UANDO llegaron al Museo de Cera, las calles de Dublin estaban tan silenciosas que la ciudad entera parecía contener el aliento. Las estrellas se ocultaban tras un manto de nubes, y cuando los tres compañeros salieron del Bentley y se aproximaron a la puerta trasera del edificio, empezó a caer una copiosa lluvia. Más allá de la verja del museo se veía una calle por la que pasaban coches salpicando agua lodosa y algún que otro transeúnte con la cabeza gacha. Skulduggery se dirigió rápida y cautelosamente hacia la puerta del museo, que estaba abierta, y Stephanie y Tanith siguieron sus pasos.
Stephanie esperaba encontrarse con el fragor de una batalla, y la sorprendió lo silencioso que estaba el museo. Empezaron a recorrer las salas en dirección a la puerta oculta, pero a medio camino Skulduggery aminoró el paso hasta detenerse.
—¿Qué pasa? —susurró Stephanie.
Skulduggery volvió la cabeza lentamente y escrutó la oscuridad.
—No es que quiera alarmaros, pero me temo que no estamos solos.
En ese preciso instante, los Hombres Huecos salieron de entre las sombras y arremetieron contra ellos sin apenas un sonido. Estaban rodeados de aquellos seres sin mente propia, sin corazón propio, sin alma.
Tanith se internó entre sus filas lanzando mandobles precisos y destructivos, arrebatando una novida a cada golpe. Skulduggery chasqueó los dedos e instantáneamente unos cuantos Hombres Huecos rompieron en llamas y empezaron a dar ciegas vueltas sobre sí mismos, obligando a Stephanie a retirarse. El fuego traspasó la piel de aquellos seres, inflamando el gas hediondo que les daba vida, y los Hombres Huecos se derrumbaron en una última llamarada.
Uno de los que habían logrado escapar de las llamas se abalanzó sobre Stephanie y ella lo recibió con un puñetazo en plena cara, notando como sus nudillos se hundían en la piel inflada. El contestó con otro puñetazo, pero Stephanie se agachó para esquivarlo y luego arremetió contra él como había visto hacer a Skulduggery tantas veces. Le dio un golpe de cadera, se giró a medias y el atacante cayó derribado. No fue ni grácil ni bonito, pero funcionó. El Hombre Hueco pugnó por levantarse, pero Stephanie lo agarró de una muñeca, tiró de ella presionándole el pecho con un pie y desprendió el brazo del torso con un desgarrón.
Mientras el Hombre Hueco se deshinchaba a sus pies, Stephanie cayó en la cuenta de que todo volvía a estar silencioso. Miró a Skulduggery y a Tanith, que parecían llevar un rato observándola.
—No ha estado mal —dijo Tanith levantando una ceja.
—Era el último que quedaba —afirmó Skulduggery—. Y ahora, vamos por el plato fuerte.
La puerta secreta del Santuario estaba abierta de par en par, como una herida en la pared. En el umbral yacía un Hendedor muerto. Stephanie titubeó un momento, y luego pasó sobre el cuerpo y empezó a bajar las escaleras tras sus amigos.
La mayor matanza parecía haberse producido en el vestíbulo del Santuario. El suelo estaba alfombrado de muertos: ningún herido, nadie agonizante, solo cadáveres. Algunos parecían haber sido despedazados, otros no tenían ninguna marca, y había lugares en los que lo único que se veía eran montoncitos de polvo esparcidos por el suelo: era el rastro inconfundible del Cetro. Stephanie trató de pasar sin rozar ningún cuerpo con los pies, pero había tantos amontonados que era imposible no tocarlos.
En cierto momento pasó junto al administrador. Estaba acurrucado en el suelo, con los dedos engarfiados por los últimos estertores de la muerte. Su rostro tenía la expresión de quien sufre un dolor insoportable: había caído víctima de la mano roja de Serpine.
Skulduggery se acercó a la entrada del corredor que se abría a la izquierda y se asomó para asegurarse de que estaba vacío. Tanith lo adelantó con la espalda pegada a la pared, y cuando estuvo segura de que no había nadie en el siguiente tramo, le hizo un gesto con la cabeza y Skulduggery se adelantó a su vez. Así siguieron avanzando, internándose en las entrañas del Santuario.
«Parece que se ha acabado eso de meternos de cabeza en los peligros», pensó Stephanie. Era el único indicio de que Tanith y Skulduggery habían empezado a tener miedo.
Stephanie avanzó tras ellos. Con las manos empapadas de sudor y la boca seca, le daba la impresión de que las piernas iban a fallarle en cualquier momento. No podía evitar pensar en sus padres. Si moría aquella noche en el interior del Santuario, ¿se darían cuenta? Seguramente, su reflejo seguiría manteniendo su vacua pantomima hasta que sus padres empezaran a comprender poco a poco que aquella cáscara, aquella máscara que llevaban un tiempo tomando por su hija, ni siquiera podía sentir afecto de verdad. Se darían cuenta de que no hacía más que disimular, mantener las apariencias, pero no llegarían a saber que aquello no era ella, que solo era una máscara. Y pasarían el resto de sus vidas creyendo que su propia hija no los quería.
No, Stephanie no quería hacerles pasar por aquello. Si seguía avanzando moriría, no le cabía la menor duda. Lo más razonable sería darse la vuelta en aquel mismo momento y echar a correr. Ella no pintaba nada allí, aquel no era su mundo. Ya lo había dicho Abominable cuando lo había conocido: Gordon había perdido la vida por aquella locura. ¿No bastaba con eso? ¿Tenía que morir ella también?
Stephanie no lo oyó. No oyó sus pasos, ni siquiera cuando ya estaba tan cerca que podría haberle acariciado la melena con solo estirar la mano. No lo vio por el rabillo del ojo, ni siquiera distinguió su sombra o un reflejo en las pulidas paredes, porque si no quería ser visto, no había forma de verlo. Pero cuando se acercó a ella pudo sentir su presencia, sintió cómo el aire se desplazaba y le acariciaba levemente el dorso de las manos, y ni siquiera tuvo que volver la cabeza para saber que estaba allí.
Se tiró en plancha al suelo, y Skulduggery y Tanith miraron hacia atrás cuando Stephanie se levantó de un salto a su lado.
El Hendedor Blanco los miraba fijamente, silencioso como un fantasma y letal como la peste.
Tanith se dio la vuelta justo a tiempo de ver a Valquiria levantarse de un salto y al Hendedor Blanco inmóvil tras ella.
—Valquiria —dijo en tono bajo y firme—, ponte detrás de mí.
Valquiria avanzó caminando hacia atrás y el Hendedor Blanco no hizo ademán de detenerla.
—Yo lo entretendré —dijo Tanith sin apartar los ojos de su adversario—. Id vosotros por Serpine.
Desenvainó la espada y oyó cómo se alejaban los pasos apresurados de Skulduggery y Stephanie. El Hendedor Blanco se llevó la mano a la espalda y empuñó su guadaña.
Tanith dio un paso hacia él.
—Yo te ordené que distrajeras a los Hombres Huecos del castillo de Serpine, ¿verdad? Eres uno de los Hendedores que Meritorius nos asignó.
El Hendedor no contestó, ni se movió siquiera.
—Quiero decirte que siento mucho lo que te ocurrió. Pero era algo necesario. Y también te quiero decir que siento mucho lo que va a ocurrirte ahora. Sin embargo, también esto es necesario.
El Hendedor comenzó a hacer lentos molinetes con la guadaña y Tanith levantó una ceja.
—Venga, acércate si te atreves —dijo.
El Hendedor arremetió contra Tanith enarbolando su guadaña, pero ella paró el golpe y saltó lanzando un rápido mandoble. El retrocedió, giró sobre sí mismo y su arma pasó sobre la cabeza de Tanith con un silbido. Tanith golpeó con su espada la hoja y el astil de la guadaña, y la hoja de la guadaña golpeó la espada y la vaina lacada que Tanith seguía aferrando con la mano izquierda.
Tanith se agachó en un intento de pillarlo desprevenido: cuanto más se acercara al Hendedor, más dificultades tendría él para manejar la guadaña.
El Hendedor fue parando sus golpes, veloz como el rayo; pero estaba a la defensiva, y Tanith sabía que alguno de sus ataques acabaría por alcanzarlo. De pronto, la espada de Tanith se hincó en el costado de su adversario; él desprendió una mano del astil de su arma y apartó de un veloz empellón a Tanith, que salió despedida hacia atrás. Ahora el Hendedor estaba fuera del alcance de su espada; pero Tanith vio cómo la sangre comenzaba a empapar su blanco uniforme y le sonrió. Entonces, la sangre se oscureció de pronto y la mancha pasó en un instante del rojo al negro.
La sonrisa de Tanith se desvaneció justo en el momento en que la sangre del Hendedor dejaba de fluir.
Tanith retrocedió, notando una puerta a sus espaldas, y la abrió de golpe mientras el Hendedor avanzaba hacia ella.
La sala en la que entró estaba llena de jaulas, y en cada una de ellas había un hombre o una mujer. Tanith se dio cuenta al instante de dónde se encontraba: eran las mazmorras del Santuario. Las personas que había en aquellas jaulas eran la hez de los magos, criminales tan siniestros y trastornados que los Mayores habían decidido retenerlos allí, en el mismo Santuario. Las jaulas neutralizaban sus poderes y al mismo tiempo satisfacían sus necesidades corporales, manteniéndolos alimentados y saludables. Así, no hacía falta que los Hendedores entraran para llevarles comida ni agua, y la única compañía que tenían los prisioneros eran sus compañeros de las jaulas contiguas. Y dado que sus vecinos solían ser tan maniáticos y egocéntricos como ellos mismos, estar en las mazmorras del Santuario era como encontrarse en el mismísimo infierno.
El Hendedor bajó las escaleras mientras Tanith le hacía frente; cada vez que las hojas de sus armas se encontraban salía una nube de chispas.
Los prisioneros lo observaban todo, confundidos en un primer momento: los Hendedores eran sus carceleros y por tanto sus enemigos, pero aquel Hendedor iba vestido de blanco, y además aquellos criminales detectaban algo en él que lo identificaba con ellos. Enseguida empezaron todos a vitorearle y a gritar de alborozo mientras Tanith reculaba ante sus embates, rodeada de enemigos.
Al parar uno de los golpes, la muñeca magullada de Tanith cedió. El Hendedor aprovechó el momento y le alcanzó el vientre con la punta de la hoja, haciéndole un largo desgarrón del que empezó a manar sangre. Tanith hizo una mueca de dolor y retrocedió ante su vertiginosa arremetida, consiguiendo a duras penas contener sus golpes.
Los prisioneros reían y silbaban, sacando los brazos entre los barrotes para tirarle del pelo y arañarla. Uno de ellos la agarró del borde del gabán; pero Tanith se dio la vuelta rápidamente y se desprendió de la prenda, tirando la espada y la vaina al aire mientras sacaba los brazos de las mangas y atrapándolos de nuevo antes de que su adversario la alcanzara.
El Hendedor lanzó un nuevo golpe que Tanith paró con la vaina, aprovechando para tirar un mandoble con la espada; pero su adversario reaccionó, desvió el golpe con un giro de muñeca y continuó el movimiento hasta alcanzar a Tanith.
Ella retrocedió, y al hacerlo tropezó y se cayó. Pero en cuanto tocó el suelo, se agazapó y dio una voltereta hacia atrás, y casi instantáneamente la hoja de la guadaña se hincó en el punto del suelo en el que estaba un momento antes.
Los prisioneros aullaron de risa mientras Tanith se daba la vuelta y echaba a correr, seguida muy de cerca por el Hendedor. Cuando llegó a la pared, siguió corriendo sin detenerse y pronto estuvo cabeza abajo, intercambiando mandobles con su enemigo. Él tuvo que recular, abrumado por el esfuerzo de defenderse de una adversaria que le atacaba desde arriba.
El Hendedor lanzó un golpe que Tanith desvió, aprovechando para golpearle la mano izquierda con la vaina. El Hendedor soltó el astil de su guadaña por un momento; Tanith se dejó caer, dándose la vuelta antes de llegar al suelo, y le arrebató la guadaña al Hendedor antes de que este pudiera recobrarse. Luego le lanzó una rápida patada que lo hizo tambalearse y lo atravesó con su espada.
Los prisioneros enmudecieron mientras el Hendedor daba un paso atrás.
Tanith dio impulso a la guadaña y enterró su hoja en el pecho del Hendedor. El cayó al suelo de rodillas, empapando el suelo con su negra sangre.
Tanith lo miró y pudo sentir cómo la observaba a través de la visera del casco, hasta que todo su cuerpo pareció aflojarse y su cabeza cayó vencida hacia delante.
Los prisioneros murmuraron, decepcionados por el final de la pelea. Tanith agarró la empuñadura de su espada y tiró para sacarla del cuerpo del Hendedor, recogió del suelo la vaina y echó a correr hacia las escaleras.
En aquel momento se oyó un gran estrépito proveniente de algún lugar del Santuario —el Depósito, seguramente—, lo que hizo que se apurara todavía más. Pero cuando llegó al último escalón se detuvo en seco: uno de los prisioneros acababa de soltar una carcajada.
Se dio la vuelta y vio horrorizada que el Hendedor Blanco estaba de pie, sacándose la guadaña del pecho. «Es imparable», pensó. «Es imposible detenerlo, igual que a Serpine». Giró y echó a correr hacia la puerta, que estaba a un par de metros, pero cuando salía de la estancia sintió un golpe repentino que la dejó sin aliento.
Tanith se detuvo perpleja y le ordenó a su cuerpo que se moviera, pero su cuerpo se negó a obedecer. Entonces miró hacia abajo y vio que de su pecho sobresalía la punta de la guadaña.
Se dio la vuelta, maldiciéndose a sí misma, y vio que el Hendedor subía la escalera. «Un lanzador de primera», pensó, echándose casi a reír. No sentía el brazo derecho, y su espada cayó al suelo. El Hendedor ya estaba a su lado, agarrando el astil de la guadaña. Trazó un círculo en torno a ella obligándola a girar, mirándola como si quisiera examinar su dolor, recordar cómo era.
Luego retorció el astil y Tanith cayó de rodillas. Cuando el Hendedor sacó la guadaña de su cuerpo, Tanith resolló y miró hacia atrás: su sangre escarlata se mezclaba en la hoja con la negra sangre de su enemigo. Su consciencia empezaba a apagarse, y supo que no iba a poder defenderse mucho más.
El Hendedor levantó la guadaña. Tanith lo miró, preparada para morir, pero de pronto se dio cuenta de que su adversario estaba al otro lado del umbral, en el pasillo. Con sus últimas fuerzas, se abalanzó hacia delante y cerró la puerta; luego apretó la palma contra ella y susurró «resiste». Una película bruñida se extendió sobre la puerta justo cuando el Hendedor comenzaba a aporrearla.
Tanith se apoyó contra la puerta. Había fracasado. Había retardado el avance del Hendedor, pero no había logrado detenerlo, y ahora Serpine podía disponer de nuevo de su esbirro.
Hizo un último esfuerzo por mantenerse en pie; pero había llegado al límite de su resistencia, y fue resbalando lentamente hasta caer al suelo. Los prisioneros la observaron alborozados desde sus jaulas, y cuando la sangre de Tanith empezó a empapar su blusa comenzaron a susurrar.