EL EXPERIMENTO

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L Hendedor yacía sobre la mesa, sujeto con correas. Por los tubos transparentes que penetraban en su piel pasaban diversos fluidos que iban a parar a la silenciosa máquina que había tras él. La máquina extraía todo lo que no era necesario y lo sustituía por oscuridad líquida, por pócimas que mezclaban la ciencia con la magia. La anodina cara del Hendedor no mostraba expresión alguna. Había dejado de debatirse hacía más o menos una hora; el tratamiento estaba empezando a surtir efecto.

Serpine entró en la zona iluminada y los ojos del Hendedor se dirigieron hacia él. Estaban vidriosos, y en su mirada vacía ya no quedaba nada de la fiereza que Serpine había encontrado cuando los Hombres Huecos le habían quitado el casco. Daba igual que Skulduggery Pleasant hubiera escapado: Serpine había conseguido un nuevo cautivo, y sabía muy bien qué hacer con él.

Había llegado el momento. Serpine levantó la daga que tenía en la mano para que el Hendedor la viera. Ninguna reacción: ni recelo, ni miedo, ni reconocimiento siquiera. Aquel hombre, aquel soldado que había pasado toda su vida obedeciendo ciegamente a sus superiores, iba a entrar ahora en la muerte tan ciego como había vivido. «Una existencia patética», pensó Serpine. Asió la daga con ambas manos, la elevó cuanto pudo y luego la bajó con fuerza. La hoja de la daga se hundió en el pecho del Hendedor y lo mató.

Serpine sacó la daga, la limpió y la dejó a un lado. Aun cuando aquello funcionara, era evidente que hacían falta algunos cambios, modificaciones, ligeras mejoras. El Hendedor no era más que una prueba preliminar, al fin y al cabo, un mero experimento. Si salía bien, habría que concentrarse en refinar el proceso. No tardaría mucho en comprobarlo: una hora, como máximo.

Serpine esperó junto al cadáver del Hendedor. En el almacén no se oía ningún ruido. Había tenido que marcharse del castillo, pero hacía tiempo que lo tenía todo previsto. Además, no sería por mucho tiempo; en cuestión de días todos sus enemigos estarían muertos y no quedaría nadie capaz de enfrentarse a él. Entonces podría invocar de nuevo a los Sin Rostro, una hazaña que Mevolent, su antiguo señor, nunca había logrado llevar a cabo.

Serpine enarcó las cejas. ¿Habría sido un efecto óptico, o se había movido realmente el Hendedor? Lo examinó más de cerca para comprobar si el pecho se movía al ritmo de la respiración, buscando alguna señal de vida. Pero no había ninguna. Intentó tomarle el pulso, pero no tenía.

Y entonces el Hendedor abrió los ojos.