LA SALA DE TORTURA

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A luna estaba alta en el cielo y las estrellas titilaban.

Era una noche preciosa para el dolor.

Serpine descendió a las frías y húmedas profundidades de su fortaleza y avanzó agrandes zancadas por los corredores de piedra, con una sonrisa asomándole al rostro. Al fin llegó a una puerta de madera y se detuvo con la mano posada sobre la falleba: quería saborear aquel delicioso momento.

Al cabo de un minuto, Serpine levantó la falleba y entró.

—Bien, bien, aquí estamos de nuevo —dijo al entrar en la sala. Skulduggery Pleasant levantó la cabeza, la única parte del cuerpo que podía mover: Serpine había lanzado un hechizo inmovilizante sobre los grilletes que lo mantenían sujeto a la silla. Sin poder moverse ni lanzar hechizos, el detective observó cómo su captor cerraba la puerta. Serpine se dio la vuelta y siguió hablando:

—La vida es cíclica, ¿no crees, Skulduggery? Estamos predestinados a repetimos una y otra vez. Una vez más, tu vida depende de que me apiade de ti; pero me temo que sigo siendo tan despiadado como la vez anterior.

— Y también tan charlatán —dijo el detective—. Pensé que ya te habrías cansado de lanzar discursos como los malos de las películas, Nefarian.

Serpine sonrió y se acomodó en una silla de madera. Estaban en una sala pequeña con paredes de piedra, iluminada por una solitaria bombilla que pendía del techo.

—Eso de ser un ciudadano respetable no iba conmigo. Pero a ti no hace falta que te lo diga, ¿verdad? Les avisaste de ello una y otra vez, y no te hicieron caso. Pobre Skulduggery, debe de ser muy desagradable que los Mayores no te tomen en serio.

—Creo que es porque siempre estoy sonriendo.

—Sí, tal vez sea por eso. Ay, Skulduggery, Skulduggery, ¿qué voy a hacer contigo?

—Podrías desatarme, por ejemplo.

Serpine se echó a reír.

—Tal vez más tarde. Si lo hago ahora, puede que empecemos a peleamos.

—Déjame que te haga una pregunta, Serpine. Supongamos por un momento que el mundo es tal como tú lo ves, que todo está desquiciado y los Sin Rostro existen de verdad. Cuando los hagas venir, ¿qué esperas de ellos? ¿Que te den una palmadita en la cabeza?

—La forma en que mis amos y señores decidan recompensar mis servicios depende solo de ellos. No oso aventurar ninguna suposición.

—La puerta está cerrada, Nefarian. Solo estamos tú y yo, charlando tranquilamente. Dime, ¿qué esperas sacar en limpio?

Serpine se inclinó hacia delante.

—La satisfacción de estar junto a ellos cuando arrasen el mundo para expurgar la mancha impura que es la Humanidad. Y cuando todo acabe, me extasiaré contemplando su terrible gloría.

Skulduggery asintió.

— Ya. La verdad es que no he entendido nada.

Serpine soltó una carcajada.

—Vas a caer, Nefarian —continuó Skulduggery.

—¡No me digas!

—Vas a pegarte un buen porrazo, y yo estaré ahí para verlo. De hecho, seré yo quien te empuje.

—No sé si tus palabras son las más adecuadas para un hombre que está atado a una silla, a merced de su enemigo. ¿Oya no eres un hombre? ¿Qué eres ahora, una cosa? ¿Un fenómeno, quizás?

— Van a venir a por ti.

—¿Ah, sí? ¿Quiénes, Meritorius y su pandilla? Por favor, Skulduggery, no seas ingenuo. Están demasiado ocupados intentando no ofenderme innecesariamente.

—Ya no. Puede que estén ahora mismo en el umbral del castillo, preparándose para entrar.

Serpine se levantó y caminó hasta situarse detrás de su prisionero.

—Me da en la nariz que no van a ser capaces de reunir su ejército con demasiada rapidez. Los Mayores nunca han sido especialmente eficientes… No, mi viejo enemigo, creo que por el momento estamos tú y yo solos. Y tú tienes algo que me interesa.

—¿Un estilo impecable, quizás?

—La llave —dijo Serpine, volviendo a colocarse frente al detective.

—No sé de qué me hablas.

Serpine había empezado a mover suavemente su mano izquierda, como un director de orquesta.

—Está claro que no me vas a proporcionar voluntariamente la información que necesito, así que tal vez haya que recurrir un poquito a la tortura.

—¡Hombre, como en los viejos tiempos! —contestó el detective.

—Sí, recuerdo aquellos sombríos días de otoño durante los que me entretuve cortándote en trocitos, haciéndote chillar a voluntad…

—Un espectáculo adecuado para toda la familia, ¿verdad?

—Tal vez pienses que mis posibilidades han quedado muy mermadas en lo que a tortura se refiere, dado que ya no tienes piel que cortar. Sin embargo, durante este tiempo he aprendido algunos truquitos que quizás te gusten.

Serpine empezó a mover los dedos como si se despidiera, apuntando a la silla en la que había estado sentado. Con un siniestro crujido, la madera empezó a hincharse y contraerse alternativamente como si respirara. Skulduggery se quedó mirándola sin poder evitarlo.

—Sipuedo hacerle esto a la madera de la silla —dijo Serpine, saboreando aquel momento—, piensa lo que podría hacer con tus huesos.

De pronto el crujido aumentó de volumen y la silla se hizo pedazos. Serpine se acuclilló delante del detective.

—¿Y bien, Skulduggery, dónde está ahora tu viejo aire desafiante? ¿Dónde han quedado tus pullas y tus bravatas, tus heroicas frases hechas? ¿No vas a decirme que «me emplee afondo»?

—No, la verdad es que iba a pedirte que me tortures con cuidado. Hoy estoy un poco sensible, ¿sabes?

Serpine se puso en pie, abrió la mano izquierda y la puso frente a la cara de Skulduggery.

—Esta es tu última oportunidad. Dime dónde está la llave, detective.

—Vale.

Serpine enarcó una ceja.

—¿De verdad?

—No, era una broma. Empléate a fondo, anda.

Entonces Serpine se echó a reír, movió los dedos y Skulduggery empezó a gritar.