II

—HACE MUCHOS años, por entonces yo aún era un médico desconocido y sin especializar en una ciudad de mediano tamaño, acudió a mi consulta un hombre joven. Entonces yo no tenía demasiados pacientes. Algunos días no aparecía ni uno. Yo me quedaba allí sentado, esperando y leyendo novelas policíacas. Tal vez hubiera debido leer libros de medicina, pero mi respeto por las ciencias naturales y los conocimientos de mis colegas famosos siempre fue menor que mi interés por los criminales y la policía. Comprenderá usted que un médico que tiene poco que hacer se sienta fascinado de inmediato por aquel único paciente. A pesar de todo, le hice esperar en la antesala, como probablemente debe de hacer cualquier médico que no esté muy ocupado. Sólo al cabo de algunos minutos hice pasar a aquel joven. Y puede usted creerme, durante ese par de minutos me sentí mucho más impaciente que él. La impaciencia, como sabe, es una enfermedad peligrosa. A menudo conduce incluso hasta la muerte a través del suicidio. En fin, me contuve. Y con una alegría tanto más intensa me deleité en el aspecto del hombre cuando por fin entró en mi consulta. Por supuesto, de una forma mecánica busqué también indicios de una enfermedad exteriormente reconocible en su porte y en su rostro, así como posibles muestras de riqueza en su atuendo. Enseguida vi que se trataba de un paciente tranquilizador. Era evidente que pertenecía no sólo a una elevada clase social, sino incluso a una de las más altas. Y tampoco padecía una enfermedad grave, lo que probablemente me habría obligado a transferirlo a alguna autoridad médica. Estaba sano. Era alto, musculoso, guapo y tenía la piel bronceada. Un rostro fino y simpático, ojos claros, una nuca preciosa, una frente bien formada, las manos largas y fuertes. Y se comportaba de un modo seguro y a la vez tímido. En definitiva, era lo que se dice de «buena raza». Sospeché que sería un funcionario ministerial de buena familia y talento regular, probablemente afectado por uno de esos males que en sociedad se denominan «galantes».

»No andaba desencaminado. Era un joven diplomático, agregado al servicio de nuestro embajador en Inglaterra, hijo de un conocido fabricante de municiones. Por tanto, más rico de lo que yo había pensado. Y su afección era de hecho “galante”. Había venido a verme por casualidad. No quería consultar al médico de cabecera de sus padres. Abrió por lo tanto el directorio médico, subrayó con el lápiz un nombre —el mío— y vino a verme de inmediato. Le atendí de buen humor y de manera concienzuda. Me gustó. Le conté anécdotas. Cuando estuvo curado, me confesó que casi sentía no padecer alguna otra enfermedad inofensiva el tiempo que duraran sus vacaciones. Le examiné, pero por desgracia rebosaba salud. Le pregunté si tenía al menos alguna pasión. “No”, dijo. “Aparte de la música, no tengo ninguna”. La música, como usted sabe, también es mi pasión. Resumiendo, que la música primero nos convirtió en aliados, y después en amigos.

En este punto el doctor Skowronnek hizo una pausa. Después dijo:

—Fuimos buenos amigos hasta que murió.

—¿De modo que murió joven? ¿Y tal vez de manera repentina?

—Murió joven y lentamente. De la más grave y más común de todas las enfermedades. Murió por una mujer. Precisamente la suya…