IX

ENTONCES ESTALLÓ la guerra.

Mi amigo —era teniente de la reserva del noveno regimiento de dragones— se incorporó a filas el primer día de la movilización. Su regimiento se encontraba en la frontera rusa. La señora Gwendolin vino a nuestra ciudad, a casa de los padres de mi amigo, pertrechada con una carta de recomendación para mí. En la carta mi amigo me pedía que me llevara a su mujer al balneario durante la próxima temporada y que —así decía literalmente— cuidara de ella.

Entonces se contaba, como usted sabe, con una campaña de algunos meses. Yo por mi parte presentí que duraría años. También supe que no me sería posible «cuidar» de aquella mujer, aunque hice lo que se me había pedido. Cuando empezó la temporada, la llevé conmigo. Pues bien, por desgracia recibí en seguida, esto es, poco después de que hubiera comenzado la temporada, la orden de incorporarme a filas como médico de la reserva. Dejé a la señora Gwendolin bajo la protección de uno de mis colegas, quien por un defecto físico —tenía joroba— estaba exento del servicio militar.

Sólo al cabo de dos años —estuve trabajando en un hospital para enfermos de tifus y yo mismo me contagié— pude regresar a la retaguardia. Por las mañanas, trabajaba de uniforme como médico de la reserva y examinaba a los soldados enfermos. Por las tardes, trataba a unas pocas mujeres enfermas, cuyos maridos estaban la mayoría en el frente y a las que con la conciencia tranquila podría haber dejado en manos de mis soldados convalecientes para que las sometieran a un tratamiento menos decoroso. Aquélla fue una época propicia para las damas. Un Lakatos, el hombre al que yo había visto salir en otro tiempo de la habitación de la mujer de mi amigo, era un huerfanito frente a aquellos robustos campesinos venidos de Bosnia, Herzegovina, Croacia o Eslovenia. Las magníficas fuentes termales de nuestro balneario jamás tuvieron unos efectos terapéuticos tan espléndidos como en la época de la guerra, durante la cual los bravos soldados aguardaban su restablecimiento en nuestro salón.

Por supuesto, la señora Gwendolin estaba allí… Parecía haberse olvidado de su patria, la hostil Inglaterra, de sus orígenes. Lo más probable es que la virilidad en extremo multicolor del ejército austrohúngaro extinguiera en su hermoso pecho cualquier sentimiento a favor de Inglaterra. Se había convertido en una austríaca patriota. No es de extrañar. El amor es lo único que determina el comportamiento de las mujeres.

Cuando la guerra tocó a su fin, mi amigo regresó, todavía enamorado y como todo hombre enamorado convencido de que su mujer le había sido fiel. Pues bien, no necesito decirle que la señora Gwendolin estaba bastante irritada por el final de la contienda, y tal vez también por el regreso de su marido. Se le echó al cuello con la soltura que había adquirido en el transcurso de los años que duró la guerra y que mi amigo, claro está, confundió con la pasión que sentía hacia él.

La monarquía austrohúngara había dejado de existir. Mi amigo, que incluso en aquella Austria reducida y transformada podría haber continuado su carrera, pues en el fondo sentía pasión por la diplomacia, abandonó la profesión. Tenía dinero suficiente. También los padres de su mujer eran lo suficientemente ricos. Y decidió dedicar su vida a la señora Gwendolin.