UNA MALDICIÓN DE FAMILIA

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TEPHANIE se coló en su habitación por la ventana y vio que su imagen la esperaba a oscuras, sentada sobre la cama.

—¿Deseas reanudar tu vida? —le preguntó el reflejo.

Stephanie se limitó a asentir con la cabeza; le resultaba muy desconcertante mantener una conversación consigo misma. La imagen se levantó, caminó hasta el espejo, entró y se dio la vuelta. Stephanie tocó el cristal y todos los recuerdos que su doble había acumulado durante aquel día entraron en su mente en tropel. Se quedó mirando cómo las ropas de la imagen cambiaban hasta convertirse en las que llevaba ella puestas. Pronto no fue más que un simple reflejo.

Stephanie despertó a la mañana siguiente con la conciencia de que tenía que llevar a cabo una desagradable tarea. Ya vestida con sus vaqueros y una camiseta, consideró un momento si sería conveniente invocar de nuevo a su imagen, pero decidió no hacerlo. Aquel reflejo le ponía la carne de gallina.

Por fin se convenció de que no podía retrasar más el mal trago y se puso en camino hacia la casa de sus tíos. Al llegar llamó al timbre. El sol brillaba, los pájaros cantaban y Stephanie hizo un esfuerzo por sonreír. Sin embargo, su sonrisa no fue correspondida cuando la puerta se abrió y su prima Crystal asomó la cabeza.

—¿Qué quieres? —preguntó con expresión suspicaz.

—Nada en especial. Es que me apetecía pasarme a visitaros para ver qué tal estáis —respondió Stephanie alegremente.

—Estamos bien. Tenemos una filfa de coche y una porquería de barco. ¿Y tu casita, qué tal está?

—Crystal —dijo Stephanie—, comprendo que estés enfadada por lo de la herencia, pero la verdad es yo tampoco sé por qué Gordon me dejó todo aquello.

—Porque te pasabas la vida haciéndole la pelota —repuso Crystal en tono mordaz—. Si Carol y yo hubiéramos sabido que solo hacía falta hablar con él y reírle las gracias, lo habríamos hecho también.

—Pero si yo no sabía…

—Hiciste trampa.

—¡Eso no es verdad!

—Te aprovechaste.

—¿Yo? ¿Pero cómo podía yo saber que iba a morirse?

—Lo sabías —repuso Crystal—. Sabías que se moriría tarde o temprano, pero empezaste a trabajártelo tan pronto que no nos dejaste ninguna oportunidad a los demás.

—¿Pero a vosotros no os caía fatal?

—No hace falta que te caiga bien alguien para quedarte con sus cosas —dijo Crystal con el mismo tono mordaz de antes.

Stephanie intentó reprimir las ganas de borrar la sonrisita suficiente de Crystal de un puñetazo, y cuando estaba a punto de sucumbir a la tentación, su tía Beryl apareció en el umbral.

—Stephanie —dijo su tía, atónita—, ¿qué haces tú aquí?

—Le apetecía pasarse a visitarnos para ver qué tal estamos —respondió Crystal.

—Ah, muy amable.

Crystal aprovechó la oportunidad para marcharse de allí sin decir adiós, así que Stephanie se concentró en Beryl.

—¿No llevas puesto el broche que te regaló Gordon?

—¿Ese adefesio? No, no me lo he puesto ni me lo pienso poner. Por favor, ¡pero si ni siquiera brilla! Cuando las joyas no brillan, es evidente que son baratijas.

—Vaya, qué rabia. Sin embargo, desde donde yo estaba parecía bonito. ¿No crees que quedaría bien con los jerséis que siempre llevas?

—Ayer te vimos —dijo Beryl interrumpiéndola.

—¿Ah, sí?

—Sí. Ibas en un coche amarillo feísimo, con ese tal Skulduggery Pleasant.

El estómago de Stephanie pareció volverse del revés, pero hizo un esfuerzo por adoptar expresión de perplejidad.

—Debéis de haberos confundido —dijo, con una risita tonta—. Ayer estuve en casa todo el día.

—¡Qué bobada! Pasasteis justo a nuestro lado y te vimos claramente. Y a él también. Por cierto, iba cubierto de pies a cabeza, como en el despacho del abogado.

—Pues no era yo.

En la cara de Beryl apareció una sonrisita untuosa.

—Mentir es pecado, ¿no lo sabías?

—Sí, algo había oído…

—¡Fergus, ven! —gritó su tía dándose la vuelta.

El tío de Stephanie apareció en el umbral. Desde hacía algún tiempo se pasaba los días en casa: había sufrido una «grave caída» en el trabajo, y había demandado a la empresa para la que trabajaba por la «debilidad permanente» que le causaban las lesiones recibidas. Sin embargo, a Stephanie no le pareció especialmente debilitado cuando se acercó a la puerta.

—Fergus, Stephanie dice que no era ella quien iba en el coche con ese tal Pleasant.

—¿Nos estás llamando mentirosos? —preguntó él con cara de malas pulgas.

—¡Qué va! —exclamó Stephanie con una risilla—. Solo digo que debisteis de confundirme con otra persona.

—Stephanie, querida, deja de hacerte la tonta —dijo Beryl en tono severo—. Sabemos perfectamente que eras tú. Y la verdad es que resulta muy triste ver a una chiquilla inocente cómo tú caer en las garras de esa gente.

—¿Qué gente?

—Esos bichos raros —dijo Fergus con una mueca de desdén—. Los conocemos de sobra. Gordon siempre estaba juntándose con ese tipo de gente, gente con… secretos.

—Además, ¿por qué se tapa la cara? —intervino Beryl—. ¿Es que tiene alguna deformidad?

—No tengo ni idea —respondió Stephanie, pugnando por ocultar su indignación.

—No se puede confiar en esa gente —afirmó Fergus—. Llevo viéndolos toda la vida, observando sus idas y venidas, pero jamás he querido tener nada que ver con ellos. Nunca se sabe quiénes son en realidad, o a qué sórdidos asuntos se dedican.

—Pues a mí ese Pleasant no me pareció mal —dijo Stephanie, procurando sonar indiferente—. De hecho, me cayó bastante bien.

Beryl sacudió la cabeza con tristeza.

—Stephanie, tú no lo entiendes porque no eres más que una niña.

—¡Pero si ni siquiera hablasteis con él! —respondió Stephanie, encrespándose.

—A los adultos no nos hace falta hablar con los demás adultos para saber si son de fiar o no. Con ver la pinta que tienen nos basta.

—Así que no os fiáis de la gente que es diferente de vosotros, ¿no es eso?

—De nosotros y de ti, querida.

—Mis padres siempre dicen que no hay que juzgar a la gente por su aspecto.

—Bueno —repuso Beryl con un mohín—, si creen que pueden permitirse vivir en la ignorancia, allá ellos.

—Mis padres no son unos ignorantes.

—No he dicho que lo fueran. Solo he dicho que viven en la ignorancia; no es lo mismo.

Stephanie había llegado al límite de su capacidad de aguante.

—Tengo ganas de hacer pis —dijo de improviso.

Beryl pestañeó, confundida.

—¿Cómo dices?

—Que tengo que hacer pis. ¿Os importa que vaya al baño?

—Bueno… supongo que…

—Gracias.

Stephanie entró en la casa pasando entre sus dos tíos y subió deprisa las escaleras. Entró en el baño, y cuando estuvo segura de que Beryl no había subido tras ella, se coló en el dormitorio principal y fue derecha al joyero que reposaba sobre la cómoda. Era un mamotreto con decenas de compartimentos llenos de baratijas de mal gusto, chillonas y brillantes. El broche estaba en un compartimento con tapa corredera que había en la parte de abajo, junto a un pendiente de aro desparejado y unas pinzas de depilar. Stephanie se lo metió en el bolsillo, cerró el joyero y salió de la habitación. Luego entró de nuevo en el baño, tiró de la cadena y bajó las escaleras de dos en dos.

—¡Muchas gracias! —exclamó alegremente. Cuando Beryl abrió la boca para seguir con la conversación de antes, Stephanie ya estaba abriendo la verja del jardín.

Stephanie se sentó en una de las rocas del extremo norte de la playa para hacer tiempo hasta que llegara Skulduggery. La radio había pronosticado lluvia, pero hasta el momento la mañana era soleada y en el cielo no se veía ninguna nube. En la roca contigua había una concha muy bonita, y Stephanie sintió de pronto un intenso deseo de poseerla.

La concha se movió. El aire no había hecho ondas alrededor de la mano de Stephanie, pero no le cabía duda de que la concha se había movido, y era imposible que la hubiera movido la brisa. El corazón de Stephanie se aceleró, pero no quiso lanzar las campanas al vuelo. Tal vez le hubiera salido de chiripa. Solo podía estar segura de que era capaz si volvía a hacerlo.

Stephanie se concentró en la concha y levantó la mano, pensando que el espacio que había entre la concha y ella era una serie de objetos conectados entre sí que podía empujar. Sus dedos se estiraron lentamente y entonces sí lo sintió, sintió cómo el aire se solidificaba y cedía ligeramente ante su palma. Empujó y la concha salió despedida.

—¡Toma ya! —exclamó, levantando los brazos. ¡Había hecho magia! Se echó a reír, alborozada ante la idea.

—Pareces contenta.

Stephanie se volvió con tanta rapidez que estuvo a punto de caer de la roca y vio que su padre se acercaba sonriente. Notando que se ponía colorada, sacó disimuladamente el teléfono del bolsillo en el que lo llevaba y lo levantó para que lo viera su padre.

—Es que he recibido un mensaje con buenas noticias.

—Ah, bueno —dijo su padre, sentándose junto a ella—. ¿Quieres contármelas?

—Casi mejor no —respondió Stephanie, mirando a su alrededor con disimulo y rezando por que no apareciera el coche amarillo de Skulduggery—. ¿Cómo es que no estás en el trabajo?

Su padre se encogió de hombros.

—Esta tarde tengo una reunión importante, y cuando me fui de casa por la mañana se me olvidó algo esencial. Así que me he escapado para recogerlo a la hora del almuerzo.

—¿Qué se te olvidó? ¿Los planos de algún edificio, o algo así?

—Algo así —respondió su padre asintiendo con la cabeza—. Bueno, la verdad es que no. Se me olvidó ponerme los calzoncillos.

Stephanie lo miró fijamente.

—Bueno, es que cuando me vestí estaba pensando en mis cosas. Ya me ha pasado más de una vez, ¿sabes? Normalmente me da igual, pero es que estos pantalones pican mucho, y…

—¡No me lo cuentes, papá! ¡Prefiero no saberlo!

—Sí, perdona. En fin, la cosa es que te he visto al pasar y he pensado que tal vez pudiéramos charlar un poquito. Cuando eras más pequeña te sentabas aquí a menudo y te quedabas mirando el mar, y yo siempre me preguntaba en qué estarías pensando…

—En un montón de cositas ingeniosas —respondió Stephanie automáticamente.

Su padre sonrió.

—Tu madre está preocupada por ti, ¿sabes? —dijo al cabo de un rato.

Stephanie se volvió hacia él, sorprendida.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Bueno, últimamente no eres la de siempre —respondió su padre encogiéndose de hombros.

«Vaya, así que han notado la diferencia entre mi imagen y yo», pensó Stephanie.

—Estoy bien, papá. De verdad. Es solo… ya sabes, el principio de la adolescencia y esas cosas.

—Sí, claro, me doy cuenta. Tu madre me ha estado hablando de ello, de lo que os pasa a las chicas cuando os vais haciendo mayores… Pero aún así estamos un poco preocupados, hija. Desde que Gordon murió…

Stephanie procuró que no se notara su alarma. «De modo que no me lo dice solo por la imagen», pensó.

—Sé que os queríais mucho —continuó su padre—. Sé que os llevabais muy bien, y que cuando murió perdiste a un buen amigo.

—Sí, supongo que sí —repuso Stephanie en voz baja.

—Y tampoco queremos impedir que te hagas mayor; es algo inevitable. Te estás convirtiendo en una joven estupenda, y estamos muy orgullosos de ti.

Stephanie esbozó una torpe sonrisa, evitando mirar a los ojos de su padre. Sí, era verdad que la muerte de Gordon la había cambiado; pero el cambio era mucho más drástico de lo que sus padres se podían imaginar. Había emprendido una evolución que la había convertido en Valquiria Caín, una evolución que la llevaba inexorablemente hacia su destino, fuera este el que fuera. Su vida entera había cambiado, había cobrado propósito.

Y también había empezado a correr unos riesgos que jamás se hubiera atrevido a imaginar.

—Pero también estamos preocupados por ti, hija.

—No tenéis por qué.

—No podemos evitarlo, Stephanie. Al fin y al cabo, somos tus padres… Cuando tengas cuarenta años y nosotros estemos en el asilo, seguiremos preocupándonos por ti. Es una responsabilidad que no acaba nunca.

—Uf, me pregunto por qué la gente tiene hijos.

Su padre soltó una suave risita.

—Sí, tienes razón. Pero al mismo tiempo, no hay nada más bonito que ver cómo crecéis. Aunque también es verdad que todos los padres desean que sus hijos dejen de crecer cuando llegan a una cierta edad. Pero eso es imposible…

«A no ser que haya algo de magia cerca…», se dijo Stephanie.

—Por cierto, hace un rato llamó Beryl por teléfono —siguió diciendo su padre—. Dijo que habías ido a verlos.

Stephanie asintió, deseando que Beryl no hubiera notado aún la desaparición del broche.

—Sí, de repente me dieron ganas de pasarme por allí para ver qué tal estaban. No sé, es como si la muerte de Gordon me hiciera valorar más a la familia que nos queda. Creo que deberíamos hacer un esfuerzo por relacionarnos más.

Su padre la miró con cara de asombro.

—Ya… Bueno, me alegro mucho de que seas capaz de decir estas cosas, Stephanie, me parece muy loable. Esto… ¿no pretenderás que vaya yo a visitarlos, verdad?

—No.

—¡Uf, menos mal!

A Stephanie no le gustaba mentirle. Años atrás había decidido ser lo más sincera que pudiera con sus padres; pero las cosas habían cambiado, y ahora Stephanie tenía secretos que no les podía confesar.

—¿Y qué mas dijo Beryl? —preguntó.

—Estaba convencida de haberte visto ayer con Skulduggery Pleasant.

—Sí, eso mismo me dijo a mí —dijo Stephanie con el tono más despreocupado que fue capaz de adoptar—. No me lo explico, la verdad.

—Dice que te estás juntando con gente rara.

—Tendrías que oírla, papá. Dice cosas horribles de él, y eso que no lo conoce de nada. Debe de pensar que me he metido en una secta, o algo así…

—¿Lo has hecho, Stephanie?

Stephanie miró a su padre, anonadada.

—¿Qué?

—Me temo que Beryl tiene buenas razones para pensarlo —dijo su padre con un suspiro.

—¡Pero eso es una locura!

—Bueno, es que hay una vena de locura en nuestra familia.

Stephanie se dio cuenta de que en los ojos de su padre había una expresión extraña, una especie de rechazo teñido de resignación.

—Recuerdo a mi abuelo, tu bisabuelo —siguió diciendo el padre de Stephanie—. Era un hombre maravilloso, y cuando éramos niños lo queríamos con locura. Fergus, Gordon y yo no nos cansábamos de escuchar las historias fantásticas que contaba. Sin embargo, mi padre no le hacía mucho caso. Le había oído contar todas aquellas historias cuando era niño, y al crecer se dio cuenta de que no eran más que tonterías; pero mi abuelo se negaba a dejar de creer en ellas. Mi abuelo creía… creía que nuestra familia era mágica.

Stephanie abrió los ojos de par en par.

—Decía que la magia se había transmitido de generación en generación, y que descendíamos de un gran mago llamado «El Ultimo de los Antiguos».

Stephanie dejó de oír el rumor del mar, dejó de ver la playa y el resplandor del sol; en aquel momento, lo único que existía para ella eran las palabras que estaba escuchando. Su padre hizo una pausa y luego reanudó el relato:

—Parece que esas historias, esa fe, ha pervivido en nuestra familia durante siglos. No sé cómo ni cuándo comenzó, pero parece como si siempre hubiera estado con nosotros. Y de vez en cuando, algún miembro de la familia ha decidido creerse esas fábulas. Gordon fue uno de ellos; parece mentira que un hombre tan racional e inteligente como él pudiera creer en la existencia de magia, hechizos y gente que no envejecía jamás. Creo que creía a pies juntillas la mayor parte de las historias que escribió.

Y eso hizo que se metiera en cosas… poco sanas, que se juntara con gente que le seguía la corriente y compartía su locura, gente peligrosa. Es una enfermedad, Steph. Mi abuelo la padecía y Gordon también, y me espanta pensar que puedes contagiarte.

—Yo no estoy loca.

—No digo que lo estés; pero ya sabes lo fácil que es dejarse llevar por las historias, convencerse de que lo que se desea creer es cierto. Cuando yo era más joven también creía en ello, y con más intensidad que el propio Gordon. Pero dejé de hacerlo: tomé la decisión de vivir en el mundo real, de no consentirme a mí mismo caer en aquello, en aquella maldición. Gordon me presentó a tu madre, me enamoré de ella y decidí dejarlo atrás.

—Entonces, ¿crees que Gordon pertenecía a una secta?

—Sí, a una especie de secta.

Stephanie recordó la expresión que había aparecido en la cara de su padre cuando había visto a Skulduggery en el despacho del señor Fedgewick. Era una expresión desconocida para Stephanie, una mezcla de sospecha, desconfianza y hostilidad que había desaparecido en una fracción de segundo. Ahora lo entendía.

—¿Y crees que yo me he metido en esa secta, papá?

El padre de Stephanie rió suavemente.

—No, la verdad es que no lo creo. Pero lo que nos dijo Beryl me preocupó. Estos últimos días he visto en tus ojos una mirada perdida que nunca había visto en ellos. No sé cómo explicarlo; cuando te miro ahora, veo que eres mi niña de siempre. Sin embargo, últimamente me ha dado la impresión de que… No sé, de que estás en otra parte.

Stephanie no se atrevió a responder.

—¿Por qué no hablas con alguien, Steph? Estaría bien que le contaras a alguien lo que te pasa. No digo que me lo cuentes a mí; yo no soy más que un charlatán despistado. Pero podrías hablar con tu madre, ¿no? Sabes que puedes confiar en ella, y también en mí. Siempre y cuando no nos ocultes cosas, sabes que puedes contar con nosotros para lo que sea.

—Sí, papá. Lo sé.

El padre de Stephanie se quedó mirándola a los ojos y por un momento pareció a punto de echarse a llorar, pero enseguida rodeó a su hija con un brazo y le dio un beso en la frente.

—Te quiero mucho, ¿sabes?

—Sí, lo sé.

—Buena chica. Y ahora tengo que irme al trabajo…

—Nos vemos luego.

El padre de Stephanie la miró con una sonrisa, se puso en pie y echó a andar.

Stephanie se quedó sentada en la roca. Si aquello era cierto, si la leyenda familiar era verdad, aquello era… era… La verdad es que no sabía ni lo que era, pero parecía algo importante, algo de peso. Pensando en aquello, se levantó y caminó hasta la carretera, y cuando Skulduggery llegó en su horrendo coche amarillo le contó todo lo que había dicho su padre.

El señor Bliss examinó el broche por ambos lados.

—¿Estás seguro de que esta es la llave?

Iba vestido de negro; Skulduggery llevaba un traje azul oscuro de raya diplomática que Abominable había rematado aquella misma mañana, una inmaculada camisa blanca y una corbata azul. Estaban los tres al pie de la torre Martello, una ruina centenaria que se levantaba en lo alto de los acantilados contiguos a Haggard. Muchos metros más abajo, el mar batía las escarpadas rocas.

—Segurísimo —dijo Skulduggery—. ¿No ves cómo la aguja del broche se dobla hacia atrás, formando una especie de asidero? Es la llave que andamos buscando.

Stephanie intentó no dejarse intimidar por la presencia de Bliss, pero no podía evitar apartar la vista cada vez que él la miraba. Al enterarse de que el señor Bliss iba a entrar con ellos en las cuevas no había protestado, pero tampoco había pegado saltos de alegría.

—Gracias por llamarme —dijo el señor Bliss devolviéndole el broche a Stephanie.

—La verdad es que necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir —admitió Skulduggery—, aunque he de decir que me sorprendió que aceptaras.

—Serpine se ha hecho muy poderoso, más de lo que todo el mundo cree.

—Se diría que tienes miedo de él.

Bliss se quedó callado unos segundos.

—Ya no siento miedo —dijo al cabo—. Cuando se pierde la esperanza, el miedo desaparece también. Pero respeto su poder y lo que es capaz de hacer.

—Si consigue el Cetro antes que nosotros, vamos a sufrir en nuestras propias carnes lo que es capaz de hacer.

—Pues yo sigo sin entenderlo —intervino Stephanie—. Si consigue el Cetro, no habrá nadie que lo pueda detener. ¿Pero cómo va a usarlo para traer de vuelta a los Sin Rostro?

—No lo sé —respondió Skulduggery—. En teoría, solo hay dos personas en el mundo que conocen el ritual necesario. Si yo fuera Serpine, no sabría ni siquiera a quién amenazar.

El señor Bliss negó con la cabeza.

—No, Serpine no piensa amenazar a nadie. A juzgar por sus palabras, considera el Cetro de los Antiguos como un paso intermedio, una herramienta para conseguir lo que está buscando.

—¿Y qué está buscando?

El señor Bliss se quedó mirando el mar sin decir nada.

—No lo entiendo —dijo Skulduggery—. ¿Es que has estado hablando con él?

—Sí, esta mañana —contestó el señor Bliss con un tono extraño, como resignado. Stephanie entrecerró los ojos: algo iba mal, terriblemente mal. Dio un paso atrás, pero Skulduggery estaba demasiado embebido en la conversación para darse cuenta.

—¿Estuviste con él? —preguntó el detective acercándose a Bliss—. ¿Estuviste con él y no intentaste apresarlo?

—Los límites de su poder son desconocidos para mí, y nunca empiezo batallas que no estoy seguro de ganar. Era demasiado peligroso.

—¿Dónde está? ¡Los Mayores lo están buscando!

—No tienen por qué. El irá a su encuentro en el momento adecuado.

—¿Para qué os visteis?

—Serpine tenía algo que decirme. Yo lo escuché.

—¿De qué estás hablando?

—Ya sabía lo de las cuevas. Lo único que le faltaba era conseguir la llave.

Skulduggery y Bliss se miraron de hito en hito. Stephanie se dio cuenta de que su amigo estaba justamente al borde del acantilado.

Bliss posó la mano en el pecho de Skulduggery y, antes de que Stephanie pudiera gritar siquiera, lo empujó. Skulduggery salió despedido hacia atrás y se perdió inmediatamente de vista. Entonces el señor Bliss se volvió hacia ella.