y en cuanto al bermejo…

—Haré todo lo que pueda.

—Y Fray Tomás —era el enfermero encargado del hospital del monasterio— necesita…

—Que me lo pida él. Voy a verlo para que me vuelva a rapar la tonsura.

Juan bajó las escaleras hacia el callejón que separa el hospital y las cocinas del claustro de atrás. Mientras lo tonsuraba, Fray Tomás (el enfermero manso, pero terco como una mula, de San Illod) le dio una lista de los medicamentos que tenía que traerle de España por las buenas, por las malas o por dinero. En esto los sorprendió el Abad Esteban, cojo y moreno, con su calzado de noche forrado de piel. No es que Esteban de Sautré fuera ningún espía, pero de joven había participado en una Cruzada malhadada que, tras una batalla en Mansura, había terminado con un cautiverio de dos años en El Cairo, entre los sarracenos, donde la gente aprende a andar silenciosamente. Era buen cazador y cetrero, bastante estricto, pero sobre todo era un hombre de ciencia, y había obtenido un doctorado en medicina bajo la instrucción de Ranulfo, Canónigo de San Pablo, y tenía más afición a las funciones hospitalarias del monasterio que a las religiosas. Inspeccionó la lista con gran interés y añadió algunos elementos. Cuando se retiró el enfermero, absolvió generosamente a Juan con objeto de abarcar posibles pecados de camino, porque no era partidario de las Indulgencias compradas.

—Y, ¿qué buscas en este viaje? —preguntó, sentado en el banco al lado del mortero y las balanzas en la celdita cálida donde se guardaban los medicamentos.

—Más que nada, diablos —dijo Juan con una sonrisa.

—¿En España? ¿No están Abana y Farpar…?

Juan, a quien los hombres no le importaban más que para dibujarlos, y que además era de alta cuna (su madre era de la familia de Sanford), miró al Abad a los ojos y le dijo:

—¿Lo creéis de verdad?

—No. También los había en El Cairo. Pero, ¿para qué los necesitas?

—Para mi Gran San Lucas. De los Cuatro, es él quien más sabe de diablos.

—Es lógico. Era médico. Pero tú no.

—¡Dios lo impida! Pero estoy cansado de los diablos de los que habla siempre la Iglesia. No hay más que monos y cabras y aves de corral, todos mezclados. Con eso basta para unos infiernos normales en rojo y negro y para Días del Juicio normales y corrientes, pero a mí no me basta con eso.

—¿Por qué eres tan exquisito en materia de diablos?

—Porque lo lógico y lo artístico es que para las cosas infernales hagan falta diablos de todos los tipos. Por ejemplo, los siete que le exorcizaron a la Magdalena. Y serían diablesas, nada parecidas a los diablos comunes y corrientes con sus picos, sus cuernos y sus barbas.

El Abad se echó a reír.

—¡Pero sí es que es natural! Por ejemplo, el diablo que le sacaron al mudo. ¿De qué le iban a valer un hocico o un pico a ése? No tendría facciones, como los leprosos. Y sobre todo, ¡Dios quiera que pueda verlos yo!, los diablos que se apoderaron de los cerdos del gadareno. Serían… serían… Todavía no sé cómo serían, pero serían unos diablos formidables. Yo los pintaría tan diversos como los propios santos. Pero ahora son todos iguales; da lo mismo verlos en las paredes, en las ventanas o en los libros.

—Sigue, Juan. De este misterio sabes tú más que yo.

—¡Dios lo impida! Lo que digo es que los diablos merecen un respeto, por condenados que estén.

—Peligrosa doctrina.

—Lo que quiero decir es que si algo tiene una forma que valga la pena de representar ante el hombre, debe representarse lo mejor posible.

—Eso está mejor. Pero me alegro de haberte dado la absolución.

—Corre menos peligro el artesano que se ocupa de las formas externas de las cosas… para mayor gloria de la Santa Madre Iglesia.

—Quizá sea así, pero, Juan —la mano del Abad casi tocó la manga de Juan—, dime si es… si es mora o… o hebrea.

—Es mía —respondió Juan.

—¿Basta con eso?

—Yo creo que sí.

—¡Bien! ¡Ah, bien! Eso no entra en mi jurisdicción, pero… ¿qué les parece, allá en el Sur?

—Bueno, en España no se meten demasiado en esas cosas; ¡ni la Iglesia ni el rey, gracias a Dios! Hay demasiados moros y judíos para matarlos a todos, y si los expulsan no habría comercio ni agricultura. Podéis creerme si os digo que en tierras de infieles, desde Sevilla basta Granada, vivimos juntos en amor y compañía: españoles, moros y judíos. Porque nosotros no preguntamos lo que es cada uno.

—Sí… sí —suspiró Esteban—. Y siempre queda la esperanza de que ella se convierta.

—Claro, siempre queda esa esperanza.

El Abad se fue al hospital. Eran tiempos flexibles, antes de que Roma impusiera normas estrictas a las relaciones que tenían los clérigos. Si la dama no era demasiado descarada, ni el hijo recibía demasiados de los beneficios y las prebendas eclesiásticas de su padre, se pasaban muchas cosas por alto. Pero, como el Abad tenía buenos motivos para recordar, las uniones entre cristianos e infieles traían disgustos. Sin embargo, cuando Juan, con su mula, su cota de malla y su mozo de espuela, emprendió el camino hacia Southampton y el mar, Esteban lo envidió.

* * *

Volvió al cabo de veinte meses, en perfecto estado de salud y cargado de regalos. Un bloque de la más rica azurita, un lingote de bermellón de centro anaranjado y un paquetito de escarabajos secos, que dan un escarlata precioso, para el sochantre. Además, varios cubitos de un mármol lechoso, con un vago tono rosado, que se podían partir y moler para crear unos fondos incomparables. Traía por lo menos la mitad de los medicamentos que le habían pedido el Abad y Tomás, y un collar largo de cornalina de color rojo profundo para Ana de Norton, la dama del Abad. Ésta lo aceptó amablemente y le preguntó a Juan dónde lo había conseguido.

—Cerca de Granada —contestó.

—¿Todos bien por allí? —preguntó Ana (quizá el Abad le había contado algo de la confesión de Juan).

—A todos los dejé en manos de Dios.

—¡Dios mío! ¿Cuándo fue?

—Hace cuatro meses menos once días.

—¿Estabas… con ella?

—En mis brazos. Fue de parto.

—¿Y?

—El niño también. Ya no me queda nada.

Ana de Norton dio un respingo.

—Quizá sea mejor así —dijo al cabo de un rato.

—Con el tiempo quizá lo acepte. Pero todavía no.

—Tienes tu trabajo y tu arte, y recuerda, Juan, que en la tumba no hay celos.

—¡Sí! Tengo mi arte, y bien sabe el Cielo que no tengo celos de nadie.

—Demos gracias a Dios por eso, al menos —dijo Ana de Norton, la dama sempiternamente enferma que seguía al Abad con sus ojos hundidos—. Y puedes tener la seguridad de que guardaré esto —y tocó las cuentas— mientras viva.

—Os lo traje, os lo he confiado, precisamente por eso —replicó él, y se marchó.

Cuando Ana dijo al Abad su procedencia, el Abad no dijo nada, pero mientras estaba con Tomás en la celda guardando los medicamentos que les iba pasando Juan, con las espaldas vueltas hacia la cocina-chimenea del hospital, observó al entregarle una pastilla de jugo de amapola concentrado:

—Esto tiene la facultad de eliminar todo dolor del cuerpo humano.

—Así he visto —dijo Juan.

—Pero para el dolor del alma no hay más que una medicina, salvo la gracia de Dios, y es el arte, el saber o cualquier otra ocupación de la mente humana.

—Así voy viendo también —fue la respuesta.

Juan pasó el primer día bueno de mayo en el bosque con el porquero del monasterio y sus cerdos, y volvió cargado de flores y ramos de primavera a su puesto ordenadísimo en la parte norte del Scriptorium. Allí, con sus cuadernos de dibujo de viaje bajo el codo izquierdo, se sumió olvidado de todo en su Gran San Lucas.

Fray Martín, el jefe de copistas (que no abría la boca para hablar más que una vez cada quince días), osó preguntar, más tarde cómo iba la obra.

—¡Lo tengo todo aquí! —dijo Juan dándose en la frente con el lápiz—. Lleva todos estos meses esperando, ¡Dios mío!, a nacer. ¿Has terminado tus copias limpias, Martín?

Fray Martín asintió. Se sentía orgulloso de que Juan de Burgos recurriera a él, pese a sus setenta años, para copiarle el texto del Evangelio.

—¡Entonces, mira! —y Juan le enseñó un pergamino nuevo, fino pero impecable—. ¡No hay hojas mejores que ésta de aquí a París! ¡Sí! Huele si quieres. Y por eso; pásame los compases y te enseñaré lo que has de hacer, si haces una letra más clara o más oscura que otra te empalo como a un cerdo.

—¡Jamás, Juan! —dijo el anciano con una sonrisa de felicidad.

—¡Te lo aseguro! ¡Ahora, mira! Aquí y aquí, donde estoy punteando, y con letras de esta altura exactamente, escribes los versículos 31 y 32 de San Lucas 8.

—¡Sí, lo de los cerdos del gadareno! «Y le rogaban que no los mandase ir al abismo, Y había allí un hato de muchos cerdos…» —Fray Martín, naturalmente, se sabía los Evangelios de memoria.

—¡Eso es! Hasta llegar a «… y les dio permiso». Hazlo con mucha calma. Primero me tiene que salir mi Magdalena del corazón.

Fray Martín realizó el trabajo tan perfectamente que Juan robó unos dulces de la cocina del Abad para recompensarlo. El anciano se los comió; después se arrepintió; después se confesó e insistió en hacer penitencia. Ante lo cual el Abad, sabedor de que no había más que una forma de llegar al verdadero pecador, le dio un libro titulado De Virtutibus Herbarum para que lo copiara en limpio. El monasterio de San Illod se lo había pedido prestado a los lúgubres cistercienses, que no son partidarios de las cosas bonitas, y el apretado texto tuvo a Martín ocupado justo cuando Juan lo necesitaba para que le hiciera unas letras espaciadas de forma muy especial.

—Mira, Juan —dijo el sochantre con ánimo de reprobación—. No deberías hacer esas cosas. Ahora Fray Martín está haciendo penitencia por tu culpa…

—No; es por mi Gran San Lucas. Pero ya le he dado al cocinero del Abad lo que se merecía. Me he burlado tanto de él que ya ni siquiera los marmitones lo toman en serio. Ese no va a volver a delatarme.

—¡Muy mal hecho! Y ahora tampoco estás a bien con el Abad. No te habla desde que volviste… No te ha pedido nunca que te sientes a su mesa.

—He estado ocupado. Y como Esteban tiene ojos con los que mirar, lo ha visto. Mira, Clemente, de Durham a Torre no hay bibliotecario que te llegue a la altura de los zapatos.

El sochantre se puso en guardia, pues sabía cómo solían terminar los cumplidos de Juan.

—Pero fuera del Scriptorium…

—Del que nunca salgo —el sochantre estaba excusado incluso de cultivar el huerto, para no estropearse las magníficas manos de encuadernador.

—En todo lo que no pertenece al Scriptorium eres el mayor ignorante de la Cristiandad. Puedes creerme, Clemente; he tropezado con muchísimos ignorantes.

—Siempre me llamas de todo —dijo Clemente con una sonrisa plácida—. Me tratas peor que a un niño del coro.

Se oía a uno de aquellos pobrecillos en el claustro de abajo, que chillaba mientras el chantre le tiraba del pelo.

—¡Dios te bendiga! ¡Es verdad! Pero, ¿te has parado alguna vez a pensar en lo que miento y robo por ti cuando estoy de viaje (y que tú sepas, a lo mejor incluso mato a gente), para traerte tus colores y tus tierras?

—Tienes razón —dijo Clemente, justo y arrepentido—. Muchas veces he pensado que si estuviera yo en el mundo (¡Dios lo impida!), podría ser un ladrón terrible de algunas cosas.

Incluso Fray Martín, inclinado sobre su detestado De Virtutibus, se echó a reír.

* * *

Pero hacia mediados del verano Tomás el enfermero transmitió a Juan la invitación del Abad a cenar en su casa aquella noche, con el ruego que llevara todo lo que tuviera hecho de su Gran San Lucas.

—¿De qué se trata? —preguntó Juan que había estado totalmente inmerso en su trabajo.

—Una de sus cenas «eruditas». Ya has asistido a unas cuantas desde que eres mayor de edad.

—Cierto, y casi siempre son muy buenas. ¿Cómo quiere Esteban que vayamos vestidos?

—Hábito y cogullas. Vendrá un médico de Salerno, un tal Ruggiero, italiano. Es sabio y famoso por su uso de la lanceta. Lleva diez días en la enfermería ayudándome… ¡Es hasta mejor que yo!

—Nunca había oído ese nombre. Pero nuestro Esteban es physicus antes que sacerdos. ¡Siempre!

—Y su dama está enferma desde hace algún tiempo. Ruggiero ha venido sobre todo por ella.

—Ah, ¿sí? Ahora que lo pienso hace tiempo que no veo a la señora Ana.

—Hace algún tiempo que no ves nada de nada. Lleva sin salir de casa casi un mes… Cuando sale, la tienen que llevar en andas.

—¿Tan mala está?

—Ruggiero de Salerno no quiere decir todavía su opinión. Pero…

—¡Que Dios se apiade de Esteban!… Y, ¿quién más va a venir a cenar, aparte de ti?

—Un fraile de Oxford. También se llama Roger. Un filósofo famoso y erudito. Y aguanta muy bien la bebida.

—Tres doctores, si se cuenta a Esteban. En mi experiencia eso significa dos ateos.

Tomás bajó la cabeza, incómodo y farfulló:

—Ese proverbio es impío. No deberías citarlo.

—¡Vamos! ¡No te hagas el santito conmigo, Tomás! Hace once años que eres enfermero de San Illod, y todavía eres hermano lego. ¿Por qué no has tomado órdenes en todo este tiempo?

—Es que… Es que no soy digno.

—Eres diez veces más digno que ese cerdo gordo del nuevo, Enrique o como se llame, que canta las misas de la enfermería. Se te mete con el viático debajo de tus narices cuando los enfermos no tienen más que una debilidad porque acabas de sangrarlos. Y claro, los pobres se mueren… de puro miedo. ¡Y tú lo sabes! He visto el gesto que pones en esas ocasiones. Toma las órdenes, Dídimo. Así tus enfermos dispondrán de un poco más de medicina y un poco menos de misas, y vivirán más años.

—Soy indigno… indigno —con voz triste.

—No lo eres, pero tienes que hacer lo que creas mejor. Y ahora que mi trabajo me deja un poco de tiempo libre, estoy dispuesto a beber con cualquier filósofo de cualquier escuela. Y, Tomás —rogó—, déjame tomar un baño caliente en la enfermería antes de vísperas.

* * *

Una vez terminada la cena, perfectamente cocinada y servida, y quitada de la mesa la finísima mantelería, y recibidas las llaves del Prior con el mensaje de que todo estaba cerrado en el monasterio, y devueltas las mismas llaves con el mensaje «Que así siga hasta Primas», el Abad y sus invitados salieron a refrescarse en el claustro alto por el que llegaron, tras cruzar bajo los tejados de plomo, hasta el Coro sur del lado del triforio. Todavía caía fuerte el sol veraniego, pues eran apenas las seis de la tarde, pero naturalmente la iglesia de la Abadía estaba como siempre en la sombra. Treinta pies más abajo se estaban encendiendo las luces para los ensayos del coro.

—Nuestro chantre no les da descanso —susurró el Abad—. Quedémonos junto a esta columna a ver lo que les está enseñando ahora.

—¡Recordad todos! —llegó la voz del chantre—. Es el alma misma de Bernardo que ataca nuestro mundo de maldad. Hay que ser más rápidos que ayer y decirlo todo con suma claridad. ¡Los de arriba! ¡Empezad!

Empezó el órgano, solo y furioso durante un instante. Después se le unieron las voces en la primera frase vibrante del De Contemptu Mundi.

Hora novissima-tempora pessima… y una pausa de silencio hasta que el sunt de asentimiento salió, como un gemido, de la oscuridad, y la voz de un muchacho, más clara que si fuera una trompeta de plata, devolvió el lento vigilemus.

Ecce minaciter, imminet Arbiter (el órgano y las voces se habían desencadenado juntos, con tono de terror y de advertencia, hasta romper líquidamente en el ille supremus). Después los colores tonales cambiaron para el preludio a Imminet, imminet, ut mala terminet

—¡Basta! ¡Otra vez! —exclamó el chantre, que explicó los motivos en tonos más elocuentes de lo habitual en los ensayos del coro.

—¡Ay! ¡Qué lamentable es la vanidad humana! Se ha dado cuenta de que estábamos aquí. ¡Vámonos! —dijo el Abad.

Ana de Norton, en su silla de manos, tambien había estado escuchando, en un punto más distante del triforio sombrío, junto con Ruggiero de Salerno. Juan la oyó gemir. En el camino de vuelta preguntó a Tomás cómo estaba de salud. Antes de que Tomás pudiera responder, el médico italiano, de facciones agudas, se interpuso entre ellos y dijo:

—Tras nuestra conversación, he creído que era mejor decírselo.

—¿Qué? —preguntó Juan directamente.

—Lo que ya sabía ella —dijo Ruggiero de Salerno, lanzándose a una cita en griego en el sentido de que las mujeres lo saben todo de todo.

—No entiendo el griego —dijo Juan secamente. Ruggiero de Salerno había pasado la cena haciendo citas en griego.

—Entonces os lo diré en latín. Ya lo dijo muy bien Ovidio. Utque malum late solet immedicabile cancer…, pero sin duda ya sabéis el resto, digno señor.

—¡Pobre de mí! El escaso latín que sé es el que he aprendido al oír a los idiotas que dicen curar a mujeres enfermas. Hocus-pocus, pero sin duda ya sabéis el resto, digno señor.

Ruggiero de Salerno se mantuvo en silencio hasta que volvieron al refectorio, cuya chimenea ya se había atizado, y en cuya mesa lateral había recipientes con dátiles, pasas, jengibre, higos y dulces con canela, amén de vinos selectos. El Abad se sentó, se sacó el anillo, lo lanzó, de modo que todos pudieran oír el tintineo, en una copa de plata vacía, alargó los pies hacia la chimenea y contempló el gran rosetón de estuco tallado de la bóveda. El silencio que separa a Completas de Maitines había invadido su mundo. El monje de cuello de toro observaba cómo un rayo de sol rompía en mil colores en el borde de un salero de cristal: Ruggiero de Salerno había reanudado una conversación con Fray Tomás acerca de un tipo de fiebre eruptiva que los tenía absolutamente confundidos en Inglaterra y el extranjero; Juan tomó nota del perfil agudo y —quizá le sirviera como esbozo para el Gran San Lucas— se llevó la mano al pecho. El Abad lo vio e hizo una señal de asentimiento con la cabeza. Juan sacó su punta de plata y el cuaderno de dibujo.

—No… La modestia está muy bien, pero quiero oír tu opinión —exhortaba el italiano al enfermero. Por cortesía para con el extranjero casi toda la conversación se desarrollaba en bajo latín, más formal y más rico que el de iglesia que hablaban entre sí los monjes. Tomás empezó con su manso tartamudeo.

—Confieso que no sé qué pensar de la fiebre, salvo que, como decía Varrón en su De Re Rustica, haya unos animalitos tan pequeños que no se pueden seguir con la vista y que entran en el cuerpo por la nariz y los ojos y crean graves enfermedades. Pero, claro, eso no está en las Escrituras.

Ruggiero de Salerno metió la cabeza hasta los hombros, como un gato enfadado.

—¡Siempre lo mismo! —dijo, y Juan tomó nota de la mueca que hacía con la boca.

—Tú nunca estás parado —dijo el Abad con una sonrisa dirigida al artista—. Deberías descansar cada dos horas para las oraciones, como nosotros. San Benito no era tonto. Dos horas es lo máximo que puede trabajar seguido uno, sea con las manos o con la vista.

—En cuanto a los copistas, sí. Fray Martín pierde seguridad al cabo de una hora. Pero cuando uno está poseído por el trabajo hay que seguir hasta que se le va la inspiración.

—Sí, es el Daimon de Sócrates —murmuró el fraile de Oxford por encima de su copa.

—Esa doctrina lleva a la soberbia —dijo el Abad—. Recuerda: «¿Puede un mortal ser más que su Creador?»

—No hay peligro de justicia —dijo el fraile en tono amargo—. Pero, por lo menos, cabría permitir al hombre que progresara en su arte o su pensamiento. Y, sin embargo, si la Santa Madre Iglesia ve que avanza en cualquier sentido, ¿qué dice? «¡No!» Siempre: «No».

—Pero si los animalitos de Varrón son invisibles —decía Ruggiero de Salerno a Tomás—, ¿cómo podemos encontrar una cura?

—Mediante la experimentación —se volvió de repente hacia ellos el fraile—. Mediante la razón y la experimentación. La una es inútil sin la otra. Pero la Santa Madre Iglesia…

—¡Sí! —Ruggiero de Salerno se lanzó a ese nuevo anzuelo como si fuera una carpa—. Escuchad, señores. Sus obispos —nuestros príncipes— llenan los caminos de nuestra Italia de cadáveres víctimas de su placer o de su ira. ¡Qué hermosos cadáveres! Pero si nosotros —los médicos— osamos ni siquiera levantar la piel de uno de ellos para ver el tejido que Dios ha creado en su interior, ¿qué dice la Santa Madre Iglesia? «¡Sacrilegio! ¡Limitáos a vuestros cerdos y vuestros perros u os quemamos vivos!»

—¡Y no es sólo la Santa Madre Iglesia! —intervino el fraile—. Nos ponen barreras en todas partes. Barreras creadas por las palabras que dijo un hombre que murió hace mil años y que son definitivas. ¿Quién es cualquier hijo de Adán para que su palabra cierre las puertas a la verdad? Y no exceptuaría ni siquiera a Pedro el Peregrino, mi propio gran profesor.

—Ni yo a Paulo de Egina —exclamó Ruggiero de Salerno—. ¡Escuchad, señores! Hay un caso clarísimo. Apuleyo afirma que si un hombre toma en ayunas el zumo del botón de oro o ranúnculo, llamado sceleratus, o sea, lo malvado —esta aclaración con un gesto de condescendencia dirigido a Juan—, su alma abandonará su cuerpo entre risas. Pues bien, esa mentira es más peligrosa que la verdad, por contener una parte de verdad.

—¡Ya se lanzó! —susurró el Abad, desesperado.

—Pues el jugo de esa hierba, como sé por experiencia, quema, inflama y seca la boca. También yo conozco el rictus, o pseudorrisa, que tienen en el rostro los que han perecido por culpa del fortísimo veneno de las hierbas afines a ese ranúnculo. Claro que ese espasmo se asemeja a la risa. Parece, pues, a mi juicio, que Apuleyo, tras ver el cadáver de alguien envenenado con ese producto, se despistó y escribió que el hombre había muerto riéndose.

—Y no se quedó a observar ni a confirmar la observación con la experimentación —añadió el fraile frunciendo el ceño.

El Abad Esteban enarcó una ceja en dirección a Juan.

—Y, ¿qué opinas tú? —le preguntó.

—Yo no soy médico —contestó Juan—, pero diría que es posible que a lo largo de todos estos años los copistas hayan traicionado a Apuleyo. A veces abrevian para ahorrarse trabajo. Supongamos que Apuleyo escribiera que el alma parece abandonar el cuerpo con una risa, tras la ingestión de ese veneno. Por lo menos tres copistas de cada cinco (creo yo) omitirían la palabra «parece». Pues, ¿quién va a discutir lo que dice Apuleyo? Si a él se lo parecía, es que debe ser verdad. Y por otra parte, hasta los niños saben que el botón de oro es muy malo.

—¿Entendéis de hierbas? —preguntó Ruggiero de Salerno secamente.

—No sé más que cuando era niño y estaba en el convento, me hacía llagas en la boca y en el cuello con jugo de botón de oro para no tener que ir a las oraciones por la noche cuando hacía frío.

—¡Ah! —dijo Ruggiero—. Yo no sé nada de esos trucos —y se volvió secamente a un lado.

—¡No importa! Y en cuanto a tus trucos, Juan —dijo con tacto el Abad—, tienes que enseñar a los doctores tu Magdalena y tus cerdos del gadareno y los diablos.

—¿Diablos? ¿Qué diablos? Yo he producido diablos mediante drogas y los he abolido por los mismos medios. Que los diablos sean externos al hombre o inmanentes es lo que no he decidido todavía —dijo Ruggiero de Salerno, todavía airado.

—No lo oséis —exclamó el fraile de Oxford—. La Santa Madre Iglesia crea sus propios diablos.

—¡No siempre! Nuestro Juan ha regresado de España con unos nuevos —dijo el Abad Esteban tomando el pergamino que le habían pasado y depositándolo cuidadosamente en la mesa. Se reunieron a mirarlo. La Magdalena estaba dibujada en una grisalla palidísima, casi transparente, sobre un fondo violento y agitado de diablesas con faz de mujer, cada una de ellas atacada y devorada por su propio pecado peculiar, y, como cabía advertir, todas ellas en furioso combate con la Fuerza que la dominaba.

—Nunca había visto un sombreado gris así —dijo el Abad—. ¿Cómo lo has aprendido?

¡Non nobis! Se me ocurrió solo —dijo Juan, sin saber que se había adelantado por lo menos en una generación al uso de ese medio.

—¿Por qué está tan pálida? —preguntó el fraile.

—Todo el mal ha salido de ella… Ahora puede adoptar cualquier color.

—Ya. Como la luz por el cristal. Entiendo.

Ruggiero de Salerno miraba en silencio, con la nariz casi metida en la página. Por fin se pronunció:

—Así es. Eso es lo que ocurre con la epilepsia: la boca, los ojos y la frente, incluso ese gesto de la muñeca. ¡Todos los síntomas! Necesita reconstituyentes, esta mujer, y después dormir mucho. Nada de zumo de amapola, porque vomitaría al despertarse. Y después… ¡Pero no estoy en mi escuela! —se puso en pie—. Señor mío —dijo—, deberíais pertenecer a nuestra profesión. Porque, por el alma de Esculapio, lo juro: ¡Sabéis ver!

Se estrecharon las manos como iguales.

—Y, ¿qué opináis de los siete diablos? —continuó diciendo el Abad.

Éstos se fundían en cuerpos retorcidos como llamas o como flores, cuyos colores iban del verde fosforescente al púrpura negruzco de la iniquidad más desgastada, en medio de cuya sustancia se podía ver cómo les latían los corazones. Pero, como indicio de esperanza y de la recuperación de una vida más normal, el margen derecho estaba lleno de flores y pájaros primaverales y convencionales, todo ello coronado por un martín pescador posado en un matojo de iris amarillos.

Ruggiero de Salerno identificó las hierbas y se explayó sobre sus virtudes.

—Y ahora los cerdos del gadareno —dijo Esteban.

Juan puso su pintura en la mesa.

Ahora se veían diablos desalojados, temerosos de caer en el vacío, agrupados y lanzándose juntos para forzar la entrada por cualquier orificio en los cuerpos de los brutos que se les ofrecían. Algunos de los cerdos combatían la invasión y se agitaban espumarajeantes; otros cedían a ella, adormilados, como si se les estuviera brindando un masaje de lujo; otros, totalmente poseídos, se lanzaban trotando en piara al lago de abajo. En un rincón, el hombre exorcizado estiraba los miembros sobre los que había recuperado el control, y Nuestro Señor, sentado, lo contemplaba como preguntándose qué haría tras su liberación.

—¡Desde luego que son diablos! —comentó el fraile—. Pero de un tipo completamente nuevo.

Algunos de los diablos eran meros bultos, con lóbulos y protuberancias, con la sugerencia de un rostro demoníaco que atisbaba entre paredes gelatinosas. Y había una familia de diablillos impacientes y globulares que habían reventado el vientre de su madre gesticulante y giraban desesperados hacia su presa. Otros habían adoptado la forma de varas, cadenas y escaleras, solos o en grupo, y se aferraban a la garganta y las fauces de una cerda chillona, de cuya oreja salía la cola cristalina y como un látigo de un diablo que había penetrado en su refugio. Y había diablos granulares y conglomerados, mezclados con la espuma y la saliva donde más feroz era el ataque. Desde allí, la vista se dirigía a los dorsos demencialmente activos de los cerdos que corrían al abismo, a la cara estupefacta del porquero y al terror del perro de éste.

Ruggiero de Salerno dijo:

—Declaro que éstos habían ingerido drogas. Son inconcebibles para cualquier mente racional.

—Éstos no —dijo Tomás el enfermero, que como sirviente del monasterio hubiera debido pedir permiso a su Abad antes de hablar—. Éstos no. ¡Mirad el margen!

El margen de la pintura era una orla de compartimentos o celdas irregulares, pero en equilibrio, donde había sentados, nadando o inmóviles, diablos en blanco, por así decirlo; cosas todavía no inspiradas por el Mal, indiferentes, pero absurdamente fuera del alcance de toda imaginación. Sus formas se asemejaban también a escaleras, cadenas, flagelos, diamantes, capullos abortados o globos fosforescentes y grávidos, algunos casi como estrellas.

Ruggiero de Salerno los comparó a las obsesiones mentales de un eclesiástico.

—¿Malignas? —preguntó el fraile de Oxford.

—Habéis de saber que todo lo que se desconoce es horrible —citó Ruggiero despectivo.

—Yo no. Pero son maravillosos… maravillosos. Creo…

El fraile dio un paso atrás. Tomás se acercó a mirar más de cerca y entreabrió la boca.

—Habla —dijo Esteban, que lo había estado observando—. Aquí todos somos doctores en algo.

—Yo diría, pues —dijo Tomás a toda prisa, como quien se juega la vida con sus palabras— que esas formas de abajo del margen pueden no ser tan diabólicas ni tan malignas como los modelos y los patrones que ha ideado Juan y con los que ha embellecido sus propios diablos entre los cerdos de más arriba.

—Y, ¿qué significa eso? —preguntó adusto Ruggiero de Salerno.

—A mi pobre entender que quizá haya visto esas formas… y sin necesidad de drogas.

—¿Y quién, quién —preguntó Juan de Burgos tras un juramento rotundo e imprudente— te ha dado tanta sabiduría de pronto, indeciso mío?

—¿Sabio yo? ¡Dios lo impida! Pero, Juan, recuerda: un invierno, hace seis años, los copos de nieve que se te fundían en la manga a la entrada de la cocina. Me los enseñaste con un cristalito que hace que las cosas parezcan más grandes.

—Sí. Los moros llaman a esos cristalitos el Ojo de Alá —confirmó Juan.

—Me enseñaste cómo se derretían: tenían seis lados. Dijiste que ésos eran tus modelos.

—Cierto. Los copos de nieve se funden por seis lados. Los he utilizado mucho para el fondo de las orlas.

—¿Copos de nieve vistos por un cristalito? ¿Por arte óptica? —preguntó el fraile.

—¿Arte óptica? Nunca he oído hablar de eso —exclamó Ruggiero de Salerno.

—Juan —dijo el Abad de San Illod en tono imperioso—, ¿era… es verdad eso?

—En cierto sentido —replicó Juan—, Tomás tiene razón. Las formas de los márgenes fueron mi modelo de taller de los diablos de arriba. En mi oficio, Salerno, no osamos drogarnos. Eso mata la mente y la vista. Mis formas son las que se ven honestamente, en la naturaleza.

El Abad le acercó un bol de agua de rosas.

—Cuando estaba yo preso de… de los sarracenos, después de Mansura —empezó a hablar subiéndose una de las largas mangas—, había unos magos, unos físicos, que podían mostrar —y hundió delicadamente el dedo mayor en el agua— todo el firmamento del Infierno, por así decirlo, en un supernaculum así de chico —dijo dejando caer una gotita de agua de la uña pulquérrima en la mesa.

—Pero tiene que ser agua sucia, no limpia —dijo Juan.

—Entonces muéstranoslo todo… todo. Quiero asegurarme… una vez más —dijo Esteban, esta vez en tono oficial de Abad. Juan se sacó del pecho una cajita de cuero pirograbado, de seis o siete pulgadas de largo, en cuyo interior, sobre un forro de terciopelo descolorido, había algo parecido a unos compases incrustados en plata y hechos de madera vieja, con un tornillo en la cabeza que abría y cerraba las patas en fracciones minúsculas. Las patas no terminaban en puntas, sino en forma de cuchara, una espátula perforada con un agujero circundado de metal de menos de un cuarto de pulgada de diámetro, el otro con un agujero de media pulgada. En este último Juan, tras limpiarlo cuidadosamente con un paño de seda, insertó un cilindro metálico que llevaba, según parecía, un trozo de cristal a cada extremo.

—¡Ah! ¡Arte óptica! —dijo el fraile—. Pero, ¿qué es eso de debajo?

Era una planchita móvil de plata pulimentada, no mayor que un florín, que recogía la luz y la concentraba en el agujero más chico. Juan la ajustó sin aceptar la ayuda que le ofrecía el fraile.

—Y ahora vamos a buscar una gota de agua —dijo cogiendo un pincelito.

—Vamos a mi claustro de arriba. Allí todavía da el sol —dijo el Abad, levantándose.

Lo siguieron. A mitad de camino, una gotera de los caños había creado un charco verdoso en una piedra gastada. Cuidadosamente, Juan dejó caer una gota en el agujero más chico de la pata del compás, y tras afianzar el aparato en una barandilla, hizo girar el tornillo en la articulación del compás, atornilló el cilindro, y fue corriendo el eje del espejo hasta quedar satisfecho.

—¡Bien! —miró por el artilugio—. Aquí están todas mis formas. ¡Mirad ahora, Padre! Si no las podéis ver al principio, dad la vuelta en este borde, a la derecha o a la izquierda.

—No se me ha olvidado —dijo el Abad al acercarse—. ¡Sí! Ahí está, igual que en mis tiempos… en mis tiempos de antes. Son infinitos, como me dijeron… ¡Infinitos!

—Se va a ir la luz. ¡Dejadme mirar! ¡Permitidme que también lo mire yo! —rogó el fraile, casi empujando a Esteban para apartarlo del aparato. El Abad se hizo a un lado. Contemplaba el tiempo pasado. Pero el fraile, en lugar de mirar, dio la vuelta al aparato en sus manos hábiles.

—No, no —interrumpió Juan, pues el fraile ya casi estaba destornillándolo todo—. Dejad que mire el doctor.

Ruggiero de Salerno estuvo mirando minutos y minutos. Juan vio cómo le palidecían los pómulos surcados de venitas azules. Por fin dio un paso atrás, como conmocionado.

—Es un mundo nuevo, un mundo nuevo, y ¡qué injusto es Dios! ¡yo ya soy un viejo!

—Y ahora Tomás —ordenó Esteban.

Juan manipuló el tubo para el enfermero, al que le temblaban las manos, y también éste estuvo mirando largo rato.

—Es la Vida —dijo al fin—. ¡No es el Infierno! La vida creada y gozosa: la obra del Creador. Viven, tal como soñaba yo. Entonces no era pecado soñarlo. No era pecado… ¡Ah, Dios mío, no era pecado!

Se hincó de rodillas y empezó histérico a recitar el Benedicite omnia Opera.

—Y ahora quiero ver cómo funciona —dijo el fraile de Oxford volviendo a adelantarse.

—Tráelo adentro. Aquí todo son ojos y oídos —dijo Esteban.

Volvieron en silencio por el claustro, con tres condados ingleses a sus pies bajo el sol del crepúsculo; iglesia tras iglesia; monasterio tras monasterio, celda tras celda, y la masa de una catedral enorme anclada al borde de la teoría de bajíos del atardecer. Cuando regresaron a la mesa se volvieron a sentar, todos menos el fraile, que se acercó a la ventana y se inclinó como un murciélago sobre el objeto.

—¡Ya entiendo! ¡Ya entiendo! —repetía en voz baja.

—No va a estropearlo —dijo Juan. Pero el Abad, que miraba sin ver, igual que Ruggiero de Salerno, no contestó. El enfermero tenía la cabeza apoyada en la mesa, entre las manos temblorosas.

Juan alargó la mano en busca de una copa de vino.

—Una vez me mostraron —dijo el Abad, hablando solo—, cuando estaba yo en El Cairo, que el hombre se halla siempre entre dos infinitos: el de la grandeza y el de la pequeñez. Por consiguiente, no hay final… ni de la vida… ni…

—Y yo estoy con un pie en la tumba —renegó Ruggiero de Salerno—. ¿Quién se apiada de mí?

—¡Silencio! —dijo Tomás el enfermero—. Esas pequeñas criaturas serán santificadas… santificadas al servicio de sus enfermos.

—¿Para qué? —Juan de Burgos se secó los labios—. No hace más que mostrar la forma de las cosas. Da imágenes muy buenas. Me lo dieron en Granada. Me dijeron que lo habían traído del Oriente.

Ruggiero de Salerno rió con la malicia del anciano:

—¿Y la Santa Madre Iglesia? ¿Nuestra Santísima Madre Iglesia? Si llega a sus oídos que hemos espiado su Infierno sin su consentimiento, ¿qué hará de nosotros?

—Mandarnos a la hoguera —dijo el Abad de San Illod y después, levantando un poco la voz—: ¿Has oído eso? Roger Bacon, ¿has oído eso?

El fraile se dio la vuelta apretando más los compases en sus manos.

—¡No, no! —exclamó—. Con Falcodi no, con nuestro Foulkes de corazón inglés hecho Papa, no. Es un sabio, es un erudito. Lee mis obras. Foulkes nunca lo permitiría.

—El Santo Padre es una cosa y la Santa Madre Iglesia es otra —entonó Ruggiero.

—Pero yo… Yo puedo atestiguar que no es cosa de magia —continuó el fraile—. No es nada de magia, sino de arte óptica, de una sabiduría obtenida mediante pruebas y experimentaciones, os digo. Puedo demostrarlo, y mi… mi nombre tiene un cierto peso entre los hombres que osan pensar.

—¡Ponte a buscarlos! —graznó Ruggiero de Salerno—. Habrá cinco o seis en todo el mundo. Juntos sus cenizas pesarían menos de 50 libras en la hoguera. Ya he visto cómo se… reducía a hombres así.

—¡No voy a renunciar a esto! —dijo el fraile, con la voz rota por la tensión y la desesperación—. Sería pecar contra la Luz.

—¡No, no! Santifiquemos a los animalitos de Varrón —dijo Tomás.

Esteban se inclinó hacia adelante, sacó el anillo de la copa y se lo volvió a colocar en el dedo.

—Hijos míos —dijo—, hemos visto lo que hemos visto.

—Que no es magia, sino simple arte —persistió el fraile.

—Da lo mismo. A los ojos de la Santa Madre Iglesia hemos visto más de lo que está permitido al hombre.

—Pero era la vida, creada y gozosa —dijo Tomás.

—El mirar el Infierno, que es lo que se dirá de nosotros, lo que se probará de nosotros, el haberlo mirado, es cosa sólo de sacerdotes.

—O de vírgenes enfermizas en la vía de la santidad, que si te pudieran decir las parteras…

La mano medio levantada del Abad cortó el estallido de Ruggiero de Salerno.

—Y ni siquiera los sacerdotes pueden ver más del Infierno de lo que la Iglesia sabe que éste contiene. Juan, hay que respetar a la Iglesia tanto como a los diablos.

—Mi oficio es el exterior de las cosas —dijo Juan pausadamente—. Tengo mis modelos.

—Pero quizá hayas de volver a mirar en busca de más —dijo el fraile.

—En mi oficio, una cosa ya hecha no se repite. Después buscamos nuevas formas.

—Y si traspasamos los límites, aunque sea con el pensamiento, quedamos expuestos al juicio de la Iglesia —continuó el Abad.

—Pero tú sabes… ¡sabes! —volvió al ataque Ruggiero de Salerno—. Aquí está todo el mundo sumido en la oscuridad acerca de las causas de las cosas… desde la fiebre que hay en las casas de enfrente hasta la enfermedad que roe a tu dama, a tu propia dama. ¡Piénsalo!

—¡Ya lo he pensado, Salerno! Claro que lo he pensado.

Tomás el enfermero volvió a levantar la cabeza, y esta vez no tartamudeó en absoluto:

—Al igual que en el agua, deben de pelear y matarse entre sí en la sangre. Llevo diez años soñando y creía que era pecado, ¡pero mis sueños y los de Varrón son ciertos! ¡Volved a pensarlo! ¡Tenemos la Luz al alcance de la mano!

—¡Apágala! Tú no aguantarías el fuego mejor que… que cualquier otro. Te voy a exponer el caso tal como lo haría la Iglesia. Como lo haría yo mismo. Nuestro Juan vuelve de tierra de moros y nos muestra un infierno de diablos enfrentados en el espacio de una gota de agua. ¡Magia indisputable! ¡Ya oigo crepitar la leña!

—¡Pero tú lo sabes! ¡Tú ya lo habías visto antes! ¡Por amor a la pobre humanidad! ¡Por nuestra amistad de siempre, Esteban! —el fraile trataba de meterse los compases en el seno mientras hablaba.

—Lo que sabe Esteban de Sautré también lo sabéis vosotros, sus amigos. Ahora quiero que obedezcáis al Abad de San Illod. ¡Dámelo! —y alargó la mano en la que llevaba el anillo.

—¿Puedo… podría nuestro Juan… hacer un dibujo aunque sea de uno de los tornillos? —preguntó apenado el fraile.

—¡Nada de eso! —Esteban tomó el instrumento—. Tu daga, Juan. No hace falta que la desenvaines.

Desatornilló el cilindro de metal, lo puso en la mesa y con el pomo de la daga rompió el cristal hasta reducirlo a un polvo centelleante, que recogió en una mano y echó a la chimenea.

—Parecería —dijo— que la opción está entre dos pecados. Negar al mundo una Luz que está a nuestra mano o iluminar al mundo antes de tiempo. Lo que habéis visto, ya lo había visto yo entre los médicos de El Cairo. Y sé de qué doctrina lo tomaron. ¿Tú has soñado, Tomás? Yo también, y con más conocimiento de causa. Pero este nacimiento, hijos míos, es prematuro. No hará sino causar más muertes, más torturas, más divisiones y más oscuridad en esta edad ya tan sombría. Por ello yo, que conozco tanto mi mundo como la Iglesia, cargo con esta decisión sobre mi conciencia. ¡Idos! Esto se ha acabado.

Lanzó la parte de madera de los compases en medio de los troncos de arce hasta que el fuego lo consumió todo.