UNA NIÑA SOLA

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QUELLA tarde, Stephanie y su madre cogieron el coche para ir a la casa de Gordon. El viaje solo duró un cuarto de hora, y cuando llegaron la madre de Stephanie abrió la puerta de la casa y dio un paso atrás.

—La dueña primero —dijo, haciendo una jocosa reverencia.

Stephanie entró. No llegaba a asimilar que aquel caserón fuera suyo: era una idea demasiado grande, descabellada. Oficialmente, sus padres administrarían la herencia hasta que cumpliera dieciocho años; pero aún así, ¿cómo podía ser propietaria de una casa? ¿Cuántos chicos de doce años poseían una vivienda?

No, era una idea demasiado absurda, exagerada, rocambolesca. Como todas las de Gordon, claro.

Las dos recorrieron la casa, que estaba silenciosa y en penumbra. Stephanie tuvo la impresión de verla por primera vez, y se dio cuenta de que miraba los muebles, las alfombras y los cuadros con otros ojos, preguntándose si verdaderamente le gustaban, si ella habría elegido el mismo color o la misma tapicería.

Gordon tenía buen gusto, eso había que reconocérselo, y la madre de Stephanie dijo que había muy pocas cosas que cambiaría si tuviera que hacerlo. Algunos cuadros eran un poco extravagantes para su gusto, pero en conjunto la decoración era sobria y elegante, y tenía un aire distinguido que casaba bien con un caserón como aquel.

Aún no habían decidido qué hacer con la herencia. La decisión final quedaba en manos de Stephanie, pero sus padres debían pensar también en el chalet. Aquello de tener tres casas entre los tres parecía un poco exagerado. El padre de Stephanie había sugerido vender el chalet, pero a su madre le daba pena desprenderse de una casa tan bonita como aquella.

También habían hablado de los estudios de Stephanie, y ella estaba segura de que aún tendría que oír mucho más sobre el tema. En cuanto había salido del despacho del señor Fedgewick, sus padres habían empezado a insistir en que no dejara que todo aquello se le subiera a la cabeza. Decían que lo que había pasado no significaba que pudiera dejar los estudios, y que tenía que ir a la universidad; que debía ser independiente y abrirse camino por sí sola.

Stephanie les dejó hablar, moviendo de vez en cuando la cabeza y murmurando «sí, por supuesto» cada vez que tenía que decirlo. No se tomó la molestia de explicarles que ya estaba convencida de ello; que quería ir a la universidad y abrirse camino en el mundo porque estaba convencida de que, si no lo hacía, nunca podría escapar de Haggard. No pensaba tirar su futuro por la borda solo porque fuera a heredar algo de dinero.

Se pasaron tanto tiempo en el piso de abajo que cuando llegaron a las escaleras ya eran las cinco. Decidieron que ya era suficiente por aquel día, salieron de la casa y fueron hasta donde habían dejado el coche. Mientras montaban, algunas gotas de lluvia comenzaron a salpicar el parabrisas. Stephanie se abrochó el cinturón y su madre giró la llave de contacto.

El coche gorgoteó un poco, gimió otro poco y luego se quedó callado. La madre de Stephanie levantó la vista para mirarla.

—Vaya por Dios.

Las dos salieron del coche, se acercaron al capó y lo levantaron.

—Bueno, —dijo la madre de Stephanie—, al menos el motor está en su sitio.

—¿Sabes algo de motores?

—Nada de nada. Para eso tengo un marido, ¿sabes? Los hombres se inventaron para arreglar motores y colgar estantes.

Stephanie pensó que no podía olvidarse de aprender algo de mecánica antes de cumplir los dieciocho. En cuanto a los estantes, la verdad es que le daban bastante igual.

La madre de Stephanie sacó el teléfono móvil del bolso y llamó a su padre. Lo encontró trabajando y, según le dijo, no podría recogerlas antes del anochecer. Volvieron a meterse en la casa, la madre de Stephanie llamó a un mecánico y las dos se pasaron tres cuartos de hora esperando a que llegara.

Cuando la grúa entró al fin por la verja, el cielo tenía un color plomizo y llovía a cántaros. Se acercó por el paseo de entrada salpicando agua lodosa, y la madre de Stephanie se cubrió la cabeza con la chaqueta y salió corriendo para hablar con el mecánico. Stephanie vio que en la cabina de la grúa había un perrazo descomunal, que observaba a su dueño mientras este examinaba el motor del coche. Al cabo de unos minutos su madre volvió a entrar, calada hasta los huesos.

—Dice que no puede hacer nada aquí —dijo, retorciendo la chaqueta para escurrirla—, y que tiene que remolcar nuestro coche hasta el taller. Parece que no le llevará mucho tiempo arreglarlo.

—¿Vamos a caber las dos en la grúa?

—Puedes sentarte en mis rodillas.

—¡Mamá!

—Bueno, pues entonces puedo sentarme yo en las tuyas. Lo que prefieras.

—¿No puedo quedarme aquí?

La madre de Stephanie la miró, sorprendida.

—¿Tú sola?

—Mamá, por favor… El mecánico dice que lo arreglará enseguida, y a mí me gustaría echar otro vistazo a la casa.

—No sé, Steph…

—¡Anda, mamá! Al fin y al cabo, no sería la primera vez que me quedo sola. Te prometo no romper nada.

La madre de Stephanie se echó a reír.

—Bueno, vale. Estaré de vuelta en una hora más o menos, ¿de acuerdo? Hora y media, como mucho. Llámame si necesitas algo —dijo, dándole un beso en la mejilla.

Luego salió corriendo y entró de un salto en la cabina de la grúa, donde el perrazo la recibió con alborozo y abundantes babas. Stephanie se quedó mirando cómo el coche se alejaba a lomos de la grúa hasta desaparecer en la distancia.

Ahora que se había quedado sola, decidió explorar un poco el piso de arriba. Subió por las escaleras y fue directa al estudio de Gordon.

El editor de su tío, un tipo llamado Seamus T. Steepe de Are Light Books, les había llamado aquella misma mañana para darles el pésame y preguntarles por el último libro de Gordon. La madre de Stephanie le había dicho que buscarían el original para ver si estaba terminado y que, si lo estaba, se lo enviarían. El señor Steepe estaba deseoso de publicarlo; no le cabía duda de que entraría de lleno en la lista de los best sellers para quedarse en ella largo tiempo. «Los libros postumos se venden estupendamente», había dicho, como si la muerte de Gordon no hubiera sido más que una astuta estrategia de promoción.

Stephanie abrió el cajón del escritorio y encontró un montón de folios pulcramente impresos: era el original. Lo sacó con cuidado y lo dejó sobre la mesa, procurando no manchar el papel. En la primera página solo se veía el título, impreso en gruesas letras:

Y la oscuridad llovió sobre ellos.

Era un buen montón de páginas, y la letra era más bien menuda; el libro resultante sería muy grueso, como todos los de Gordon. Stephanie había leído casi todos sus libros, y aunque alguna vez le habían resultado un poco pretenciosos, en general le habían gustado mucho. Su tío escribía sobre personas con habilidades asombrosas a las que les ocurrían cosas terribles y extrañas, que acababan por producirles invariablemente una muerte horrible y estrambótica. Hacía tiempo que Stephanie había detectado un esquema recurrente en los libros de Gordon: primero retrataba un héroe noble y fuerte, y a lo largo del relato lo iba sometiendo sistemáticamente a castigos brutales que acababan por eliminar toda su arrogancia y suficiencia, convirtiéndolo hacia el final del libro en una persona humilde que había aprendido una gran lección. Y, para acabar, su tío mataba a esos héroes de la forma más ridicula posible.

A Stephanie le parecía oír la risilla gamberra de Gordon cada vez que llegaba a aquellas escenas.

Dio la vuelta a la hoja del título, la colocó cuidadosamente junto al original y empezó a leer. No pensaba leer mucho; pero antes de darse cuenta ya estaba enfrascada en el relato, ajena a los crujidos de la vieja casa y al rumor de la lluvia.

Cuando el móvil sonó, Stephanie pegó un salto en la silla. Llevaba leyendo dos horas. Se acercó el teléfono a la oreja: era su madre.

—Hola, corazón —le dijo—. ¿Va todo bien?

—Sí, mamá. Estaba leyendo.

—¿No estarás leyendo uno de los libros de Gordon, verdad? Steph, todos tratan de monstruos terribles y cosas horrorosas, y de gente perversa que hace cosas aún más perversas. ¡Vas a tener pesadillas!

—No, mamá, no te preocupes, estaba leyendo el… el diccionario.

No hacía falta ver la cara de su madre para darse cuenta de su escepticismo.

—¿El diccionario? ¿De verdad?

—Sí, mamá —respondió Stephanie—. ¿A que no sabías que existe la palabra «torloroto»?

—Eres aún más rara que tu padre, ¿lo sabías?

—Lo sospechaba… Y el coche, ¿qué? ¿Lo han arreglado?

—No, por eso te llamo. No logran ponerlo en marcha, y la carretera se ha inundado. Voy a coger un taxi para llegar lo más lejos que pueda y luego veré si puedo acercarme andando para recogerte. Pero me va a llevar dos horas por lo menos.

Stephanie no podía dejar escapar aquella oportunidad. Desde muy pequeña prefería estar sola que acompañada, y entonces se le ocurrió que nunca había pasado la noche lejos de sus padres y que ya era hora de probar. Sería como saborear una pizquita de libertad; a Stephanie ya le cosquilleaba la lengua ante aquella perspectiva.

—No hace falta que vengas, mamá. Estoy perfectamente.

—Stephanie, no pienso dejar que pases la noche tú sola en una casa extraña.

—No es una casa extraña, es la casa de Gordon, y te aseguro que estoy perfectamente. No tiene sentido que te empeñes en llegar hasta aquí esta noche; está lloviendo a cántaros.

—Pero Steph, no me llevaría mucho rato…

—Te llevaría siglos. ¿Dónde está cortada la carretera?

La madre de Stephanie hizo una pausa antes de contestar.

—En el puente.

—¿En el puente? ¿Y piensas venir andando desde el puente hasta aquí?

—Bueno, si me doy prisa…

—Mamá, no seas tonta. Llama a papá para que pase a recogerte y te lleve a casa.

—¿Estás segura, corazón?

—Estoy muy a gusto aquí, de verdad. No te preocupes.

—Bueno, vale —accedió su madre de mala gana—. A primera hora de la mañana pasaré por allí para recogerte, ¿de acuerdo? Por cierto, vi algo de comida en los armarios de la cocina, así que si tienes hambre te puedes cocinar algo.

—Muy bien. Nos vemos mañana, entonces.

—Llámanos si necesitas algo o si te sientes sola, ¿vale?

—Vale. Buenas noches, mamá.

—Te quiero mucho, Steph.

—Sí, ya lo sé.

Stephanie apagó el teléfono y sonrió de oreja a oreja. Luego se lo metió en el bolsillo, apoyó los pies en la mesa, se arrellanó en la silla y se puso a leer de nuevo.

Cuando volvió a levantar la mirada, ya eran casi las doce y había dejado de llover. Pensó que, si estuviera en su casa, llevaría un buen rato metida en la cama. Pestañeó para quitarse el picor de ojos y decidió ir a la cocina para cenar algo. Pese a todos sus éxitos y a lo extravagante de sus gustos, Gordon había sido un tipo bastante normal en materia de comida, y Stephanie se lo agradeció mentalmente. El pan estaba algo rancio y la fruta demasiado madura, pero también había galletas y cereales, y en la nevera encontró una botella de leche que no caducaba hasta el día siguiente. Stephanie se preparó un tentempié y fue a comérselo al salón, frente a la tele. Pasó rápidamente por unos cuantos canales, se acomodó en el sillón, y estaba empezando a amodorrarse cuando sonó el teléfono de la casa.

Stephanie lo miró con recelo. Estaba en una mesita, justo al lado de su codo. ¿Quién sería? Fuera quien fuera, no debía de haberse enterado de la muerte de Gordon, porque nadie podía ser tan tonto como para llamar sabiendo que estaba muerto, y a Stephanie no le apetecía nada darle la mala noticia. Podían ser sus padres, pero si eran ellos, ¿por qué no la llamaban al móvil?

Stephanie decidió que, como nueva dueña de la casa, tenía la responsabilidad de contestar a su propio teléfono, así que levantó el auricular y se lo acercó a la oreja.

—¿Diga?

Silencio.

—¿Diga? —repitió Stephanie.

—¿Quién es? —dijo una voz masculina.

—Perdone, ¿con quién quiere usted hablar?

—¿Quién es? —volvió a decir la voz, ahora en tono colérico.

—Si quiere hablar con Gordon Edgley, siento mucho decirle que ha…

—Sí, ya sé que Edgley está muerto —dijo el hombre en tono cortante—. ¿Y tú quién eres? ¿Cómo te llamas?

Stephanie titubeó.

—¿Por qué me lo pregunta? —contestó al fin.

—¿Qué pintas tú en esa casa? ¿Por qué estás ahí?

—Si quiere usted llamar mañana…

—¡No, no quiero llamar mañana! Escúchame bien, mocosa: si fastidias los planes de mi señor, se va a enfadar bastante, y te aseguro que no es bueno enfadar a mi señor. ¿Lo entiendes? ¡Y ahora dime cómo te llamas!

Stephanie se dio cuenta de que le estaban temblando las manos. Hizo un esfuerzo por tranquilizarse y enseguida sintió cómo su nerviosismo desaparecía dejando paso a la ira.

—Mire, no pienso decirle mi nombre porque no es asunto suyo —contestó—. Si quiere hablar con alguien en especial, haga el favor de llamar mañana a una hora razonable.

—No me hables así, mocosa —siseó el hombre.

—Buenas noches —dijo Stephanie con firmeza.

—Te he dicho que no me hables…

Stephanie colgó, dejando al hombre con la palabra en la boca. De repente, la idea de pasar la noche allí sola había perdido casi todo su atractivo. Pensó en llamar a sus padres, pero enseguida se reprendió a sí misma por ser tan infantil. No había ninguna necesidad de preocuparlos por una cosa tan poco…

Alguien estaba aporreando la puerta de entrada.

—¡Abre! —gritó la voz del teléfono. Stephanie se levantó sin apartar la mirada del recibidor. Alrededor de la puerta de entrada había un marco de cristal esmerilado que dejaba adivinar una silueta oscura—. ¡Abre la puerta, maldita sea!

Stephanie reculó hasta llegar a la chimenea, con el corazón en la garganta. Aquel tipo sabía perfectamente que ella estaba dentro, así que era absurdo disimular; pero tal vez, si se quedaba muy quieta, al final se cansara de aporrear la puerta y se marchara. Ahora soltaba maldiciones, y aporreaba la puerta con tanta fuerza que el llamador repiqueteaba solo.

—¡Déjeme en paz! —gritó.

—¡Que abras la puerta, te digo!

—¡No! —chilló Stephanie, disimulando el miedo que sentía—. ¡Voy a llamar a la policía! ¡Voy a llamar a la policía ahora mismo!

Los golpes cesaron y la sombra desapareció. Stephanie se preguntó si lo habría logrado asustar, y entonces se acordó de la puerta trasera. ¿Estaría cerrada? Sí, claro, tenía que estarlo, no podía estar abierta. Pero no estaba segura, no del todo. Agarró un atizador de la chimenea, y estaba a punto de descolgar el teléfono cuando oyó un golpe en la ventana, justo a su lado.

Pegó un grito y saltó hacia atrás. Las cortinas estaban descorridas, y por la ventana solo se veía la más negra de las oscuridades.

—¿Estás sólita? —dijo el hombre. Ahora su voz era burlona, como si quisiera ponerla nerviosa.

—¡Vete! —exclamó Stephanie, levantando el atizador para que el hombre lo viera. El se echó a reír.

—¿Qué piensas hacer con eso?

—¡Romperte la cabeza! —berreó Stephanie, notando cómo el miedo y la furia bullían en su interior. El hombre volvió a reírse.

—Solo quiero que me dejes entrar —dijo—. Ábreme la puerta, mocosa. Déjame pasar.

—La policía viene de camino.

—Eres una mentirosilla, ¿verdad?

Stephanie seguía sin ver nada al otro lado de la ventana, y sin embargo el hombre parecía verlo todo. Se volvió a acercar al teléfono y agarró el auricular con rabia.

—No hagas eso —dijo el hombre.

—Voy a llamar a la policía.

—La carretera está cortada, mocosa. Si llamas, romperé la puerta y te mataré horas antes de que llegue ningún policía.

El miedo de Stephanie se convirtió en terror, dejándola petrificada. Estaba a punto de llorar; lo notaba, sentía las lágrimas acumulándose en su interior. Llevaba años sin llorar.

—¿Qué quieres? —dijo, escrutando la oscuridad—. ¿Por qué quieres entrar?

—No es que yo tenga mayor interés por entrar, mocosa, es que me han mandado que recoja algo de esa casa. Si me dejas pasar, echaré un vistazo, cogeré lo que me han encargado y me iré. No tocaré ni un pelito, de tu linda cabecita, te lo prometo. ¡Pero ábreme la puerta ahora mismo!

Stephanie agarró el atizador con ambas manos y negó con la cabeza. Había empezado a llorar, y las lágrimas le corrían incontenibles por las mejillas.

—No —dijo.

Entonces pegó un grito: un puño acababa de atravesar la ventana, regando la alfombra de fragmentos de cristal. Stephanie retrocedió al ver cómo el hombre se encaramaba al alféizar clavando en ella una mirada iracunda, sin hacer caso de los cortes que le estaban haciendo los cristales. En el preciso instante en que su pie tocó la alfombra, Stephanie salió disparada hacia el recibidor, se abalanzó sobre la puerta y empezó a forcejear con el cerrojo.

Dos manos le aferraron los hombros, y Stephanie gritó al notar cómo el hombre la levantaba en vilo y la llevaba hacia el interior de la casa. Pataleó, estampándole un talón en la espinilla; el hombre soltó un gruñido y aflojó el agarrón, y Stephanie se retorció intentando pegarle con el atizador en la cara. Pero él se lo arrebató antes de que le golpeara y la agarró del cuello con una mano, dejándola sin aliento. Sin que Stephanie pudiera hacer nada para evitarlo, el hombre la metió de nuevo en el salón.

Una vez allí, la tiró sobre un sillón y se inclinó sobre ella. Stephanie forcejeó, pero le resultó imposible desasirse.

—Bien, bien —dijo el hombre, con la boca contorsionada en una desagradable sonrisa—, ¿por qué no me das la llave y te ahorras todo esto, mocosa?

Y justo en ese momento, la puerta de entrada salió disparada y Skulduggery Pleasant se abalanzó en el vestíbulo.

El hombre pegó un alarido, soltó a Stephanie y enarboló el atizador, pero Skulduggery le pegó un puñetazo tan brutal que lo derribó y le hizo dar una voltereta. Sin embargo, antes de que Skulduggery llegara a su lado el hombre ya estaba de nuevo en pie.

El desconocido cargó contra Skulduggery y le hizo perder el equilibrio. Los dos cayeron de espaldas en el sofá, y el sombrero de Skulduggery salió disparado revelando una cabeza blanca.

Los contendientes se levantaron sin dejar de forcejear, y el hombre dio un manotazo que mandó las gafas de Skulduggery al otro lado de la habitación. Skulduggery respondió agachándose para aferrarle por la cintura y derribarlo de un golpe de cadera. El hombre cayó al suelo con un golpe sordo y se quedó por un momento maldiciendo en el suelo, pero de repente se acordó de Stephanie y se puso en pie para agarrarla. Ella se levantó de un salto y justo antes de que el hombre la atrapara, Skulduggery apareció tras él y lo derribó de una zancadilla. El hombre golpeó una mesita baja con la barbilla al caer y pegó un aullido de dolor.

—¿Creéis que podéis detenerme? —gritó, intentando levantarse. Las rodillas le temblaban—. ¿No sabéis quién soy?

—Ni idea, oiga —respondió Skulduggery.

El hombre lanzó un escupitajo sanguinolento y lo miró con una mueca desafiante.

—Pues yo sí que sé quién eres tú —dijo—. Mi señor me ha hablado mucho de ti, detective, y te diré que vas a tener que esforzarte bastante más si quieres detenerme.

Skulduggery se encogió de hombros, extendió un brazo y, para gran asombro de Stephanie, en su mano apareció una bola de fuego. Se la lanzó al hombre y este empezó a arder de inmediato; pero en vez de gritar, echó hacia atrás la cabeza y soltó una risotada salvaje. Estaba envuelto en llamas, pero no parecían quemarlo.

—¡Más! —gritó, sin dejar de reír—. ¡Dame más!

—Bueno, si insistes…

Entonces Skulduggery se sacó de la chaqueta una pistola de aspecto anticuado y abrió fuego, aguantando el retroceso del arma con mano firme. La bala dio a su adversario en un hombro haciéndolo chillar. El hombre se tambaleó intentando llegar hasta el umbral, agazapado para no ser un blanco fácil y tan cegado por las llamas que incluso chocó contra una pared, y salió.

Todo quedó en calma.

Stephanie se quedó mirando el hueco de la puerta, intentado explicarse lo inexplicable.

—En fin —dijo Skulduggery a sus espaldas—, esto no es algo que se vea todos los días, ¿verdad?

Stephanie se dio la vuelta. Al salir disparado hacía un rato, el sombrero de Skulduggery había arrastrado consigo todo el pelo. En medio de la confusión, lo único que había podido distinguir Stephanie era una cabeza blanca como la nieve, así que cuando se dio la vuelta esperaba encontrarse a alguien de piel muy clara, tal vez un albino. Pero lo que vio no tenía nada que ver con un albino. Sin sus eternas gafas y con la bufanda desenrollada, estaba bien claro que Skulduggery no tenía ni carne, ni piel, ni ojos, ni cara.

Lo único que tenía era una calavera.