XIII

UN DÍA me fui a París y, más por aburrimiento que por interés, visité uno de los muchos locales nocturnos que hay en el barrio de Montmartre, delante de cuyas puertas hacen guardia falsos cosacos intentando atraer a los auténticos americanos para que entren allí. Cansado y casi molesto por mi propia estupidez, me senté allí y observé a las parejas que bailaban. De pronto vi a la señora Gwendolin. ¡Era ella! Sin duda alguna. En brazos de un gigoló con el pelo negro engominado y aplastado contra el cráneo, bailaba una de esas danzas que llaman de Java. Aquel hombre no podía ser más que Lakatos. Es decir, el Lakatos de Budapest es un prototipo, no una persona. No tenía que ser necesariamente el viejo Lakatos de la habitación 32.

De repente, su mirada se encontró con la mía. Dejó plantado a su compañero de baile y se acercó a mi mesa. Sana, alegre, sonriente. Una diosa. Sin querer me agaché, para verle las piernas. Estaban sanas, impecables, envueltas en unas medias de seda de color gris claro.

«Le sorprende, ¿verdad doctor?», dijo. «Me sentaré un poco con usted».

Se sentó.

«¿Dónde está su marido?», le pregunté. «¿Por qué no escribe?».

Obedeciendo a una orden, dos grandes y brillantes lágrimas, dos centinelas del luto, asomaron a sus ojos.

«¡Ha muerto!», dijo. «Por desgracia se suicidó. Por una tontería».

Sacó el pañuelo y al mismo tiempo un espejo de su pequeño bolso de mano.

«¿Cuándo?».

«Hace dos años».

«¿Y cuánto hace que está usted curada?».

«Año y medio».

«¿Y ese con el que está usted aquí es su nuevo marido?».

«Mi prometido, el señor Lakatos. Un húngaro, un espléndido bailarín, como tal vez haya podido apreciar».

¡Ah, el gusano!, pensé y exclamé: «¡La cuenta!». Pagué rápidamente y dejé a la mujer allí sentada. Sin despedirme, me marché de allí.

Muchas, muchas mujeres pasaron junto a mí. Algunas me sonrieron.

Sonreíd, pensé. Sonreíd. ¡Girad, meceos, compraos sombreritos, medias, baratijas! La vejez se os aproxima a toda velocidad. Un añito más o dos, y ningún cirujano del mundo podrá ayudaros, ningún fabricante de pelucas. Deformes, resentidas, amargadas, no tardaréis en iros a la tumba. Y más abajo aún, al infierno. Sonreíd. ¡Sonreíd!