L coche de Skulduggery Pleasant era un Bentley Continental R de 1954. Solo se habían fabricado doscientos ocho coches de aquel modelo, que tenía un motor de cuatro litros y medio con seis cilindros. Skulduggery lo había ido equipando con las últimas novedades: cierre centralizado, climatizador, sistema de navegación por satélite… El detective le había explicado todo aquello a Stephanie cuando ella le había preguntado qué tipo de coche era aquel. En realidad, a Stephanie le habría bastado con que le dijera: «Un Bentley».
Para evitar el tramo inundado, se alejaron de la casa por una carretera secundaria que rodeaba la finca por detrás, cuya existencia Stephanie desconocía. Skulduggery le dijo que había ido mucho por allí y se conocía todos los recovecos del lugar. Al cabo de un rato pasaron junto a un poste indicador que ponía «Haggard», y por un momento Stephanie pensó pedirle a Skulduggery que la dejara en casa. Pero desechó la idea de inmediato: si se iba ahora a casa, no haría más que darle vueltas a todo lo que le acababa de pasar. Tenía que saber más, necesitaba ver aún más cosas.
—¿Dónde vamos? —preguntó.
—A la ciudad. He quedado con una vieja amiga que tal vez pueda arrojar algo de luz sobre los acontecimientos de esta noche.
—¿Por qué fuiste a casa de Gordon?
—¿Cómo?
—Me refiero a esta noche. No es que no te lo agradezca, ¿pero cómo es que andabas por allí?
—Ah —dijo él meneando la cabeza—. Ya sabía yo que me preguntarías esto tarde o temprano.
—¿Y bien? ¿Vas a contestar, o no?
—Me temo que no.
—¿Por qué?
Skulduggery la miró de reojo, o al menos volvió la cabeza un par de centímetros en su dirección.
—Cuanto menos sepas de todo este asunto, mejor. Eres una jovencita estupendamente normal, y después de esta noche vas a volver a tu estupenda vida normal. No te vendría nada bien meterte en este lío.
—Pero es que ya estoy metida.
—Pero tal vez podamos solucionarlo.
—Pero es que no quiero solucionarlo.
—Pero sería lo más conveniente para ti.
—¡Pero yo no quiero!
—Pero tal vez…
—¡No vuelvas a empezar otra frase con «pero»!
—Es verdad. Perdona.
—Skulduggery, ¿cómo quieres que me olvide de todo esto? He visto magia, he visto fuego, ¡te he visto a ti! Y luego me has hablado de una guerra de la que nunca me habían dicho nada en el colegio… Me he asomado a un mundo que ni siquiera sabía que existía.
—¿Y no quieres volver a tu mundo normal? Es bastante más seguro, ¿sabes?
—No encajo en él.
Ahora Skulduggery giró la cabeza totalmente y se quedó mirándola, con el cráneo inclinado hacia un lado.
—Qué curioso: eso es justamente lo que dijo tu tío cuando nos conocimos.
—Las historias que escribió —dijo Stephanie, llevada por una repentina inspiración—, ¿son ciertas?
—¿Sus libros? No, ni uno solo.
—Ah.
—Lo que ocurre es que están inspirados en historias reales, modificadas por tu tío para que nadie se ofendiera tanto como para matarlo. Era un buen hombre, ¿sabes? Bueno de verdad. Entre los dos resolvimos muchos misterios.
—¿En serio?
—Totalmente. Puedes estar orgullosa de haber tenido un tío como él… También es verdad que estaba siempre metiéndome en peleas, porque cada vez que lo llevaba a algún sitio se ponía a tomar el pelo a la gente. Pero fueron tiempos divertidos, muy, muy divertidos.
Al cabo de un rato las luces de la ciudad aparecieron en el horizonte, y pronto la oscuridad que había rodeado el coche hasta entonces fue reemplazada por una neblina anaranjada que se reflejaba en el pavimento húmedo. La ciudad estaba tranquila y silenciosa, y casi no había nadie por la calle. Skulduggery metió el coche en un pequeño aparcamiento al aire libre, apagó el motor y se volvió hacia Stephanie.
—Espérame aquí, ¿vale?
—Vale.
Skulduggery salió del coche y Stephanie se quedó quieta durante dos segundos. Pero no había llegado hasta allí para quedarse sentada al margen de los acontecimientos; tenía que ver qué más sorpresas le deparaba aquella noche. Abrió la portezuela y salió del coche. Skulduggery la miró fijamente.
—Stephanie, me da la ligera impresión de que no respetas mi autoridad.
—Es que no la respeto.
—Ya veo. En fin, qué se le va a hacer.
Skulduggery se caló el sombrero y se enrolló la bufanda, pero no se puso la peluca ni las gafas de sol. Luego apretó el mando del coche y los seguros de las puertas bajaron con un pitido.
—¿Ya está?
Skulduggery levantó la vista.
—¿Cómo dices?
—¿No tienes miedo de que te roben el coche? Esta no es exactamente la mejor zona de la ciudad.
—Tiene alarma.
—¿No prefieres… no sé, lanzarle un hechizo o algo así, para protegerlo de los ladrones?
—No. La alarma que tiene es de muy buena calidad.
Skulduggery echó a andar y Stephanie se apresuró para no quedarse atrás.
—O sea, que sí que lanzas hechizos, ¿verdad?
—Solo a veces. Ultimamente procuro no depender demasiado de la magia. Prefiero arreglármelas usando lo que tengo aquí dentro —dijo Skulduggery dándose golpecitos en la cabeza con el dedo.
—Ahí dentro no tienes más que aire.
—Sí, claro —respondió Skulduggery en tono un tanto irritado—. Pero tú sabes a qué me refiero, ¿no?
—¿Qué más sabes hacer?
—¿De qué?
—De magia. Enséñame algo más, anda.
Si Skulduggery hubiera tenido cejas, no cabe duda de que las habría enarcado.
—¿Qué pasa, que un esqueleto viviente no te parece lo suficientemente mágico? ¿Aún quieres ver más cosas?
—Sí —respondió Stephanie—. Dame una clase magistral, por favor.
—Bueno, supongo que no te hará ningún daño —repuso Skulduggery encogiéndose de hombros—. Verás, hay dos tipos de magos. Los adeptos practican un tipo de magia, y los elementales practican otro. Los adeptos son más agresivos, y sus técnicas tienen un efecto más potente e inmediato. Los elementales como yo, sin embargo, preferimos ir por un camino más largo y sosegado, y tratamos de perfeccionar nuestro dominio de los elementos.
—¿Domináis los elementos?
—Bueno, tal vez dominar sea una palabra un poco fuerte. En realidad no los dominamos, sino que nos limitamos a manipularlos. Influimos en ellos, por así decirlo.
—¿Y qué elementos son? ¿Te refieres a eso de la tierra, el viento…?
—… el agua y el fuego. Exacto.
—A ver, enséñamelo.
Skulduggery inclinó de nuevo la cabeza.
—De acuerdo —dijo en tono socarrón. Luego extendió la mano derecha y la puso frente a la cara de Stephanie. Ella frunció el ceño, sintiendo un frío repentino, y se dio cuenta de que le estaba cayendo una gota de agua por la cara. En menos de un segundo tenía el pelo tan empapado como si acabara de darse un baño.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó, moviendo enérgicamente la cabeza para sacudirse el agua.
—¿Tú qué crees?
—No sé. ¿Has condensado la humedad del aire?
Skulduggery se quedó mirándola; parecía un poco impresionado.
—¡Sí señora! —dijo—. El primer elemento que manejamos es el agua. No es que podamos separar las aguas del mar Rojo ni nada por el estilo, pero tenemos cierta mano con ella.
—Enséñame otra vez el fuego —le pidió Stephanie con impaciencia.
Skulduggery chasqueó sus dedos enguantados, produciendo varias chispitas; luego formó un cuenco con la mano y las chispas se reunieron en el hueco, formando una llama que Skulduggery sujetó ante sí mientras caminaban. El calor aumentaba por momentos, y Stephanie notó cómo el pelo se le empezaba a secar.
—¡Toma ya! —exclamó.
—Impresionante, ¿eh? —respondió Skulduggery, haciendo un gesto brusco con la mano que hizo salir a la bola de fuego disparada por los aires. La bola pegó una llamarada y se desvaneció.
—¿Y la magia de tierra? —preguntó Stephanie.
Skulduggery sacudió la cabeza.
—No creo que te gustara mucho verla, y espero que nunca tengas que hacerlo. El poder de la tierra es puramente defensivo, y solo debe usarse como último recurso.
—Y entonces, ¿cuál es el más poderoso? ¿El fuego?
—Bueno, ese es el más vistoso y el que más llama la atención; pero te sorprendería saber lo que puede hacer un poco de aire si sabes cómo desplazarlo. El aire que se desplaza no desaparece, sino que se va a otro lado.
—¿Me lo enseñas?
Habían llegado al final del aparcamiento, y estaban frente al muro de ladrillo que lo limitaba. Skulduggery flexionó los dedos y volvió a extenderlos bruscamente, dirigiendo la palma abierta hacia el muro. El aire pareció moverse en ondas concéntricas y un trozo de muro salió despedido. Stephanie se quedó mirando asombrada el agujero.
—Esto sí que mola —dijo.
Los dos continuaron andando, aunque Stephanie seguía volviéndose para mirar el muro de vez en cuando.
—¿Y los adeptos, qué saben hacer? —preguntó al cabo de unos segundos.
—Bueno, hace unos años conocí a uno que podía leer los pensamientos. Y también había una mujer que podía cambiar de forma y convertirse en cualquier persona delante de tus narices.
—Entonces, ¿quiénes son más fuertes, los elementales o los adeptos?
—Depende del mago. Los adeptos pueden tener muchos trucos escondidos en la manga, muchas habilidades distintas; eso, a veces, les permite vencer hasta al más poderoso de los elementales. Ha ocurrido en más de una ocasión.
—Ese mago del que hablabas, el más malvado de todos, ¿era adepto?
—Curiosamente, no: Mevolent era elemental. Es raro encontrar elementales que se desvíen tanto por las sendas oscuras, pero a veces ocurre.
Había una pregunta que Stephanie llevaba un rato deseando hacer, pero se había contenido hasta entonces porque no quería parecer demasiado ansiosa. Ahora metió los pulgares en las trabillas de los vaqueros y miró a Skulduggery con cara inocente, como si acabara de ocurrírsele la idea.
—¿Y cómo se sabe quién puede hacer magia? ¿Puede hacerla todo el mundo?
—No, en realidad hay poca gente que pueda. Los que pueden suelen congregarse, de modo que el mundo está lleno de pequeñas comunidades mágicas esparcidas aquí y allá. Solo en Irlanda e Inglaterra hay dieciocho barrios habitados únicamente por magos.
—¿Se puede ser mago sin saberlo?
—Sí, claro. Hay personas que viven una vida aburrida y convencional sin saber que tienen un mundo asombroso en las yemas de los dedos. Muchos se mueren sin tener ni idea de lo grandes que podrían haber sido.
—Me parece muy triste.
—Pues a mí me hace bastante gracia.
—No sé por qué, la verdad. ¿A ti te gustaría no ser consciente de lo que eres capaz de hacer?
—No tendría ni idea, así que me daría igual —dijo Skulduggery deteniéndose—. Hemos llegado.
Stephanie miró hacia arriba: estaban junto a un ruinoso bloque de pisos con las paredes pintarrajeadas y las ventanas agrietadas y mugrientas. Skulduggery subió los escalones de hormigón que conducían al portal y entró seguido de Stephanie. Al fondo había una escalera desvencijada que los dos empezaron a subir.
El primer rellano estaba muy silencioso y olía a humedad. En el segundo se veían retazos de luz que asomaban entre las puertas y el suelo, despejando un tanto la oscuridad reinante. En uno de los apartamentos había una televisión encendida.
Al llegar al tercer piso, Stephanie supo de inmediato que era allí donde se dirigían. Aquel rellano estaba limpio, no olía a nada y tenía luz. Era como si hubieran entrado en un edificio totalmente diferente. Stephanie siguió a Skulduggery hasta la mitad del pasillo, y se dio cuenta de que en las puertas no había números ni letras de ninguna clase. Luego se quedó mirando la puerta a la que Skulduggery acababa de llamar: era la única que tenía una placa. «Biblioteca», ponía.
—Una cosa más —dijo Skulduggery mientras esperaban—. Por muchas ganas que te entren de hacerlo, no se te ocurra decirle cómo te llamas.
La puerta se entreabrió antes de que Stephanie pudiera preguntar nada y por el hueco se asomó un hombre delgado con unos enormes anteojos redondos. Tenía la nariz aguileña, y su pelo crespo estaba en franco retroceso. Iba vestido con un traje de cuadros y una pajarita. Se quedó mirando un momento a Stephanie; luego hizo un gesto con la cabeza en dirección a Skulduggery y abrió la puerta del todo.
Al entrar, Stephanie se dio cuenta de la razón por la que las puertas no tenían números: todas daban a la misma estancia. Los dueños de aquel lugar habían eliminado todos los tabiques para instalar estanterías en las que reposaban un sinfín de libros. Había decenas de miles, en una maraña de estanterías que se extendía de un lado a otro del edificio. Mientras Skulduggery y ella seguían al hombre de los anteojos por aquel laberinto, Stephanie vio que había más gente en la biblioteca. Eran personas concentradas en la lectura y medio escondidas entre las sombras, personas con algo indefinible que las hacía… raras.
En medio de la biblioteca había un espacio despejado, como un claro en un bosque de libros, y allí los esperaba la mujer más hermosa que Stephanie había visto en su vida. Tenía el pelo negro como ala de cuervo, y los ojos de un azul palidísimo. Sus facciones eran tan delicadas que Stephanie temió que se rompieran si sonreía; entonces la mujer sonrió, y Stephanie sintió una calidez tan acogedora que por un instante deseó quedarse al lado de aquella mujer para siempre jamás.
—Déjalo ya —dijo Skulduggery.
La mujer dirigió la mirada hacia él y su sonrisa tomó un matiz juguetón. Stephanie seguía mirándola embobada. Sentía el cuerpo tan pesado y torpón que lo único que deseaba hacer en la vida era quedarse allí de pie, en el preciso lugar en el que estaba, y contemplar la belleza en estado puro.
—Te digo que lo dejes —insistió Skulduggery. La mujer se echó a reír y volvió a mirar a Stephanie.
—Huy, lo siento —dijo, y Stephanie sintió como si un velo de neblina se levantara de su mente. Se tambaleó, repentinamente mareada, pero Skulduggery estaba alerta y la sujetó poniéndole la mano en la espalda para que no se cayera—. Lo siento mucho, de verdad —repitió la mujer haciendo una pequeña reverencia—. Siempre me olvido del efecto que causo en la gente. La primera impresión es la más vivida, ya se sabe…
—Parece que te olvidas de ese pequeño detalle cada vez que conoces a alguien —dijo Skulduggery.
—Sí, soy una despistada. En fin, ¿qué se le va a hacer?
Skulduggery se volvió hacia Stephanie, refunfuñando.
—No te avergüences; todo el mundo se enamora de China la primera vez que la ve. Pero créeme, el efecto es menor cuanto más la conoces.
—Sí, es menor —intervino la tal China—, pero nunca llega a desaparecer del todo. ¿Verdad, Skulduggery?
El detective se quitó el sombrero y observó a China sin dignarse contestar a su pregunta. China miró sonriente a Stephanie y le ofreció una tarjeta de visita. Era de color hueso y solo tenía impreso un número de teléfono. El conjunto desprendía una delicada elegancia.
—Llámame cuando quieras, sobre todo si encuentras algún libro u objeto que me pueda interesar. Skulduggery lo hacía a menudo, pero ahora hace mucho que no me llama. Me temo que eso ya es agua pasada, y evidentemente no mueve molino… ¡Ay, pero qué despistada soy! Se me ha olvidado presentarme. Yo me llamo China Sorrows, querida. ¿Y tú, cómo te llamas?
Stephanie estaba a punto de decirle su nombre cuando Skulduggery la fulminó con la mirada. Entonces recordó el consejo que le había dado antes de entrar y frunció el ceño, porque sentía el impulso casi irreprimible de contarle a aquella mujer todo cuanto quisiera saber.
—No te hace falta saber su nombre —intervino Skulduggery—. Lo único que tienes que saber es que estaba en casa de Gordon Edgley cuando un hombre entró por la fuerza. Estaba buscando algo. ¿Qué podría tener Gordon para que alguien lo codiciara tanto?
—¿No sabes quién era?
—El no era nadie; lo importante es quién lo envió.
—¿Y quién te parece que lo envió?
Skulduggery se quedó callado y China soltó una risita.
—¿Ya estás con Serpine de nuevo? Pero querido, según tú, Serpine es el culpable de casi todos los crímenes del mundo.
—Es que lo es.
—Bueno, ¿y por qué vienes a verme a mí?
—Porque tú siempre te enteras de cosas.
—¿Ah, sí?
—La gente habla contigo.
—Bueno, es que soy una persona extremadamente accesible.
—El caso es que me pregunto si habrás oído algo, algún rumor, alguna murmuración… en fin, cualquier cosa.
—Nada que pueda servirte de ayuda.
—Pero entonces, ¿has oído algo?
—Lo único que he oído es una tontería, una bobada tan absurda que ni siquiera merece el nombre de rumor. Parece ser que Serpine ha estado indagando acerca del Cetro de los Antiguos.
—¿Para qué?
—Dicen que lo está buscando.
—¿Cómo que lo está buscando? ¡Pero si el Cetro es un cuento de viejas!
—Te avisé de que era una tontería.
Skulduggery se quedó callado un momento, como si estuviera almacenando aquella información para examinarla luego con más detenimiento, y luego volvió al punto de partida:
—Bueno, ¿y qué crees que podría tener Gordon para que Serpine, o quien fuera, lo codiciara tanto?
—Cualquier cosa —respondió China—. El bueno de Gordon tenía vocación de coleccionista, como yo. Pero no creo que esa sea la pregunta adecuada.
Skulduggery se quedó pensando un momento.
—Ah, claro —dijo al cabo.
Stephanie los miró de hito en hito.
—¿Se puede saber de qué habláis?
—La pregunta adecuada —respondió Skulduggery— no es qué podría tener Gordon para que alguien quisiera robarlo, sino qué podría tener que no pudiera ser robado hasta que él hubiera muerto.
—¿Es que hay alguna diferencia?
—Hay objetos que nadie puede coger sin permiso, posesiones que no pueden ser robadas —le explicó China—. En esos casos, su dueño debe estar muerto para que otra persona pueda hacer uso de los poderes del objeto.
—Si oyes algo que me pueda interesar, ¿me lo dirás? —le dijo Skulduggery.
—¿Y tú qué me darás a cambio? —contestó China, volviendo a esbozar una sonrisa maliciosa.
—¿Te vale con las gracias?
—Tentador, muy tentador.
—Bueno, pues entonces a ver qué te parece esto —repuso Skulduggery—. Hazlo por un amigo.
—¿Un amigo? Después de todos estos años y de todo lo que ha pasado, ¿me estás diciendo que vuelves a ser mi amigo?
—Me refería a Gordon.
China se echó a reír mientras Skulduggery se daba la vuelta y se internaba entre las estanterías, seguido de Stephanie. Salieron de la biblioteca y volvieron por donde habían venido.
Stephanie solo se decidió a hablar cuando ya habían llegado a la calle.
—Así que esa era China Sorrows —dijo.
—En carne y hueso —respondió Skulduggery—. Una mujer poco digna de confianza, por cierto.
—Pero tiene un nombre muy bonito.
—Ya te dije antes que los nombres dan poder. Todos tenemos tres nombres: el nombre con el que naces, el que te ponen y el que adoptas. Todas las personas, sean quienes sean, nacen con un nombre. Tú tenías un nombre al nacer. ¿Lo conoces?
—¿Es una pregunta con truco?
—¿Sabes cómo te llamas?
—Sí, claro. Stephanie Edgley.
—No.
—¿Cómo que no?
—Ese es el nombre que te pusieron, el nombre que tus padres eligieron para ti. Si un mago de cualquier tipo quisiera hacerlo, podría usar ese nombre para influir en ti, para obtener un cierto grado de control sobre tus actos. Podría obligarte a que te levantaras, te sentaras o te quedaras callada… en fin, ese tipo de cosas.
—¿Cómo si fuera un perro?
—Sí, algo por el estilo.
—¿Estás diciendo que soy como un perrillo faldero?
—En absoluto —repuso Skulduggery. Luego se quedó callado un momento—. Bueno, la verdad es que sí.
—Ah, muchísimas gracias.
—El caso es que, además, tienes otro nombre: el de verdad, el auténtico. Un nombre único que te pertenece a ti y a nadie más que a ti.
—¿Cuál es ese nombre?
—No lo sé. Y tú tampoco lo sabes, al menos no conscientemente. Ese nombre te da poder, pero también podría proporcionar a otras personas un poder absoluto sobre ti. Si algún mago lo conociera, podría obligarte a serle leal, a amarlo, a entregarle tu vida entera; tu voluntad individual quedaría anulada por completo. Esa es la razón de que mantengamos ocultos nuestros verdaderos nombres.
—¿Y qué pasa con el tercer nombre?
—Es el nombre que adoptas, y nadie puede usarlo para hacerte daño o influir en ti. Se trata de la defensa más elemental contra el ataque de un mago. El nombre que adoptas bloquea el acceso al nombre que te han puesto, lo protege, y por eso es tan importante elegirlo con acierto.
—Entonces Skulduggery es el nombre que tú adoptaste, ¿no?
—Exacto.
—¿No debería adoptar un nombre yo también?
Skulduggery se quedó pensativo un momento, pero reaccionó enseguida.
—Si vas a acompañarme en este asunto, la respuesta es que sí. Puede que te venga bien hacerlo.
—¿Y me vas a dejar que te acompañe?
—Depende. ¿Necesitas pedir permiso a tus padres?
Stephanie pensó un momento. Sus padres querían que encontrara su propio camino en la vida, se lo habían dicho infinidad de veces. En realidad, al decirlo se referían a cosas como las asignaturas optativas del instituto, su carrera universitaria, su futuro trabajo… Era bastante posible que, al decir aquello, no hubieran tenido en cuenta un futuro lleno de esqueletos vivientes y submundos mágicos. Si hubieran sido conscientes de aquello, tal vez la hubieran aconsejado de forma diferente.
—Más bien no —dijo al fin, encogiéndose de hombros.
—Bueno, pues con eso me vale.
Ya habían llegado al coche. Skulduggery y su nueva socia se montaron, y cuando se incorporaban a la carretera, Stephanie lo miró.
—¿Quién es ese Serpine del que hablabais antes?
—Nefarian Serpine es uno de los malos. Ahora que Mevolent no está, supongo que podríamos considerarlo como el malvado oficial.
—¿Qué le hace ser tan malo?
Durante unos segundos se hizo un silencio solo roto por el ronroneo del motor.
—Serpine es un adepto —dijo Skulduggery al fin—. Era el lugarteniente más preciado de Mevolent. Antes China ha dicho que Gordon y ella tenían vocación de coleccionistas, ¿te acuerdas? Bueno, pues Serpine también la tiene. Colecciona magia: ha torturado, mutilado y asesinado a mucha gente para hacerse con sus secretos. Ha cometido atrocidades sin nombre para desvelar oscuros ritos, en busca de un ritual único que él, y otros fanáticos como él, llevan buscando desde hace siglos. Cuando estalló la guerra secreta, Serpine tenía un arma infalible; hoy en día es un mago lleno de sorpresas, pero aun así sigue utilizándola porque la verdad es que resulta imposible defenderse de ella.
—¿En qué consiste?
—En pocas palabras, consiste en la más atroz de las muertes.
—¿Pero mata a la gente así, sin más? ¿No dispara con un arma ni nada por el estilo?
—Lo único que hace es extender su roja mano derecha hacia sus enemigos, y… en fin, se mueren atrozmente. Es una técnica de necromancia.
—¿Qué es necromancia?
—Es una magia de muerte, una variedad particularmente peligrosa de la magia adepta. No tengo ni idea de cómo llegó a aprenderla Serpine, pero no cabe duda de que lo hizo a conciencia.
—¿Y qué tiene que ver el Cetro con todo esto?
—Nada, nada en absoluto.
—Bueno, ¿pero qué es?
—Es un arma con un poder destructivo incontenible, o más bien lo sería si existiera. Se trata de una barra de metal más o menos tan larga como tu fémur… Ahora que lo pienso, creo que tengo un dibujo por aquí.
Skulduggery se detuvo junto a la acera, salió del coche y abrió el maletero. Stephanie miró alrededor: nunca había estado en aquella parte de la ciudad. Las calles estaban vacías y silenciosas, y algo más lejos se entreveía un puente que atravesaba un canal. En menos de un minuto Skulduggery volvió al coche, colocó un libro encuadernado en cuero sobre el regazo de Stephanie y arrancó de nuevo. Stephanie abrió el broche de metal que mantenía el libro cerrado.
—¿Qué es esto? —preguntó, hojeándolo.
—Son nuestros mitos y leyendas más populares —dijo Skulduggery—. Acabas de pasar la historia del Cetro.
Stephanie volvió atrás y encontró un dibujo en el que un hombre con los ojos muy abiertos alargaba la mano para agarrar una vara dorada con una gema negra engastada en la empuñadura. El Cetro resplandecía, obligando al hombre a protegerse los ojos con la otra mano. En la página opuesta había otro dibujo que mostraba a un hombre enarbolando el Cetro, rodeado de figuras agazapadas que miraban en dirección opuesta.
—¿Quién es este?
—Es un Antiguo. Según nuestras leyendas, los Antiguos fueron los magos originales, los primeros que aprendieron a manejar el poder de los elementos e inventaron hechizos. Vivían ajenos al mundo de los mortales, no estaban interesados en él; tenían gustos y costumbres propias, e incluso dioses propios. Al cabo de muchos años decidieron que también querían tener destinos propios, así que se rebelaron contra sus dioses, que eran unos seres bastante desagradables llamados los Sin Rostro, y lucharon contra ellos en la tierra, los cielos y los océanos. Pero como los Sin Rostro eran inmortales, ganaban todas las batallas, hasta que los Antiguos construyeron un arma lo suficientemente poderosa como para expulsarlos de la Tierra: el Cetro.
—Parece que conoces bien la historia.
—Tal vez la costumbre de contar cuentos alrededor de una hoguera resulte pintoresca hoy en día, pero era el único entretenimiento que teníamos antes de que se inventara el cine. En fin, la cosa es que los Antiguos lograron echar a los Sin Rostro, mandarlos de vuelta al lugar del que habían venido.
—¿Qué representa este dibujo? ¿Es el momento en que mataron a sus dioses?
—Sí. El poder del Cetro estaba alimentado por el ansia de libertad que tenían los Antiguos, la fuerza más poderosa que tenían a su alcance.
—Entonces, ¿se trata de una fuerza liberadora?
—En su origen, sí. Lo que pasa es que una vez que los Sin Rostro desaparecieron y dejaron de decirles lo que tenían que hacer, los Antiguos empezaron a luchar entre ellos usando el Cetro, y esto hizo que se impregnara de odio.
El coche avanzaba por calles bordeadas de farolas cuya luz se reflejaba intermitente en la calavera de Skulduggery, creando un ritmo hipnótico.
—El último Antiguo —prosiguió el detective—, tras haber desterrado a todos sus dioses y matado a todos sus amigos y familia, se dio cuenta de lo que había hecho y tiró el Cetro a las profundidades de la tierra. El suelo se lo tragó, y nunca se ha vuelto a saber de él.
—¿Y qué hizo entonces?
—Yo qué sé. Se echaría una siesta, supongo. Es una leyenda, una alegoría; no pasó de verdad.
—Entonces, ¿por qué Serpine piensa que el Cetro existe?
—Eso es justamente lo que me tiene intrigado. Serpine, como Mevolent, cree a pies juntillas algunos de nuestros mitos más oscuros e inquietantes. Está convencido de que el mundo era un lugar mejor cuando los Sin Rostro lo dominaban. Pero aquellos seres no eran especialmente amantes de los humanos, ¿sabes? Además, exigían sumisión absoluta.
—Ese ritual que lleva siglos buscando, ¿sirve para traerlos de vuelta?
—Tú lo has dicho.
—Tal vez Serpine crea que si el Cetro sirvió para expulsarlos, también podría hacerlos volver, ¿no te parece?
—La gente cree todo tipo de cosas raras si forman parte de su religión.
—Y tú, ¿qué opinas? ¿Crees que existieron de verdad los Antiguos, los Sin Rostro y todas esas cosas?
—Yo creo en mí, Stephanie, y con eso me basta.
—Entonces, ¿te parece que el Cetro existe realmente?
—Lo dudo mucho.
—¿Y qué relación guarda todo esto con mi tío?
—Ni idea —dijo Skulduggery—. Si lo supiéramos, no sería un misterio.
De pronto el coche se llenó de luz y empezó a sacudirse, y el aire se llenó de chirridos y golpes metálicos. Stephanie se zarandeó a pesar del cinturón de seguridad, golpeó la ventanilla con la cabeza y vio cómo la calle se inclinaba cada vez más. De pronto cayó en la cuenta de que estaban dando una vuelta de campana. Oyó cómo Skulduggery maldecía, se sintió ingrávida por un momento y luego se estrelló contra el salpicadero.
El coche se balanceó un par de veces antes de quedarse inmóvil. Stephanie estaba pasmada mirándose las rodillas, consciente pero demasiado conmocionada para pensar. En su cabeza sonó una vocecilla: decía que tenía que levantar la vista, que debía mirar hacia arriba para ver qué estaba pasando. El Bentley estaba inmóvil y su motor había enmudecido, pero algo más allá se oía el ronroneo de otro motor. Una puerta de coche se abrió y se cerró enseguida. «Levanta la vista, Stephanie». Pisadas, pisadas de alguien que se acercaba corriendo. «Levanta la vista ya mismo». Skulduggery a su lado, inmóvil. «Levanta la vista, Stephanie, vienen a por ti. Levántala YA MISMO».
Por segunda vez aquella noche, una mano rompió el cristal de la ventana justo al lado de Stephanie. El hombre que la había atacado en la casa la agarró y la sacó del coche de un tirón.