V

DESCONOZCO LAS reglas internacionales o las costumbres de la diplomacia, pero creo que no es corriente que un diplomático se case con una mujer del país en el que hace las veces de representante del suyo. Hay excepciones. He oído hablar de algunas. Por supuesto, mi amigo no era una de ellas. Nuestro embajador por entonces debía de ser un hombre de un formalismo severo. Mi amigo, por haberse casado con una inglesa, tuvo que abandonar Londres. Su nuevo destino fue nada menos que Belgrado.

No he mencionado que la esposa de mi amigo era hija única. Como sabe, los ingleses viajan mucho, por todo el mundo, incluso conocen los diferentes países mejor que el resto de los europeos occidentales, pero se resisten a enviar a sus hijas a regiones inhóspitas. Cualquier país merece una visita más breve o más larga, hasta la menos hospitalaria. Pero su residencia habitual siguen conservándola en Inglaterra, o al menos en una de las mejores colonias inglesas. Lo más probable es que los suegros de mi amigo no hubieran puesto ninguna objeción en el caso de que él se hubiera marchado por ejemplo a la India. Serbia sin embargo les inspiraba verdadero terror. También a la señora Gwendolin, Belgrado le daba un miedo indecible y se negó a ir allí, mientras mi amigo insistía para que le acompañara. A sus suegros, protestantes convencidos y conocedores de la Biblia, les citó la célebre frase según la cual la mujer debe seguir al marido donde quiera que vaya. En vano. Se produjo el primer conflicto serio. Mi amigo se marchó a Viena. En el Ministerio del Interior hizo todo lo posible para conseguir que le trasladaran a París o por lo menos a Madrid. En vano. Había otros por delante. En la vieja Austria había, como usted sabe, muchos con muy buenos padrinos. París, Madrid, Lisboa, estaban dadas. De hecho, era verdad que se necesitaba un hábil consejero de legación en Belgrado. Allí uno podía hacer méritos. El jefe de negociado en el Ministerio, el barón S., supo apreciar las cualidades de mi amigo, además de que estaba un poco preocupado por su carrera. Resumiendo, que fue imposible. Había que ir a Belgrado.

Por casualidad —mejor dicho, no por casualidad, porque no creo en las casualidades—, en abril de aquel año tuve que incorporarme por primera vez a mi puesto como médico de balneario. Dejé mi consulta. Cerramos en febrero. Entre otros veinte médicos sin especializar, sin duda unos pobres diablos como lo era yo mismo por entonces, la administración del balneario me escogió precisamente a mí. Supe apreciar esa suerte. En seguida informé a todo el mundo y, desde luego, también a mi amigo en Londres. Me escribió diciendo que le parecía magnífico. Y que como tenía que irse a Belgrado en marzo, su mujer podría quedarse hasta el mes de abril en Londres, para venir después al balneario, quedarse toda la temporada a mi cuidado y no viajar a Belgrado hasta agosto. Que mi nuevo puesto era una suerte para él, más aún que para mí.

¡Pobre! No tenía ni idea del efecto que los balnearios producen en algunas mujeres jóvenes.

No se enteraría hasta mucho después.