III

NUESTRA AMISTAD no se acabó, ni siquiera cuando terminaron sus vacaciones y se marchó de vuelta a Londres. Al contrario, la distancia la reforzó. Casi todas las semanas intercambiábamos cartas. Mi consulta iba muy mal. Con frecuencia esperaba horas enteras a que llegara algún paciente, leyendo mis novelas policíacas. Un día mi amigo me escribió para invitarme a ir a Inglaterra durante un par de semanas.

Viajé a Londres. No sabía una sola palabra de inglés, de modo que a cada paso me vi obligado a requerir la ayuda de mi amigo. Se reconoce a una persona de la llamada «buena raza» en que le resultará a usted imposible sentir agradecimiento, menos aún expresarlo, ni por sus pequeños esfuerzos ni por los mayores. Nunca o casi nunca podrá usted darle las gracias a un auténtico caballero. Se comportan de forma que uno siempre piensa que los pequeños servicios y los favores que le hacen redundan en su propio provecho y que el desvalimiento de uno no es más que por su bien. Lo mismo ocurría con mi amigo. Nunca en mi vida he visto a un anfitrión más distinguido. Con el tiempo su discreto comportamiento fue tal que a veces casi me pareció como si de algún modo se sintiera en deuda conmigo. Sí, llegué a avergonzarme. Recordé que por una necia vanidad profesional le había dejado sentado en la sala de espera cuando acudió por primera vez a mi consulta, y un día le confesé que le había hecho esperar sin motivo alguno. No me entendió en absoluto, o hizo como si no me entendiera. «Lo más probable», dijo, lo recuerdo perfectamente, «es que tuviera usted algo que hacer. Usted mismo ya no se acuerda. Por cierto que también a mí me suele ocurrir que deje esperando a alguna persona, aun cuando esté por completo desocupado. Necesito concentrarme antes de recibir a un desconocido. Es del todo natural».

Si bien en un principio había creído que su talento era mediano, al cabo del tiempo me convencí de que aquella mediocridad abiertamente acentuada era en realidad una noble modestia, como suele ser el caso entre personas de buena raza. No tenía la más mínima ambición. Con frecuencia me dio ocasión para que me hiciera una idea acerca de su actividad profesional. Y en todo momento percibí que su máxima preocupación, aunque a la vez de la manera más natural, consistía en no sobresalir por encima de los demás, de sus colegas. Era lo contrario de un diplomático ambicioso. Conocía muy bien todas las estupideces de sus colegas, pero se esforzaba por no parecer mucho más listo que ellos. El plebeyo es ambicioso. El hombre verdaderamente noble es anónimo. En la nobleza innata existe una fuerza, que es mayor que la luz que irradia la fama, mayor que el brillo del éxito, que el poder del que vence. La ambición es, como he dicho, un atributo del plebeyo. Él no tiene tiempo. Él no puede esperar para alcanzar el honor, el poder, el prestigio, la fama. Sin embargo, el hombre noble tiene tiempo para esperar, sí, incluso para quedarse rezagado.

De modo que así era mi amigo. Y aunque yo era mayor, empecé a sentir una suerte de respeto hacia él. Le quería y le veneraba.

Una semana antes de mi partida me confesó que estaba enamorado.

Pues bien, es natural que un hombre joven se enamore. Yo mismo, que por entonces aún no era el «resabiado» ginecólogo en el que como sabe me he convertido, me había enamorado ya un par de veces. Pero como en este caso se trataba de mi amigo, me asusté, porque sentí que aquel hombre tan noble tenía que haberse entregado hasta perder el sentido a un hondo sentimiento, y que por su naturaleza estaba llamado a conceder al objeto al que creía amar las más refinadas cualidades, las que él mismo poseía. Si el amor, como dice el proverbio, vuelve ciegos a todos los hombres corrientes, cuánto más a los escogidos, a los nobles.

De modo que me asusté. Y le dije a mi amigo que quería ver a su amada. «También usted se enamorará», respondió con la ingenuidad propia de los enamorados, que creen que el objeto de su amor es irresistible.

¡Bien! De modo que una tarde nos encontramos los tres.

Era una joven dama de la denominada alta sociedad. Hermosa, ¡sin duda! Una muchacha rubia con los ojos de color azul celeste, una dentadura sana, una barbilla tal vez demasiado larga y aburrida y, por supuesto, una bonita figura. Sin duda alguna tenía «maneras», lo que así se denomina. Era incluso de buena familia. Y sin duda alguna también estaba enamorada de mi amigo, ¿por qué no? Tan enamorada como sólo pueden estarlo las jóvenes de buena familia, para las que el amor por un joven de posición viene a ser algo así como un pecado que no entraña ningún peligro, un vicio sin consecuencias detestables ni recriminables. Las jóvenes de esa clase no están hambrientas. Sólo son golosas. En determinadas circunstancias, el hambre que uno se ve obligado a saciar trae consigo terribles consecuencias. Pero el ser goloso, si uno sabe conformarse, no acarrea ningún mal, tan sólo placer y la satisfacción de haberse arriesgado un poco. La diferencia es la misma que existe entre visitar por ejemplo una Casa de Fieras e intentar meterse en la jaula de los leones. Todo esto, como es natural, mi amigo no lo sabía. A él el hecho de que una muchacha de una de las mejores familias inglesas le besara a escondidas le pareció una prueba suficiente de que sentía un profundo amor hacia él. Para él era como si hubiera recorrido kilómetros y kilómetros atravesando los peligros de un desierto, únicamente para concederle a él un beso. La encontraba intrépida, audaz, dispuesta al sacrificio y por encima de todo muy inteligente.

Pues bien, era muy estúpida. Y lo sigue siendo hoy día. Ella le llevó a la tumba. Se ha vuelto vieja y bastante fea, pero sigue siendo estúpida. Sin embargo, por muy injusta y malvada que sea la naturaleza al hacer que los hombres se vuelvan ciegos cuando aman, compensa esa injusticia haciendo que el brillo de las mujeres que en otro tiempo deslumbraron a los hombres se apague bastante pronto y obligando a las viejas damas a que con los años recurran a la dudosa ayuda de peluqueros, masajistas y cirujanos para que sus pechos caídos, sus vientres, sus mejillas y sus muslos recuperen una forma medianamente aceptable. Y así las mujeres que en otro tiempo fueron hermosas se precipitan en sus tumbas como si fueran una especie de figuras de yeso retocadas. En cambio, los hombres que han sido lo bastante prudentes como para no morir por ellas, son recompensados por la naturaleza. Revestidos con la dignidad de la plata y con la que confieren los achaques, que en absoluto es menor, se funden en el seno de Dios.