MAGIA ELEMENTAL

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HINA Sorrows la miraba sin mover un músculo. Estaba sentada, con las piernas cruzadas y las manos sobre los brazos del sillón. Los ruidos nocturnos de la ciudad no penetraban en su casa; a Stephanie le dio la sensación de que estaban completamente solas, como si solo quedaran ellas dos sobre la faz de la Tierra. Se quedó mirando a China, esperando su reacción.

El piso era enorme y quedaba justo enfrente de la biblioteca. Al llegar, hacía ya un rato, Stephanie había subido las escaleras de dos en dos y había entrado allí por indicación del hombre de la pajarita, que era quien había ido a recogerla. No quería perder ni un segundo: Skulduggery estaba en peligro, y había que rescatarlo cuanto antes. Ya.

China se decidió a hablar por fin.

—¿Cómo puedes saber que era Serpine?

—¿Qué? —exclamó Stephanie, exasperada—. ¡Pues claro que era Serpine! ¿Quién iba a ser, si no?

China encogió delicadamente sus delicados hombros.

—Tenemos que asegurarnos de que era él y no otro.

—¡Estoy totalmente segura!

China la observó y Stephanie bajó la vista, avergonzándose de ser tan impaciente. Sentía un gran dolor tanto físico como mental; pero estaba segura de que todo se arreglaría, porque había llegado a un lugar seguro y China se ocuparía de todo. Esperaría a que tomara una decisión, por mucho tiempo que le llevara; porque si China lo decía, seguro que Skulduggery estaba perfectamente.

Y aunque no estuviera bien, tampoco era para tanto. China sabía qué era lo mejor para todos, y si decidía que había que esperar, esperaría felizmente junto a ella.

«No», pensó Stephanie de pronto. «Me está hechizando, no es normal que yo piense estas cosas». Levantó la mirada con esfuerzo y vio que en los ojos de China aparecía un leve brillo de sorpresa.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Stephanie.

China se puso en pie con un grácil movimiento.

—No te preocupes, querida, yo me ocuparé de todo —dijo—. Y tú deberías irte a casa; tienes un aspecto espantoso.

—Prefiero quedarme —respondió Stephanie, sintiendo cómo la sangre se le agolpaba en las mejillas.

—Tal vez nos lleve algún tiempo ultimar nuestros planes. ¿Estás segura de que no prefieres esperar en un entorno más familiar?

A Stephanie no le gustaba llevarle la contraria a China, pero no se iba a marchar a su casa mientras Skulduggery estuviera en peligro.

— Prefiero quedarme —repitió suavemente.

—Muy bien —repuso China con una leve sonrisa—. Ahora debo marcharme, pero volveré en cuanto tenga alguna noticia.

—¿Puedo ir contigo?

—Me temo que no, niña.

Stephanie asintió, procurando que no se notara lo decepcionada que estaba.

China salió del edificio acompañada del hombre de la pajarita. Stephanie se quedó un rato esperando en su casa, pero aunque ya eran las tres de la mañana, no lograba relajarse. En el piso no había televisión, y el único libro escrito en una lengua que podía entender era una libreta de direcciones encuadernada en cuero que había sobre una mesita.

Salió de la casa y entró en la biblioteca. Junto a la entrada había un hombre con una máscara de porcelana blanca enfrascado en la lectura. Stephanie recorrió lentamente las hileras de estanterías, leyendo los títulos que había en los lomos de los libros para entretenerse. Se le ocurrió que tal vez pudiera encontrar alguno que le enseñara alguna cosa útil; así no estaría tan indefensa la siguiente vez que se enfrentara a Serpine, o a cualquier otro enemigo. Si tuviera aunque solo fuera un poco de poder, podría ayudar a Skulduggery.

Recorrió una hilera hasta el final y luego otra, internándose cada vez más en aquel laberinto. Por más que lo intentaba, no lograba averiguar cómo estaban organizados los libros; no estaban ordenados alfabéticamente por título o autor, ni siquiera estaban agrupados por temas. Parecían estar dispuestos totalmente al azar.

—Pareces perdida.

Stephanie se dio la vuelta y vio que su interlocutora era una chica que colocaba un libro en su sitio. Su pelo rubio estaba alborotado y era bastante guapa, aunque su mirada resultaba un tanto dura. Iba vestida con una túnica sin mangas que dejaba ver sus nervudos brazos. Por el acento, parecía ser de Inglaterra.

—Estoy buscando un libro —dijo Stephanie con voz vacilante.

—Pues te encuentras en el sitio adecuado.

—¿Sabes si hay por aquí algún libro que hable de magia?

—Todos los libros de esta biblioteca tratan de ello —repuso la chica rubia.

—Me refiero a algún manual para aprender magia. Necesito aprender algo, lo que sea.

—¿No has encontrado a nadie que quiera enseñarte?

—Todavía no. Y no sé cómo están ordenados los libros aquí.

La chica rubia examinó detenidamente a Stephanie antes de seguir hablando.

—Me llamo Tanith Low —dijo.

—Ah, encantada. Me temo que no puedo decirte mi nombre. No te lo tomes a mal.

—No te preocupes. Mira, los libros están ordenados según su nivel de conocimientos. Estos de aquí son muy difíciles para una novata, pero dos hileras más allá puede que encuentres lo que andas buscando.

Stephanie le agradeció el consejo y Tanith echó a andar, desapareciendo en el laberinto de estanterías. Al llegar al pasillo que le había indicado, Stephanie empezó a revisar los títulos de los libros. Guía introductoria para la caza de monstruos; Doctrinas mágicas; Historia de la magia hasta hoy, Los tres nombres… Stephanie agarró este último y empezó a hojearlo. Llegó al capítulo dedicado a los «Nombres de Adopción», que ocupaba unas doscientas páginas, y repasó los encabezamientos de las distintas secciones. Pasó las páginas saltándose párrafos enteros, en busca de algo que le llamara la atención. Lo más útil que encontró fue un consejo: «El nombre que adoptes debe ajustarse a ti, debe definirte y debe resultarte familiar de antemano»..

Stephanie devolvió el libro a la estantería, pensando que menos daba una piedra, y siguió repasando los lomos de los libros. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba: era un libro titulado Magia elemental. Lo agarró, lo abrió por la primera página y empezó a leer. Era exactamente lo que andaba buscando. Miró a su alrededor en busca de una silla y cuando la encontró, se sentó con las piernas dobladas sobre el asiento y emprendió la lectura.

Su teléfono móvil estaba en equilibrio sobre el brazo de la silla. Stephanie apretó el puño derecho, intentando imaginarse que el espacio que quedaba entre ella y el teléfono estaba compuesto por una serie de elementos conectados entre sí. Si movía el primero, este movería al segundo y este al tercero, y así hasta llegar al teléfono. Se concentró, abrió la mano lentamente y extendió los dedos como había visto hacer a Skulduggery.

Nada.

Stephanie cerró el puño y lo intentó otra vez: el teléfono siguió inmóvil, igual que las cincuenta veces que lo había intentado anteriormente.

—¿Qué tal te va?

Stephanie levantó los ojos para mirar a Tanith Low.

—Has elegido un objeto demasiado pesado para empezar —dijo Tanith—. ¿Por qué no lo intentas con un clip?

—Porque no tengo ninguno —respondió Stephanie.

Tanith le cogió el libro del regazo y lo colocó abierto sobre el brazo de la silla.

—Usa esto —dijo.

—El libro pesa todavía más que el teléfono —dijo Stephanie frunciendo el ceño.

—No me refiero al libro. Intenta mover la página.

—Ah, vale.

Stephanie volvió a concentrarse, flexionó los dedos y luego abrió la mano. La página siguió en su sitio sin estremecerse siquiera.

—Hace falta tiempo —dijo Tanith—. Y paciencia.

—No tengo tiempo —respondió Stephanie con rabia—, y nunca he sido especialmente paciente.

Tanith se encogió de hombros.

—También es posible que no puedas hacer magia —dijo—. Una cosa es saber que existe, y otra es ser capaz de hacerla.

—Sí, ya veo.

—Te has hecho un señor moratón.

Stephanie se miró el brazo: la manga del gabán se le había subido inadvertidamente.

—Sí, tuve un problemilla —dijo.

—Y que lo digas. ¿Le diste su merecido?

—La verdad es que no —admitió Stephanie—. Aunque la mayor parte de los moratones me los hizo un árbol, así que…

—Hasta ahora me he enfrentado a adversarios de todo tipo —dijo Tanith—, pero nunca me ha atacado un árbol. Eres una chica muy valiente.

—Gracias.

Tanith se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de piedra porosa y amarillenta.

—Cuando puedas, prepárate un baño y disuelve esto en el agua. En unos minutos, los moratones desaparecerán.

Stephanie cogió el regalo.

—Gracias —dijo.

Tanith se encogió de hombros.

—No quisiera asustarte —dijo—, pero no me parece el mejor momento para empezar a aprender magia. Están pasando cosas muy extrañas.

Stephanie se quedó callada. No sabía nada de Tanith, e ignoraba cuántos bandos podía haber en el conflicto que se avecinaba. No pensaba confiarse a una desconocida.

—Gracias por la piedra —dijo simplemente.

—No me las des —respondió Tanith—. Las guerreras tenemos que ayudarnos entre nosotras.

Stephanie entrevio una figura que pasaba tras las estanterías: era el hombre de la pajarita. China debía de estar de vuelta.

—Tengo que irme —dijo, levantándose de la silla.

Cuando entró en el apartamento vio que China la esperaba, de espaldas a la puerta.

—¿Se lo has dicho a los Mayores? —preguntó Stephanie cuando llegó a su lado.

—Les he mandado recado —contestó China sin volverse.

—¿Que les has mandado recado? ¿Así, sin más?

—No te atrevas a poner en duda mis actos, niña.

Stephanie la fulminó con la mirada.

—Preferiría que dejaras de llamarme «niña».

China se dio la vuelta.

—Y yo preferiría que adoptaras un nombre; así no me vería obligada a llamarte así.

—¿Es que no vamos a rescatar a Skulduggery?

—¿A rescatarlo? —dijo China con una suave carcajada—. Sí, claro, podemos montar en nuestros caballos y salir en su busca entre toques de clarín y flamantes estandartes. ¿Crees que es así como funcionan las cosas?

—Skulduggery me ha rescatado en más de una ocasión.

—Sí, ya no quedan caballeros como él. ¿No crees?

—No basta con «mandar recado», China. Tienes que hablar con Meritorius. Dile que sin Skulduggery no podremos conseguir el Cetro, dile que Serpine destruirá el mundo si no lo detenemos, ¡dile lo que te dé la gana, pero arréglatelas para que los Mayores nos ayuden!

—¿Y entonces, qué? Los Mayores ponen a sus Hendedores en acción, convocan a sus aliados y vamos todos alegremente a hacer la guerra, ¿no es eso? Niña, tú no tienes ni idea de lo que es la guerra. Crees que es algo grande y heroico, el enfrentamiento del bien contra el mal. Pero no es así. La guerra es un asunto delicado. Requiere precisión y calma.

—No tenemos tiempo para la calma.

—Eso no es verdad. No disponemos de mucho tiempo, pero tenemos algo.

—Entonces, ¿estás esperando? ¿A qué?

—No puedo dejar que estalle el caos a mi alrededor sin estar bien preparada. Siempre he preferido coleccionar y observar a participar directamente; debo confirmar que mis recursos y mi postura están bien seguros antes de que las incertidumbres de la guerra nos engullan.

—¿Y Skulduggery, qué? ¡Cuando decidas que es el momento adecuado para decirle a todo el mundo que Serpine es el malo de la película, puede que Skulduggery esté muerto!

Por el rostro de China cruzó una sombra apenas perceptible.

—En todos los conflictos hay alguna baja.

Stephanie sintió que el odio la invadía. Sin decir nada, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

—¿Dónde vas, niña?

—¡Voy a hacer lo que tienes miedo de hacer tú misma!

—No, no vas a hacerlo.

La puerta se cerró de golpe antes de que Stephanie pudiera alcanzarla, y ella giró sobre sus talones. China avanzaba hacia ella, con una expresión de calma total en su delicado rostro.

—No tienes derecho a meternos a todos en una guerra —dijo China suavemente—. ¿Quién eres tú para decidir cuándo hemos de entablar la lucha? ¿Quién eres tú para decidir cuándo debemos morir?

—Solo quiero ayudar a mi amigo —dijo Stephanie dando un paso atrás.

—Skulduggery no es tu amigo.

—No sabes de qué estás hablando —respondió Stephanie entrecerrando los ojos.

—Y tú no sabes de quién estás hablando, niña. En el interior de Skulduggery hay una furia que ni siquiera te imaginas. Su odio es de tal intensidad que no creo que puedas ni soñarlo. Ahora mismo, Skulduggery está en el lugar en el que más desea estar.

—Estás loca.

—¿No te ha contado cómo murió?

—Sí —dijo Stephanie—. Lo mató un siervo de Mevolent.

—Lo mató Nefarian Serpine —dijo China—. Pero antes lo torturó para divertirse, lo puso en ridículo y lo despojó de todos sus poderes. Y luego lo señaló con el dedo. ¿Sabías que a Serpine solo le hace falta señalar a alguien con esa mano roja que tiene para matarlo? Te apunta con el dedo, y estás muerto.

Stephanie recordó las palabras que le había dicho Skulduggery: «la más atroz de las muertes». En aquel momento no se había dado cuenta de que lo decía por propia experiencia.

—¿Y qué me quieres decir con esto? —dijo en tono desafiante.

—Cuando Skulduggery volvió, reemprendió la lucha con un solo propósito. Su obsesión no era derrotar a las fuerzas del mal, sino vengarse del lacayo de Mevolent. Entonces Mevolent fue derrotado, pero justo cuando Skulduggery estaba a punto de obtener su venganza…

—Se firmó la tregua —dijo Stephanie lentamente.

—Sí, y de pronto su enemigo se convirtió en un ciudadano respetable. Skulduggery ha pasado largo tiempo acariciando ideas de venganza, y ten por seguro que pondrá en riesgo todo lo que tenga a su alcance con tal de hacerlas realidad.

—Me da lo mismo, China. Skulduggery ha sido el único que se ha molestado en investigar el asesinato de mi tío, el único de todos vosotros al que parece preocuparle verdaderamente lo que está pasando, el único que me ha salvado la vida.

—Sí, pero también la ha puesto en peligro. Cada cosa buena que ha hecho por ti ha quedado anulada por otra mala. No le debes nada, niña.

—No pienso abandonarlo.

—No tienes elección.

—¿Cómo vas a impedirme que le ayude? —preguntó Stephanie en tono retador.

—Simplemente voy a pedirte que te quedes aquí sin hacer nada.

—La respuesta es «no».

—Mi querida Stephanie…

Stephanie se quedó helada.

—Siempre he sabido tu nombre, niña —dijo China, observándola—. Tu tío hablaba mucho de ti.

Stephanie se abalanzó hacia la puerta, pero no pudo llegar a ella.

—Stephanie —dijo China suavemente. Stephanie notó cómo sus brazos caían lacios junto a sus costados y se dio la vuelta—. No le cuentes esto a nadie.

Stephanie notó cómo las palabras entraban dentro de ella y supo que iba a obedecer por mucho que la enfureciera. No podía hacer otra cosa. Asintió con la cabeza, sintiendo cómo las lágrimas le anegaban los ojos, y China respondió esbozando su exquisita sonrisa.