UÉ tal te encuentras?
Stephanie se encogió de hombros y el movimiento estuvo a punto de arrancarle un quejido. Le dolía todo el cuerpo.
—Bien —dijo.
Skulduggery la miró de reojo sin dejar de conducir.
—¿Te duele algo? ¿Tienes alguna herida?
—No, solo algún que otro moratón. Estoy bien, en serio. No te preocupes por mí.
—Stephanie, acabas de caer desde lo alto de un edificio.
—Sí, pero las ramas han amortiguado la caída. Todas y cada una de ellas.
—¿Y no te han hecho daño?
—Hombre, digamos que hubiera preferido que estuvieran almohadilladas….
—Has estado a punto de no contarlo, ¿sabes?
—Sí, pero estoy viva.
—Ya, pero podrías no estarlo.
—Sí, pero lo estoy.
—Vale, eso no te lo puedo negar, pero también es cierto que te has salvado por los pelos. Este asunto ya me ha hecho perder a un amigo muy querido, y no quisiera por nada del mundo perder a otra.
Stephanie lo miró.
—¿Me estás queriendo decir que sentirías mucho mi muerte?
—Bueno, tanto como mucho…
—Pues si me enseñas algo de magia, tal vez no me haga tanto daño la próxima vez que nos metamos en una de estas.
—Acabas de decir que no te habías hecho daño.
—¿Estás de broma? He caído desde lo alto de un edificio, ¡por supuesto que me he hecho daño!
—Stephanie…
—Dime, Skulduggery.
—A veces te pones verdaderamente apestosa.
—Sí, ya lo sé. Bueno, ¿dónde vamos?
—Vamos a ver si podemos encontrar la puerta de las cuevas, y luego pensaremos en cómo encontrar la llave que la abre.
Media hora más tarde estaban frente a la casa de Gordon. Stephanie salió del coche lo mejor que pudo y siguió a Skulduggery, que ya estaba pasando por la puerta de entrada.
El sótano estaba frío y oscuro, y la solitaria bombilla que pendía del techo plagado de telarañas no servía de gran ayuda. El suelo estaba invadido de trastos y chatarra que se habían ido acumulando a lo largo de los años, y de vez en cuando se oía un rebullir de ratas en los rincones más oscuros. A Stephanie no le daban mucho miedo las ratas, pero aun así procuró mantenerse en la zona iluminada.
Skulduggery no tenía tantos reparos, y se puso a examinar las paredes escrutándolas cuidadosamente palmo a palmo. De cuando en cuando daba golpecitos con los nudillos, murmuraba para sí y seguía con su inspección.
—¿Crees que esto es como la entrada del Santuario? —preguntó Stephanie—. ¿Estás buscando algún pasadizo secreto?
—Me parece que ves demasiadas películas de casas encantadas.
—Pero estás buscando un pasadizo, ¿no?
—Bueno, sí —admitió Skulduggery—. Pero es una mera coincidencia.
Stephanie se subió un poco la manga derecha, vio que tenía una fea magulladura y volvió a taparse el brazo antes de que Skulduggery la viera.
—¿Crees que fue Gordon quien construyó el pasadizo?
—No, estaba incluido en los planos originales de la casa. Hace unos cuantos siglos, en esta casa vivió un mago.
—¿Y fue él quien construyó el pasadizo que lleva a las cuevas? ¿No dijiste antes que esas cuevas son una trampa mortal para los magos?
—Sí, eso dije.
—Y entonces, ¿para qué quería hacerse un atajo? ¿Tan tonto era?
—No, era simplemente malvado. Le gustaba meter a sus enemigos en las cuevas para que las criaturas de dentro dieran buena cuenta de ellos.
—Ah, qué historia tan encantadora. Ahora entiendo por qué mi tío compró esta casa.
—Ya ves.
Stephanie se acercó un poco: Skulduggery se había quedado inmóvil, con una mano posada en la pared. La movió levemente y Stephanie distinguió una leve hendidura que resultaba invisible a primera vista.
—¿Has encontrado la cerradura?
—Sí. Es una de esas cerraduras a la vieja usanza; para abrirla no basta con un hechizo, hace falta la llave. ¡Maldita sea!
—¿Y no puedes romperla?
—Sí, podría, pero entonces dejaría de funcionar y no podríamos abrir la puerta.
—Me refiero a si puedes desmontarla y abrir la puerta por el agujero.
—Eso funcionaría si la puerta estuviera en el mismo lugar que la cerradura, pero normalmente las cosas no son tan sencillas.
—Bueno, pues entonces habrá que encontrar la llave.
—Sí, habrá que encontrarla.
—No creo que sea una de las que hay en los llaveros de Gordon, ¿verdad?
—Me extrañaría mucho. La llave que necesitamos no es nada convencional.
—Entonces, ¿tendremos que resolver un rompecabezas para conseguirla?
—Tal vez. Quién sabe…
Stephanie gimió.
—¿Pero por qué no hay nada sencillo aquí?
—Todos los problemas tienen soluciones sencillas. El misterio reside en la distancia que media entre el problema y la solución.
Se dirigieron a las escaleras, apagaron la luz y salieron de la mohosa oscuridad del sótano. Al entrar en la sala de estar vieron un hombre vestido con un traje de aspecto anticuado, casi Victoriano, que se daba la vuelta para recibirlos.
El desconocido tenía el pelo negro y los labios finos, y su mano derecha, que parecía desollada, brillaba sanguinolenta. Antes de que Stephanie pudiera sentir sorpresa siquiera, vio cómo Skulduggery se sacaba la pistola del bolsillo y empezaba a disparar. El extraño se hizo a un lado agitando la mano derecha.
Stephanie no pudo distinguir qué hacía exactamente, pero debió de funcionar, porque no le alcanzó ni una bala.
—¡Corre! —gritó Skulduggery, pegándole un empellón que la sacó de la estancia.
Stephanie trastabilló, viendo por el rabillo del ojo que algo se movía a su lado, y al darse la vuelta vio que otro hombre se abalanzaba sobre ella. Tenía un aspecto extraño; su piel y su rostro resultaban irreales, como si estuvieran hechos de papel. Stephanie intentó darle un puñetazo, pero era como golpear una bolsa llena de aire. Sin embargo, cuando el hombre la golpeó a su vez, lo hizo con un puño sólido que se estrelló contra la cara de Stephanie. Se tambaleó mientras aquel ser trataba de agarrarla, pero en ese momento Skulduggery apareció y lo lanzó al otro lado del pasillo.
Por la puerta de entrada aparecieron tres más. Stephanie echó a correr por las escaleras mientras Skulduggery le cubría la retirada. Cuando estaba a medio camino, se dio la vuelta y vio que el hombre del traje anticuado acababa de aparecer en la entrada. Gritó para avisar a Skulduggery y él se dio la vuelta, pero era demasiado tarde: de la mano izquierda del hombre había empezado a manar un vapor purpúreo que fluyó hacia Skulduggery, lo envolvió y siguió fluyendo hasta alcanzar de nuevo la mano del hombre. Skulduggery cayó de rodillas intentando levantar la pistola, y acabó por aterrizar cuan largo era.
—Lleváoslo —dijo el extraño, haciendo desaparecer la niebla púrpura. Tres hombres de papel agarraron a Skulduggery, que estaba inconsciente, y lo arrastraron hacia la salida.
El extraño se volvió hacia el único esbirro que quedaba en la entrada.
—Mata a la chica —le ordenó, y luego se dio la vuelta y salió de la casa.
Stephanie llegó al piso de arriba de dos zancadas, oyendo las pisadas de aquel ser en los primeros escalones. Se metió de cabeza en el oscuro estudio de Gordon, lo cerró de un portazo y empujó hacia un lado la estantería que había junto a la puerta, derribándola y llenando el suelo de libros.
La puerta se abrió un par de centímetros y se topó con la estantería. El hombre de papel empezó a aporrearla con fuerza.
Stephanie se acercó a la ventana, la abrió y miró hacia abajo; aunque hubiera logrado aterrizar sin romperse las piernas, habría caído ante las narices del hombre de la mano roja. Retrocedió, buscando con la vista algo que pudiera servirle de arma.
Los empellones del ser de papel empezaron a mover la estantería, y la puerta se abrió un poco. Stephanie se metió bajo el escritorio y se quedó allí agazapada. Los porrazos continuaron, y cuando Stephanie asomó la cabeza vio que el ser había logrado meter un brazo entre la puerta y el marco y estaba tanteando la pared. Luego aparecieron el hombro y la cabeza, y Stephanie volvió a ocultarse.
Con un último empellón, el ser acabó de abrir la puerta y pasó sobre la estantería. Stephanie esperó un poco, se asomó conteniendo la respiración y vio cómo el hombre de papel se acercaba a la ventana, apoyaba las manos en el alféizar y sacaba el torso.
Stephanie se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre él. El ser la oyó e intentó dar la vuelta, pero antes de que pudiera hacerlo, Stephanie cargó sobre él. Las pesadas manos del ser de papel resbalaron hasta quedar suspendidas en el aire, arrastrando a su dueño tras ellas. Stephanie se agachó, le agarró una pierna y empujó para acabar de tirarlo. El ser intentó darse la vuelta para aferrarse de nuevo al alféizar; pero era demasiado tarde, y cayó con un crujir de papel arrugado.
El extraño de la mano roja levantó la cara y fulminó a Stephanie con la mirada. Luego movió la mano y de ella salió un reguero de niebla púrpura; Stephanie logró apartarse justo antes de que la ventana estallara. Los fragmentos de cristal le golpearon la espalda, pero no traspasaron su gabán.
Se quedó inmóvil en el suelo protegiéndose la cabeza con las manos y enseguida oyó el ruido de un coche que arrancaba. Entonces se levantó, esparciendo una lluvia de cristales y trozos de madera astillada, y llegó a la ventana justo a tiempo de ver cómo un coche gris salía por la verja. El hombre de la mano roja debía de haberla dado por muerta.
Stephanie se sacó del bolsillo una tarjeta arrugada, se acercó al teléfono y marcó el número que había escrito en ella. Apenas habían comenzado los pitidos cuando alguien contestó.
—Necesito ayuda —dijo Stephanie sin más preámbulos—. Han atrapado a Skulduggery.
—Dime dónde estás —respondió China Sorrows—. Enviaré a alguien para que te recoja.