EL DOCTOR Skowronnek hizo una pausa, miró la hora que era, pidió un coñac y dijo:
—Soy consciente de que me estoy extendiendo mucho. Tenga paciencia, la verdadera historia viene ahora.
Se bebió el coñac y prosiguió:
—Los hechos de los que acabo de hablarle sucedieron en el año 1910. Se acordará usted de aquella época. Hubo tumultos en los Balcanes. Mi amigo en Belgrado no tenía un puesto nada fácil. Sus cartas fueron escaseando cada vez más. Dos o tres veces al año visitaba a sus padres. Yo sólo le veía fuera de la temporada que pasaba en el balneario, es decir, cuando por casualidad venía en invierno, porque yo seguía viviendo en aquella ciudad de mediano tamaño en la que empecé a practicar la medicina, y hasta que no llegaba la primavera no me trasladaba al balneario.
»Las visitas de mi amigo eran tan breves que apenas teníamos tiempo para ir a un concierto, por no hablar de tocar juntos algo de música. Las pocas tardes que nos vimos, preferimos aprovecharlas para charlar. Sin embargo, en el transcurso de aquellos años no volvimos a tener una verdadera conversación. La música nos había hecho amigos, y sin ella, así lo sentí yo entonces claramente, el corazón de mi amigo, discreto por naturaleza, se encogía. Nos sentábamos muy cerca el uno del otro, pero como separados por una pared de hielo. Nuestras miradas se esquivaban. Y cuando alguna vez se cruzaban durante un segundo, era casi como un roce corporal, afectuoso, aunque fugaz. “Si supieras”, parecían decir sus ojos. Y los míos preguntaban: “Vamos, ¿qué ha ocurrido?”. No había nada que hacer. Nos faltaba la música. Sólo ella era el fuego que había hecho que nuestra amistad fructificase. Mi amigo estaba avergonzado. Yo lo sabía. A una persona distinguida no hay nada que le impida más poderosamente hablar y decir lo que le ocurre que la vergüenza. Cuando un hombre distinguido se avergüenza, guarda silencio, oculta incluso lo que es importante… Y la vergüenza puede llevarle hasta la más vulgar de todas las debilidades humanas. A la mentira. Sí, un par de veces tuve la sensación de que mi amigo mentía, pero usted me conoce: no soy un moralista. Es decir, no juzgo a los hombres por sus acciones o por lo que dicen, sino por los motivos de sus acciones y de sus palabras. De modo que hice como que tomaba sus mentiras por la pura verdad, aunque se dio cuenta de que yo mentía tanto como él. Fueron unas conversaciones penosas.
»Su rostro se había transformado. Tenía, a pesar de su juventud, las sienes ligeramente encanecidas, y su piel, en lugar de un color sano y tostado, se había vuelto pálida y amarilla. El brillo que en otro tiempo despedían sus hermosos ojos claros estaba empañado por una veladura de color gris, la veladura gris de la mentira. Después de cada una de las visitas que me hizo en el transcurso de aquellos años, me pareció que sus hombros se habían vuelto más estrechos y caídos. Su espalda, más encorvada. Sus brazos, más fláccidos. Siempre le preguntaba por su mujer. Entonces empezaba a contar cosas de ella, tantas que con razón me llevó a pensar que callaba aún más de lo que contaba. Era como una persona que se empeña en cubrir la desnudez con muchos trajes, con demasiados trajes y abrigos. La señora Gwendolin, de haber creído yo a mi amigo, era buena, apacible, fiel, seria y al mismo tiempo traviesa, un demonio chispeante y un hada bondadosa, un ama de casa y una bailarina incansable, seductora y extraordinariamente discreta, una dama y una muchacha dulce. En suma, la esposa perfecta para un diplomático.
»“¿Y qué ha sido del gusano?”, preguntaba yo de vez en cuando, recordando la descarada respuesta del camarero del hotel Imperial. “Mi mujer está completamente curada”, decía mi amigo. Yo no lo dudaba. De su salud a fin de cuentas yo nunca había dudado. Yo el que menos.