OS Edgley llevaban una vida bastante tranquila. La madre de Stephanie trabajaba en un banco, su padre tenía una empresa de construcción y Stephanie era hija única, así que la familia llevaba una vida de cómoda rutina. Sin embargo, en lo más profundo de la mente de Stephanie sonaba una vocecilla que le decía que su vida tenía que consistir en algo más que aquello, algo más de lo que el pueblecito costero de Haggard podía ofrecerle. Lo malo era que no acababa de saber en qué podía consistir aquel «algo más».
Stephanie acababa de terminar el curso, y la llegada de las vacaciones era un verdadero alivio para ella. No le gustaba ir al instituto. Le resultaba difícil relacionarse con sus compañeros, no porque le cayeran mal, sino porque simplemente no tenía nada en común con ellos. Además, le caían mal los profesores. No le gustaba que exigieran respeto a los alumnos sin haber hecho nada para ganárselo. A Stephanie no le importaba hacer lo que le mandaran, siempre y cuando le dieran una buena razón para ello.
Había pasado sus primeros cinco días de vacaciones ayudando a su padre en la oficina, contestando las llamadas y ordenando carpetas. Gladys, la secretaria que había trabajado con su padre durante los últimos siete años, había decidido que estaba harta del negocio de la construcción y se había lanzado al mundo de las performances artísticas. Stephanie se sentía vagamente desconcertada cada vez que la veía por la calle: le resultaba un tanto extraño verla, a sus cuarenta y tres años, interpretando una danza contemporánea que pretendía ser una nueva versión de Fausto. Gladys se había hecho un traje para la ocasión que simbolizaba la lucha interna de Fausto, y parecía que ya no sabía salir a la calle sin él puesto. Cuando pasaba a su lado, Stephanie procuraba pasar inadvertida para no saludarla.
Cuando no estaba en la oficina de su padre, Stephanie iba a la playa para nadar un rato o se encerraba en su cuarto a escuchar música. El día del entierro de Gordon, estaba en su habitación intentando encontrar el cargador del móvil cuando su madre llamó a la puerta y entró, aún vestida con la ropa oscura que había llevado al funeral. Stephanie, sin embargo, se había hecho una coleta y se había puesto sus vaqueros y deportivas de costumbre a los dos minutos de llegar a casa.
—Acaba de llamar el abogado de Gordon —dijo la madre de Stephanie con tono de sorpresa—. Dice que tenemos que estar presentes cuando lea el testamento.
—Ah, vaya —dijo Stephanie—. ¿Qué crees que os habrá dejado en herencia?
—Pues no sé, mañana lo veremos. Tú también tienes que venir.
—¿Yo? —repuso Stephanie frunciendo el ceño—. ¿Por qué?
—Creo que tu nombre está en la lista de asistentes, pero no sé más. Saldremos a las diez, ¿vale?
—Pero es que mañana tengo que ayudar a papá en la oficina.
—No te preocupes, ha llamado a Gladys y le ha pedido que se ocupe ella durante unas horas. Ella ha accedido, siempre y cuando le dejemos llevar puesto su disfraz de cacahuete.
A la mañana siguiente salieron a las diez y cuarto, quince minutos después de lo previsto. La culpa había sido del padre de Stephanie, que no daba demasiada importancia a la puntualidad. A la hora de salir se había puesto a deambular por la casa con la mirada perdida; parecía como si se le hubiera ido algo de la cabeza y estuviera esperando a que volviera a ocurrírsele. Cada vez que su mujer le decía que se apurase, él sonreía y decía que sí, y cuando Stephanie y su madre ya pensaban que iba a entrar en el coche con ellas, se daba la vuelta y volvía a pasearse un rato por la casa.
—Estoy segura de que lo hace a propósito —dijo la madre de Stephanie. Estaban las dos en el coche con el cinturón puesto, preparadas para arrancar. El padre de Stephanie apareció en la puerta de la casa, se encogió de hombros, se metió la camisa en los pantalones, hizo ademán de salir y volvió a quedarse parado.
—Yo creo que está esperando a que le venga un estornudo —dijo Stephanie.
—No, está pensando —respondió su madre. Luego sacó la cabeza por la ventanilla—. Desmond, ¿qué te pasa ahora?
El padre de Stephanie la miró con cara de desconcierto.
—Creo que se me olvida algo —dijo.
Stephanie se inclinó hacia delante para verlo mejor y luego le susurró algo a su madre. Ella asintió y volvió a sacar la cabeza.
—¿Y tus zapatos, corazón?
El padre de Stephanie agachó la cabeza para mirarse los pies: no llevaba más que los calcetines, y cada uno era de un color.
Levantó la vista con cara de haber encontrado lo que buscaba, les hizo un gesto con el pulgar levantado y volvió a entrar.
—Qué hombre este —dijo la madre de Stephanie meneando la cabeza—. ¿Sabes que una vez perdió un centro comercial?
—¿Que perdió qué?
—Ah, ¿no te lo había contado? Fue el primer contrato importante que consiguió. Construyó un centro comercial precioso, y cuando estaba llevando al cliente a verlo, se olvidó de dónde estaba. Estuvo dando vueltas con el coche durante casi una hora hasta que vio a lo lejos un edificio que le sonaba. Puede que sea un ingeniero estupendo, pero te aseguro que hasta una pescadi-11a es más espabilada que él. En eso no se parece nada a Gordon, desde luego.
—No tenían mucho que ver el uno con el otro, ¿verdad?
La madre de Stephanie sonrió.
—No creas que las cosas fueron siempre así —dijo—. Cuando los conocí estaban siempre juntos. Los tres hermanos eran inseparables.
—¿Fergus también? No me lo puedo creer.
—Sí, Fergus también. Pero cuando tu abuela murió cada uno se fue por su lado, y Gordon empezó a juntarse con una gente muy rara.
—¿Qué quieres decir con eso de «rara»?
—Bueno, tal vez tu padre y yo fuéramos demasiado convencionales para apreciarlos —dijo la madre de Stephanie con una risita—. Tu padre estaba montando la empresa de construcción y yo seguía yendo a la universidad; éramos una pareja de lo más normal. Pero Gordon se negaba a ser normal, y su panda de amigos nos daba un poco de miedo. Nunca supimos en qué andaban metidos, pero estábamos seguros de que no era nada…
—Nada normal, ¿no es eso?
—Exactamente. Y al que más le asustaba aquello era a tu padre.
—¿Por qué?
El padre de Stephanie salió de la casa con los zapatos ya puetos y cerró la puerta de entrada.
—Pues porque se parecía a Gordon más de lo que le hubiera gustado. Al menos, eso creo yo —dijo la madre de Stephanie en voz baja, justo cuando su padre entraba en el coche.
—¡Listo! —dijo, con aire de estar orgulloso de sí misma.
Las dos se quedaron mirando cómo se abrochaba el cinturón y daba a la llave de contacto. Stephanie le dijo adiós con la mano a Jasper, un vecinito de ocho años con orejas de soplillo, mientras su padre salía marcha atrás a la carretera, metía la primera y se ponía en camino, esquivando por muy poco un contenedor.
Al cabo de una hora Stephanie y sus padres entraron la oficina del abogado, que estaba en Dublín; llevaban casi veinte minutos de retraso. La secretaria les indicó que subieran por una escalera desvencijada que desembocaba en un despacho minúsculo, con un ventanal que daba a una pared de ladrillo Hacía calor, tanto que resultaba incómodo. Fergus y Beryl ya estaban allí, mirando sin disimulo sus relojes para mostrar lo mu cho que los irritaba el retraso de sus parientes. Quedaban dos sillas libres en las que se sentaron los padres de Stefphanie mientras ella se quedaba de pie en el fondo de la estancia, el abgado los miró a todos a través de los resquebrajados cristales sus gafas.
—¿Podemos empezar ya? —dijo Beryl en tono cortante.
El abogado, un hombrecillo apellidado Fedgewick con el porte y elegancia de una pelota sudorosa, intentó sonreír sin mucho éxito.
—Todavía falta alguien —dijo, provocando una mirada de indignado asombro en Fergus.
—¿Cómo que falta alguien? —exclamó—. No puede haber nadie más: nosotros dos somos los únicos hermanos de Gordon. ¿Quién tiene que venir? No será el representante de alguna entidad benéfica, ¿verdad? No me fío nada de las entidades benéficas. Siempre están intentando sacarte algo.
—No, no es ninguna entidad —dijo el señor Fedgewick—. Es un individuo, y ya nos había avisado con anterioridad de que llegaría algo tarde.
—¿Cómo se llama? —dijo el padre de Stephanie. El abogado miró la carpeta que tenía abierta sobre la mesa.
—La verdad es que es un nombre un tanto extraño —dijo—. La persona a la que estamos esperando se llama Skulduggery Pleasant.
—¿Quién narices será ese? —preguntó Beryl con irritación—. El nombre suena a… Fergus, ¿a qué suena ese nombre?
—A bicho raro, querida —contestó Fergus, mirando fijamente al señor Fedgewick—. No será un bicho raro, ¿verdad?
—Pues la verdad es que no sabría decirle —contestó el abogado, mientras su sonrisa fallida se deshacía bajo las miradas incendiarias de Fergus y Beryl—. Pero llegará enseguida, ya verán.
Fergus frunció el ceño, convirtiendo sus ojillos en dos ranuras.
—¿Cómo puede usted estar tan seguro? —preguntó.
Fedgewick se quedó sin saber qué decir, y justo entonces se abrió la puerta y el hombre del abrigo castaño entró en el despacho.
—Siento llegar tarde —dijo, cerrando la puerta a sus espaldas—. Me temo que tenía que ocuparme de asuntos inaplazables.
Todos se quedaron mirándolo, fascinados por su bufanda, sus guantes, sus gafas de sol y la mata de pelo que asomaba bajo el sombrero. Hacía un día espléndido, y no parecía lógico que aquel desconocido fuera tan abrigado. Stephanie examinó el pelo detenidamente: a tan corta distancia ni siquiera parecía pelo de verdad.
El abogado carraspeó.
—Dígameles usted Skulduggery Pleasant?
—Para servirle —contestó el recién llegado, con una voz profunda que Stephanie podría haberse pasado escuchando un día entero.
Stephanie observó a sus padres. Su madre parecía desconcertada, pero aun así había sonreído al desconocido a modo de saludo; su padre, sin embargo, lo estaba mirando con una expresión de suspicacia que Stephanie no le había visto nunca. Al cabo de un momento volvió a adoptar su expresión habitual, le saludó con un gesto y se dio la vuelta para mirar al señor Fedgewick. Fergus y Beryl seguían fulminando al recién llegado con la mirada.
—¿Le pasa algo en la cara? —preguntó Beryl.
Fedgewick volvió a carraspear.
—Bien, ahora que estamos todos, podemos ocuparnos de lo que nos ha traído aquí. Bien, bien. Como supondrán, estamos reunidos para leer el testamento de Gordon Edgley, que fue revisado por última vez hace casi un año. Gordon fue cliente mío durante los últimos veinte años, y en todo ese tiempo llegué a conocerlo muy bien. Por eso me gustaría transmitirles a ustedes, su familia y… y amigo, mi más profundo…
—Sí, sí, estupendo —lo interrumpió Fergus con un aspaviento—. ¿Podría usted ahorrarse las condolencias, por favor? Vamos ya con media hora de retraso, ¿sabe? ¿No podría ir usted al grano? ¿A quién le ha dejado la casa? ¿Y el chalet?
—¿Y el dinero? —intervino Beryl, inclinándose hacia delante.
—Y los derechos de autor —siguió Fergus—, ¿quién se queda con ellos?
Stephanie miró de reojo a Skulduggery Pleasant. El misterioso amigo de su tío estaba apoyado en la pared con las manos en los bolsillos, mirando atentamente al abogado. Bueno, al menos eso parecía, aunque con aquellas gafas oscuras podría haber estado mirando a cualquier parte sin que ella se enterara. Stephanie volvió la vista hacia el señor Fedgewick, que había cogido una hoja de papel y estaba empezando a leerla en alto.
—«A mi hermano Fergus y su bella esposa Beryl» —leyó, mientras Stephanie hacía esfuerzos por contener una sonrisa— «les dejo mi coche, mi barco y un regalo».
Fergus y Beryl pestañearon, atónitos.
—¿El coche? —exclamó Fergus—. ¿Y el barco? ¿Para qué quiero yo un barco?
—¡Pero si odias el mar! —dijo Beryl casi gritando—. Te mareas en cuanto pones el pie una embarcación.
—¡Pues claro que me mareo! ¡Y Gordon lo sabía perfectamente!
—Además, ya tenemos coche —añadió Beryl.
—¡Eso, ya tenemos coche! —repitió su marido.
Beryl se había inclinado tanto que estaba casi tumbada en la mesa del abogado.
—Y ese regalo que dice usted —dijo, bajando amenazadoramente la voz—, ¿es el dinero de Gordon?
El señor Fedgewick tosió con nerviosismo, sacó una cajita de un cajón y se lo ofreció a Beryl y a Fergus. Ellos se quedaron mirándola un buen rato y luego se abalanzaron sobre ella al mismo tiempo —Stephanie observó cómo se la disputaban a manotazos hasta que Beryl logró hacerse con ella y la abrió.
¿Qué es? —dijo Fergus con voz trémula—. ¿Es la llave de una caja fuerte? ¿Es un número de cuenta? ¿Qué es, mujercita? Díselo a Fergus, anda.
Beryl estaba demudada y le temblaban las manos. Pestañeó con fuerza para contener las lágrimas y luego dio la vuelta a la caja para que todos vieran su contenido. Sobre su forro aterciopelado reposaba un broche del tamaño de un posavasos. Fergus se quedó mirándolo pasmado.
—Ni siquiera tiene piedras preciosas —dijo Beryl con voz ahogada. Fergus abrió la boca como un pez a punto de asfixiarse y se volvió hacia Fedgewick.
—¿Qué más nos ha dejado? —dijo en un susurro histérico.
El señor Fedgewick intentó sonreír de nuevo.
—Su amor fraternal, supongo…
De pronto se oyó un gemido ahogado, y a Stephanie le llevó un momento darse cuenta de que venía de Beryl. El abogado volvió a concentrarse en el testamento, ignorando las implorantes miradas de Fergus y de su mujer.
—«A mi buen amigo y guía Skulduggery Pleasant, le dejo el siguiente consejo: tu camino no es de nadie más que tuyo, y no es mi deseo desviarte de él; pero a veces nuestro peor enemigo somos nosotros mismos, y la mayor batalla que podemos luchar es la que nos enfrenta a la oscuridad interior. Se aproxima una tormenta: recuerda que a veces la clave para llegar a buen puerto está oculta, pero otras veces se encuentra justamente ante nuestros ojos».
Todos se quedaron mirando al señor Pleasant, incluida Stephanie. Desde la primera vez que lo había visto se había dado cuenta de que había algo diferente en él, algo exótico, misterioso, incluso peligroso. En cuanto al propio Skulduggery, miraba al suelo sin decir nada. No hizo nada más, ni explicó cuál era el significado de aquel extraño mensaje.
—¿Ves, Beryl? —dijo Fergus, dando una palmadita en la rodilla de su mujer—. Nos ha tocado un coche, un barco y un broche. No está tan mal, teniendo en cuenta que nos podría haber tocado algún consejo estúpido.
—Cállate, ¿quieres? —dijo Beryl con un gruñido que hizo a Fergus acurrucarse en la silla.
El señor Fedgewick siguió leyendo.
—«A Desmond, mi otro hermano y el que más suerte tuvo de los tres, le dejo en herencia a su mujer, porque creo que tal vez le guste».
Stephanie vio cómo sus padres se miraban con una sonrisa triste y se agarraban las manos.
—«… Y ya que has logrado robarme la novia» —siguió leyendo el abogado— «tal vez quieras llevarla al chalet que tengo en Francia, así que te lo dejo en herencia también».
—¿Cómo, que se van a quedar con el chalet? —gritó Beryl levantándose de un salto.
—Beryl, por favor… —imploró su marido.
—¿Pero tú sabes cuánto vale ese chalet? —berreó Beryl, mirando a los padres de Stephanie como si fuera a abalanzarse sobre ellos—. ¡A nosotros nos toca un broche y a ellos un chalet! ¡Y solo son tres de familia, mientras que nosotros tenemos a Carol y a Crystal! ¡No nos vendría nada mal tener un poco más de espacio para los cuatro! ¿Por qué tienen que quedarse ellos con el chalet, a ver? —Beryl tiró la cajita del broche en dirección a su cuñado—. ¡Cámbiamelo!
—Señora Edgley, haga el favor de volver a sentarse o no podremos continuar —dijo el abogado.
Beryl lo miró de hito en hito con los ojos desorbitados, pero acabó por tranquilizarse y se sentó.
—Muchas gracias —dijo el señor Fedgewick con cara de estar exhausto. Luego se humedeció los labios, se subió las gafas y volvió a mirar el testamento—. «Si de algo me arrepiento en esta vida, es de no haber tenido ningún hijo. Hay ocasiones en que miro a la prole de Beryl y Fergus y siento esta falta como una gran fortuna, pero en otras ocasiones es una pena que me rompe el corazón. Y así, por último, a mi sobrina Stephanie…».
Los ojos de Stephanie se abrieron de par en par. ¿Cómo? ¿Es que ella iba a heredar también? ¿No era suficiente con que Gordon les hubiera dejado el chalet a sus padres?
—«… quiero decirle que el mundo es más grande de lo que ella supone» —siguió leyendo Fedgewick— «y también más terrible. La única riqueza posible en él es ser fiel a uno mismo, y el único objetivo que merece la pena perseguir es averiguar quién es uno mismo de verdad».
Stephanie se daba cuenta de que Beryl y Fergus la estaban fulminando con la mirada, pero intentó no hacerles caso.
—«Haz que tus padres se sientan orgullosos de ti, y haz también que se alegren de tenerte bajo su techo; porque te dejo en herencia mi casa con todas sus tierras, mi dinero y los derechos de mis libros, para que tomes posesión de ello cuando cumplas dieciocho años. Por último, me gustaría aprovechar esta oportunidad para deciros que a mi modo os quiero mucho a todos, incluso a aquellos que no me caen especialmente bien. Esto va por ti, Beryl».
Fedgewick se quitó las gafas y levantó la vista.
Stephanie se dio cuenta de que todos tenían los ojos clavados en ella, y no supo qué decir. Fergus había vuelto a poner cara de pez a punto de asfixiarse y Beryl la señalaba con un dedo largo y nudoso, intentando recobrar el aliento para decirle algo. Sus padres la miraban anonadados. El único que parecía ser capaz de moverse era Skulduggery Pleasant, que se acercó a ella y le tocó suavemente un brazo.
—Felicidades —dijo, avanzando hacia la puerta para salir del despacho. En cuanto la puerta volvió a cerrarse, Beryl recobró la voz.
—¿A ELLA? —berreó—. ¿Le toca todo A ELLA?