A enredadera tiró de Stephanie hasta llegar a una repisa rocosa y luego empezó a arrastrarla hacia dentro. Stephanie intentó desenredar el tentáculo que le rodeaba la muñeca, pero de inmediato surgieron de la penumbra varios tentáculos más que se le enroscaron con fuerza alrededor del brazo. Estiró la mano libre y agarró el borde de la cornisa, pero no consiguió nada: la enredadera tiraba con demasiada fuerza, y pronto la obligó a soltarse y siguió arrastrándola por el resbaladizo piso.
A los pocos segundos Stephanie vio algo extraño frente a ella. Era una masa gris de aspecto carnoso, una excrecencia que había crecido tranquila e inadvertidamente en aquel rincón oscuro. Los tentáculos llevaban a Stephanie hacia su centro, donde se abría impaciente una enorme boca llena de saliva viscosa y dientes afilados como navajas.
Stephanie tanteó con la mano libre y encontró una piedra que tenía el borde bastante afilado. La empuñó como si fuera una daga y la dejó caer con todas sus fueras, seccionando uno de los tentáculos. De pronto notó que tenía el brazo libre y echó a correr hacia el abismo, pero en mitad de una zancada los tentáculos restantes le golpearon las piernas y la derribaron. Stephanie se debatió, pero solo consiguió que la criatura la agarrara con más firmeza.
Había tentáculos por todas partes.
El cuerpo gelatinoso de aquella cosa, fuera lo que fuera, latía cada vez más fuerte a medida que Stephanie se acercaba a ella. No se veían ojos por ninguna parte; la cosa solo tenía tentáculos y boca. Lo cual quería decir que se guiaba por el tacto.
Stephanie hizo un esfuerzo por dejar de debatirse. Acallando su instinto de supervivencia, logró relajar todos sus músculos; aunque la cosa siguió arrastrándola a la misma velocidad, los tentáculos que la aferraban se aflojaron un poco. Los otros tentáculos se habían detenido antes de llegar a ella, pero estaban muy cerca. Si intentaba escapar, volverían a atraparla en un abrir y cerrar de ojos.
Entonces estiró el brazo y lanzó la piedra, que dio en un tentáculo y rebotó hacia un lado. Los tentáculos libres sintieron la presencia de otra víctima y se retrajeron hacia las sombras para tantear en su busca. Stephanie respiró hondo, acercó las manos a los tobillos y, cuando sintió que los tentáculos se habían relajado lo suficiente, los agarró y se desasió de un tirón.
Se levantó y echó a correr; pero en vez de hacerlo hacia atrás, como antes, se abalanzó hacia delante dirigiéndose de frente a la boca de la cosa. Cuando estaba a punto de llegar, dio un salto, plantó el pie algo más arriba del lugar en el que se abrían las voraces fauces de la criatura, resbalando casi en su carne húmeda y viscosa, y se impulsó hacia arriba, estirando los brazos para agarrarse a una cornisa rocosa que sobresalía por encima. Se aupó tan rápido como pudo, mientras la cosa retorcía los tentáculos buscando frenéticamente a su presa.
Sin detenerse para recobrar el aliento, Stephanie se puso en pie y echó a correr rápidamente por el oscuro pasillo que se abría frente a ella, preguntándose cómo rayos se las arreglaría para encontrar a Skulduggery. Por su mente se cruzó la idea de que tal vez se quedara encerrada en aquellas cuevas para siempre, pero sacudió la cabeza para desembarazarse de ella. «Además, no sería para siempre», pensó. «Aun cuando lograra escapar de las garras de los monstruos, acabaría por morir de sed al cabo de unos días».
Stephanie se quedó asombrada al darse cuenta de la barbaridad que acababa de pensar.
Sin embargo, intentó alejar todos sus miedos, dudas e ideas pesimistas —¿o más bien realistas?— y aminoró el paso mientras reflexionaba sobre el mejor modo de encontrar a Skulduggery. Entonces vio una luz frente a ella.
Stephanie se deslizó sin hacer ruido hasta llegar a una cornisa que recorría la parte superior de una pequeña caverna. Asomó la cabeza y vio que abajo había una docena de Hombres Huecos, y que la luz provenía del quinqué que sostenía uno de ellos. Bliss no parecía formar parte de la expedición; pero Serpine sí que había ido, y estaba de pie frente a una piedra con la parte superior aplanada como una mesa. Sobre la piedra reposaba un cofre de madera cerrado con un enorme candado. A Stephanie se le subió el corazón a la garganta: Serpine lo había encontrado.
Miró hacia abajo. El suelo de la caverna no estaba demasiado lejos, a un par de metros como mucho. No le quedaba otra opción: tenía que intentarlo.
Los Hombres Huecos estaban de espaldas a ella, y Stephanie pudo deslizarse por el borde de la cornisa y dejarse caer sin que nadie la viera. Se agazapó en el suelo de la caverna. La luz del quinqué no llegaba hasta donde estaba, y cuando uno de los.
Hombres Huecos se dio la vuelta y examinó lo que había a sus espaldas, su vacua mirada pasó sobre ella sin advertir su presencia. Stephanie esperó a que volviera a apartar la vista para empezar a moverse.
La oscuridad que reinaba en los bordes de la cueva era tan absoluta, y sus ropas tan negras, que podría escabullirse hasta el lado mismo de sus enemigos sin que la vieran. Se movió con extremada lentitud, intentando no hacer ruido al respirar. Su corazón palpitaba tan fuerte que estaba segura de que Serpine podría oírlo si prestaba atención, pero, por suerte, estaba demasiado absorto en el cofre.
Sin dejar de moverse, vio cómo Serpine tocaba el candado con el rojo índice de su mano desollada. El metal se llenó de herrumbre y se abrió con un chasquido. Serpine se volvió a poner el guante con una sonrisa en el rostro, abrió el cofre y sacó el Cetro de los Antiguos.
De modo que existía, al fin y al cabo. El arma más poderosa de todas, el arma que habían usado los Antiguos para derrotar a sus dioses, existía. El paso de los años no había mermado su resplandeciente belleza, y por un momento pareció emitir un leve zumbido, como si estuviera entonándose con su nuevo dueño. El arma más poderosa del mundo, y estaba en manos de Serpine.
—Al fin —siseó él.
De pronto el aire de la caverna se inundó de un extraño cántico, y Stephanie se dio cuenta de que salía de la gema negra que había en la empuñadura del Cetro. Serpine se dio la vuelta en el mismo instante en que Skulduggery Pleasant se abalanzaba por la entrada de la caverna.
Skulduggery hizo un aspaviento que hizo saltar por los aires a los Hombres Huecos y embistió a Serpine sin detenerse. El Cetro salió despedido y cayó al suelo. Serpine lanzó un puñetazo, pero Skulduggery se agachó para esquivarlo y se acercó un poco más a él. Con un movimiento repentino, aferró el hombro de Serpine y le asestó un golpe de cadera que lo derribó.
Stephanie se escabulló entre las sombras, intentando localizar el Cetro. Los Hombres Huecos empezaban a levantarse y se dirigían lentamente hacia el centro de la caverna para presentar batalla.
Skulduggery chasqueó los dedos y lanzó una bola de fuego hacia Serpine, que estaba demasiado cerca para esquivarla; la bola le golpeó en pleno pecho, y las llamas lo envolvieron al instante. Los Hombres Huecos se detuvieron en seco mientras su amo daba vueltas sobre sí mismo, convertido en una antorcha humana; una de sus patadas dio de lleno en el Cetro, que salió despedido hacia la zona en penumbra…
… y se detuvo muy cerca de Stephanie.
La mano de Skulduggery se abrió bruscamente; Serpine salió despedido, chocó contra la pared opuesta y resbaló hasta quedar tirado en el suelo. Skulduggery apagó las llamas con un ademán despreocupado y Serpine se quedó tendido donde había caído, con las ropas humeantes y la piel carbonizada. Estaba lleno de terribles quemaduras.
—Se acabó —dijo Skulduggery—. Hoy te ha alcanzado tu pasado, Serpine. Ha llegado el día de tu muerte.
Y entonces, increíblemente, sonó una carcajada y Serpine se sentó.
—Esto duele, ¿sabes? —dijo.
Ante la mirada atónita de Stephanie, sus quemaduras se fueron desvaneciendo y el pelo comenzó a crecer sobre las ampollas del cráneo, hasta que en el cuerpo de Serpine no quedó ni una sola marca.
Serpine extendió la palma de la mano, creó una nube de vapor púrpura y se la arrojó a Skulduggery, derribándolo. Luego, el vapor se convirtió en un fino tentáculo que serpenteó entre las sombras, encontró el Cetro y lo atrapó cuando Stephanie estaba a punto de agarrarlo. Skulduggery se rehizo, pero ya era demasiado tarde: Serpine se había puesto en pie y lo miraba sonriente, con el Cetro en la mano.
—No sé qué hacer —dijo Serpine mientras Stephanie se colocaba sigilosamente a sus espaldas—. ¿Usar el Cetro para destruirte, para convertir tus míseros huesos en ceniza, o dejarte aquí encerrado para que te pudras? He de admitir que dejarte aquí puede ser más satisfactorio a largo plazo, ¿pero qué le voy a hacer? No puedo resistirme a una satisfacción instantánea. Soy así de superficial.
Stephanie arremetió contra él, golpeándolo con un hombro en la espalda justo cuando la gema del Cetro empezaba a relampaguear. El rayo negro serpenteó por el aire, pasando a escasos centímetros de Skulduggery y convirtiendo en polvo la pared de roca que había a sus espaldas. Serpine se dio la vuelta y agarró a Stephanie; ella lo golpeó con todas sus fuerzas, pero sólo consiguió arrancarle un gruñido, y justo entonces notó que Skulduggery volvía a entrar en acción por la ondulante ráfaga de aire que pasó frente a ella. Serpine salió despedido al otro lado de la caverna, pero no soltó el Cetro.
Skulduggery hizo un ademán hacia los Hombres Huecos, que salieron despedidos hacia atrás, y luego aferró con su mano enguantada la muñeca de Stephanie y la arrastró hacia la salida de la caverna. Iba tan deprisa que Stephanie solo tuvo que dejarse llevar.
El detective se orientó por los corredores sin la menor vacilación, y en unos minutos llegaron a la escalera de piedra y la subieron a toda prisa. Al fin llegaron al sótano; Skulduggery extendió la mano hacia la cerradura, la llave salió volando hacia su mano y el suelo se cerró con un estruendo sordo.
—¿Crees que la puerta logrará detenerlo? —preguntó Stephanie.
—Tiene el Cetro —contestó Skulduggery—. No hay nada que pueda detenerlo.
Como si la realidad quisiera probar sus palabras, el suelo comenzó a agrietarse bajo sus pies.
—¡Muévete! —gritó Skulduggery. Los dos subieron corriendo las escaleras, y al llegar arriba Stephanie miró hacia atrás justo a tiempo de ver cómo el suelo se convertía en una nube de polvo con un susurro fantasmal.
Echaron a correr por la casa con los Hombres Huecos pisándoles los talones, y cuando ya habían logrado salir y Stephanie estaba a tres pasos del coche amarillo, uno de los Hombres Huecos la agarró del hombro.
Stephanie se revolvió, le hincó los dedos en la cara y tiró hacia abajo. Por el agujero escapó una vaharada de aire pestilente y el Hombre Hueco se tambaleó, agarrándose la cabeza. Luego pareció deshincharse de golpe y quedó tirado en el suelo como un trapo, que los pies de sus hermanos aplastaron hasta dejarlo irreconocible.
Otro de ellos arremetió contra Stephanie, pero ella le plantó cara, le estampó un codo en el cuello y tiró hacia arriba haciendo palanca. Se quedó mirando cómo caía y entonces vio algo por el rabillo del ojo: era Tanith, que corría hacia ellos desenvainando la espada. Al llegar a la altura de los Hombres Huecos, empezó a lanzar mandobles que hacían resplandecer la hoja de su espada al sol de la tarde y deshacían a sus adversarios como si fueran confeti.
De la casa surgió un rayo negro que convirtió el coche amarillo en un puñado de polvo, y Serpine apareció en el umbral. De pronto algo ardiente pasó junto a la mejilla de Stephanie: Skulduggery estaba lanzando una andanada de bolas de fuego. Serpine apartó la primera con un aspaviento y retrocedió al interior de la casa para evitar las demás.
Stephanie solo fue consciente del ruido del otro coche cuando lo oyó detenerse a sus espaldas. La puerta del coche se abrió y Tanith envainó su espada, empujó a Stephanie al interior y montó tras ella. El coche volvió a ponerse en marcha.
Cuando Stephanie logró incorporarse, vio que Skulduggery lanzaba una última bola de fuego y se tiraba de cabeza hacia la ventanilla del coche, que estaba abierta. El detective aterrizó sobre Stephanie; el coche dio un bandazo, y Stephanie notó cómo un codo esquelético se estampaba contra su cabeza. Otro bandazo, y Skulduggery cayó hacia el otro lado. Por las ventanillas se veían pasar árboles a toda velocidad. Estaban fuera del alcance de Serpine.
Atravesaron la enorme verja que marcaba el límite de la finca de Gordon. Skulduggery se incorporó al fin.
—Bueno, la verdad es que esto nos ha venido pero que muy bien.
Del asiento del copiloto salió una voz conocida:
—Un día de estos me voy a cansar de sacarte las castañas del fuego, ¿sabes?
Stephanie miró hacia delante: en el asiento del conductor se sentaba el hombre de la pajarita, y a su lado China Sorrows sonreía serena y delicadamente.
—No sé qué harías sin mí, Skulduggery —dijo China—, en serio, no lo sé.