LA MUJER se mostró de acuerdo con el plan. En marzo, mi amigo se marcharía a Belgrado. En abril, ella vendría al balneario. Tratada por mí y fortalecida por las milagrosas fuentes termales de nuestros baños, tal vez con otra mentalidad, estaría en disposición —eso esperaba mi amigo— de reunirse con él en Belgrado sin sentir nostalgia por su casa ni preocupación alguna.
Pues bien, vea usted, hay pocas mujeres en el mundo con las que se pueda concertar algo en firme. No es que falten a su palabra o que quieran engañar a propósito. ¡No! Su constitución no soporta llegar a un acuerdo definitivo. Y cuando están decididas a atenerse a lo acordado, su cuerpo, sin que ellas mismas lo quieran, se defiende. Y ellas simplemente se ponen enfermas.
La mujer de mi amigo en modo alguno se contaba entre las pocas mujeres con las que se puede acordar algo en firme. Era más bien de las que se ponen enfermas, es decir, de ésas cuyo cuerpo se defiende frente a sus rectos propósitos. Y de hecho cayó enferma justo el día antes de que mi amigo partiera hacia Belgrado. No ella misma, entiéndame bien. Su constitución no quiso atenerse a lo inevitable. ¿Que qué le pasaba realmente? Sólo Dios puede saberlo. Él fue quien creó a Eva. Un ginecólogo rara vez sabe lo que le ocurre a una mujer.
Empezó con el estómago y los órganos femeninos colindantes. Los médicos londinenses acordaron a toda prisa, como suele suceder en estos casos, que se trataba de una apendicitis. Mi amigo solicitó un aplazamiento de dos días y le fue concedido. Operaron a su mujer. Su apéndice, como ocurre con uno de cada dos apéndices que se extraen, estaba por supuesto inflamado. (El suyo, el mío, también lo están). Tanto los médicos como mi amigo creyeron que la habían salvado de un grave peligro de muerte. Feliz, como cualquier enamorado, de que el ser al que amaba se hubiera salvado, mi amigo se marchó a Belgrado para hacerse cargo de su nuevo puesto.
No obstante, se mantuvo lo convenido. Hacia mediados de abril, la señora Gwendolin vino al balneario. Por supuesto, fui a recogerla a la estación. Tenía el aspecto de una diosa, una diosa sin apéndice, convaleciente. Sufría y triunfaba al mismo tiempo, y de su convalecencia sacaba todo tipo de fuerzas para su triunfo. Huelga decir que tardé una media hora en recoger y apilar todos los baúles. Eran unos doce. Con vestidos y ropa interior suficiente como para equipar a veinte mujeres durante dos o tres años. Llevé a la señora Gwendolin al hotel Imperial y le pedí que por la mañana acudiera a mi consulta.
Vino, la examiné. Me acuerdo perfectamente de aquella revisión, no sólo porque Gwendolin era la mujer de mi amigo, sino también porque fue una de mis primeras pacientes. El apéndice no estaba. Se veía la incisión, pero la mujer afirmaba que habían «olvidado algo dentro». Tenía hambre, mareos, sentía dolores en el corazón, en el estómago, contracciones, y una vez más hambre. Síntomas propios del embarazo, como usted sabe. Pero no, ella no estaba embarazada. Casi se puede decir que es lo único que un ginecólogo puede determinar con cierta seguridad. No estaba embarazada. Tras algunas consideraciones llegué a la conclusión de que padecía la más banal de las enfermedades. Aquella dama hermosa y elegante —nada humano le es ajeno al ser humano— tenía por desgracia una solitaria.
Pero ¿cómo iba a decírselo sin ofenderla? Al principio empecé a hablarle de parásitos, primero de los que son inofensivos, después de los que resultan peligrosos y le describí la tenia como uno de los peores enemigos de la belleza femenina. Cuando por fin conseguí que no tuviera más remedio que considerar a su gusano como algo extremadamente interesante, empecé con las prescripciones, la dieta y las medicinas. Y nunca antes, desde que existen las tenias, hubo ninguna que fuera tomada tan en serio como aquélla. Para la señora Gwendolin se trataba de un personaje singular. Achacaba todos sus antojos y debilidades a su influencia. Así por ejemplo venía a verme por la mañana y me decía: «Imagínese, esta noche él me despertó. ¡Quería champán a toda costa!». Al decir «él» se refería por supuesto al gusano. Y en otra ocasión: «Quería quedarme en casa, tal y como usted me aconsejó que hiciera, doctor, pero él no quiso. Me provocó náuseas. Tuve que salir, ir a bailar». Y así sucesivamente. Tenía en más al gusano que a su marido. Él la tentaba. Él la absolvía. Él era su héroe. Él le daba todo lo que una mujer como ella necesitaba: penas, debilidades, placer, antojos. La dejaba bailar, beber, comer. Aquel gusano disculpaba todo lo que estuviera prohibido. Digamos que cargaba sobre su conciencia todos los pecados que ella cometía. Y una semana después, incluso uno de verdad.
¿Estará usted de acuerdo conmigo si le digo que podría ser el único médico del mundo que ha tratado una lombriz como ésa? Hablando con franqueza, una serpiente.