ESTUPENDO RESCATE, SÍ SEÑOR

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OS miembros del equipo de rescate salieron de la furgoneta y se alinearon en el arcén, observando el muro que circundaba los terrenos de Serpine. Era unas tres veces más alto que Stephanie; al otro lado se extendía una zona boscosa, y más allá estaba al castillo.

Stephanie pensó de pronto que si su misión fracasaba, sería el fin de todo. Serpine conseguiría el Cetro y los Sin Rostro volverían al mundo. El destino de la Tierra entera dependía de un esqueleto y de las cinco personas que se disponían a rescatarlo.

—¿Qué haremos si tenemos que enfrentarnos a Serpine? —preguntó, procurando que su voz no trasluciera el miedo que sentía. Tenía que ser fuerte; no quería que sus compañeros pensaran que era una simple mocosa de doce años—. Al fin y al cabo, no es seguro que logremos entrar y salir sin que nadie se dé cuenta, ¿verdad? ¿Tenemos algún plan por si nos vemos obligados a enfrentarnos a él?

—Algún plan… —dijo Abominable con expresión pensativa—. Pues no, la verdad es que no.

—Yo intentaré matarlo con mi espada —dijo Tanith, deseosa de ayudar.

—Vale —repuso Stephanie—. Magnífica idea. ¿Y qué pasa con sus hombres? ¿No creéis que estarán esperándonos?

—Serpine conoce la calma con la que los Mayores suelen deliberar antes de llegar a ninguna conclusión —dijo Tanith—. Estoy segura de que no se espera nada tan precipitado e imprudente como lo que vamos a hacer.

—Así aprenderá a no subestimar a los estúpidos como nosotros —añadió Abominable.

—De acuerdo —dijo Stephanie—. Solo quería asegurarme de que lo tenemos todo previsto. ¿Qué, empezamos?

Sin decir una palabra, los Hendedores cogieron carrerilla, saltaron limpiamente el muro y desaparecieron.

—Chulitos… —masculló Abominable. Luego puso los brazos en cruz y los bajó, manteniéndolos estirados; una ráfaga de viento surgió de la nada y lo elevó hasta que pudo agarrar la parte superior del muro.

—¿Te ayudo? —preguntó Tanith volviéndose hacia Stephanie.

—Si no te importa…

Tanith se puso en cuclillas y entrelazó los dedos formando un soporte. Stephanie apoyó en él un pie, contó hasta tres y se impulsó hacia arriba ayudada por Tanith. Alcanzó la parte superior del muro sin problemas; Tanith tenía mucha fuerza, más de lo que parecía. Abominable la ayudó a encaramarse, y luego bajó y se quedó esperándola. Stephanie agarró el borde del muro, fue descendiendo hasta tener los brazos totalmente estirados y se dejó caer. Sus botas tocaron el suelo enseguida, aplastando un lecho de hojas y ramitas secas. Un segundo más tarde, Tanith aterrizaba a su lado.

El bosquecillo era muy espeso, y a medida que se internaban en él, el ambiente se iba oscureciendo. El sol poniente penetraba a duras penas entre el follaje, y empezó a refrescar tanto que Stephanie agradeció llevar puesto su gabán. Los Hendedores avanzaban sin hacer ningún ruido. En el bosquecillo reinaba un silencio absoluto, tan absoluto que no era natural. No cantaba ningún pájaro, no se oía ni un rumor entre la maleza. Resultaba sobrecogedor.

Por fin llegaron al límite del bosque y se agazaparon: frente a ellos se alzaba la parte trasera de la fortaleza. A un lado se abría una puerta, frente a la cual montaba guardia una patrulla de Hombres Huecos.

—Lo que faltaba —masculló Abominable—. ¿Cómo rayos vamos a pasar sin que nos vean?

—Tenemos que distraerlos —dijo Tanith.

—¿Se te ocurre algo?

Tanith se volvió hacia los Hendedores sin decir nada y Abominable comprendió de inmediato lo que estaba pensando.

—¡Pero no van a poder hacerles frente! —protestó.

—No nos queda otro remedio —respondió Tanith, con voz átona pero firme.

Los Hendedores inclinaron la cabeza hacia Tanith y asintieron. Luego se escabulleron entre la maleza y se perdieron de vista. Stephanie se quedó esperando con Tanith y Abominable.

—No resistirán mucho rato —dijo Abominable.

—Será suficiente para que nos colemos sin ser vistos —repuso Tanith.

—No me refería a eso. Acabas de enviarlos a una muerte cierta.

—Ellos tienen que hacer su trabajo, y nosotros el nuestro —dijo Tanith sin mirarlo—. ¿Quieres salvar a tu amigo, o no?

Abominable no contestó.

—Eh, mirad —susurró Stephanie.

Los Hombres Huecos habían empezado a correr y pronto no quedó ninguno en la explanada.

—¡Vamos! —exclamó Tanith.

Salieron del bosque y echaron a correr a toda velocidad hacia el castillo. Stephanie miró hacia la derecha mientras corría y vio a lo lejos a los dos Hendedores, que aguardaban espalda con espalda el ataque del corro de Hombres Huecos que se estrechaba en torno a ellos.

Por fin llegaron al castillo. Tanith se acercó a la puerta, colocó la palma de la mano sobre la cerradura y giró la muñeca; la cerradura crujió, rompiéndose por dentro, y la puerta cedió ante Tanith. Los tres entraron sigilosamente y entornaron la puerta a sus espaldas.

Avanzaron, procurando no internarse demasiado en el frío corazón de la fortaleza. Al fin encontraron una escalera que bajaba y emprendieron el descenso; Tanith encabezaba el grupo, con la espada en la mano derecha y la vaina en la izquierda. A pocos pasos de ella iba Stephanie, seguida de Abominable.

Después de mucho bajar llegaron a los sótanos, o más bien a las mazmorras. Al doblar una esquina, Tanith se detuvo y alzó una mano. Los tres observaron inmóviles al Hombre Hueco que caminaba pesadamente a cierta distancia y reemprendieron la marcha en cuanto se perdió de vista.

Algo más allá comenzaba una hilera de pesadas puertas de hierro; Tanith se acercó a la primera, apoyó la oreja y, tras escuchar unos segundos, le dio un empujón. Se oyó un gemido, pero la celda estaba vacía: habían sido las bisagras herrumbrosas.

Abominable hizo lo mismo en la puerta siguiente, revelando otra celda vacía.

Tanith y Abominable se miraron con expresión sombría, y Stephanie comprendió de inmediato lo que estaban pensando.

—Deberíamos dividirnos —susurró.

—De ninguna manera —dijeron Abominable y Tanith casi al unísono.

—Si tardamos demasiado, los Hombres Huecos volverán a montar guardia en la puerta y no podremos salir de aquí.

—Bueno, vale, pero tú vienes conmigo —susurró Abominable.

Stephanie negó con la cabeza.

—No te preocupes por mí. Pegaré la oreja a las puertas, y si oigo algo os llamaré enseguida. Si me topo con alguno de los malos, os enteraréis enseguida. No tenemos otra opción.

Tanith y Abominable la miraron con expresión de duda, pero no dijeron nada. Luego Tanith se acercó a la puerta siguiente, Abominable echó a correr hacia el fondo del pasillo y Stephanie volvió por donde habían venido. A pocos metros encontró otra hilera de puertas metálicas y fue apoyando la oreja unos segundos en cada una de ellas. Nada. Fue internándose cada vez más, dejándose llevar por los tortuosos corredores que se abrían ante ella. Pronto se dio cuenta de que respiraba por la boca, y notó en la garganta el regusto nauseabundo del aire. El piso había empezado a humedecerse, y de vez en cuando se veían charcos de agua putrefacta. Las puertas ya no eran de metal sino de madera medio podrida. Las antorchas sujetas a los muros titilaban creando sombras bailarinas en los muros.

De pronto Stephanie vio algo que se movía frente a ella, y estaba a punto de agazaparse cuando se dio cuenta de que era Abominable. Le saludó con la mano y empezó a examinar las puertas que más cerca tenía. Abominable hizo lo propio por el otro lado, y cuando estaban a punto de encontrarse, Stephanie oyó un suave silbido que salía de una celda. Frunció el ceño, tratando de recordar si Skulduggery podía silbar. Si no necesitaba tener labios para respirar o hablar, ¿por qué iba a necesitarlos para silbar? Sin embargo, a Stephanie no le sonaba la música. Le indicó a Abominable que se acercara; al llegar a la puerta, Abominable escuchó durante unos segundos y asintió con la cabeza.

—La chica de Ipanema —susurró—. Es Skulduggery, seguro.

Levantó tres dedos, luego dos, luego uno, y los dos se abalanzaron sobre la puerta, que se abrió sin dificultad. Skulduggery levantó la vista y dejó de silbar.

—Ah, hola —dijo—. Ya sé dónde está la llave de las cuevas.

Stephanie cerró la puerta mientras Abominable examinaba los grilletes que aprisionaban a Skulduggery.

—Son de primera calidad —dijo.

—Sí, sabía que te gustarían. El metal está reforzado por un hechizo inmovilizador.

—Bien pensado. Tardaré un momentito en abrirlas, ¿vale?

—No te preocupes, no me voy a ir a ningún sitio.

—¿Cómo estás? —preguntó Stephanie.

—Bueno, no me ha tratado mal —contestó Skulduggery meneando la cabeza—. A excepción de las torturas, claro. La verdad es que me ha dado tiempo de pensar tranquilamente, y ya sé dónde está la llave.

—Eso me pareció oírte decir antes.

Abominable se puso en pie y los grilletes cayeron al suelo. Skulduggery se levantó de la silla.

—¿Ha venido Meritorius? —preguntó.

—No, está hablando con los otros Mayores para ponerlos al corriente de todo —respondió Abominable.

—Vaya. Entonces, ¿habéis venido solos?

—Bueno, solos no. También está Tanith Low.

Skulduggery se encogió de hombros.

—Debo admitir que os las habéis apañado de maravilla hasta ahora.

—¿No le habrás dicho a Serpine dónde está la llave, verdad? —dijo Stephanie.

—No lo podría haber hecho aunque hubiera querido. Me he dado cuenta de dónde está hace solo unos minutos; la verdad es que no era tan complicado, ¿sabes? La teníamos delante de las narices.

—Ya hablaremos de eso más tarde —le interrumpió Abominable—. Ahora tenemos que marcharnos.

—¿Habrá pelea?

—Espero que no.

—Vaya. Tengo ganas de pelea.

—Bueno, si al final la hay, tal vez esto te sirva de ayuda —dijo Stephanie dándole su pistola.

—Muchas gracias; la he echado de menos. ¿Me has traído balas?

—¿Balas? Pues no…

Skulduggery respiró hondo.

—Magnífico —dijo luego, colocándose la pistola al cinto.

—¡Vámonos! —exclamó Abominable echando a andar hacia la puerta.

Los tres salieron al corredor y echaron a andar a paso ligero; al doblar una esquina, unos cuantos Hombres Huecos se detuvieron en seco frente a ellos y los observaron con mirada vacía. El tiempo pareció detenerse.

—Fabuloso rescate, sí señor —dijo Skulduggery.

Cuando los Hombres Huecos se abalanzaron sobre ellos, Skulduggery y Abominable entraron en acción. Skulduggery empezó a repartir codazos y patadas, retorciendo todas las muñecas y brazos que tenía a su alcance. Abominable danzaba como un boxeador, derribando con tremendos puñetazos a todo el que se acercaba.

Stephanie vio que algo se movía a espaldas de los silenciosos Hombres Huecos y pronto distinguió a Tanith, que se acercaba a toda velocidad. De pronto dio un giro brusco, empezó a subir por la pared y al llegar al techo siguió corriendo boca abajo. Stephanie la miró boquiabierta: no tenía ni idea de que Tanith pudiera hacer algo así.

Desde aquel punto privilegiado, Tanith se abalanzó sobre los Hombres Huecos pegando mandobles a diestro y siniestro y rebanándoles las coronillas. En unos segundos, todos los Hombres Huecos quedaron convertidos en unos guiñapos malolientes.

Tanith se dejó caer y dio la vuelta en el aire para aterrizar de pie.

—Por allí vienen más —dijo—. Tal vez sea mejor que nos marchemos —añadió, un tanto innecesariamente.

Los cuatro llegaron al final de la escalera sin encontrar más adversarios; pero cuando corrían hacia la salida, frente a ellos se abrieron dos puertas enormes de las que empezó a salir una horda de Hombres Huecos.

Skulduggery y Abominable se adelantaron chasqueando los dedos, y de sus manos cayeron sendas bolas de fuego. Stephanie vio cómo hacían aspavientos, manipulando las llamas hasta que una muralla de fuego se interpuso entre ellos cuatro y los Hombres Huecos.

Tanith se volvió para mirar a Stephanie.

—Gabán —le dijo.

—¿Qué?

Sin decir nada más, Tanith agarró el cuello del gabán de Stephanie, se lo quitó de un tirón y se cubrió la cabeza con él. Luego echó a correr hacia una ventana, saltó y la atravesó envuelta en una nube de cristales.

—Toma ya —murmuró Stephanie.

Se acercó a la ventana y se aupó para salir por el agujero. Tanith estaba poniéndose en pie al otro lado.

—Gracias —dijo Tanith devolviéndole el gabán.

—¡Cuidado, que vamos! —gritó Abominable.

Stephanie se hizo a un lado para dejar paso a Skulduggery y Abominable, que saltaban por la ventana. Abominable iba debajo y el detective parecía flotar sobre él, como una pareja de acróbatas desquiciados. Los dos cayeron a un tiempo, rodaron sobre la hierba y se pusieron en pie simultáneamente.

—Vámonos volando —dijo Skulduggery.

Mientras corrían hacia los árboles, Stephanie vio a uno de los Hendedores. A juzgar por la cantidad de jirones de papel que había esparcidos por la hierba, los dos debían de haber mostrado una feroz resistencia, pero al final los Hombres Huecos se habían impuesto por pura superioridad numérica. El Hendedor reposaba inmóvil sobre la hierba: estaba muerto, y no se veía ni rastro del otro.

Al fin llegaron al bosquecillo, pero no aminoraron el paso porque los Hombres Huecos se habían internado en la maleza tras ellos.

Abominable llegó al muro en primer lugar, extendió las manos abiertas hacia abajo y salió despedido al otro lado por una ráfaga de aire.

Tanith se limitó a seguir corriendo y, cuando parecía estar a punto de darse de bruces contra el muro, pegó un saltito y siguió corriendo en vertical.

Stephanie llegó a continuación; antes de que pudiera pedirle a Skulduggery que le diera impulso con las manos, se encontró con que su amigo le había rodeado la cintura con un brazo y se elevó junto a él, sintiendo el viento en la cara mientras pasaban sobre el muro. Aterrizaron con tal gracia y suavidad que Stephanie estuvo a punto de echarse a reír.

Los cuatro se metieron en la furgoneta. Abominable arrancó y salió a la carretera, y el castillo se fue haciendo cada vez más pequeño a sus espaldas.