ENÍA la ropa quemada y hecha jirones, pero su piel no parecía haber sufrido los efectos de la bola de fuego que lo había envuelto en la casa de Gordon. Stephanie le vio la cara a la luz de los faros amarillos del Bentley, su expresión distorsionada por el odio y la ira, y luego la perdió de vista por un momento mientras el hombre la levantaba en vilo y la estampaba contra el capó del coche que había chocado contra el de Skulduggery. El hombre le estrujó el cuello con las manos, hincándole los pulgares en la garganta.
—Si no me das esa condenada llave, morirás aquí mismo —siseó.
Stephanie le agarró las manos intentando hacerle aflojar su presa. La cabeza le daba vueltas y le palpitaban las sienes.
—Por favor —susurró, haciendo un esfuerzo por respirar.
—Me estás haciendo quedar mal —masculló el hombre—. ¡Mi señor va a pensar que soy un estúpido si no soy capaz de quitarle ni una llave a una mocosa!
La calle estaba vacía. No se veían más que tiendas y negocios, cerrados hasta el día siguiente. No había nadie que pudiera despertarse y oírla. Nadie la iba a ayudar. Y Skulduggery, ¿dónde estaba?
El hombre la levantó en vilo y volvió a estamparla contra el capó con todas sus fuerzas. Stephanie dio un grito de dolor y el hombre se inclinó sobre ella, presionándole ahora la garganta con el antebrazo derecho.
—Te voy a romper el cuello, niñata —siseó.
—¡No sé de qué llave me hablas! —dijo Stephanie dando boqueadas.
—Si no lo sabes, no me sirves de nada y puedo matarte ya mismo.
Stephanie miró las facciones contraídas del hombre y decidió cambiar de táctica: en vez de intentar apartarle las manos, le hincó el dedo pulgar en el agujero que le había hecho la bala en el hombro. El hombre chilló y se tambaleó soltando maldiciones, y Stephanie aprovechó para apartarse rápidamente y echar a correr hacia el Bentley. Skulduggery estaba dentro, intentando salir; pero la puerta se había deformado con el impacto y le había dejado la pierna atrapada.
—¡Vete! —le dijo a Stephanie a través del hueco de la ventanilla—. ¡Corre, vete!
Stephanie miró hacia atrás, vio una figura que se abalanzaba hacia ella y se apartó del coche empujándose con las manos. El impulso hizo que resbalara en el suelo mojado, pero logró ponerse en pie enseguida y echó a correr El hombre salió disparado tras ella, agarrándose el hombro herido.
Stephanie se agachó para esquivar otra arremetida, y aprovechó para agarrar una farola y girar sobre sí misma apartándose de la trayectoria del hombre, que cayó de bruces impulsado por la inercia. Aprovechando su ventaja, Stephanie echó a correr en dirección opuesta, pasó junto a los dos coches y siguió avanzando sin detenerse. La calle era demasiado larga y ancha para pensar en despistar al hombre, así que torció por la primera bocacalle que vio y se abalanzó por un oscuro callejón.
Oía al hombre correr tras ella dando zancadas que le parecían mucho más rápidas que las suyas, pero no se atrevía a mirar atrás porque no quería que el miedo que le estaba dando alas se convirtiera en pánico y la dejara paralizada. Estaba todo tan oscuro que Stephanie no distinguía lo que había un metro más allá de su cara. Pensó que si hubiera una pared delante, ni siquiera la vería hasta estamparse contra…
Una pared..
En el último momento giró el torso y amortiguó el golpe con las manos, aprovechando el impulso para torcer en ángulo recto sin perder demasiada velocidad y seguir corriendo junto al muro. El hombre debía de ver incluso menos que ella en la oscuridad, porque de inmediato oyó cómo golpeaba la pared y soltaba un taco.
A cierta distancia la oscuridad se aclaraba: era el final del callejón. Por la calle en la que desembocaba pasó veloz un taxi. El hombre avanzaba a trompicones, y Stephanie pensó que lo había conseguido. Solo tenía que acercarse corriendo a la primera persona que viera para que el hombre la dejara en paz.
Salió disparada del callejón pidiendo ayuda a gritos, pero el taxi había desaparecido y la calle estaba desierta. Stephanie volvió a gritar, esta vez de desesperación. Su sombra se extendía ante ella, cortando la luz anaranjada de las farolas; de pronto apareció otra sombra por detrás y Stephanie se tiró hacia un lado para evitar al hombre, que pasó como una exhalación sin poder agarrarla.
Al fondo de la calle se veía un reflejo: era el canal que recorría la ciudad. Stephanie echó a correr hacia allí, consciente de que el hombre volvía a ganarle terreno.
De pronto notó el roce de sus dedos en el hombro. El hombre cerró la mano justo cuando Stephanie llegaba al borde del canal, pero ella logró tirarse al agua antes de que la frenara del todo. Al caer oyó un chillido de pánico tras ella, y se dio cuenta de que había arrastrado al hombre consigo. Entonces el agua helada los envolvió a los dos.
El frío dejó aturdida a Stephanie durante un momento, pero logró sobreponerse y comenzó a patalear. Levantó los brazos y empezó a dar brazadas como si quisiera agarrar el agua que había sobre ella para arrastrarla hacia abajo, igual que había hecho miles de veces en la playa de Haggard. Ya casi estaba fuera, ya podía distinguir las luces sobre su cabeza.
Emergió jadeante, miró alrededor para ver qué era de su perseguidor y lo vio debatirse frenético. Por un instante pensó que el hombre no sabía nadar, pero enseguida se dio cuenta de que le pasaba algo peor. El agua le hacía daño, corroía su piel como el ácido y desprendía tiras de carne de su cuerpo. Los gritos del hombre se fueron haciendo cada vez más guturales, y Stephanie se quedó mirando cómo se deshacía hasta quedar totalmente silencioso e inconfundiblemente muerto.
Stephanie empezó a nadar, intentando esquivar los trocitos de hombre que flotaban en el agua. Tenía las manos y los pies entumecidos por el frío, pero siguió nadando sin detenerse hasta dejar atrás el puente desde el que se había tirado.
Cuando ya estaba bastante lejos, agarró el borde del canal y se aupó hasta salir del agua. Empapada y temblorosa, cruzó los brazos sobre el pecho y echó a correr hacia el Bentley a toda la velocidad que le permitían sus deportivas encharcadas.
Cuando llegó al Bentley lo encontró vacío. Mientras lo observaba, oyó un ruido y se ocultó en las sombras: era un camión, cuyo conductor aminoró la marcha al ver los dos coches accidentados pero volvió a acelerar cuando comprobó que no había nadie en las cercanías. Stephanie siguió esperando en el mismo sitio.
Algunos minutos más tarde, Skulduggery salió del callejón por el que había huido Stephanie hacía un rato. Iba caminando a buen paso, y examinaba la calle con atención mientras se acercaba al coche. Stephanie avanzó hasta entrar en la zona iluminada.
—Hola —dijo.
—¡Stephanie! —exclamó Skulduggery, abalanzándose sobre ella—. ¿Estás bien?
—Sí, solo he ido a darme un baño —dijo ella, intentando no castañetear los dientes.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está ese tipo?
—Huy, por todas partes —contestó Stephanie, aterida por la brisa que atravesaba sus ropas empapadas—. Se ha disuelto en el agua.
—Sí, esas cosas ocurren —dijo Skulduggery asintiendo con la cabeza.
Extendió la mano abierta y Stephanie notó cómo se iba secando rápidamente, mientras la humedad que salía de sus ropas formaba una nubecilla y se quedaba suspendida sobre su cabeza.
—¿No te parece raro? —preguntó.
Skulduggery movió la mano; la nube se apartó volando y se deshizo en un minúsculo chaparrón a cierta distancia.
—La magia adepta puede salirle cara a quien la practica. Como has podido comprobar, tu perseguidor había conseguido ser inmune a los efectos del fuego, y parecía sentirse muy orgulloso de ello. Pero, desafortunadamente para él, este hechizo tenía la contrapartida de convertir el agua en una sustancia letal. Detrás de todo gran hechizo siempre hay una pega oculta.
Skulduggery chasqueó los dedos haciendo aparecer una bola de fuego y Stephanie empezó a entrar en calor.
—Me gusta ese truco —dijo—. Algún día tienes que enseñarme a hacerlo.
Luego se acercó al Bentley, abrió la puerta del copiloto con considerable esfuerzo, retiró los cristales rotos del asiento, montó y se abrochó el cinturón. Skulduggery se acercó por el otro lado, se coló por la ventanilla rota y logró encajarse tras el volante. Al girar la llave de contacto el motor carraspeó y se quejó por un momento, pero enseguida volvió a cobrar vida.
Stephanie estaba agotada física y mentalmente; los brazos y las piernas le pesaban, y se le cerraban los ojos. Se sacó el teléfono móvil del bolsillo: milagrosamente, el agua del canal no lo había estropeado. Apretó una tecla y la pantalla se iluminó, mostrando la hora. Stephanie soltó un gemido y miró hacia fuera: el horizonte empezaba a iluminarse con las primeras luces del alba.
—¿Qué te pasa? —dijo Skulduggery—. ¿Te duele algo?
—No, pero si no vuelvo pronto a casa de Gordon voy a tener problemas. Mi madre irá a recogerme dentro de un rato.
—No pareces muy feliz.
—Es que no quiero volver al mundo de siempre, a mi vida en un pueblo lleno de vecinos fisgones y parientes antipáticos.
—¿Prefieres vivir en un mundo en el que te atacan dos veces en una sola noche?
—Sé que suena absurdo, pero sí, lo prefiero. Aquí pasan cosas, al menos.
—Hoy iré a visitar a un amigo, alguien que quizá nos pueda prestar ayuda. Si quieres, puedes venir conmigo.
—¿Lo dices en serio?
—Creo que tienes buen olfato para este tipo de trabajo.
Stephanie asintió, encogiéndose de hombros.
—¿Y qué hay de la magia? —preguntó, procurando disimular el alborozo que sentía.
—¿A qué te refieres?
—¿Me enseñarás?
—Ni siquiera sabemos si eres capaz de hacer magia.
—¿Y cómo puedo averiguarlo? ¿Hay alguna prueba que permita comprobarlo, o algo así?
—Sí, hay una. Si te cortan la cabeza y te vuelve a crecer, es que puedes hacer magia.
—Estás volviendo a tomarme el pelo, ¿verdad?
—Efectivamente.
—Bueno, entonces, ¿me enseñarás?
—No soy maestro, soy detective. Esa es mi profesión.
—Ah, vale. Pero es que me gustaría tanto aprender, y tú lo haces tan bien…
—No se te nota nada que me estás haciendo la pelota.
—Bueno, si no quieres enseñarme, no pasa nada. Siempre puedo pedirle ayuda a China, ¿no?
Skulduggery volvió la cabeza para mirarla.
—China no te enseñaría nada de nada, porque lo único que la mueve es su propio interés. Tal vez al principio no te des cuenta de ello y creas que te está haciendo un favor, pero no debes confiar nunca en ella.
—Vale, de acuerdo.
—Estupendo. Entonces vas a hacerme caso, ¿verdad?
—Sí, por supuesto. Nada de confiar en China.
—Muy bien, me alegro de que te haya quedado tan claro.
—O sea, que me vas a enseñar tú, ¿no?
Skulduggery suspiró.
—Me parece que tratar contigo va a ser una tortura.
—Sí, eso dicen todos mis profesores.
—La verdad, no sé por qué me meto en estos líos —masculló Skulduggery para sí.
Skulduggery dejó a Stephanie en casa de su tío, y al cabo de media hora apareció el coche de su madre por el embarrado camino Stephanie la saludó desde fuera de la casa para desviar su atención de la puerta de entrada, que seguía apoyada en el marco.
—Buenos días, corazón. ¿Qué tal estás? —dijo su madre cuando Stephanie entró en el coche.
—Muy bien.
—Pues tienes una cara fatal.
—Muchas gracias, mamá.
La madre de Stephanie se echó a reír mientras giraba el volante para salir a la carretera.— Perdona. Pero dime, ¿cómo ha sido la noche?
Stephanie titubeó y se encogió de hombros.
—Tranquila —respondió.