ABOMINABLE

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TEPHANIE se metió en la cama en cuanto llegó a su casa y no se despertó hasta pasadas las dos de la tarde. Al levantarse, fue al cuarto de baño sin hacer ruido y se dio una ducha. Le dolía todo el cuerpo, tenía las rodillas llenas de cortes y heridas que le había hecho el hombre al arrastrarla por la carretera, estaba salpicada de cardenales y no movía bien el cuello.

Cerró el grifo, salió de la ducha, se secó y se enfundó unos vaqueros limpios y una camiseta de manga corta. Bajó descalza las escaleras, metió la ropa del día anterior en la lavadora, echó detergente y la puso a lavar. Luego comió algo, y solo cuando hubo hecho todas estas cosas se permitió pensar en lo que había pasado la noche anterior.

«Bueno, o sea que ocurrió de verdad», se dijo para sus adentros.

Luego se calzó, salió de su casa y echó a andar, sintiendo el calor del sol en la cara. Llegó hasta el final de la calle, pasó junto al antiguo embarcadero y empezó a subir la cuesta hacia la calle Mayor. Todo parecía normal: niños jugando al fútbol, montando en bici y riendo; perros corriendo de acá para allá, meneando la cola, vecinos de cháchara… En suma, el mundo funcionando como Stephanie siempre había pensado que funcionaba. No había esqueletos vivientes. Ni magia. Ni homicidas en potencia.

De pronto cayó en la cuenta de lo mucho que había cambiado su vida en un solo día, y de sus labios escapó una carcajada histérica. Había pasado de ser una chica perfectamente normal en un mundo perfectamente normal a ser el objetivo de asesinos solubles en agua, y la ayudante de un esqueleto detective que estaba investigando el asesinato de su tío.

Stephanie pegó un respingo. ¿Cómo que el «asesinato» de su tío? ¿De dónde había sacado eso? Gordon había muerto por causas naturales, o al menos eso habían dicho los médicos. Stephanie frunció el ceño, pensando que aquellos médicos vivían en un mundo en el que no había esqueletos que hablaban y se movían. Pero aun así, ¿por qué se le había ocurrido aquello? ¿Qué le había hecho pensar que Gordon había sido asesinado?

«Hay objetos que nadie puede coger sin permiso, posesiones que no pueden ser robadas», había dicho China. «En esos casos, su dueño debe estar muerto para que otra persona pueda hacer uso de los poderes del objeto».

Estaba claro: el hombre que la había atacado y la persona que le había mandado hacerlo querían conseguir algo. Lo deseaban tanto que estaban dispuestos a matarla para apoderarse de ello.

Y si tantas ganas tenían de poseerlo, ¿iban a esperar a que su tío muriera de viejo para ir a buscarlo?

Stephanie sintió un escalofrío. Gordon había sido asesinado. Alguien lo había matado, y nadie estaba haciendo nada al respecto. Nadie hacía preguntas a los sospechosos, nadie trataba de averiguar quién había sido el culpable.

Menos Skulduggery.

Stephanie entrecerró los ojos. Claro, Skulduggery sabía que su tío había sido asesinado. Si aún no lo sospechaba cuando se habían visto por primera vez, lo habría deducido en la biblioteca. Y puede que China también lo supiera, pero ninguno de los dos le había dicho nada. Tal vez pensaran que sería demasiado fuerte para ella, o simplemente que no era asunto suyo. Al fin y al cabo era algo que había sucedido en su mundo, no en el de Stephanie. Pero Gordon era su tío.

Stephanie oyó que un coche se detenía a sus espaldas. La gente empezó a mirarla, así que volvió la vista atrás y vio que era el Bentley.

La puerta del conductor seguía con la abolladura que le había hecho el otro coche la noche anterior, y el parabrisas estaba surcado de grietas. Faltaban los cristales de tres ventanillas, y el capó tenía un rayón tremendo en el lado izquierdo. El ronroneo del motor había sido sustituido por un inquietante traqueteo que cesó de pronto. Skulduggery, ataviado con su sombrero, su bufanda y sus gafas, intentó salir, pero la puerta se negaba a abrirse.

—Lo que me faltaba —masculló Stephanie.

Skulduggery se inclinó hacia atrás, levantó la rodilla, abrió la puerta de una patada y salió del coche colocándose bien el abrigo.

—Buenas tardes —dijo alegremente—. Hace un día precioso, ¿verdad?

—Nos está mirando todo el mundo —susurró Stephanie cuando lo tuvo cerca.

—¿De verdad? Ah, pues sí, tienes toda la razón. Bueno, que les aproveche. Qué, ¿estás lista? ¿Podemos irnos ya?

—Depende —contestó Stephanie, hablando en voz baja y sin dejar de sonreír—. ¿Cuándo pensabas decirme que mi tío murió asesinado?

Skulduggery titubeó durante un instante.

—Vaya, veo que has estado atando cabos.

Stephanie se metió en un estrecho callejón para evitar las penetrantes miradas de los chismosos de Haggard. Skulduggery dudó un momento, pero enseguida la alcanzó con dos zancadas.

—Tenía una buena razón para no decírtelo, Stephanie.

—Me da igual —respondió ella, dejando de sonreír ahora que no la veía nadie—. A Gordon lo a-se-si-na-ron, Skulduggery. ¿Cómo pudiste ocultármelo?

—Este es un asunto peligroso. El mundo en el que vivo es peligroso, ¿sabes?

Stephanie paró en seco, pero Skulduggery siguió andando hasta que se dio cuenta de que iba solo y se dio la vuelta en redondo. Stephanie lo miraba fijamente, con los brazos cruzados.

—Si crees que es demasiado para mí… —dijo.

—No, me has demostrado de sobra que eres capaz de aguantarlo —respondió Skulduggery con voz repentinamente cálida—. Ya cuando te conocí me di cuenta de que eres justo el tipo de persona que nunca rehuiría el peligro por pura cabezonería. Por eso me propuse mantenerte alejada de él. Entiéndeme, Stephanie: Gordon era mi amigo, y pensé que debía intentar que su sobrina preferida no corriera muchos riesgos.

—Ya los estoy corriendo, así que no hace falta que te preocupes por mantenerme alejada de ellos.

—Sí, eso parece.

—Entonces, ¿no volverás a ocultarme nada?

Skulduggery se puso la mano en el pecho.

—Que me muera si lo hago. Te lo digo de corazón, Stephanie.

—Vale, estamos en paz.

Skulduggery asintió y los dos echaron a andar de nuevo hacia el Bentley.

—Aunque no sé cómo puedes decírmelo de corazón, si ya no tienes.

—Es verdad.

—Y además, técnicamente ya estás muerto.

—Sí, eso también es verdad.

—Lo digo solo para que quede todo bien claro.

—¿Cómo es? —preguntó Stephanie, ya montada en el Bentley.

—¿Cómo es el qué?

—El tipo al que vamos a ver. ¿Cómo se llama?

—Abominable Bespoke.

Stephanie miró a Skulduggery para asegurarse de que no le estaba tomando el pelo, pero enseguida se dio cuenta de que era imposible adivinarlo por su expresión.

—¿Y cómo puede ocurrírsele a nadie adoptar el nombre de «Abominable»?

—Hay nombres de todo tipo para gente de todo tipo. Abominable es mi sastre, y ocurre que al mismo tiempo es uno de mis mejores amigos. Fue él quien me enseñó a boxear.

—Bueno, ¿y cómo es?

—Un tipo decente, honorable y honesto, y más divertido de lo que esta descripción podría hacerte pensar. Además, no es que la magia le entusiasme demasiado…

—¿Que no le gusta la magia? ¿Pero cómo puede no gustarle?

—Simplemente no le interesa. Le gusta más el mundo que conoce a través de los libros y la tele, el mundo en el que hay policías y ladrones, culebrones y deportes. Si pudiera elegir, yo creo que preferiría vivir en el mundo convencional, porque en él podría haber ido a la escuela, tener un trabajo corriente y ser… bueno, normal. Pero nunca ha tenido esa opción; en realidad, supongo que las personas como él no tienen opciones.

—¿Por qué no?

Skulduggery vaciló un instante, como si estuviera pensando en la mejor manera de expresarlo, y luego le dijo que Abominable era feo de nacimiento.

—No es que tenga una apariencia poco agradable o carente de atractivo —dijo—. Es que es verdadera y auténticamente feo. A su madre le echaron un mal de ojo cuando estaba embarazada de él, y Abominable nació con la cara surcada de cicatrices. Su familia lo intentó todo para arreglarlo: hechizos, pociones, encantamientos, conjuros, cremas múltiples y variadas… pero no consiguieron nada.

Según Skulduggery, cuando Abominable era pequeño les decía a todos sus amigos que había heredado el amor por el boxeo de su padre y la afición por la costura de su madre. En realidad, era su padre quien andaba siempre a vueltas con los dobladillos y las jaretas, mientras que su madre era una campeona de boxeo sin guantes que se podía jactar de haber conseguido veintidós victorias consecutivas. Skulduggery la había visto boxear una vez: tenía un gancho de derecha con el que habría podido arrancar la cabeza de sus contrincantes. De hecho, se decía que lo había hecho en una ocasión.

Fuera como fuese, Abominable creció en contacto directo con aquellas dos disciplinas; y como pensó que ya era lo bastante feo para meterse a boxeador, decidió probar suerte como sastre.

—Y yo me alegro de que lo hiciera —remató su relato Skulduggery—. Cose unos trajes de lo más elegante.

—¿Y para qué vamos a verlo? ¿Para que te haga un traje nuevo?

—Más bien no. Verás, su familia ha reunido a lo largo del tiempo una colección única de cuadros, dibujos y libros sobre los Antiguos, provenientes de todas partes del mundo. Entre ellos hay un par de libros raros que nos pueden ser de gran ayuda. Todo lo que se sabe sobre el Cetro está basado en mitos medio olvidados; pero estoy seguro de que esos dos libros, y tal vez alguna cosa más de la colección, nos pueden dar una descripción bastante detallada de lo que se conoce sobre el Cetro, indicarnos qué se puede hacer con él y cómo defenderse de su poder.

Skulduggery detuvo el coche y los dos salieron. Estaban en un barrio sucio y descuidado, lleno de gente que caminaba apresuradamente sin mirar siquiera al destrozado Bentley. Una viejecita pasó junto a ellos arrastrando los pies y saludó a Skulduggery con la cabeza.

—¿Estamos en una de esas comunidades secretas de las que me hablaste ayer? —preguntó Stephanie.

—Tú lo has dicho. Intentamos que las calles tengan un aspecto poco acogedor para que los viandantes normales no tengan la tentación de detenerse y echar un vistazo.

—Pues lo habéis conseguido, desde luego.

—A estas alturas ya deberías haberte dado cuenta de que no se puede juzgar las cosas por su aspecto. Este barrio, a pesar de todas sus pintadas, desconchones y cochambre, es el sitio más seguro que te puedas imaginar. Si abres la puerta de cualquiera de las casas que nos rodean, te encontrarás con un auténtico palacio. Las apariencias engañan, Stephanie.

—Intentaré no olvidarlo.

Skulduggery se detuvo frente a un local que hacía esquina. Stephanie miró perpleja la fachada del establecimiento.

—¿Es esta la sastrería? —preguntó.

—La sastrería Bespoke, efectivamente.

—Pero no tiene ningún cartel, y ni siquiera hay prendas de ropa en el escaparate. ¿Cómo va a saber la gente que esto es una sastrería?

—Abominable no necesita hacerse publicidad. Tiene una clientela muy específica, y no le vendría nada bien que algún paseante despistado entrara en su establecimiento justo cuando está tomando las medidas para hacerle un traje nuevo a un hombre-pulpo de ocho brazos.

—¿De verdad existen hombres-pulpo?

—Huy, por aquí viven muchísimos —repuso Skulduggery agarrando el picaporte.

—¿De verdad?

—¡Pues claro que no, Stephanie! ¿Cómo puedes creerte semejante tontería?

Antes de que Stephanie pudiera tirarse al cuello de Skulduggery, él abrió la puerta de la sastrería y le indicó que lo siguiera. Al entrar, Stephanie se quedó asombrada de lo limpia, luminosa y normal que parecía la sastrería. Esperaba encontrar otra cosa, aunque no sabía qué; tal vez que los maniquíes cobraran vida e intentaran devorarla, o algo así. Pero el local incluso olía bien. Resultaba reconfortante.

Abominable Bespoke salió de la trastienda, y al ver a Skulduggery sonrió y se acercó para estrecharle la mano. Era un hombre corpulento, con toda la cara y la cabeza surcadas de profundísimas cicatrices. Skulduggery se dio la vuelta para presentarle a Stephanie, y se encogió de hombros al ver la forma en que ella miraba a Abominable.

—Discúlpala, siempre está con la boca abierta. Se queda así cada vez que conoce a alguien nuevo.

—No te preocupes, ya estoy acostumbrado —respondió Abominable sin dejar de sonreír—. ¿Quiere usted chocar los cinco, señorita, o prefiere empezar por algo más fácil como decir «hola»?

Stephanie se sonrojó y extendió la mano rápidamente. Las manos de Abominable no tenían cicatrices, y parecían muy fuertes.

—¿Tienes nombre? —preguntó Abominable.

—Todavía no —admitió Stephanie.

—Pues piénsate bien si realmente quieres tener uno. Esta vida no es adecuada para todo el mundo.

Stephanie asintió con un movimiento lento de cabeza, sin saber bien adonde quería ir a parar Abominable. El la miró de arriba abajo antes de seguir hablando.

—¿Habéis tenido algún problema?

—Alguno que otro —repuso Skulduggery.

—Entonces tal vez sea mejor que os proporcione un atuendo adecuado —dijo Abominable, sacándose un bloc pequeño del bolsillo y empezando a garrapatear en él—. ¿Tienes algún color favorito? —le preguntó a Stephanie.

—¿Cómo dices?

—Para la ropa. ¿Tienes alguna preferencia?

—Creo que no entiendo…

—Mi trabajo no solo consiste en hacer trajes elegantes de corte exquisito. En ocasiones, si las circunstancias lo requieren, acepto encargos especiales.

—Y la circunstancia es que tienes que conservar el pellejo hasta que todo esto haya pasado —intervino Skulduggery—. Abominable puede hacerte un traje cómodo, que no resulte demasiado formal, y que muy posiblemente te salve la vida.

—Así es la moda: cuestión de vida o muerte —dijo Abominable encogiéndose de hombros, con el lápiz preparado para seguir escribiendo—. Bueno, volviendo a lo nuestro, ¿tienes algún color favorito?

—Yo no… no estoy segura de poder pagarlo…

—No te preocupes, lo apuntaré en la cuenta de Skulduggery. Hala, desmelénate.

Stephanie parpadeó. Pasar de que su madre le comprara la ropa a aquello era… en fin, era algo inesperado.

—No sé, no estoy muy segura. ¿Qué te parece el negro?

Abominable asintió, garrapateando en su bloc.

—El negro nunca falla —dijo. Luego miró a Skulduggery—. Voy a cerrar la tienda para que podamos hablar en serio.

Mientras esperaban a que volviera, Stephanie y Skulduggery se pusieron a curiosear por la trastienda. Tenía las paredes cubiertas de estanterías altísimas, llenas de rollos de tejido de todo tipo cuidadosamente ordenados. En el centro de la estancia había una mesa de trabajo, y en la parte trasera había otra puerta.

—¿Va a hacerme ropa a medida? —susurró Stephanie.

—Efectivamente.

—¿Y no tiene que medirme para eso?

—Con una ojeada le basta.

Atravesaron la puerta trasera, que daba a un pequeño cuarto de estar, y Abominable entró al cabo de un momento. Stephanie y Skulduggery se sentaron en un estrecho sofá mientras Abominable se acomodaba en una butaca frente a ellos, con los pies firmemente apoyados en el suelo y las manos entrelazadas.

—Contadme qué pasa.

—Estamos investigando el asesinato de Gordon Edgley —respondió Skulduggery.

—¿Asesinato? —dijo Abominable tras una breve pausa.

—Sin duda.

—¿Y quién querría matar a Gordon?

—Creemos que fue Serpine. Debía de estar buscando algo.

—Skulduggery, amigo mío —dijo Abominable frunciendo el entrecejo—, normalmente, cuando quieres que te ayude te pasas por aquí para recogerme, me llevas a donde sea y luego los dos nos peleamos contra quien haya que pelearse. Nunca me habías explicado lo que pasaba hasta ahora. ¿Por qué lo estás haciendo hoy?

—Porque ahora necesito otro tipo de ayuda.

—Entonces, ¿no tengo que pegar a nadie?

—No, solo queremos que nos ayudes a averiguar qué anda buscando Serpine.

—Comprendo —dijo Abominable meneando la cabeza.

—¿En serio?

—Bueno, la verdad es que no —repuso Abominable de inmediato—. No entiendo nada. ¿Qué queréis que haga por vosotros?

—Creemos que Serpine está buscando el Cetro de los Antiguos —intervino Stephanie, y Skulduggery se hundió en el asiento del sofá.

—¿Que está buscando el qué? —dijo Abominable recuperando la sonrisa—. Estás de broma, ¿no? Mira, no sé lo que el bueno de Skulduggery te habrá contado, pero el Cetro no existe.

—Serpine no piensa lo mismo. Creemos que el Cetro tiene algo que ver con la muerte de mi tío.

—Siento mucho que haya muerto —dijo Abominable—, lo siento de veras. Siempre respeté a Gordon. Sabía que la magia existía, y sin embargo no cayó en sus redes. No quería hacer magia, se contentaba con observarla y escribir sobre ella. Para eso hace falta una fortaleza de carácter que espero que hayas heredado.

Stephanie no contestó. Miró de reojo a Skulduggery, pero él no hizo ademán de volverse hacia ella.

—Sin embargo —siguió diciendo Abominable—, decir que su muerte guarda relación con una leyenda que se ha transmitido de generación en generación, cambiando un poco con cada narrador, no es más que un disparate. Gordon murió de un ataque al corazón. Era mortal, y se murió; es algo que les sucede a los mortales. Dejémoslo en paz.

—Creo que mi tío sabía dónde está el Cetro, tal vez incluso lo tuviera en su poder. Y ahora Serpine sabe dónde está y por eso quiere la llave.

—¿Qué llave?

—La llave del lugar en el que está el Cetro, supongo. No lo sabemos con seguridad; lo que sí sabemos es que ya ha intentado matarme dos veces para conseguirla.

Abominable negó con la cabeza.

—Este no es tu mundo, niña.

—Ahora soy parte de él.

—Acabas de asomarte y has visto magos, hechizos y un esqueleto andante. Estoy seguro de que te lo estás pasando en grande, pero no tienes ni idea de lo que hay en juego.

Skulduggery seguía callado. Stephanie se puso en pie.

—¿Sabes qué? Tienes razón, para mí esto es una aventura. Eso es lo que me estás queriendo decir, ¿no? Bueno, pues es verdad. Esto me parece una gran aventura y estoy fascinada, emocionada y feliz de estar metida en ella. He visto a gente increíble haciendo cosas increíbles, y me lo he tenido que creer —dijo, endureciendo la mirada—. Pero no te permito que pienses ni por un segundo que todo esto es solo un juego para mí. Mi tío me ha dejado una fortuna, me ha dejado todo cuanto puedo desear, y eso es estupendo; pero lo malo es que está muerto. Así que ahora voy a devolverle el favor, voy a averiguar quién lo mató y voy a hacer todo lo que pueda para asegurarme de que no se sale tranquilamente con la suya. Tiene que haber alguien del lado de mi tío, y yo pienso estar ahí.

—¡Esto es absurdo! —exclamó Abominable inclinándose hacia delante—. ¡El Cetro es un cuento de viejas!

—Pues yo creo que existe.

—¡Pues claro que te lo crees! Has aterrizado de pronto en un mundo extraño y piensas que aquí puede ocurrir cualquier cosa, pero esto no funciona así, ¿lo entiendes? Tu tío se metió en esto y, si he de creer lo que dices, murió por ello. ¿Tantas ganas tienes de que te pase lo mismo? Estás jugando con fuego.

—Es lo que hace todo el mundo por aquí —respondió Stephanie.

—Esto no está transcurriendo como yo esperaba —intervino Skulduggery.

—Existen normas para este tipo de cosas —le contestó Abominable, haciendo caso omiso de Stephanie—. Hay razones por las que no podemos decirle a todo el mundo lo que pasa por aquí, y esta chica es un ejemplo perfecto de ello.

Stephanie notó cómo la embargaba la ira. Se dio cuenta de que si hablaba en aquel momento se le quebraría la voz, así que se abalanzó hacia la puerta sin decir nada, atravesó la tienda, abrió la puerta y salió a la calle. La furia daba coletazos en su interior, obligándola a engarfiar los dedos. Detestaba que no la trataran como a una igual, que la miraran por encima del hombro y que se empeñaran en protegerla. Y tampoco le entusiasmaba que la dejaran de lado en las conversaciones.

Skulduggery salió de la tienda poco después, con el sombrero puesto de nuevo. Se acercó a Stephanie, que estaba apoyada en el Bentley con los brazos cruzados y miraba fijamente una grieta que recorría la acera.

—Bueno, no ha ido tan mal la cosa —dijo Skulduggery. Al ver que Stephanie no contestaba, se encogió de hombros y siguió hablando—. ¿Te he contado cómo conocí a Abominable?

— No me interesa.

—Pues entonces nada.

Los dos se quedaron callados mientras el silencio flotaba entre ambos como un retazo de bruma.

—No es que sea una historia muy interesante, la verdad —dijo Skulduggery al cabo—. Aunque salen piratas.

—Me la refanfinfla —repuso Stephanie—. Qué, ¿va a ayudarnos, o no?

—A decir verdad, Abominable no cree que sea muy buena idea que tú… en fin, que tú intervengas en este asunto.

—¡No me digas! —repuso Stephanie con sarcasmo.

—Dice que soy un irresponsable.

—¿Y tú crees que lo eres?

—Bueno, en el pasado me he comportado de forma bastante irresponsable alguna vez que otra. No me extrañaría nada estar haciéndolo de nuevo.

—¿Crees que estoy en peligro?

—Por supuesto. Serpine cree que la llave que busca está en tu poder. En cuanto se entere de quién eres o de dónde estás, mandará a otro esbirro a por ti. Estás metida en un asunto extremadamente arriesgado, y no creas que exagero ni un ápice.

—Bueno, pues entonces voy a decirte claramente lo que pienso. Mira, Skulduggery, no puedo salir de esto ahora. No puedo volver a mi vida monótona, aburrida y vulgar; no podría hacerlo aunque quisiera. He visto demasiadas cosas. Estoy metida en esto, ¿sabes? Han matado a mi tío, han intentado acabar conmigo, y no voy a dejar todo esto así como así. Eso es lo que pienso.

—Vale, me has convencido.

—Entonces, ¿por qué estamos aquí parados como dos pasmarotes?

—Me has quitado la palabra de la boca —repuso Skulduggery, abriendo la puerta del Bentley. Los dos se montaron, Skulduggery dio a la llave de contacto y el coche cobró vida con un traqueteo. El detective comprobó la colocación del espejo interior y luego se volvió para mirar los dos de los lados, pero no pudo hacerlo porque ya no existían. Encogiéndose de hombros, aceleró y salió a la carretera.

—Así que no va a dejarnos ver su colección sobre los Antiguos, ¿no es eso? —preguntó Stephanie al cabo de un rato.

—Abominable es una buena persona, un amigo excelente y una gran ayuda si se decide a apoyarte, pero también es terco como una muía. Estoy seguro de que en unos cuatro días, cuando haya tenido tiempo de pensárselo bien, cambiará de opinión y nos enseñará todo cuanto queramos ver. Hasta entonces, no tenemos ninguna oportunidad.

—¿Y no estarán los libros que necesitamos en la biblioteca de China?

Skulduggery hizo un ruido extraño, mezcla de risa y gruñido.

—China lleva años detrás de ellos, pero están bien guardados en un lugar al que ni siquiera ella puede acceder.

—¿Y tú sabes dónde están?

—Sí, claro. En la Cripta.

—¿En una cripta? ¿Y qué tiene eso de especial?

—No están en una cripta, Stephanie; están en la Cripta. Se trata de una serie de cámaras subterráneas que hay bajo el Museo Municipal de Dublin. Están muy bien vigiladas, y a los que las custodian no les gustan mucho los intrusos.

Stephanie se quedó pensando un minuto.

—¿Estás seguro de que Abominable cambiará de opinión en cuatro días? —preguntó luego.

—Sí, normalmente ese es el tiempo que le lleva.

—Pero nosotros no podemos esperar tanto, ¿verdad?

—Verdad.

—Así que solo nos queda una opción, ¿no crees?

—Por desgracia, estás en lo cierto.

—Tenemos que echar un vistazo a esa colección. Es necesario.

—Sabía que se te iba a dar bien esto —dijo Skulduggery mirándola de reojo—. En cuanto te vi me di cuenta de que tenías instinto para este tipo de trabajos.

—Entonces vamos a colarnos en la Cripta, ¿no?

Skulduggery asintió de mala gana.

—Eso me temo.

El Museo Municipal de Dublin estaba en uno de los barrios más lujosos de la ciudad. Era un enorme edificio de metal y cristal, rodeado de un exuberante jardín que se interponía entre él y los edificios más próximos.

Stephanie y Skulduggery aparcaron frente al museo para realizar lo que el detective denominó «una prospección preliminar»; no iban a colarse en la Cripta todavía, pero tenían que hacerse una idea de los obstáculos a los que se enfrentaban. Llevaban solo unos minutos esperando cuando vieron salir a los trabajadores diurnos y a media docena de guardas de seguridad: el museo acababa de cerrar. Entonces, un hombre y una mujer vestidos con monos azules subieron la escalinata, entraron en el edificio y cerraron la puerta a sus espaldas.

—Vaya —dijo Skulduggery, con la voz amortiguada por la bufanda—. Me temo que tenemos un problema.

—¿Un problema? —repuso Stephanie—. Por qué, ¿por esos dos que han entrado? ¿Quiénes son?

—Son los vigilantes nocturnos.

—¿Solo hay dos guardas en el Museo por la noche?

—Bueno, es que no son exactamente guardas.

—Entonces, ¿qué son?

—Son algo infinitamente peor.

—Skulduggery, te juro que si no me das una respuesta clara, voy a traer al perro más grande del mundo y le voy a mandar que haga un agujero y te entierre en él.

—Qué idea más encantadora, querida —dijo Skulduggery. Luego hizo un ruido que sonó como si estuviera tragando saliva, aunque no tenía saliva ni garganta con la que tragarla—. ¿No has visto cómo se movían?

—Sí, caminaban de una forma especial, como si se deslizaran. ¿Y qué? ¿Es que son bailarines? ¿Qué pasa, que los vigilantes de la Cripta se dedican a bailar ballet por las noches?

—Son vampiros —repuso Skulduggery—. La Cripta está guardada por dos vampiros, amiguita.

Stephanie sacó la cabeza por la ventanilla y miró al cielo ostensiblemente.

—El sol está bien alto, Skulduggery. Es de día.

—No les importa.

—¿Ah, no? —dijo Stephanie frunciendo el ceño—. Creí que la luz del sol los convertía en polvo, los quemaba o algo así.

—Para nada. Los vampiros se ponen morenos con el sol, como tú y como yo. Bueno, como tú; yo más bien me blanqueo.

—Entonces, ¿les da igual el día que la noche?

—No, la luz del sol los ciega y aminora sus poderes. Durante el día, los vampiros son criaturas mortales a todos los efectos; al caer la noche, sus poderes resurgen.

—No tenía ni idea.

—Pues así es. Y los encargados de la Cripta confían su cuidado por la noche a dos de ellos. Son los guardas más temibles que existen.

—Si la luz del sol no les hace casi nada, supongo que las cruces les importarán un rábano, ¿no?

—La mejor forma de detener a un vampiro es dispararle unas cuantas docenas de balas; y dado que no queremos hacer daño a nadie, es obvio que tenemos un problema.

—Pero tiene que existir alguna manera de esquivarlos… ¿No podríamos disfrazarnos de empleados de la limpieza, o algo así?

—Sería inútil: los vampiros no distinguen entre sus aliados y sus presas. Son incapaces de resistir la sed de sangre, del mismo modo que las polillas no pueden resistir la atracción de las luces. Son asesinos, los asesinos más eficientes y letales que hay sobre la faz de la tierra.

—Da un poco de miedo.

—Sí, los vampiros no suelen inspirar mucha ternura.

—Parece que vamos a tener que inventar algo verdaderamente astuto, ¿no?

Skulduggery se quedó pensativo un momento y luego se encogió de hombros.

—Bueno, eso es algo que no se me da precisamente mal.