LA GUERRA SECRETA

s

KULDUGGERY guardó la pistola, fue hasta el vestíbulo y se asomó por el hueco de la puerta para escudriñar la oscuridad de la noche. Tras comprobar que no había ningún bonzo rondando por los alrededores, volvió a entrar, levantó la puerta gruñendo por el esfuerzo y la colocó en su lugar, dejándola apoyada en el marco. Luego se encogió de hombros y entró de nuevo en el salón, donde Stephanie seguía mirándolo pasmada.

—Siento lo de la puerta —dijo Skulduggery.

Stephanie no logró cerrar la boca para contestarle.

—Pagaré el arreglo, no te preocupes.

Stephanie miraba, con los ojos abiertos de par en par.

—Es una puerta de buena calidad, ¿sabes? Muy robusta.

Convencido de que Stephanie no estaba en condiciones de hacer nada más que mirarlo con la boca abierta, Skulduggery volvió a encogerse de hombros, se quitó el abrigo, lo dobló pulcramente y lo dejó en el respaldo de una silla. Luego se acercó a la ventana rota y empezó a recoger fragmentos de cristal.

Ahora que se había quitado el abrigo, Stephanie se daba cuenta de lo extremadamente delgado que estaba. Su traje estaba muy bien cortado, pero aun así colgaba en torno a su cuerpo dándole un aspecto un tanto informe. Mientras recogía los trozos de cristal, una manga se le subió un poco y Stephanie distinguió un trozo de hueso entre el puño de la camisa y el guante. Skulduggery se puso en pie y la miró.

—¿Dónde pongo los cristales?

—No sé —dijo Stephanie muy bajito—. Es usted un esqueleto.

—Sí, es verdad —repuso él—. Creo que Gordon tenía un contenedor pequeño junto a la puerta de atrás. ¿Los tiro ahí?

Stephanie asintió con la cabeza.

—Vale —logró decir al cabo de unos segundos, mientras Skulduggery salía de la estancia con las manos llenas de cristales.

Stephanie llevaba toda la vida deseando que ocurriera algo fuera de lo normal, algo que la sacara del monótono mundo en el que vivía; y ahora que su deseo parecía cumplirse, no tenía ni idea de cómo reaccionar. Las preguntas se agolpaban en su cabeza, tratando de ponerse en primer lugar. Preguntas, preguntas y más preguntas.

Skulduggery entró de nuevo en el salón y Stephanie le hizo la primera:

—¿Encontró usted el contenedor?

—Sí, sin problemas. Estaba donde lo dejaba siempre Gordon.

—Ah, estupendo. —Stephanie pensó que, si sus preguntas hubieran tenido rostro, estarían mirándola con expresión de incredulidad, e hizo un esfuerzo por pensar de manera coherente.

—¿Le dijiste tu nombre? —preguntó Skulduggery…

—¿Cómo?— Que si le dijiste cómo te llamabas.

—No, no quise…

—Bien hecho. Si se conoce el auténtico nombre de algo, se tiene poder sobre ello. Pero incluso el nombre que te ponen tus padres, como Stephanie, por ejemplo, puede servir para hacerlo.

—¿Para hacer qué?

—Para que quien lo sepa tenga influencia sobre ti, para que puedan obligarte a hacer lo que quieran. Si ese tipo hubiera sabido cuál era tu nombre y cómo usarlo, no le habría hecho falta nada más. Da un poco de miedo pensarlo, ¿verdad?

—¿Qué está pasando? —preguntó Stephanie—. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué quería? ¿Y quién rayos es usted, por cierto?

—Yo soy yo —respondió Skulduggery, recogiendo su sombrero y su peluca y poniéndolos en una mesita cercana—. En cuanto al tipo ese, no tengo ni idea. No lo había visto en mi vida.

—Pero le ha pegado un tiro.

—Exacto.

—Y le ha lanzado una bola de fuego.

—Tienes toda la razón.

Stephanie tenía las piernas trémulas y la cabeza le daba vueltas.

—Señor Pleasant, es usted un esqueleto.

—Ah, sí, ahí está la cosa. Sí, como bien dices, soy un esqueleto. Llevo ya unos cuantos años siéndolo.

—¿Me estoy volviendo loca?

—Espero que no.

—Entonces, ¿es usted real? ¿Existe de verdad?

—Supongo que sí.

—O sea, que no es seguro que exista.

—Bueno, tengo la razonable certeza de que existo. Aunque siempre puedo estar equivocado, claro. Podría ser una horrible alucinación, un producto de mi mente.

—¿Quiere decir que tal vez sea usted fruto de su propia imaginación?

—Bueno, cosas más raras se han visto. Y se siguen viendo con alarmante regularidad, por cierto.

—Esto es rarísimo.

Skulduggery metió sus enguantadas manos en los bolsillos del pantalón y ladeó la cabeza. No tenía globos oculares, así que Stephanie no hubiera sabido decir si la estaba mirando o no.

—¿Sabes qué? Tu tío y yo nos conocimos en una situación no muy diferente a esta. Aunque él estaba borracho, claro, y estábamos en un bar, y él me acababa de vomitar encima de los zapatos. Así que supongo que, en realidad, las circunstancias de aquel encuentro no se parecen tanto a las de este… En fin, lo que quiero decir es que Gordon se metió en un lío y yo le eché una mano, y después de eso llegamos a ser buenos amigos. Buenísimos amigos. —Skulduggery examinó a Stephanie con la cabeza inclinada—. No es por nada, pero parece como si estuvieras a punto de desmayarte.

Stephanie asintió lentamente.

—La verdad es que nunca me he desmayado, pero creo que tiene usted razón.

—¿Quieres que te sostenga al caer, o prefieres…?

—Si no le importa sostenerme…

—No te preocupes, no hay problema.

—Gracias.

Stephanie le dedicó una débil sonrisa, y entonces sus ojos se nublaron y se sintió caer. Lo último que vio fue que Skulduggery Pleasant se abalanzaba desde el otro lado de la habitación para sostenerla.

Cuando se despertó, estaba tumbada en el sofá y tapada con una manta. La sala estaba en penumbra, iluminada únicamente por dos lamparillas situadas en las esquinas. Stephanie levantó la cabeza y observó la ventana rota: ahora estaba tapada con tablas claveteadas. En el vestíbulo se oía un martilleo. En cuanto Stephanie se sintió con fuerzas, se puso lentamente en pie y salió del cuarto de estar.

Skulduggery Pleasant estaba en el vestíbulo, tratando de encajar los goznes de la puerta. Se había subido la manga izquierda para maniobrar con más comodidad, y se le veía un trozo de antebrazo… o más bien de cúbito, como pensó Stephanie de inmediato recordando lo que había aprendido el curso anterior en clase de Biología. Aunque tal vez fuera el radio, o los dos a un tiempo… Skulduggery masculló algo, y luego reparó en su presencia y la saludó alegremente.

—¡Ah, ya te has despertado!

—Has arreglado la ventana —dijo Stephanie, decidiendo que era absurdo llamar de usted a un esqueleto.

—Sí, bueno, al menos la he tapado. Gordon tenía algunas tablas en la parte de atrás, y yo he hecho lo que he podido con ellas. Pero me temo que no estoy teniendo tanto éxito con la puerta; es mucho más fácil derribarlas que volverlas a poner en su sitio. ¿Cómo te sientes?

—Bien.

—Lo que necesitas es una buena taza de té caliente con un montón de azúcar.

Skulduggery se apartó de la puerta e indicó a Stephanie que lo acompañara a la cocina. Al llegar, Stephanie se sentó a la mesa mientras él calentaba el agua.

—¿Tienes hambre? —preguntó Skulduggery cuando el agua ya hervía. Stephanie negó con la cabeza—. ¿Quieres leche?

Ahora Stephanie asintió. Skulduggery echó en la taza un chorro de leche y unas cuantas cucharadas de azúcar, lo revolvió rápidamente y puso la taza en la mesa. Stephanie dio un sorbo: estaba muy caliente, pero le supo a gloria.

—Gracias —le dijo a Skulduggery, quien contestó encogiéndose levemente de hombros. La ausencia de cara hacía que en ocasiones fuera difícil interpretar sus gestos, pero Stephanie decidió que había querido decir «de nada».

—Lo que hiciste antes con la puerta y la bola de fuego, ¿era magia?

—Sí.

Stephanie examinó más detenidamente a su nuevo amigo.

—¿Cómo puedes hablar?

—¿Perdón?

—¿Cómo puedes hablar? Mueves la boca al hacerlo, pero no tienes lengua, ni labios, ni cuerdas vocales. Y además, no es la primera vez que veo un esqueleto; en el colegio me han enseñado dibujos y maquetas y esas cosas, y sé que lo único que mantiene los huesos unidos es la piel y los ligamentos. ¿Cómo es posible que tus huesos no se separen?

Skulduggery volvió a encogerse de hombros, ahora con algo más de energía.

—Gracias a la magia.

Stephanie lo miró fijamente.

—Parece que la magia sirve para todo.

—No lo sabes tú bien.

—¿Y las terminaciones nerviosas? ¿Sientes dolor?

—Sí, pero eso no es malo. Al fin y al cabo, si te duele algo es que estás vivo.

—¿Pero estás vivo de verdad?

—Hombre, técnicamente no, pero .

—Y cerebro, ¿tienes? —preguntó Stephanie, tratando de ver algo a través de las vacías cuencas de Skulduggery.

El se echo a reír.

—No tengo cerebro ni órganos vitales, pero tengo consciencia —dijo, empezando a recoger la mesa—. A decir verdad, esta calavera ni siquiera es la mía.

—¿Qué?

—Que es de otra persona. La mía me la robaron, y luego gane esta en una partida de póquer.

—¿Y qué se siente llevando una calavera que ni siquiera es la tuya?

—Bueno, me las apaño con ella. Al menos, hasta que logre recuperar la de verdad. ¿Te pasa algo? Tienes cara como de asco.

—No, solo es que… ¿no resulta extraño? Debe de ser como ponerse unos calcetines usados por otra persona.

—Uno se acostumbra a todo.

—¿Y cómo es que eres un esqueleto? ¿Naciste así?

—No, cuando nací era normal y corriente. Tenía piel, órganos, toda la pesca. Hasta tenía una cara que no resultaba del todo desagradable, modestia aparte.

—¿Qué te pasó?

Skulduggery cruzó los brazos y se apoyó en el borde de la encimera.

—Me metí en líos mágicos. Por acpel entonces, en los tiempos en que yo estaba vivo, por así decirlo, había algunas personas de lo más desagradable circulando por ahí. El mundo había caído en una oscuridad de la que tal vez no haya llegado a salir aún. Era una guerra, ¿sabes? Una guerra secreta, pero guerra de todos modos. Había un mago llamado Mevolent que era el peor de todos, y que poseía un ejército propio. Todos los que rehusamos unirnos a él nos encontramos de repente convertidos en sus enemigos. Pero logramos imponernos: al cabo del tiempo, tras muchos años de luchar en aquella guerra oculta que nos traíamos entre manos, empezamos a aventajarle claramente. Sus aliados se estaban derrumbando, su influencia se desvanecía, sobre él se cernía una derrota inminente. Así que Mevolent decidió asestar un último golpe desesperado a todos los líderes de nuestro bando.

Stephanie lo miraba, perdida en los matices de su voz.

—Yo caí en una ingeniosa trampa tendida por su lugarteniente —continuó Skulduggery—. No sospeché nada hasta que ya era demasiado tarde. Y el lugarteniente de Mevolent me mató, acabó conmigo. Mi corazón dejó de latir un veintitrés de octubre, lo recuerdo perfectamente. Luego sus secuaces clavaron mi cuerpo en una estaca y lo quemaron para que lo viera todo el mundo. Me usaron como advertencia, y lo mismo hicieron con los cuerpos de todos los adversarios que iban matando; y, para mi enorme horror, su táctica funcionó.

—¿A qué te refieres?

—Aquello hizo que se volvieran las tornas. Nuestro bando empezó a perder terreno y Mevolent se hizo fuerte de nuevo. Aquello era más de lo que yo podía soportar, así que volví.

—¿Cómo que volviste?

—Bueno, es un poco complicado. Aunque morí, nunca llegué a marcharme del todo. Había algo que me retenía aquí, que me obligaba a mirar lo que estaba pasando. Nunca le había ocurrido nada así a nadie, que yo supiera, y sigo sin saber de nadie a quien le haya sucedido lo mismo que a mí. Pero el hecho es que a mí me pasó. Así que, cuando la cosa se puso demasiado cruda para mi capacidad de aguante, desperté convertido en un saco de huesos.

Y lo digo en sentido literal, porque los esbirros de Mevolent habían metido mis huesos en un saco y los habían tirado a un río. En fin, así de simple fue la cosa.

—¿Y entonces qué pasó?

—Recompuse mis huesos con bastante dolor, salí del río para reunirme con mi bando y al final logramos vencer. Y una vez que derrotamos a Mevolent, me quité de en medio y me puse a trabajar por mi cuenta, por primera vez en unos cuantos siglos.

Stephanie parpadeó.

—¿Unos cuantos siglos, dices?

—Bueno, fue una guerra larga.

—El hombre de antes dijo que eras detective.

—Sí, debía de conocerme de oídas —dijo Skulduggery, enderezando un poco la espalda—. Ahora me dedico a resolver misterios.

—¿De verdad?

—Y soy muy bueno, no creas.

—Entonces, ¿qué estás investigando ahora? ¿El paradero de tu cabeza?

Skulduggery se quedó mirándola, y si hubiera tenido párpados seguramente habría pestañeado unas cuantas veces.

—Bueno, sería agradable volver a encontrarla, pero…

—Entonces, ¿no la necesitas para… no sé, para descansar en paz?

—A decir verdad, no.

—¿Por qué te la quitaron? ¿Fue también Mevolent?

—¡No, no! —respondió Skulduggery con una risita—. El no tuvo nada que ver. Ocurrió hará unos diez o quince años: estaba durmiendo tranquilamente cuando una especie de duendes me la birlaron. La desprendieron limpiamente de la columna vertebral, y yo no me di cuenta hasta la mañana siguiente.

Stephanie frunció el ceño.

—¿Y no notaste nada?

—Ya te he dicho que estaba dormido. O meditando, más bien. Cuando medito, no veo, oigo ni siento nada externo. ¿Has intentado hacerlo alguna vez?

—No.

—Es muy relajante. Seguro que te gustaría.

—Perdona, pero estábamos hablando de cuando perdiste la cabeza.

—No la perdí —dijo Skulduggery, poniéndose a la defensiva—. Me la robaron, que no es lo mismo.

Stephanie recobraba las fuerzas a marchas agigantadas. No podía creer que se hubiera desmayado; era algo como de señora mayor, de ancianita.

—Has tenido una vida muy extraña, ¿no? —dijo, volviendo a mirar a Skulduggery.

—Sí, supongo que sí. Y aún no ha terminado. Bueno, supongo que técnicamente sí, pero…

—¿No echas nada de menos?

—¿De qué?

—De cuando estabas vivo.

—La verdad es que, en comparación con todos los años que llevo siendo así, el tiempo en que estuve técnicamente vivo fue un momentito de nada. Ni siquiera recuerdo con claridad cómo era tener un corazón que me latiera dentro del pecho, así que difícilmente voy a echarlo de menos.

—Entonces, ¿no añoras nada?

—Bueno, supongo que… supongo que echo de menos el pelo. Echo me menos tocarlo, y sentirlo ahí, amontonado encima de la cabeza. Sí, eso es lo que más echo de menos.

Skulduggery se sacó un reloj del bolsillo, lo miró y levantó la cabeza rápidamente.

—¡Es tardísimo! Tengo que irme, Stephanie.

—¿Irte? ¿Adonde?

—Me temo que tengo mucho que hacer. Primero he de averiguar para qué enviaron aquí al simpático caballero de antes, y luego quisiera saber quién lo envió.

—¡Pero no puedes dejarme sola! —dijo Stephanie siguiéndolo al salón.

—Sí que puedo —replicó él—. No pasará nada, ya lo verás.

—¡La puerta de entrada está rota!

—Ah, sí. Bueno, no pasará nada siempre y cuando no entre ningún malhechor por la puerta de entrada —dijo Skulduggery empezando a ponerse el abrigo.

Stephanie se abalanzó sobre su sombrero, lo agarró y se lo llevó a la espalda.

—¿Es que vas a usar mi sombrero como rehén? —preguntó Skulduggery con expresión de incredulidad.

—O te quedas aquí para protegerme por si viene alguien más, o me dejas ir contigo.

Skulduggery pegó un respingo.

—Venir conmigo no sería especialmente seguro para ti.

—Quedarme aquí sola tampoco.

—Pero puedes esconderte —dijo él, haciendo un ademán que abarcó toda la estancia—. Tienes muchos rincones en los que ocultarte, seguro que hay un montón de armarios en los que cabes perfectamente. También puedes meterte debajo de una cama; te sorprenderías si supieras cuánta gente olvida mirar bajo las camas cuando busca a alguien, hoy en día.

—Señor Pleasant…

—Llámame Skulduggery, por favor.

—Skulduggery, esta noche me has salvado la vida. ¿Vas a dejar que todos tus esfuerzos queden en nada dejándome aquí sola a merced del primer asesino que llegue?

—Huy, me parece que tienes una actitud de lo más derrotista. Mira, una vez conocí a un chaval un poco mayor que tú. Me dijo que quería ayudarme en mis investigaciones, resolver misterios increíbles. Estuvo dándome la lata mucho tiempo, insistiendo sin parar para que le dejara; y al final se salió con la suya y lo acepté como ayudante.

—¿Y corristeis muchas aventuras emocionantes?

—Yo sí. El no pudo, porque murió resolviendo nuestro primer caso. Una muerte horrible, por cierto, de lo más pringoso. Quedó esparcido por todas partes.

—Bueno, yo no tengo ninguna intención de morirme en el futuro próximo. Además, tengo algo que él no tenía.

—¿A saber…?

—Tu sombrero. Llévame contigo o empezaré a pisotearlo.

Skulduggery se quedó mirándola con sus grandes cuencas vacías, y luego extendió la mano para coger el sombrero.

—Luego no digas que no te avisé.