VII

APROXIMADAMENTE UNA semana después mi amigo me escribió desde Belgrado, diciéndome que no debía olvidar el cumpleaños de su mujer. Era el 1 de mayo, una fecha fácil de retener en la memoria. A primera hora de la tarde, antes de que comenzara mi consulta, me dirigí con un imponente ramo de rosas rojas hacia el hotel Imperial con la intención de visitar a mi protegida. La verdad es que quise dejar las flores abajo, en recepción. No sé si a usted le ocurre lo mismo. En cualquier caso, a otros hombres les pasa más o menos lo mismo que a mí: me veo ridículo con un ramo de flores en la mano. Un hombre que se tenga en algo no debería llevar flores. Pero se trataba de la mujer de mi amigo, de mi protegida, mi paciente, una criatura que aquel día cumplía años. De modo que decidí colocarme el ramo bajo el brazo y subir en el ascensor. Hice que me anunciaran en el primer piso. Vi cómo un camarero vestido de librea llamaba a la puerta de la señora Gwendolin. Una vez, dos, tres. No hubo respuesta. «Quizá la dama esté durmiendo… O bañándose», dije. «No», respondió el camarero encargado de aquella planta. «Acabo de subirle una botella de champán, con dos copas». «¿Tiene visita?». «Ciertamente», dijo el camarero. «El caballero de la número 32». «¿Y ése quién es?». «El joven abogado de Budapest, el señor Jeno Lakatos».

No necesitaba saber más, aunque aquella fuera mi primera temporada en el balneario. Yo no era un pardillo, como decimos aquí. Sabía lo que los jóvenes abogados de Budapest buscaban en los balnearios para mujeres. En general, en principio, por así decirlo, no tenía nada en contra, pero en este caso se trataba de la mujer de mi amigo, de la que en cierto modo era responsable. Sí, yo mismo me sentí engañado en su lugar. Me he quedado soltero. Pero sé por experiencia que no necesitamos casarnos si tenemos amigos que lo están. De alguna manera es como si uno se casara con las mujeres de todos sus buenos amigos, como si uno se separara cuando ellos lo hacen de sus mujeres y como si a uno le engañaran las mujeres de sus amigos al hacérselo a ellos… Cuando no da la casualidad de que sea uno mismo el hombre con el que ellas engañan al amigo.

De modo que allí estaba yo, sin saber qué hacer, en un elegante corredor de hotel enlucido de un blanco deslumbrante, sobre una larga alfombra de color rojo oscuro. Perplejo, y todavía con el ramo de flores bajo el brazo, miré al camarero vestido con aquel frac azul. Ridículo, ¿verdad? Me pareció que las hermosas flores se marchitaban en mi cadera, que lo que sujetaba ya no eran más que cadáveres de rosa. Decidí volver abajo. Entonces la puerta se abrió de repente. Y por ella salió, aunque al principio lo hizo de espaldas, el Lakatos de la 32. De modo que primero le vi por detrás, pero aquello me bastó. Una pequeña y redonda cabecita con el cabello brillante, negro y engominado. Como si la naturaleza por sí misma fabricara pelucas. Un enorme torso cuadrado, una especie de aparador vestido. Y debajo, la parte del cuerpo que no se nombra, al menos seis veces más ancha que la cabeza. Pantalones de color gris claro, zapatos amarillo chillón. Así era Lakatos. Por la puerta a medio abrir lanzaba besitos con la mano hacia la habitación, reprimiendo la risa, se inclinó, cerró por fin la puerta, se volvió… Y se encontró con el camarero y conmigo. Su rostro, compuesto exclusivamente por unos ojillos oscuros como botones, una naricilla y un bigote negro como la pez, parecía de cera, una cera rojiza. Su piel no tenía color, sino una especie de afeite. Además, en absoluto se sonrojó. Se limitó a dedicarnos una sonrisa. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y se dirigió hacia su habitación, la número 32. Cómo me hubiera gustado darle en toda la cara con mi imponente ramo de rosas. Así habría sabido por qué por primera y última vez en mi vida cargué con unas flores. Pero tenía que ir a ver a la señora Gwendolin para felicitarla por su cumpleaños.

En un arrebato de insensato desconcierto le dije al camarero: «¡La señorita está muy enferma! Tiene un gusano».

«Claro que sí, doctor», dijo el muy pillo. «Acaba de salir en este momento».