L Hendedor Blanco los miraba fijamente, silencioso como un fantasma y letal como la peste. —Valquiria— dijo Tanith, —ponte detrás de mí.
Stephanie retrocedió hasta llegar al lado de Skulduggery.
—Yo lo entretendré —dijo Tanith—. Id vosotros por Serpine.
Tanith desenvainó la espada y el Hendedor empuñó la guadaña.
Stephanie notó un toque en el brazo: era Skulduggery, que le indicaba que debían marcharse. Echó a correr tras él.
—Tendrás que intentar hacerte con el Cetro —susurró Skulduggery mientras trotaban por el corredor—. Tú puedes acercarte sin que cante, yo no. No es que sea un gran plan, pero a veces los planes simples son los mejores.
La puerta del Depósito apareció frente a ellos. Aminoraron el paso, y entonces Skulduggery agarró a Stephanie de los brazos y le dio la vuelta para mirarla a la cara.
—Escúchame, Valquiria. Si esto sale mal, si no logramos sorprenderlo, quiero que te vayas. Me ocurra lo que me ocurra, quiero que salgas corriendo de ahí, ¿me entiendes?
Stephanie tragó saliva.
—Sí.
Skulduggery titubeó un momento y luego siguió hablando.
—Serpine utilizó a mi mujer y a mi hijo para atacarme a mí, y para hacerlo los tuvo que matar. Asesinó a mi familia e hizo que aquella muerte recayera sobre mis espaldas. Valquiria, si hoy mueres, tu muerte será tuya y solo tuya. Afróntala como mejor te parezca.
Stephanie asintió.
—Y ahora, Valquiria Caín, te diré que ha sido un auténtico placer conocerte.
—Lo mismo digo —respondió ella, levantando la vista para mirarlo. «Si tuviera labios, estaría sonriéndome», pensó.
Los dos se escabulleron hasta la enorme puerta, que estaba abierta de par en par. Stephanie distinguió a Serpine en el centro de la estancia, de espaldas a ellos. Llevaba el Cetro en una mano, y se dirigía lentamente hacia el Libro de los Nombres. A su lado estaba Sagacius Tome, también de espaldas a la puerta.
—No veo a Bliss —musitó Stephanie, y Skulduggery movió la cabeza indicando que tampoco él lo veía.
Stephanie tomó aliento, entró en el Depósito y comenzó a caminar sigilosamente hacia la izquierda. Al llegar tras una pesada vitrina llena de artefactos, se detuvo y echó una ojeada. Serpine había dejado de andar, y por un momento Stephanie temió que hubiera detectado su presencia. Pero sus temores eran infundados, porque Serpine sacudió la cabeza y retrocedió hasta donde estaba Sagacius Tome.
—Sigue siendo demasiado fuerte —dijo.
—Pues ya no va a debilitarse más —repuso Sagacius Tome—. Pensé que con Meritorius y Morwenna muertos, la barrera desaparecería. Pero yo no puedo retirar mi propia contribución al hechizo; para ello, tendría que celebrar una ceremonia en la que ellos también participaran.
Serpine levantó una ceja.
—Entonces, tal vez no hubiéramos debido matarlos —dijo.
—¡No fui yo quien los mató! —se defendió Tome—. ¡Fuiste tú quien lo hizo!
Stephanie se agachó mientras Serpine soltaba una carcajada.
—Tal vez fuera yo quien los convirtió en polvo, Sagacius, pero tú les tendiste la trampa. Los embaucaste, los traicionaste.
Sagacius se encaró con Serpine y lo señaló con gesto indignado.
—¡No fui yo quien provocó su muerte! Fue su propia debilidad lo que los llevó a la perdición, sus propias carencias. Tenían en sus manos un poder inmenso, pero se contentaban con quedarse sentados tranquilamente sin usarlo.
—Nunca se me había ocurrido pensar que fueras tan ambicioso….
—No, nadie lo pensaba. Todos decían que yo era una nulidad. No era el más sabio, ni el más fuerte; no era nada. Eso pensaba todo el mundo. Lo sé, siempre lo he sabido. Pero la gente lleva siglos subestimándome, y ya es hora de que todos se inclinen ante mi poder.
Stephanie se puso a gatas y empezó a reptar. A su alrededor reinaba la penumbra, y Serpine y Sagacius estaban demasiado entretenidos para mirar en su dirección; pero si se quedaba en pie y a ellos se les ocurría volverse era posible que la vieran, y a Stephanie no le apetecía correr riesgos innecesarios.
—Van a pagar por ello —dijo Tome—. Sí, todos los que dudaron de mi poder van a pagármelas. Su sangre correrá por las calles.
—Qué dramático —dijo Serpine levantando la mano. Stephanie vio cómo el Libro se elevaba y quedaba suspendido sobre el pedestal por un momento. Luego Serpine soltó un gruñido de impaciencia y volvió a dejarlo caer.
—¡Ya te he dicho que no va a funcionar! —exclamó Tome—. No podrás cogerlo por más que lo intentes. Da igual lo cerca que tengas el Libro, porque no se trata de una barrera física sino mental. ¿No lo ves?
Ahora Stephanie estaba tan cerca que casi no se atrevía a respirar. Se había ocultado tras una columna que había junto a ellos, y la voz de Serpine sonaba tan cercana que le daba la impresión de que le estaba hablando al oído.
—Entonces, lo que me estás queriendo decir es que la presencia del último de los Mayores, que eres tú, es suficiente para mantener una barrera tan fuerte que me impide acceder al Libro. ¿No es eso?
—Sí, eso es. ¡Pero no es culpa mía! ¡Yo he hecho lo que he podido!
—Por supuesto, por supuesto. Pero aún queda una cosita más que puedes hacer para ayudarme a resolver este pequeño problema.
—¿De qué hablas? —preguntó Tome, en un tono repentinamente amedrentado—. ¿Qué haces, Serpine? Apunta a otro lado con el Cetro. Te estoy diciendo que apuntes a otro lado…
Un resplandor oscuro cruzó el aire y de pronto se hizo el silencio.
Al cabo de unos instantes, Stephanie oyó un ruido de pasos y se asomó para echar un vistazo. Serpine caminaba lentamente de espaldas a ella, totalmente concentrado en el Libro. Stephanie no iba a tener una oportunidad mejor que aquella.
Salió sigilosamente de detrás de la columna, haciendo caso omiso del montoncito de polvo que había a sus pies. Si trataba de acercarse más, Serpine la descubriría sin remedio; la oiría o la sentiría de algún modo, Stephanie estaba segura. Pero estaba tan cerca, y él sujetaba el Cetro con tanto descuido…
Stephanie entrecerró los ojos y dio un paso. Serpine la oyó y se dio la vuelta, pero a Stephanie no le importó. Estaba totalmente concentrada en el Cetro, que empezaba a brillar amenazador. Cerró el puño derecho, abrió los dedos de repente empujando el aire que había ante su palma y el aire se movió en ondas concéntricas. La ráfaga llegó hasta la mano de Serpine y le arrebató el Cetro, que salió despedido y chocó con la pared opuesta.
Serpine soltó un siseo de furia, pero en aquel momento el Cetro comenzó a cantar: Skulduggery había entrado en juego. Stephanie vio cómo saltaba y, en mitad del salto, salía disparado hacia delante por una ráfaga repentina. En un abrir y cerrar de ojos, el detective llegó hasta Serpine y chocó contra él haciéndole perder el equilibrio.
Los dos contendientes chocaron con el pedestal, que se tambaleó haciendo caer el Libro. Skulduggery fue el primero en levantarse; agarró a Serpine de la pechera, lo tiró contra una columna y le soltó un puñetazo en plena cara.
Serpine trató de contraatacar, pero Skulduggery lo agarró de la muñeca, avanzó para colocarse bajo su brazo y luego se dio la vuelta tirando con todas sus fuerzas. Serpine aulló de dolor, mientras un sonoro crujido resonaba en la estancia.
Serpine extendió la otra mano intentando crear una nube de vapor púrpura, pero Skulduggery le apartó el brazo y le golpeó un lado del cuello con el canto de la mano. Serpine resolló y se desplomó, mientras Skulduggery se hacía a un lado para evitar que lo arrastrara en su caída.
—Siempre has sido un pésimo luchador —dijo—. Claro, no te hacía falta, ¿verdad? Tenías lacayos que lo hacían por ti. ¿Dónde están tus lacayos ahora, Nefarian?
—Ya no los necesito —masculló Serpine—. No necesito a nadie. Te voy a destruir yo mismo, voy a convertir tus huesos en polvo.
Skulduggery inclinó la cabeza.
—A no ser que tengas un ejército de repuesto escondido bajo esa levita tan mona que llevas, lo dudo mucho.
Serpine se levantó como pudo y se abalanzó contra Skulduggery, pero este lo recibió con una patada y un puñetazo en el hombro que le hicieron caer nuevamente de rodillas.
Stephanie buscó el Cetro con la mirada: tenía que hacerse con él antes de que Serpine lograra recobrarse. Estaba incorporándose cuando se dio cuenta de que el Libro de los Nombres reposaba abierto a su lado. Se quedó mirándolo, y en ese momento, las columnas de nombres empezaron a modificarse ante sus ojos. Stephanie distinguió su propio nombre, pero cuando iba a mirarlo más de cerca, oyó que Skulduggery gruñía.
Serpine seguía de rodillas, pero ahora sus labios se movían. Estaba mirando la pared que había tras Skulduggery, de la que surgían decenas de manos que agarraban al detective y lo arrastraban hacia atrás. Serpine se puso en pie, envuelto en un coro de crujidos y chasquidos sordos: era el ruido que hacían sus huesos al recomponerse.
—¿Dónde están ahora tus ingeniosas pullitas, detective?
Skulduggery se debatió, intentando librarse de la docena de manos que lo aferraban.
—Tienes las orejas de soplillo —logró decir antes de que las manos lo hicieran desaparecer en el interior del muro.
Serpine miró a su alrededor, vio a Stephanie y se dio cuenta de lo cerca que estaba del Cetro.
Extendió la mano rápidamente y un fino hilo púrpura salió disparado hacia el Cetro y se enroscó en él. Luego Serpine tiró hacia atrás, y el Cetro empezaba a elevarse cuando Stephanie saltó y logró agarrarlo.
Los pies se le despegaron del suelo; pero tenía el Cetro bien cogido, y al cabo de un momento el hilo púrpura se rompió y Stephanie volvió a caer. Entonces oyó un gran estrépito, levantó la vista y vio que una vitrina se dirigía hacia ella a toda velocidad. Trató de esquivarla, pero ya era tarde y la vitrina le dio de lleno.
Stephanie soltó un grito, dejó caer el Cetro y se agarró una pierna: la tenía rota. Cerró los ojos para contener las lágrimas de dolor, y cuando volvió a abrirlos vio que Bliss entraba en la sala.
—¿Dónde estabas? —preguntó Serpine furioso.
—Tuve problemas. Sin embargo, pareces habértelas arreglado bastante bien sin mí.
Serpine lo miró con los ojos entornados.
—Por supuesto. Pero aún queda una enemiga de la que hay que ocuparse.
Bliss miró a Stephanie.
—¿Vas a matarla?
—¿Yo? No. Eres tú quien la va a matar.
—¿Cómo?
—Si quieres obtener tu parte de lo cosechado esta noche, tendrás que ensuciarte un poco las manos.
—¿Me estás pidiendo que mate a una niña desarmada? —preguntó Bliss en tono incrédulo.
—Considéralo como una prueba de tu compromiso hacia nuestros amos y señores. No tendrás ningún inconveniente, ¿verdad?
Bliss lo miró con frialdad.
—¿Tienes algún arma que pueda usar, o pretendes que la mate a palos?
Serpine se metió la mano bajo la levita, sacó una daga y se la tiró a Bliss, quien la agarró al vuelo y la sopesó por un instante. A Stephanie se le secó la boca.
Bliss la miró sin decir nada, soltó un suspiro y echó el brazo atrás para lanzar la daga. Stephanie hizo una mueca y volvió la cabeza…
… y entonces oyó cómo Serpine se reía.
Stephanie miró hacia delante: la daga no la había tocado, ni siquiera le había pasado cerca. En vez de ello, estaba en las manos de Serpine, que la había atrapado justo antes de que se hincara en su ojo izquierdo.
—Ya lo sabía yo —dijo Serpine.
Bliss se abalanzó sobre él, pero Serpine se quitó el guante de la mano derecha, la levantó y Bliss se derrumbó con un alarido. Serpine lo escuchó gritar durante unos segundos y bajó la mano. Bliss resolló.
—Estoy seguro de que me quieres matar —dijo Serpine acercándose a él—. Estoy seguro de que querrías descuartizarme con tus propias manos, y estoy seguro de que tu fuerza legendaria te permitiría hacerlo sin fatigarte demasiado. Pero contéstame a esto, Bliss: ¿de qué sirve una fuerza legendaria si no te puedes acercar lo suficiente para usarla?
Bliss intentó ponerse en pie, pero sus rodillas cedieron y volvió a caer al suelo.
—Estoy intrigado —continuó Serpine—. ¿Por qué tanto teatro? ¿Por qué te has tomado tantas molestias, para qué has querido llegar a este punto? ¿Por qué no te limitaste a luchar junto a tu querido detective?
Bliss sacudió la cabeza a duras penas.
—No estaba seguro de que pudiéramos detenerte —dijo—. Te conozco muy bien, Serpine… siempre tienes ases en la manga. Eres demasiado peligroso, demasiado impredecible. Necesitaba que te hicieras con el Cetro.
Serpine sonrió.
—¿Para qué?
Bliss respondió a su sonrisa con otra, aunque bastante más pálida y desencajada.
—Porque cuando tuvieras el Cetro en tu poder, tus acciones serían predecibles.
—Ah, ¿de modo que predijiste mi invulnerabilidad? Así me gusta.
—No hay nadie invulnerable —susurró Bliss.
—Bueno, desde luego tú no lo eres —respondió Serpine encogiéndose de hombros.
Levantó la mano derecha y volvió a apuntar a Bliss, y Stephanie vio con horror cómo este se retorcía presa de un dolor intolerable. Sus alaridos fueron subiendo gradualmente de intensidad, y cuando parecía que ya no iba a aguantar más, Serpine dejó de apuntarle, le obligó a incorporarse y mientras lo sostenía para que no cayera, acumuló vapor púrpura en los puños. Bliss salió despedido hacia atrás, chocó contra unas estanterías que había al otro extremo de la sala, cayó al suelo y se quedó inmóvil.
Serpine se acercó de nuevo a Stephanie.
—Disculpa la interrupción —dijo, agarrándola de las solapas del gabán y levantándola en vilo. La pierna rota de Stephanie oscilaba en el aire, produciéndole un dolor tan abrumador que no dejaba sitio para ninguna otra sensación—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo has logrado acercarte tanto al Cetro sin que me avisara? ¿Posees alguna magia desconocida para mí?
Stephanie no dijo nada.
—Señorita Caín, por mucho que trates de ocultarlo puedo ver el miedo en tus ojos. No quieres morir aún, ¿verdad? No, claro que no quieres. Tienes toda la vida por delante. Si no te hubieras metido en mis asuntos, si no te hubiera dado por husmear en la muerte de tu tío, no te estaría ocurriendo esto. Tu tío era un hombre muy obstinado, ¿sabes? Si me hubiera entregado la llave cuando se la pedí, tú no te encontrarías hoy en esta peligrosa situación. Pero no lo hizo y eso retrasó mucho mis planes, me causó muchas molestias e inconvenientes. Por culpa de tu tío ha muerto mucha gente.
La cara de Stephanie se contrajo en una expresión de odio.
—¡No te atrevas a culpar a mi tío de los asesinatos que has cometido tú!
—Yo no quería que todo esto ocurriera; no quería ningún conflicto. Lo único que quería era eliminar a los Mayores para conseguir el Libro. ¿Te das cuenta de lo sencillo que hubiera podido ser todo? Y en vez de eso, me veo obligado a vadear un río de cadáveres. Todas esas muertes caen sobre las espaldas de tu tío.
El odio que sentía Stephanie se concentró en su interior hasta convertirse en una especie de nodulo frío.
—Pero fíjate bien, Valquiria: tú no tienes por qué morir como ellos. Puedes superar todo esto, puedes vivir. Veo algo especial en ti, ¿sabes? Creo que podría gustarte el mundo nuevo que se avecina.
—Me da que no —dijo Stephanie en voz baja.
Serpine sonrió afablemente y acercó su cara aún más a la de Stephanie.
—Puedes sobrevivir… si me dices cómo pudiste acercarte tanto al Cetro sin que me avisara.
A falta de armas con las que atacarlo, Stephanie le lanzó un escupitajo. Serpine suspiró y la arrojó contra una columna; Stephanie se estrelló contra ella y cayó de espaldas al suelo.
Las imágenes empezaron a desvanecerse ante sus ojos, y le pareció como si el dolor que sentía estuviera muy lejos. Cuando Serpine volvió a hablar, a Stephanie le dio la impresión de que lo hacía a través de un muro.
—No importa. Estoy a punto de convertir a todos los habitantes de la Tierra en mis esclavos, y entonces ya no habrá secretos para mí. Ninguna magia estará oculta a mis ojos. Y cuando retornen los Sin Rostro, recompondrán el mundo y lo convertirán en un lugar de magnifícente oscuridad.
Serpine pasó junto a ella, pero Stephanie solo pudo distinguir una vaga sombra que atravesaba su campo visual. Tenía que reaccionar, tenía que salir de aquella especie de trance. El dolor… sí, tenía que concentrarse en el dolor de su pierna rota. Ahora no era más que una sensación lejana, pero tenía que dejar que la inundara.
Stephanie se concentró en su pierna, sintiendo conscientemente los latidos y pinchazos. Cuanto más notaba el dolor más se despejaba su mente, hasta que el sufrimiento volvió a inundarla como una cascada incontenible. Stephanie tuvo que morderse el labio para no gritar.
Levantó la vista: Serpine se acercaba al Libro. Stephanie estiró el brazo para agarrar el borde de una vitrina y se incorporó, apoyándose en la pierna sana. Miró a su alrededor en busca de algo que usar como arma; solo vio un frasco lleno de un líquido verde, así que lo cogió y lo lanzó con todas sus fuerzas. El frasco golpeó a Serpine en la espalda y se hizo pedazos, mientras el líquido se convertía en vapor y se disipaba en el aire. Serpine se dio la vuelta, furioso.
—Mi querida señorita Caín, me temo que tu insistencia va a acabar por traerte problemas —dijo, levantando su roja mano derecha.
En ese momento, el Cetro reanudó su canto detrás de Stephanie. Skulduggery apareció atravesando el techo y cayó al suelo de espaldas.
—Ah, parece que estoy de vuelta —dijo, sin ver aún a su adversario.
—Sí, eso parece —contestó Serpine, propinándole un puntapié en el costado que hizo gruñir a Skulduggery de dolor.
El detective apoyó las manos en el suelo para levantarse, pero Serpine se las apartó de una patada, le agarró la calavera y le pegó un rodillazo en la sien. Skulduggery volvió a caer boca arriba.
Serpine miró a Stephanie y luego clavó la mirada en algo que había a sus espaldas. Ella se dio la vuelta, vio el Cetro e hizo ademán de cogerlo, pero un tentáculo púrpura se enroscó en su cintura y tiró de ella hacia atrás haciéndola aterrizar sobre su pierna rota. Stephanie soltó un chillido, sintiendo que el dolor la atravesaba como un cuchillo.
Serpine atrapó el Cetro con el tentáculo púrpura, se lo llevó a la mano izquierda y se dio la vuelta. La gema comenzó a emitir su negro resplandor hacia Skulduggery, y el detective se lanzó al suelo mientras un enorme trozo de pared se desintegraba tras él.
Aún rodando, sacó la pistola y disparó un tiro que le dio a Serpine en el pecho.
—Veo que sigues usando tu juguetito —dijo Serpine en tono jo-coso—. Qué pintoresco.
Skulduggery se había puesto en pie y trazaba lentos círculos a su alrededor, mientras Serpine sostenía el Cetro junto a su costado.
—No te saldrás con la tuya —dijo Skulduggery—. Al final siempre hemos logrado vencerte.
—Ah, mi viejo enemigo, esta vez es diferente. Las cosas han cambiado. ¿Quién va a plantarme cara ahora? No queda nadie, ¿no lo ves? ¿Te acuerdas de cuando eras un hombre? Un hombre de verdad, no este adefesio que tengo ante mí. ¿Te acuerdas de cómo eran las cosas entonces? Tenías un ejército que te respaldaba, contabas con hombres deseosos de luchar y morir por vuestra causa. Nosotros queríamos traer de vuelta a los Sin Rostro para adorarlos como los dioses que eran, y vosotros pretendíais cerrarles las puertas para que esta plaga que es la humanidad, esta apoteosis de lo vulgar, pudiera vivir y multiplicarse. Bien, pues ya ha tenido su oportunidad: los humanos han vivido y se han multiplicado, y ahora les ha llegado la hora de desaparecer.
El dedo de Skulduggery volvió a apretar el gatillo y del pecho de Serpine brotó un chorro de sangre negra, pero la herida se cerró de inmediato. Serpine se echó a reír.
—Me has causado tantos problemas a lo largo de los años, detective, que casi me da pena terminar contigo.
Skulduggery inclinó la cabeza.
—¿No te estarás rindiendo, verdad? —le preguntó a Serpine.
—Creo que incluso voy a echarte de menos. Si te sirve de algo, puedes pensar que la muerte es lo mejor que te puede pasar en este momento. No creo que te guste mucho el mundo una vez que mis amos y señores se ocupen de él.
—¿Y cómo piensas matarme? —dijo Skulduggery dejando caer la pistola y levantando los brazos—. ¿Con tu juguete, o con uno de los nuevos trucos que has aprendido?
Serpine sonrió.
—Sí, he enriquecido mi repertorio; me alegro de que te hayas dado cuenta.
—Y también has estado jugando a hacer necromancia de nuevo, ¿verdad?
—Desde luego. ¿Te gusta el Hendedor que tengo de mascota? Toda familia respetable debería poseer uno.
—Es un tipo duro de pelar —repuso Skulduggery—. He intentado matarlo de todas las maneras que conozco, pero él sigue y sigue como si nada.
—Sí, hay un antiguo proverbio necromántico muy adecuado para la ocasión —dijo Serpine soltando una carcajada—. Dice así: «no se puede matar lo que ya está muerto».
—¿Es un zombi? —preguntó Skulduggery ladeando la cabeza.
—No, en absoluto; no se me ocurriría asociarme con uno de esos pobres desgraciados. Mi Hendedor puede repararse a sí mismo, restablecerse, curarse. Es un proceso difícil de dominar, pero yo mismo soy la prueba de mi éxito.
—¡Claro! —exclamó Skulduggery en un tono repentinamente distinto—. Para eso eran los aparatos médicos del almacén. Hiciste una prueba con el Hendedor para ver si funcionaba, ¿verdad?
Y luego te lo aplicaste a ti mismo.
—Ya era hora de que lograras deducir algo por ti mismo, gran detective.
—Podrás llamarlo como quieras, Nefarian, pero tu Hendedor no es más que un zombi y tú también.
Serpine sacudió la cabeza.
—¿Asi que tus últimas palabras van a ser esos patéticos insultos? Me esperaba más de ti, Skulduggery. Algo más profundo, un poema, quizás —dijo, levantando el Cetro—. En fin, detective: el mundo será un poco menos extraño sin ti. Solo quería que lo supieras.
Stephanie dio un grito mientras Skulduggery se abalanzaba hacia delante y Serpine se echaba a reír; el Cetro relampagueó y su rayo negro se dirigió directamente contra Skulduggery, pero para entonces él había logrado hacerse con el Libro de los Nombres y lo sostenía ante sí a modo de escudo. El rayo golpeó directamente el Libro, convirtiéndolo en una nube de polvo.
—¡NO! —aulló Serpine—. ¡NOOO!
Stephanie miró asombrada cómo los restos de aquel libro que ni los mismos Mayores habían sido capaces de destruir se deslizaban por entre los dedos de su amigo. Skulduggery aprovechó para avanzar entre la nube y arremeter contra Serpine; el Cetro cayó al suelo y se alejó rodando, mientras Serpine agarraba el cuello de Skulduggery.
—¡Lo has arruinado todo! —siseó—. ¡Todo, patético adefesio!
Skulduggery le dio un puñetazo en la cara que obligó a Serpine a soltarle el cuello, y luego volvió a la carga con un golpe que hizo balancearse la cabeza del mago. Serpine contraatacó con un golpe de vapor púrpura que hizo salir despedido a Skulduggery.
El detective aterrizó de costado, rodó sobre sí mismo para incorporarse y logró ponerse de rodillas justo en el momento en que el tentáculo púrpura de Serpine se enroscaba en torno al Cetro. Cuando Serpine lo tenía casi al alcance de la mano, Skulduggery creó una ráfaga de aire que rompió el tentáculo e hizo desviarse al Cetro.
El detective hizo aparecer una bola de fuego y se la lanzó a Serpine, quien logró desviarla a duras penas. La bola chocó contra la pared causando una pequeña explosión; Serpine siseó de nuevo y trató de alejarse, pero una nueva ráfaga de aire lo golpeó de inmediato y lo arrojó contra la pared, donde quedó suspendido. Skulduggery lo miraba desde el otro lado de la estancia con el brazo extendido y la mano abierta.
—Te voy a destruir —gruñó Serpine, con sus verdes ojos resplandecientes por el odio—. ¡Ya te destruí una vez, y voy a hacerlo de nuevo!
Serpine se debatió, intentando levantar el brazo derecho. Skulduggery lo aprisionó con más fuerza contra la pared; estaba llegando al límite de su resistencia, pero su enemigo seguía aguantando. Al fin Serpine logró mover la mano derecha y apuntó a Skulduggery con sus rojos dedos.
—Muere —masculló.
Skulduggery inclinó la cabeza un poco, pero por lo demás siguió impertérrito. La cara de Serpine se contrajo en una expresión colérica.
—¡Muere! —gritó.
El detective ni se inmutó.
—Bueno, parece que al fin has encontrado algo que esa mano tuya no puede matar —dijo tranquilamente.
Entonces algo se movió en el umbral y Serpine soltó una risotada salpicada de espumarajos: el Hendedor Blanco acababa de entrar en el Depósito.
—De modo que eres inmune a mi poder, ¿eh? Da igual: esa guadaña te atravesará los huesos. Cuando el Hendedor acabe contigo quedarás convertido en pedacitos, detective. ¡Hendedor, ataca!
Pero el Hendedor no se movió, y la confianza de Serpine comenzó a desvanecerse.
—¡Que lo mates, te digo!
El Hendedor esperó inmóvil unos segundos más, y luego se dio la vuelta y se marchó.
Serpine soltó un aullido de frustración.
—Has perdido, Nefarian —dijo Skulduggery—. Hasta tus esbirros te abandonan; ellos también reconocen tu derrota. Nefarian Serpine, te detengo por asesinato, intento de asesinato y conspiración, y también… a ver, déjame que piense… sí, también por ensuciar el Santuario.
Serpine escupió en dirección a Skulduggery.
—Jamás podrás vencerme, detective. Siempre podré encontrar alguna forma de hacerte sufrir.
Y entonces los verdes ojos de Serpine se posaron en Stephanie, que seguía tirada en el suelo.
—No lo hagas —dijo Skulduggery. Pero Serpine ya estaba extendiendo la mano—. ¡No, Serpine!
Stephanie gritó mientras su cuerpo vibraba, azotado por el dolor más intenso que había sentido en su vida. Serpine retorció los dedos y el dolor se intensificó, convirtiendo el grito de Stephanie en un alarido que se fue apagando poco a poco. Stephanie se acurrucó, sintiendo que algo frío salía de su vientre y se extendía por su cuerpo; agradecía aquel entumecimiento que anulaba el dolor, que se extendía por sus miembros, que se le enroscaba alrededor del corazón y se filtraba en su mente. Ahora ya no sentía casi nada, solo percibía imágenes vagas de Serpine y Skulduggery y una voz distante que debía ser la de Skulduggery diciendo su nombre, pero que también se desvanecía rápidamente. Ya no sentía dolor, no oía ningún sonido.
Parpadeó levemente: Serpine sonriente. Skulduggery extendiendo la mano que tenía libre. Y algo que se movía por el aire muy lentamente.
El Cetro, era el Cetro; y ahora estaba en la mano enguantada de Skulduggery, y sus dedos se cerraban en torno a él. Y Skulduggery levantaba el brazo y apuntaba con el Cetro a Serpine, y la gema negra empezaba a brillar. Era un brillo oscuro, una pequeña y bella tiniebla, y entonces el aire se agrietó.
La frialdad se había adueñado de ella, todo su ser estaba entumecido, y los últimos fragmentos de lo que había sido Stephanie empezaban a disiparse poco a poco. No le importaba, no le importaba nada. Qué más daba.
La cara sonriente de Serpine. Sus ojos, su sonrisa llena de dientes. Su piel surcada por arrugas de salvaje placer. Pero ahora esa piel estaba cambiando, se secaba, se agrietaba, y la sonrisa se desvanecía, y los ojos de color verde esmeralda perdían su brillo y se nublaban, y entonces Serpine se convirtió en una nube de polvo que cayó lentamente al suelo.
En los oídos de Stephanie sonó un zumbido. Notó un cosquilleo en las puntas de los dedos y una oleada de calor le inundó el corazón haciendo que volviera a latir, y entonces sus pulmones se llenaron de aire y Stephanie resolló.
Skulduggery corrió hacia ella y se arrodilló a su lado.
—¿Estás bien? —preguntó.
Stephanie no pudo contestar, porque temblaba incontrolablemente. Se movió un poco, retorciendo la pierna rota sin querer, y soltó un gemido de dolor. Pero no le importó: aquel era un dolor soportable, un dolor natural.
—Vamos —susurró Skulduggery, agarrándola delicadamente del brazo—. Tienes que salir de aquí.
Stephanie se incorporó apoyándose en Skulduggery y él la sacó casi en volandas de la sala. Avanzaron por el corredor, y al pasar junto a las mazmorras la puerta se abrió y Tanith cayó hacia delante con un gemido. Stephanie observó a su amiga, impresionada por el mar de sangre que anegaba sus ropas.
—Tanith…
Ella levantó la cabeza.
—Menos mal que estáis vivos —murmuró.
Skulduggery se agachó para agarrarla con el brazo libre, la ayudó a ponerse en pie y acarreó a las dos hasta el vestíbulo. Subieron las escaleras como pudieron y recorrieron los oscuros pasillos del Museo de Cera; cuando llegaron a la puerta, la lluvia había cesado y la luz de las farolas se reflejaba en el suelo húmedo.
China Sorrows estaba frente a la puerta, apoyada en su coche. Los tres avanzaron penosamente hacia ella, y cuando ya estaban tan cerca que Stephanie podía distinguir sus delicados pendientes, China empezó a hablar.
—Me temo que no estáis en vuestro mejor momento.
—No nos hubiera venido mal que nos echaras una mano —dijo Skulduggery deteniéndose.
Ella se encogió delicadamente de hombros.
—Sabía que podíais arreglároslas sin mí. Tenía fe en vosotros. ¿Y Serpine?
—Hecho polvo —respondió Skulduggery—. Tenía demasiados planes; era inevitable que acabaran por anularse entre sí. Siempre fue su punto débil.
—¿Cómo lo habéis conseguido?
—Quería ser inmortal, así que escogió una muerte a su medida: se convirtió en un muerto viviente.
China sonrió.
—Claro. Y como el Cetro solo puede ser usado por otra persona si su anterior dueño está muerto, o, en este caso, si es un muerto viviente…
—… lo usé para matarlo del todo —completó Skulduggery, levantando el Cetro para que China lo viera—. Pero le ha pasado algo raro: ya no funciona.
China lo tomó entre sus manos y lo examinó cuidadosamente.
—Obtenía su poder del odio de Serpine —dijo al cabo de un momento—. Al usarlo contra él mismo, has producido una especie de cortocircuito. Felicidades, Skulduggery, has conseguido neutralizar el arma más poderosa del mundo. Ahora solo es un adorno.
—Un adorno que me gustaría recuperar, si no te importa —respondió Skulduggery extendiendo la mano.
China sonrió, volviendo un poco la cabeza para mirarlo de reojo.
—Te lo compro.
—¿Para qué lo quieres? Ya no funciona.
—Razones sentimentales —contestó China—. Además, ya me conoces: soy una coleccionista nata.
Skulduggery suspiró.
—Bueno, quédate con él —dijo.
La exquisita sonrisa de China apareció en su rostro una vez más.
—Gracias, Skulduggery. Por cierto, ¿qué ha pasado con el Libro?
—También está hecho polvo.
—Así que has logrado destruir algo indestructible, ¿no es eso? Eres incorregible, Skulduggery. No haces más que destrozar cosas.
—China, estoy cansado y me duelen los huesos…
—Vale, te dejaré en paz.
—Bliss aún está en el Santuario —dijo Stephanie—. Creo que estuvo todo el tiempo tratando de detener a Serpine a su manera. No sé si estará vivo o muerto…
China se encogió de hombros y entró en su coche.
—Mi hermano tiene una gran capacidad de aguante. Yo he intentado matarlo tres veces, pero es imposible acabar con él —dijo asomándose a la ventanilla—. Ah, por cierto, os felicito a los tres: acabáis de salvar el mundo.
Ofreciéndoles su deliciosa sonrisa una vez más, China arrancó. Los tres observaron cómo se alejaba su coche, y luego se quedaron un rato mirando cómo el cielo comenzaba a iluminarse y los primeros rayos de sol se filtraban en la oscuridad.
—No es por nada —dijo Tanith con un hilo de voz—, pero yo sigo teniendo un agujero tremebundo en la espalda.
—¡Huy, lo siento! —exclamó Skulduggery, y las acarreó hasta el Bentley.