EN LA alta sociedad, la boda suele suceder al compromiso a la misma velocidad con la que el trueno sigue al rayo. Mi amigo se casó poco tiempo después de que yo le dejara, se marchó de viaje de novios, pasó de regreso por nuestra ciudad y me visitó con su mujer. Los dos eran guapos. Daba gusto verlos. Parecían hechos el uno para el otro. Por la noche les acompañé a un local que frecuentaban oficiales, altos funcionarios, aristócratas y algún que otro terrateniente. En una ciudad de mediano tamaño, en los locales considerados como los más selectos, se vuelve uno a mirar a cada uno de los visitantes, más aún si se trata de extranjeros a los que no se conoce. Pero la sensación que causó mi amigo cuando entró con su mujer no era habitual, sino algo que se podría comparar con el asombro que suele producir un extraordinario fenómeno de la naturaleza en aquellas personas a las que coge por sorpresa. Fue como en un cuento. Todas las conversaciones enmudecieron. Los camareros suspendieron sus diligentes atenciones. El chef olvidó inclinarse. Era una cálida noche de finales de verano. Las ventanas estaban abiertas y la brisa mecía las cortinas rojas. Pero a mí me dio la impresión de que hasta las cortinas dejaban de moverse. Mis amigos parecían dioses. Él se dio cuenta y apretó el paso, para llegar cuanto antes al primer reservado que estuviera libre. Su mujer, en cambio, no pareció percibir el confuso, casi diría turbado silencio de aquella gente. Llevaba un monóculo. Algo que por entonces estaba de moda entre determinadas personas, tanto si padecían algún problema en la vista como si no. Ella levantaba el monóculo y se lo colocaba delante del ojo, por supuesto tan sólo durante un instante, durante una fracción de segundo. Y en seguida lo retiraba. Pero mi amigo se había percatado de la sensación que causaba, y debió de molestarle tanto como a mí, pues maquinalmente rozó el brazo de su mujer… Fue una tierna y delicada advertencia.
Cuando nos sentamos en el reservado, la mujer de mi amigo aún levantó un par de veces el monóculo. Estoy convencido de que no tenía el más mínimo interés por nada de lo que ocurría en aquella sala. Lo más probable es que mirara la araña de cristal. Pero a mi amigo y a mí, aquella forma de llevarse la lente a los ojos nos irritó. Se trata de un movimiento altanero. Un monóculo es un objeto muy presuntuoso. Y hasta la mujer más discreta, si usa uno, puede en algunas circunstancias resultar arrogante. He conocido a damas realmente elegantes y de hecho miopes, que tenían una manera muy particular de utilizar el monóculo, rayando en lo pudoroso, poco más o menos con la misma delicadeza con la que alzaban sus faldas cuando se disponían a subir una escalera o a sentarse. En fin, a la mujer de mi amigo sin duda alguna no le faltaban buenas maneras, pero sí la verdadera nobleza, que no consiste tanto en lo que uno hace, sino en lo que se abstiene de hacer. Y que por encima de todo consiste en que uno se dé cuenta de lo que podría «chocar» a los demás, en que uno se dé cuenta a tiempo, aun antes de que haya ocurrido algo.
La mujer de mi amigo hacía lo contrario. Como si enteramente no fuera más que una pequeño-burguesa londinense, se burló de la mediocre elegancia de nuestra ciudad, de la actitud relajada de los oficiales, de la solícita obsequiosidad del personal, de los sombreros pasados de moda que llevaban las damas. Mi amigo sonreía, enamorado, inquieto y a la vez azorado. Alguna vez intentó defendernos. En una ocasión, lo recuerdo, incluso habló claro y más o menos dijo: «¡Pero Gwendolin! Tienes una lengua muy afilada. ¡Si sigues parloteando de ese modo, tendrás que enseñársela al doctor! ¿No le parece, doctor?». Y como se dio cuenta de que su broma no había sido muy acertada, en tono serio prosiguió: «La estancia aquí no es del agrado de mi esposa. Partiremos mañana por la tarde».
Para que mi amigo no percibiera que me había dado cuenta de la mediocridad de su broma, traté por así decir de seguirle la corriente y exclamé: «¡Muéstrele rápidamente la lengua a su tío el doctor!». En seguida extendió hacia mí su fina y pequeña lengua, de un rojo intenso tirando a carmesí. Y puede usted creerme —es mi profesión; por desgracia he tenido que examinarle la lengua a mis pacientes femeninas miles de veces—, en aquella ocasión, a la vista de aquella lengua, tuve una impresión tal vez demasiado primitiva, aunque indudable. Parecía una serpiente.
A la mañana siguiente mi amigo vino a verme. «Nos marchamos esta tarde», dijo. «Quiero despedirme». «¿No voy a volver a ver a su bella esposa?». «Por favor, venga a la estación, por la tarde. He venido aquí, digamos, para que nos despidiéramos por separado».
Me di cuenta de que no era muy feliz. Le propuse dar un paseo. Sé que las cosas que callamos nos resulta más fácil expresarlas caminando que estando sentados. No tiene uno que decirlas a los ojos. Tanto el que habla como el que escucha van mirando al suelo. A veces una calle ruidosa libera el corazón de un ser humano tanto como el alcohol. O incluso, si usted quiere, como esos tranquilos rincones en las iglesias en los que por lo general aguarda el confesionario. De modo que nos fuimos a dar un paseo. Y así me contó que ya durante el viaje de novios se habían producido algunas diferencias entre Gwendolin y él. Empezó con la música. Ella adoraba a Wagner. Él lo denostaba. A un amante de la música de su clase —entre los que también me cuento yo— nada podía irritarle más que el gusto por la música de Wagner. No cabe duda de que quienes adoran la música de Wagner son también seres musicales. Pero a los seres musicales se los puede dividir en dos grupos enemistados: amantes de Mozart y adeptos de Wagner. Verá usted que no he dicho amantes de Wagner, sino adeptos. Hay personas con oído para los trombones y los timbales, y personas con oído para el chelo, el violín y la flauta. Antes se entenderán dos sordomudos que dos seres musicales, de los cuales uno es aficionado a Mozart y el otro a Wagner. En mi opinión, no pueden darse ambas cosas a la vez. Creo que en el fondo las personas a las que les gustan los dos son sordas. Y si no, directores de orquesta.
Pues bien, no necesito decirle más. Se llevaban como Mozart y Wagner. Supe en seguida que aquel matrimonio estaba roto. Pero a mi amigo le dije: «Toque usted en su casa música de Mozart, ame usted mucho, duerma con su mujer. Pronto tendrá un hijo. En ocasiones el embarazo altera el gusto musical. Que Dios le acompañe».
Nos abrazamos. Me di cuenta de que en la estación, delante de su mujer, no habría sido capaz de hacerlo.
Acudí a la salida del tren. Gwendolin me ofreció la mano para que se la besara y se subió deprisa, con una sonrisa de diez kreuzers en sus encantadores labios. (Es curioso, las damas sonríen de la misma manera que las mujerzuelas de la calle. Quiero decir, cuando se despiden de un modo convencional. Así sonríen las chicas cuando les presentan a alguien.)
A mi amigo le hubiera gustado quedarse conmigo un rato en el andén, pero tuvo miedo. Fue como si su mujer le agarrara fuertemente de la chaqueta. Se limitó a inclinarse hacia la ventana, me volvió a dar la mano, y yo me marché, bastante antes de que saliera el tren.