TEPHANIE sumergió el codo en el lavabo de la biblioteca. Lo había llenado de agua, había echado en ella un trozo de la piedra que Tanith Low le había dado y la piedra se había disuelto, llenando el agua de burbujas y el aire de un olor acre. Fuera lo que fuera aquella sustancia, funcionaba, porque los moratones de Stephanie comenzaron a desvanecerse.
Stephanie se secó con una toalla inmaculada, quitó el tapón del lavabo y se recostó contra la pared.
Aunque su cuerpo estaba cansado, su mente no dejaba de dar vueltas espoleada por la ira. Seguía furiosa consigo misma por no haber sido capaz de desobedecer a China. Y además, ¿cómo podía China hacerle aquello, cómo podía dejar a Skulduggery abandonado a su suerte? Skulduggery confiaba en ella…
«No, eso no es verdad», pensó Stephanie. Skulduggery no se fiaba de China. Había sido la propia Stephanie quien había acudido a China antes de molestarse en buscar a los Mayores o a Abominable, y tal vez fuera demasiado tarde para remediarlo. Y todo por su culpa.
Stephanie recordó que Tanith Low la había llamado «guerrera» y esbozó una sonrisa amarga. No sabía por qué lo habría dicho Tanith; pero fuera por lo que fuera, se había equivocado. No había nada de guerrero en ella. Se metía de cabeza en todo tipo de problemas sin pensárselo dos veces, sin detenerse a reflexionar ni un segundo. Y no era por valentía o heroicidad, sino por pura estupidez. Porque no quería quedarse atrás, porque no quería esperar. Iba dando bandazos sin plan ni táctica preconcebida, y así le iba: pasaba las de Caín.
De pronto Stephanie lo vio claro. Abrió los ojos de par en par y enderezó la espalda, sintiendo cómo la energía volvía a fluir por sus miembros.
El hechizo con el que China la había aprisionado acababa de romperse.
Tenía que encontrar a Abominable cuanto antes. Como no se acordaba de dónde estaba su sastrería, necesitaba la dirección para llegar hasta allí, y solo se le ocurría una forma de conseguirla. Salió del servicio y recorrió la biblioteca, comprobando que ya había amanecido. Luego atravesó el rellano y llamó a la puerta del piso de China. No obtuvo respuesta, así que volvió a llamar.
China no estaba. Stephanie examinó la puerta: parecía perfectamente normal. Tampoco recordaba haber visto nada raro al otro lado, ningún cerrojo o cadena de seguridad. Podía estar sellada con magia, y si lo estaba ya podía olvidarse de abrirla, pero no le parecía que lo estuviera. Skulduggery le había dicho que aquel tipo de hechizo tenía que renovarse cada vez que se cerraba la puerta, y a Stephanie no le parecía que China estuviera dispuesta a perder el tiempo en aquellas cosas.
Dio un paso atrás. Era una puerta normal y corriente, más bien endeble. Sabía que podía hacerlo: era alta y fuerte, y aquella puerta era lo único que se interponía entre ella y la persona que podía ayudarla a salvar a Skulduggery. Tenía mucha potencia en las piernas; llevaba años nadando, y eso le había desarrollado los músculos. Sus piernas eran fuertes, la puerta era frágil. Podía hacerlo, tenía que hacerlo. Tenía que salvar a su amigo.
Su bota se estrelló contra la puerta. Pegó una patada, otra, otra más. Sus piernas eran fuertes. No podía fracasar, y la desesperación le daba nuevas fuerzas. La puerta era endeble, y acabó por ceder.
Stephanie entró corriendo y fue derecha a la mesita en la que había visto la libreta de direcciones. Estaba vacía. ¿Dónde estaría la libreta?
Miró a su alrededor. China la había cambiado de sitio. ¿Por qué? ¿Dónde la habría metido? ¿Habría adivinado que Stephanie entraría a buscarla? No, era imposible que se lo hubiera imaginado. Entonces debía de haberla cambiado de sitio por alguna otra razón, por algún motivo perfectamente normal. La había guardado… ¡Claro, debía de haberla guardado en su sitio!
¿Cuál sería el sitio más lógico para guardar una libreta de direcciones?
Stephanie se acercó al escritorio y empezó a revolver en los cajones. Papeles, cartas… ni rastro de la libreta. Se incorporó y recorrió la estancia con la mirada, consciente de que China podía aparecer en cualquier momento. Examinó las estanterías: nada. ¿Dónde podía estar?
Entró en el dormitorio y vio de inmediato la libreta, que estaba sobre la mesilla. La agarró sin perder ni un segundo, buscó la página de la «B» y recorrió los nombres con el dedo. Allí estaba: Sastrería Bespoke. Memorizó la dirección, volvió a dejar la libreta en la mesilla y se dio la vuelta para marcharse.
—Hola, querida —dijo China acercándose a ella. Stephanie retrocedió con desconfianza—. Acabo de ver lo de fuera. ¿Es que no te gustaba mi pobre puerta? En fin, ¿has roto algo más aquí dentro? ¿Algún florero, una taza, quizás?
—No, solo la puerta.
—Bueno, supongo que tendré que agradecerte que no te hayas ensañado. ¿Y bien? ¿Encontraste lo que buscabas, niña?
Stephanie apretó los puños.
—No me llames así.
China se echó a reír.
—Querida, cuando me miras con esa cara llegas a darme miedo.
—¿Has hecho algo para ayudar a Skulduggery, o sigues demasiado ocupada ayudándote a ti misma?
—Es curiosa la lealtad que inspira nuestro querido señor Pleasant, ¿no crees? —dijo China enarcando una ceja—. Todos los que lo conocen le cobran afecto y quieren luchar junto a él. Tendrías que haber estado aquí durante la guerra; era algo digno de verse.
—La verdad es que no logro entender cómo has podido traicionarlo así.
Por primera vez desde que la conocía, Stephanie vio un brillo acerado en los ojos de China.
—Yo no lo he traicionado, niña. Tal vez le haya fallado, pero no lo he traicionado. Para traicionar a alguien tienes que hacer algo contra él, y yo me he limitado a no hacer nada.
—Viene a ser lo mismo.
—Veo que no te interesan las sutilezas semánticas —dijo China, volviendo a sonreír—. No, claro que no. Eres una chica muy sincera, ¿verdad?
—Me voy —dijo Stephanie, echando a andar hacia la puerta.
—Sincera, pero no especialmente inteligente. Stephanie, sé buena y detente ahora mismo, ¿quieres?
Stephanie se quedó inmóvil.
—Admiro tu valentía, niña, te lo digo de corazón. Pero tal como están las cosas, montar una operación de rescate para liberar a Skulduggery es demasiado arriesgado. Tenemos mucho que perder. Y ahora ve a sentarte a aquel rincón como una buena chica, anda.
Stephanie asintió y siguió avanzando hacia la puerta.
—¡Detente! —exclamó China—. He dicho que vayas al rincón.
Stephanie agarró el picaporte y volvió la cabeza. China la miraba con el ceño fruncido.
—No lo comprendo —dijo China—. ¿Cómo puedes hacerlo? ¡Stephanie, contesta!
—No me llamo Stephanie —repuso Stephanie—. Y si quieres retenerme en tu casa será mejor que me mates, porque no pienso quedarme.
El rostro de China volvió a adoptar su expresión plácida de costumbre.
—No tengo ninguna intención de matarte, querida —dijo, esbozando una sonrisa—. Así que por fin has elegido un nombre.
—Efectivamente. Y me marcho ahora mismo.
—Bueno, puede que tengas alguna posibilidad de salvarle, al fin y al cabo. Antes de irte, ¿me harás el honor de presentarte?
—Cómo no —dijo Stephanie, volviéndose para salir del piso—. Me llamo Valquiria Caín.
Abominable abrió la puerta, vio a Stephanie y la saludó con un cabeceo.
—Siento lo de ayer —dijo—. He estado pensando, y me he dado cuenta de que no tengo ningún derecho a decirte lo que puedes y no puedes hacer; pero créeme si te digo que lo hice por tu… —Tienen a Skulduggery— lo interrumpió Stephanie.
—Lo ha atrapado Serpine. Apareció ayer con unos cuantos hombres de papel, nos atacó y se llevó a Skulduggery. Hay que decírselo a los Mayores.
Abominable esbozó una sonrisa tentativa para ver si Stephanie se la devolvía y admitía que le estaba gastando una broma pesada. Stephanie no se la devolvió.
—Sé que piensas que no debería meterme en este lío —dijo Stephanie—. No me importa: es tu opinión, y yo la acepto. Pero vamos a olvidarnos de las opiniones para concentrarnos en los hechos.
Y los hechos son estos: Serpine tiene prisionero a Skulduggery. Ha roto la tregua. Cree que el Cetro existe, y ha demostrado que está dispuesto a matar para hacerse con él. Hay que detenerlo, y para ello necesito tu ayuda.
—¿Pero tú lo has visto? ¿Has visto cómo Serpine se llevaba a Skulduggery?
—Estaba allí.
—Bueno, tal vez no fuera tan mala idea que decidieras acompañar a Skulduggery, al fin y al cabo.
Abominable fue a buscar su coche, y mientras se dirigían hacia el Santuario a toda velocidad Stephanie le fue explicando detalladamente lo que había pasado. El coche tenía los cristales tintados, pero aun así Abominable se había tapado el rostro con una bufanda y un sombrero calado hasta las cejas.
El Museo de Cera estaba aún cerrado, así que se colaron por la puerta trasera y recorrieron a toda prisa las salas en penumbra.
Al llegar al pasillo que daba acceso al Santuario, Abominable palpó la pared hasta encontrar el mecanismo de apertura, lo apretó y la pared se deslizó hacia un lado. Stephanie se abalanzó por la abertura, bajó las escaleras de dos en dos y entró en el vestíbulo del Santuario casi trotando, y el administrador salió enseguida a su encuentro con cara de indignación.
—Lo siento —dijo—, pero me temo que no están ustedes citados.
—Queremos ver a Meritorius.
—No se debe molestar innecesariamente a los Mayores. Debo solicitarles que abandonen el Santuario de inmediato.
—Se trata de una emergencia —dijo Abominable, llegando a su altura. El administrador negó con la cabeza.
—Si desean hablar con los Mayores, deberán solicitar audiencia por los canales de costumbre —dijo.
Stephanie ya había tenido bastante, así que lo apartó a un lado y echó a andar a grandes zancadas hacia el pasillo central. De pronto vio una ráfaga gris por el rabillo del ojo; un instante después, frente a ella había un Hendedor que le apuntaba directamente al cuello con su guadaña.
Se quedó helada; a su alrededor empezaron a acrecentarse los movimientos y las voces, pero Stephanie y el Hendedor parecían estar petrificados. Oyó cómo Abominable amenazaba al administrador y a los Hendedores; oyó cómo el administrador protestaba y conminaba a Abominable a marcharse. Abominable alzaba cada vez más la voz y pronto empezó a gritarle furioso al Hendedor que bajara la guadaña, pero el Hendedor siguió inmóvil y silencioso como una estatua. Stephanie podía ver su propia imagen reflejada en la visera de su casco. No se atrevía a mover ni un músculo.
En vista de que la situación estaba a punto de estallar —y del serio peligro que habría corrido en ese caso la cabeza de Stephanie—, el administrador cedió y aceptó preguntarle a Meritorius si estaría dispuesto a recibirlos. Miró al Hendedor, indicándole con un movimiento de cabeza que se retirara; el Hendedor retrocedió y volvió a enfundar la guadaña en la vaina que pendía de su espalda, con un solo movimiento que podría haber sido un paso de baile.
Stephanie reculó lentamente con la mirada clavada en él. Pero el Hendedor estaba impertérrito, como si no hubiera pasado nada.
Abominable y ella se quedaron en el vestíbulo mientras el administrador se alejaba a paso rápido, y no tardaron mucho en oír unas zancadas que se acercaban. Eachan Meritorius entró en la estancia y miró a Abominable con expresión levemente sorprendida.
—Bienvenido, señor Bespoke —dijo acercándose a él—. Ultimamente, los acontecimientos no dejan de sorprenderme…
—Bienhallado, Gran Mago —dijo Abominable mientras se daban la mano—. Tengo entendido que ya conoce a Valquiria Caín.
—Ah, de modo que has adoptado un nombre por fin —dijo Meritorius con una mirada de desaprobación—. Espero que el señor Pleasant sepa lo que hace.
—Skulduggery está prisionero —barbotó Stephanie—. Ha sido Serpine.
—Por favor, no empecemos con lo mismo de siempre.
—Es cierto —intervino Abominable.
—¿Has visto cómo ocurría?
Abominable titubeó.
—Bueno, en realidad no lo he visto directamente, pero…
Meritorius suspiró.
—Skulduggery Pleasant es un detective excepcional, y nos ha servido de gran ayuda en muchas ocasiones. Pero en lo tocante a.
Nefarian Serpine, me temo que Skulduggery pierde su acostumbrada imparcialidad.
—¡Pero es que Serpine lo tiene prisionero! —insistió Stephanie.
—Muchacha, me caes bien, y entiendo que Skulduggery te haya cogido cariño. Posees una sinceridad casi temible, y esa es una cualidad digna de admiración. Sin embargo, no estás familiarizada con nuestra cultura y costumbres, y solo conoces una versión muy sesgada de nuestra historia. Serpine ya no es el siniestro personaje que fue en su día.
—Yo estaba allí —dijo Stephanie, esforzándose por mantener la calma—. Serpine vino con unos cuantos hombres de papel y se llevó a Skulduggery.
Meritorius se quedó pensativo unos segundos.
—¿Hombres de papel, dices?
—Bueno, eso parecían.
Meritorius asintió lentamente.
—Claro, Hombres Huecos. Son los esbirros de Serpine, unos seres terribles rellenos de odio y pestilencia.
—¿Me creéis ahora? ¡Tenemos que rescatarlo!
—Gran Mago —dijo Abominable—, mi amigo está en peligro. Sé que no deseas que esto ocurra, pero lo cierto es que la tregua se ha roto. Serpine y los magos que decidan ponerse de su lado van a acumular poder tan rápido como puedan. Los Mayores deben actuar sin tardanza.
—¿Basándonos en qué? —preguntó Meritorius. ¿En la palabra de una muchacha a la que apenas conozco?
—No estoy mintiendo —afirmó Stephanie.
—Pero tal vez estés equivocada.
—No lo estoy. Serpine quiere el Cetro, y piensa que Skulduggery puede llevarlo hasta él.
—El Cetro no existe más que en las leyendas, por lo que…
—El Cetro existe de verdad —le interrumpió Stephanie—. Y también es verdad que Serpine desea conseguirlo, y que mató a los dos hombres que lo vigilaban para que no lo supierais hasta que ya no pudiera hacerse nada para remediarlo.
Meritorius titubeó.
—Señorita Caín, si está usted equivocada y atacamos a Serpine ahora, podemos provocar el estallido de una guerra para la que no estamos preparados.
—Lo siento —repuso Stephanie con voz suave, notando la aprensión que brillaba en la mirada del Gran Mago—. Créame que lo siento, pero la guerra ya ha estallado.
El clip reposaba inmóvil en la mesa. Stephanie se concentró, flexionó los dedos y luego abrió de golpe la mano, intentando convencerse de que el aire no era más que una serie de elementos conectados entre sí. El clip no se movió. Stephanie le dio un golpecito con el dedo para asegurarse de que no se había quedado enganchado a algún saliente imperceptible; acababa de comprobar que no era así cuando Abominable entró en la estancia.
—Nos vamos ya —dijo—. ¿Estás segura de que quieres venir?
—Totalmente —respondió Stephanie, guardándose el clip en un bolsillo. Luego señaló la puerta por la que había entrado Abominable—. ¿Qué hay ahí fuera? ¿Un batallón de Hendedores?
—No exactamente.
—¿Cuántos vienen, entonces?
Abominable la miró a los ojos.
—Dos —dijo al fin.
—¿Dos? Tienen un ejército de Hendedores a su servicio, ¿y nos conceden dos?
—Resultaría muy sospechoso que nos acompañaran más —explicó Abominable—. Meritorius tiene que ponerse en contacto con Morwenna Crow y Sagacius Tome para convencerlos de que es necesario entrar en acción. Hasta que lo haga, nuestra misión de rescate es estrictamente extraoficial.
—Por favor, confírmame que son tan buenos guerreros como me dijo Skulduggery.
—Sus uniformes y guadañas son capaces de rechazar casi todos los ataques mágicos, y pocos guerreros son tan letales como ellos en la lucha cuerpo a cuerpo.
—¿Cómo que «cuerpo a cuerpo»? —exclamó Stephanie frunciendo el ceño—. ¿Y qué pasa con las bolas de fuego y esas cosas? ¿Qué son los Hendedores, adeptos o elementales?
Abominable carraspeó.
—Pues ni lo uno ni lo otro, la verdad. La magia puede corromper a algunas personas y los Hendedores deben tener una imagen de imparcialidad absoluta, de modo que…
—¿Me estás diciendo que no tienen nada de magia? ¿Nada de nada?
—Bueno, algo tienen, pero solo sirve para mejorar su habilidad como combatientes. Son muy fuertes y extremadamente rápidos.
—¿Y cómo piensan arreglárselas con eso? ¿Van a ponerse a correr alrededor de Serpine hasta que se maree y caiga redondo?
—Si todo sale según nuestros planes, Serpine ni siquiera se enterará de que estamos allí.
—¿Qué oportunidades tenemos de que eso ocurra?
Abominable la miró, y por un momento pareció muy seguro de sí mismo. Pero solo por un momento.
—No muchas —admitió al fin, apartando la mirada.
—Exacto.
—Pero Bliss se ha ofrecido a ayudarnos —dijo Abominable, animándose de nuevo.
—¿Va a acompañarnos? —preguntó Stephanie, sin saber si le gustaba mucho la idea.
—No, él no. Pero va a mandar a alguien para que nos ayude. Seremos cinco, el número ideal para pasar desapercibidos, agarrar a Skulduggery y salir pitando. Va a ser pan comido.
La puerta se abrió y Meritorius apareció en el umbral.
—Vuestro vehículo está fuera —dijo.
Abominable y Stephanie subieron tras él las escaleras del Santuario y salieron del Museo de Cera por la puerta de atrás, junto a la que había una furgoneta aparcada. En cuanto Meritorius pisó la calle, dos Hendedores salieron de entre las sombras y se montaron en la furgoneta, sacando las guadañas de sus vainas antes de subir. Stephanie deseó que no hubiera muchos socavones por el camino, porque corría peligro de acabar convertida en un pincho moruno antes de llegar siquiera al castillo de Serpine.
Entonces salió a su encuentro otra persona. Stephanie la reconoció: era la chica de con la que había hablado en la biblioteca de China.
—Esta es Tanith Low —dijo Meritorius—. Tanith, estos son Abominable Bespoke y Valquiria Caín.
—Ya nos conocemos —dijo Tanith, saludando a Stephanie con un cabeceo. De la cintura le pendía una espada metida en una funda de esmalte negro, llena de muescas y rasguños.
—¿Te envía Bliss? —preguntó Abominable.
—Sí. Dice que tal vez pueda serviros de ayuda.
—Todo un elogio, viniendo de él.
—El señor Bliss desea que este asunto se resuelva lo antes posible —repuso Tanith—. Hasta que lo consigamos, estoy a vuestra disposición.
—Bien, pues manos a la obra.
Tanith se subió a la furgoneta seguida de Abominable, quien se puso al volante.
—Buena suerte —le dijo Meritorius a Stephanie antes de que montara.
—Gracias.
Meritorius se encogió de hombros.
—Vas a necesitarla.