XI

CUATRO SEMANAS después, se presentaron los dos de improviso en mi consulta. Mejor dicho, primero entró mi amigo con precipitación. Había ocurrido algo espantoso. Con frases entrecortadas me lo contó. Habían tenido una de sus disputas habituales. La mujer intentó mentir. Él mencionó e incluso mostró las llamadas «pruebas irrefutables». Su mujer tomó la decisión, naturalmente entre lágrimas, de marcharse a Londres para siempre. Las maletas estaban hechas, el billete pagado. Una hora antes de la salida del tren se presentó en la fábrica. El «último adiós». Lo de siempre. No hace falta decir que llevaba flores. No se imagina usted hasta qué punto la vida es una copia miserable de las malas novelas. O, como verá en seguida, de los tratados de medicina. Ella se comportó de una manera muy rara. Cayó de rodillas y le besó la punta de los zapatos. Mi amigo no pudo zafarse. Y ella además le pegó en la cara. Acto seguido cayó al suelo, tan tiesa como si fuera un maniquí. Era imposible levantarla. Estaba pegada a la alfombra, como soldada a ella. Después le habían dado convulsiones. La habían llevado a casa, consultado a varios médicos, más tarde la habían acompañado a Viena, a los más eminentes. Su estado es casi invariablemente malo, dijo mi amigo, pero dentro de la enfermedad se dan algunos cambios. Tan pronto tiene un brazo paralizado, tan pronto una pierna. A veces le tiembla la cabeza, otras un párpado. Durante días enteros no puede comer nada. Vomita sólo con ver los alimentos. En un par de ocasiones tuvieron que llevarla a la iglesia en una camilla. Quería rezar. Está enfadada con su marido. En su opinión, él es el causante de sus males.

Mi pobre amigo se consideraba de hecho el culpable. «La he destruido», dijo. «¡Yo tengo la culpa! Todo lo que ha hecho, lo ha hecho por mi culpa. Yo estaba sordo y ciego. A una mujer joven no se la deja sola. ¿Qué podía haber hecho, durante días y noches enteras, sin mí? ¡Y con qué brutalidad le he ajustado las cuentas! En realidad no me ha dolido nada en absoluto. Tan sólo mi mezquino orgullo se sintió herido. La humillada, la estúpida vanidad del hombre. Ningún médico puede ayudarla. ¡Sólo usted, amigo mío! Quiero que me disculpe por todo».

«Tampoco yo puedo ayudarla, mi querido y pobre amigo», dije. «Sólo ella misma puede ayudarse, si quiere. Pero está enferma precisamente porque no quiere ayudarse a sí misma. En medicina lo llamamos la “huida hacia la enfermedad”. Francamente, se trata de un ejemplo perfecto de ese fenómeno patológico. Sólo se puede hacer una cosa. Sálvese usted. Meta a su mujer en un buen sanatorio».

«¡Jamás!», gritó. «Nunca la abandonaré».

«Bien», dije yo. «Como quiera. Vamos a examinarla».

Me recibió con una sonrisa encantadora y a su marido con una mirada de severidad. Una actriz de talento no lo habría hecho mejor. Su ojo derecho brillaba radiante frente a mí. El izquierdo enviaba lúgubres rayos contra mi amigo. Hasta el día anterior sus miembros eran presa de los espasmos. Aquel día sólo pudo darme la mano izquierda, porque la derecha estaba rígida. ¿Y las piernas? Sí, las piernas aquel día estaban bien. «¡Levántese!», le ordené con el mismo tono con el que ejerciendo como médico militar tenía que hablar a los soldados. Se irguió. «¡Venga hasta el piano! ¡Vamos a tratar de tocar alguna pieza!». Se acercó al piano. Nos sentamos. Y entonces ofrecí a mi amigo un sacrificio sin precedentes. ¡Imagínese usted! Yo, yo me puse a tocar… Bueno, ¿qué cree usted que toqué? ¡A Wagner! ¿El qué? «El coro de los peregrinos». Y la mano derecha de su mujer se movió. «¡Wagner es un gran maestro!», dijo cuando terminamos. «¡Sí, señora! Como remedio para damas enfermas es insuperable», respondí.

«¡Es usted el único médico en el mundo capaz de curarla!», exclamó mi amigo muy contento. Figúrese usted, no se había dado cuenta de que era la primera vez en mi vida que yo tocaba algo de Wagner.

Una mujer puede hacer eso, ¡y mucho más! Desde aquel momento sólo me dejó descansar un par de veces al día. A mi amigo, ni una sola. Nos sentábamos día tras día y noche tras noche junto a ella. Mejor dicho, a su alrededor. En los breves periodos en los que pude quedarme solo o en los que trataba a mis otras pacientes, mi amigo no tuvo una vida fácil. Me di cuenta de con cuánta devoción me esperaba. Cuando llegaba yo, me abrazaba y se quedaba un buen rato conmigo en la antesala. Yo sabía muy bien cuánto añoraba quedarse conmigo a solas, dos horas, una tarde. Y notaba cómo palpitaba su corazón. Su pobre y atemorizado corazón. El corazón de un esclavo, al que su dueña puede estar esperando amenazadora. Y cuando más tarde entrábamos en la habitación, su mujer invariablemente preguntaba: «¿Qué hacíais ahí fuera tanto tiempo? ¡Así que hace calor! ¡El doctor no lleva abrigo! ¿Qué me estáis ocultando? ¡Dios mío! Siempre me engañan».

Un día no pude evitar contestarle: «A todos nos llega el turno…». Y aquel mismo día se vengó. Su pie izquierdo se quedó rígido, frío, y tuve que pasarme una hora entera frotándolo. Mi amigo se encontraba a la cabecera de su cama y le acariciaba el pelo. No hablamos una sola palabra.

Cuando el pie izquierdo ya casi había recuperado su calor, le pregunté a mí amigo: «¿Y qué hay de su fábrica?». «¿Fábrica? ¿Qué fábrica?», exclamó la enferma. «Tranquilízate», dijo el marido. «El doctor se refiere a mi fábrica. Hace tiempo que la vendí, querido amigo. Vivimos de las rentas».

Un día y otro se repetían escenas como ésa. A veces salíamos los tres juntos. En ese caso llevábamos, no, arrastrábamos a la mujer en el centro, entre los dos. La dulce carga colgaba de nuestros brazos. Comíamos, bebíamos y guardábamos silencio.

En una ocasión recuerdo que fuimos a un salón de baile. Ya sabe usted que no me apasiona bailar. Odio cualquier clase de exhibicionismo, y en eso, a decir verdad, es en lo que se ha convertido el baile desde que terminó la guerra. Ya que una vez, aunque fuera tan sólo una y por causa de mi amigo, había tocado algo de Wagner con su mujer, decidí que también bailaría con ella. ¡Qué no tendrá que hacer un ginecólogo! En fin, bailamos. Y en mitad de la canción, ella me susurró: «Te quiero, doctor. Sólo te quiero a ti». Por supuesto, no contesté. Y cuando regresamos a la mesa, le dije a mi amigo: «Su mujer acaba de declararme su amor. Soy el único médico al que ama».

Al cabo de un par de días, cuando la temporada tocaba a su fin, le aconsejé a mi amigo que se marchara a Inglaterra con su mujer, a casa de sus suegros, y que al año siguiente, cuando él quisiera, volviera de nuevo a verme.

«El año que viene regresaremos curados», dijo. Y se marcharon a Londres.