VAMPIROS

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KULDUGGERY chasqueó los dedos y las velas que había repartidas por la estancia se encendieron. Estaba todo lleno de cosas: enormes pilas de libros, artefactos raros, esculturas, cuadros, grabados… incluso había una armadura junto a una de las paredes.

—¿Todo esto tiene que ver con el Cetro? —susurró Stephanie.

—Más bien con los Antiguos, en general —respondió Skulduggery—, pero seguro que hay algo relacionado con el Cetro por alguna parte. La verdad es que no esperaba encontrar tantos trastos. Por cierto, no hace falta que hables tan bajito.

—Es que en el piso de arriba hay dos vampiros.

—Estas cámaras están selladas. Antes rompí el sello de cierre, pero el sello de sonido sigue intacto. ¿Sabes que hay que romper los sellos de cierre cada vez que quieres entrar en un sitio, y luego hay que volver a ponerlos al salir? No me explico por qué no instalarán una cerradura en condiciones; te aseguro que a mí, al menos, me impediría el paso mucho más que un sello. Bueno, hasta que me decidiera a derribar la puerta, claro.

—¿Qué son los sellos de sonido? —dijo Stephanie sin dejar de susurrar.

—¿Que qué son? Mira, si una puerta tiene uno de esos sellos, podrías gritar con todas tus fuerzas y no te oirían aunque tuvieran una oreja pegada a la madera.

—Ah, bueno —respondió Stephanie, aunque siguió hablando en voz más bien baja.

Los dos emprendieron la búsqueda. Algunos de los libros narraban los mitos de los Antiguos; otros describían sus leyendas desde un punto de vista más descriptivo y analítico, y había bastantes escritos en una lengua que Stephanie no entendía. Algunos tenían las páginas en blanco, pero Skulduggery parecía capaz de leerlos, porque le dijo a Stephanie que solo contenían datos sin importancia.

Stephanie empezó a examinar un montón de cuadros enmarcados que había junto a una pared. Muchos de ellos mostraban a distintos personajes que enarbolaban el Cetro en actitud heroica. Cuando ya había examinado casi la mitad, el montón se derrumbó y Stephanie se agachó para recoger los cuadros caídos; entonces se fijó en uno que había quedado justo delante de ella. Era el cuadro que aparecía reproducido en el libro de Skulduggery, el que mostraba a un hombre que alargaba una mano para agarrar el Cetro mientras se protegía de su resplandor con la otra. Pero lo que Stephanie tenía ante sí era la escena completa, no el pequeño rectángulo del libro. Skulduggery se volvió para mirarla mientras ella empezaba a colocar los cuadros tal como los había encontrado. Cuando acabó se acercó a la armadura, que tenía el escudo y el oso grabados en el peto.

—¿Esto es un emblema heráldico? —preguntó.

—¿Cómo dices? —respondió Skulduggery levantando la vista—. Ah, sí. Como no podemos conservar nuestros apellidos, nos servimos de los emblemas heráldicos para no perder la línea familiar.

—Y tú, ¿no tienes emblema?

Skulduggery se quedó callado un momento.

—Sí, tuve uno. Pero ya no lo uso.

—¿Por qué no?

—Decidí abandonarlo.

—¿Por qué?

—Eres una chica muy preguntona, ¿no te parece?

—Cuando sea mayor quiero trabajar de detective, como tú.

Skulduggery levantó la mirada, vio que Stephanie lo observaba sonriente y se echó a reír.

—Ten cuidado, Stephanie. Puede que el oficio de detective te parezca divertido, pero te aseguro que me ha hecho pasar las de Caín.

—¿Que te ha hecho pasar qué?

—Es una vieja expresión. Significa que me ha metido en muchos problemas.

—Y entonces, ¿por qué no dices que te ha metido en problemas y ya está? ¿Por qué tienes que usar todo el rato palabras que no entiendo?

—Deberías leer más.

—Leo de sobra. Lo que debería hacer es salir más.

Skulduggery levantó una cajita para exponerla a la luz de las velas y empezó a examinarla por todos los lados.

—¿Qué es eso? —preguntó Stephanie.

—Una caja rompecabezas.

—¿Y no podrías jugar a los rompecabezas más tarde?

—Los rompecabezas están hechos para que alguien los resuelva. Es su raison d’être..

—¿Su qué?

—Su raison d’être. «Razón de ser», en francés.

—Y dale. ¿Es que no puedes decir simplemente «razón de ser»? ¿Por qué tienes que complicar tanto las cosas?

—Lo que quiero decir es que dejar un rompecabezas sin resolver es como dejar una canción sin cantar. Es condenarlo a la inexistencia.

—Mira, todos los días mi padre intenta resolver el crucigrama que viene en el periódico. Lo empieza, y al cabo de un rato acaba inventándose palabras absurdas para rellenar las casillas en blanco hasta que se cansa y lo deja. Si dejas en paz esa caja y me ayudas a buscar, prometo darte todos los periódicos viejos que haya tirados por mi casa.

—Es que no quiero buscar más.

Stephanie se quedó mirándolo asombrada.

—Y luego dicen que los jóvenes somos poco constantes.

—¿No has visto nada extraño en el cuadro que estabas mirando antes?

—¿En cuál? Miré un montón.

—El del hombre que quiere agarrar el Cetro.

—¿Qué pasa con ese cuadro?

—¿No viste nada fuera de lo normal en él?

Stephanie volvió a acercarse al montón y fue retirando los cuadros de uno en uno hasta llegar al cuadro en cuestión.

—¿Bueno, qué? ¿Qué tiene de raro?

—Descríbemelo.

Stephanie apartó las demás pinturas para verlo con más claridad.

—A ver… Hay un hombre que quiere coger el Cetro, y el Cetro resplandece. Ya está.

—¿No ves nada extraño en el hombre?

—Pues no, la verdad —dijo Stephanie, frunciendo el ceño en un esfuerzo por concentrarse—. Bueno, tal vez…

—¿Tal vez qué?

—El Cetro brilla tanto que el hombre se protege del resplandor con una mano, pero al mismo tiempo tiene los ojos muy abiertos.

—¿Y qué?

—Pues que si el Cetro brillara tantísimo, debería tenerlos entrecerrados. Aunque esto no es más que un cuadro, claro.

—¿No hay nada más que te choque?

Stephanie escrutó la escena.

—Sí, las sombras.

—¿Qué pasa con ellas?

—Que tiene dos.

—¿Y qué? Recuerda que el Cetro es mágico. Tal vez su luz produzca dos sombras en vez de una por alguna extraña razón mágica.

—Pero es que no las produce la luz del Cetro. Tienen un ángulo distinto.

—Y entonces, ¿qué puede causarlas?

—Alguna otra luz. Dos luces, para ser exactos.

—¿Y cuál es la principal fuente de luz que tenemos en el mundo?

—El sol, ¿no?

—Y si es el sol, ¿qué hora puede ser en la pintura?

—Bueno, la sombra que hay a sus pies indica que es mediodía, porque el sol está en el cénit. Sin embargo, si hacemos caso a la sombra que hay a sus espaldas, es por la mañana o por la tarde.

—Elige: ¿por la mañana, o por la tarde?

—¿Y yo qué sé? El sol está tras él, así que podría ser por la mañana.

—De modo que el cuadro que tienes en las manos retrata a un hombre que trata de agarrar el Cetro y lo ve todo, en un momento que es tanto pasado como presente, ¿no es eso?

—Sí, supongo que sí. ¿Y esto qué tiene que ver con la caja rompecabezas?

—¿Quién lo pintó?

Stephanie se fijó en la esquina inferior derecha.

—No hay ningún nombre. Solo hay un emblema, un leopardo con dos espadas cruzadas.

Skulduggery levantó la caja rompecabezas para mostrarle el adorno que tenía labrado en la base: era un leopardo con dos espadas cruzadas.

—Bueno —dijo Stephanie poniéndose en pie—, basta ya de adivinanzas.

—Ese cuadro nos dice que su pintor, o la familia del pintor, nos puede revelar algo del pasado; a eso en mi profesión se le llama «pista». Las pistas forman parte de los misterios, y los misterios son rompecabezas. Y en las manos tengo una caja rompecabezas.

Skulduggery recorrió con los dedos la superficie de la caja y ladeó la cabeza con aire de concentración. Rodeó la caja con ambas manos y apretó sus costados, rotándolos sutilmente hasta que algo hizo un pequeño chasquido. Sonó un ruidito, como si se hubiera puesto en marcha un mecanismo, y la tapa de la caja se abrió mostrando una especie de diamante azul.

—Vaya, vaya —dijo Skulduggery.

Stephanie se acercó para mirarlo de cerca. El diamante era algo más grande que una pelota de golf.

—¿Qué es?

—Es una Piedra Eco —respondió Skulduggery—. Es difícil encontrarlas. Normalmente las usan personas moribundas: las ponen junto a su cama durante tres noches seguidas, y de esa forma la piedra queda impregnada de su personalidad y sus recuerdos. Se suelen entregar a los seres queridos para consolarlos, o para que les hagan preguntas que puedan haber quedado sin contestar; en fin, ese tipo de cosas.

—¿Cómo funcionan?

—No estoy seguro, la verdad. Es la primera vez que tengo una en las manos. —Skulduggery apretó la Piedra Eco con la yema del dedo y esta empezó a brillar. El esqueleto ladeó de nuevo la cabeza, muy satisfecho consigo mismo—. ¿Has visto? Soy un genio, no lo puedo negar.

—¡Pero si solo la has tocado!

—Ya, pero ha sido un toque genial.

Stephanie suspiró.

Así pasaron varios segundos hasta que, de pronto, un anciano apareció frente a ellos. Stephanie retrocedió.

—No te asustes, muchacha —dijo el anciano. Iba vestido con una túnica, y en sus ojos brillaba una expresión amable—. No voy a hacerte ningún daño. He venido para contestar a tus preguntas y darte toda la información que precises para tu… —la voz del hombre se apagó. Había visto a Skulduggery—. ¡Vaya, qué extraño! Veo que es usted un esqueleto.

—En efecto.

—Es la primera vez en mi vida que veo… Aunque ya no estoy vivo, claro… ¡En cualquier caso, un esqueleto viviente y además parlante es algo que no se ve todos los días!

—Sí, soy un tipo muy especial —dijo Skulduggery—. Y usted, ¿quién es?

—Me llamo Oisin, y estoy aquí para contestar a todas vuestras preguntas.

—Me parece estupendo, porque necesitamos unas cuantas respuestas.

—¿Y cómo dice usted que se las arregló?

—¿Qué?

—Para convertirse en esqueleto, digo. Jamás había oído hablar de nada parecido.

—Bueno, es una larga historia.

Oisin sacudió la mano para cambiar de tema.

—Ah, pues no me la cuente. Las Piedras Eco solo funcionan un rato, luego tienen que reposar para cargarse de nuevo. No dispongo de mucho tiempo para contestar a sus preguntas.

—Bien, pues vamos a ello.

—Sí, vamos. De todas formas… ¿le dolió mucho quedarse sin carne?

—Esto… señor Oisin, no quisiera ser maleducado, ¿pero no debería usted responder preguntas, en vez de hacerlas?

Oisin se echó a reír.

—Sí, he de admitir que la curiosidad me puede a veces —dijo—. Pero, por otra parte, no hay quien conozca como yo las historias de los Antiguos, así que puede decirse que soy un portavoz bastante adecuado. Mejor que el resto de mis colegas, creedme. En fin, antes de empezar, ¿podríais decirme en qué siglo estamos?

—En el veintiuno —respondió Stephanie.

—¿El veintiuno? —repitió Oisin, alborozado—. ¡Vaya, vaya! Así que este es el aspecto que tiene el futuro, ¿eh? Pues no sé, me parece un poco… oscuro y desordenado. Siempre pensé que tendría más luz, ¿sabéis? Bueno, ¿y qué le ha pasado al mundo en todos estos siglos?

—¿Quiere… quiere que le contemos todo lo que ha ocurrido desde que se murió?

—Hombre, todo no. Solo los acontecimientos más destacados. Por cierto, ¿en qué idioma estoy hablando?

—En inglés —respondió Stephanie perpleja.

—¡Ah, qué bien! ¡En inglés! Nunca había hablado en ingles. ¿Qué tal suena?

—No sé… bien, supongo. ¿Es que la Piedra traduce todo lo que decimos?

—Sí, todo. La verdad es que me habría venido de perlas en mis viajes… ¡Habría dejado impresionadas a todas las señoritas! —Oisin soltó una risilla, pero se interrumpió enseguida—. Aunque nunca viajé muy lejos; bueno, la verdad es que nunca viajé. No me fío de los barcos, ¿sabéis? Si la naturaleza hubiera querido que viajáramos por el agua, nos habría provisto de aletas.

—¿Podríamos preguntarle una cosa? —dijo Skulduggery—. No quisiera ser descortés, pero si la Piedra se apaga antes de que tengamos tiempo de preguntar lo que necesitamos saber…

El anciano dio una palmada y se frotó las manos.

—¡Pues claro, muchacho! ¡Venga esa pregunta!

—¿Sabe usted mucho sobre los Antiguos?

—Sí, mucho. De hecho, mi oficio consiste en reunir documentos que dan fe de su existencia. Es un gran honor, aunque me deja muy poco tiempo para viajar. La verdad es que tampoco lo haría aunque pudiera, pero es agradable saber que se puede elegir, ¿no creéis?

—Sí, claro… En fin, nos gustaría que nos hablara del Cetro. Quisiéramos saber hasta dónde llega su poder.

Oisin asintió.

—Los Antiguos crearon el Cetro para destruir, y eso es lo que hace. No hay nada que no perezca ante su resplandor.

—¿No hay ninguna defensa posible ante él?

Oisin negó con la cabeza.

—Su poder no se detiene ante escudos, hechizos ni barreras. No hay nada que detenga el Cetro, y tampoco hay nada que lo destruya.

—¿Y de dónde saca su fuerza? —preguntó Stephanie.

—De una gema negra que tiene engastada en la empuñadura. Esa gema es capaz de canalizar toda la energía que recibe.

—Y la gema, ¿se puede destruir?

—Me lo he preguntado más de una vez, la verdad —dijo Oisin enarcando las cejas—. Sé más sobre ese Cetro de lo que ha sabido nadie desde la época de los Antiguos; más que cualquiera de mis colegas, desde luego. Y, si bien no hay ningún documento que hable de un punto vulnerable en él, algunas traducciones de textos sugieren que la gema puede destruirse desde dentro.

—¿Cómo? —preguntó Stephanie.

—Pues la verdad es que no lo sé.

—¿Quién hizo el Cetro? —dijo Skulduggery.

Oisin se enderezó y comenzó a recitar muy ufano:

—«Los Antiguos crearon el Cetro para disponer de un arma con la que expulsar a sus dioses. Durante un año entero se afanaron en la oscuridad, ocultos del mundo, para que los dioses no vieran lo que estaban creando». —Oisin volvió a su postura normal y les sonrió—. Es una cita de uno de los primeros textos que encontré. Mis colegas estaban muertos de envidia por mi hallazgo; tal vez fuera por eso por lo que no querían dejarme ser el portavoz.

Stephanie frunció el ceño.

—¿Es que no era usted el que tenía que estar en la Piedra Eco?

—Lo sometimos a votación, y yo me voté a mí mismo. Fue el único voto que recibí; pura envidia, estoy seguro. Todos decían que hablo mucho, que pierdo el tiempo. Así que robé la Piedra y me fui por ahí con ella unos cuantos días, para impregnarla con mi consciencia. Cuando volví, ya no pudieron hacer nada. Y aquí estoy… —Oisin sonrió, y de pronto su cuerpo se volvió casi transparente—. Ah, parece que se me acaba el tiempo —dijo, dejando de sonreír—. Si tenéis alguna pregunta más…

—¿Quién creó la gema negra? —preguntó Skulduggery rápidamente.

—Seguiré citando el texto que descubrí, si no os importa: «Los Sin Rostro crearon la gema, y la gema cantaba para ellos cada vez que un enemigo se aproximaba. Pero cuando se acercaron los Antiguos la gema calló y no cantó para los Sin Rostro, y así los Sin Rostro no supieron de su desaparición».

—De modo que su sistema de seguridad tenía un punto débil —dijo Stephanie.

—Sí, eso parece —respondió Oisin. Su figura palideció aún más; el anciano levantó una mano y miró a través de ella—. Esto está empezando a ponerme nervioso.

—El Cetro ha vuelto a aparecer —dijo Skulduggery.

Oisin levantó la cabeza rápidamente.

—¿Qué?

—Lo encontraron hace poco, pero luego alguien volvió a esconderlo. Tenemos que averiguar dónde está.

—Vaya, vaya —exclamó Oisin—. Si se apodera de él alguien con malas intenciones…

—Será horrible, lo sabemos. Oisin, ¿cómo podríamos encontrarlo?

La imagen del anciano se borró durante un instante y luego reapareció con un parpadeo.

—Ni idea, muchacho. ¿Quién lo ha escondido?

—Mi tío —dijo Stephanie—. Se dio cuenta de que tenía demasiado poder para que nadie lo poseyera.

—Por lo que dices, debe de ser un hombre sabio. En mi opinión, un hombre verdaderamente sabio devolvería el Cetro al lugar en el que lo halló. Y si no fuera posible, lo llevaría a algún lugar parecido…

Skulduggery se enderezó de improviso.

—¡Ya sé! —exclamó.

En la cara de Oisin volvió a aparecer una sonrisa.

—¿Os he sido de ayuda?

—Sí, Oisin. Ya sé dónde está. Te lo agradezco mucho.

Oisin asintió con aire satisfecho.

—Sabía que sería capaz de hacerlo. Sabía que podía contestar a vuestras preguntas sin charlar demasiado. Ya se lo dije a mis colegas justo antes de la votación: «Mirad», les dije, «soy perfectamente capaz de…».

Oisin se desvaneció y la Piedra Eco dejó de brillar.

Stephanie miró a Skulduggery.

—¿Y bien?

—Estoy seguro de que Gordon siguió el ejemplo del último Antiguo y metió el Cetro en las entrañas de la Tierra. Tiene que estar en las cuevas.

—¿Qué cuevas?

—Bajo la casa de Gordon hay una maraña de cuevas y pasadizos que se extiende varios kilómetros a la redonda. Es una trampa mortal incluso para el más poderoso de los magos.

—¿Por qué?

—En esas cuevas viven seres que se alimentan de magia. No hay en el mundo un escondite más seguro para el Cetro; hubiera debido ocurrírseme antes.

Así que bajo la casa de Gordon se extendía un mundo de magia y prodigios del que Stephanie jamás había sabido nada. Poco a poco se iba dando cuenta de lo cerca que había estado de la magia hasta entonces; de hecho, la hubiera descubierto sin dificultad si hubiera sabido dónde mirar. Era una sensación extraña. Pero, como le había dicho Skulduggery al entrar en el Santuario, más le valía irse acostumbrando a ella.

Skulduggery cerró la mano en torno a la caja rompecabezas y la tapa volvió a su sitio, ocultando la Piedra Eco de nuevo.

—Tal vez Oisin pueda darnos más información útil —dijo Stephanie—. ¿Cuánto tarda la Piedra en cargarse?

—Como un año.

Stephanie parpadeó.

—Ah, vale… Bueno, tal vez sea un poco tarde para entonces, ¿no? En fin, aun así, seguro que puede servir de ayuda a mucha gente. Cualquiera que esté interesado en… en estudiar la historia, cualquier historiador de esos, estaría encantado de hablar con él, ¿no crees?

—Sí, pero es que no podemos decirle a nadie que lo hemos encontrado.

—¿No puedes contárselo a Abominable? Estoy segura de que nos perdonaría que nos hayamos colado en su cámara si le dijéramos lo que hemos descubierto.

—No creo, Stephanie. Mira, en esta cámara están guardadas las posesiones de su familia, ¿sabes? Es sagrada. Colarse aquí es algo imperdonable.

—¿Qué? ¡Pero si dijiste que era una especie de almacén! No me habías dicho nada de que fuera un sitio sagrado.

—Ahora tal vez empieces a comprender por qué me resulta tan difícil conservar a mis amigos.

Skulduggery volvió a dejar la caja donde la había encontrado. Stephanie seguía mirándolo pasmada.

—¿Hemos hecho algo irreverente? —preguntó—. ¿Es como si nos hubiéramos puesto a bailar sobre la tumba de alguien, o algo así?

—Es un poquito peor que eso —admitió Skulduggery—. Es como si hubiéramos abierto la tumba, hubiéramos sacado a su ocupante, le hubiéramos desvalijado y luego hubiéramos bailado encima. Yo diría que «irreverente» es un poco suave.

—Tienes razón, Skulduggery —repuso Stephanie mientras los dos echaban a andar—. Estoy empezando a comprender por qué te resulta tan difícil conservar a tus amigos.

Skulduggery hizo un aspaviento y todas las velas de la estancia titilaron hasta apagarse. Stephanie abrió la puerta y asomó la cabeza: el pasillo estaba vacío y silencioso. Salió de la cámara, y Skulduggery la siguió y cerró la puerta.

Recorrieron sigilosamente el pasillo, subieron la escalera y salieron por la puerta de madera y metal. Luego fueron desandando el camino que habían seguido aquella tarde. Lo peor era doblar las esquinas de los pasillos, porque cada vez que lo hacían esperaban darse de bruces con un vampiro. Cuando ya estaban cerca de la sala central, Skulduggery levantó una mano.

Frente a ellos, agazapado en medio del pasillo, estaba uno de los vampiros.

Stephanie se quedó sin aliento. La criatura estaba de espaldas y no parecía haberlos visto, así que retrocedieron lentamente sin hacer ruido. Estaban doblando la esquina cuando Stephanie vio algo con el rabillo del ojo que le hizo aferrar el brazo de Skulduggery.

El segundo vampiro se acercaba a ellos desde el otro lado.

Sin saber qué hacer, se ocultaron tras una columna; estaban atrapados. Enfrente de ellos había un corredor que conducía a otra sección del museo, pero Stephanie pensó que aun cuando lograran cruzar el pasillo sin ser vistos, no les serviría de nada huir por allí. Su única vía de escape era el arnés que seguía colgado en la sala central; pero las posibilidades de llegar hasta a él sin que los vampiros los despedazaran parecían disminuir cada segundo que pasaba. Skulduggery tenía su magia y su pistola, pero Stephanie sabía que no sería capaz de mantener a raya mucho rato a una criatura de aquellas, y mucho menos a dos.

Entonces Skulduggery se volvió hacia ella. Levantó el dedo índice, señaló a Stephanie y luego al suelo: «quédate aquí». Luego se apuntó a sí mismo y al corredor de enfrente: «yo me voy».

Stephanie abrió mucho los ojos y empezó a negar con la cabeza, pero ahora el dedo estaba en vertical frente a la boca de Skulduggery, apoyado contra los dientes: «cállate». Stephanie no quería, no estaba en absoluto de acuerdo, pero también sabía que no quedaba otra opción.

Skulduggery le entregó la pistola, se despidió de ella con un brusco cabeceo y luego salió disparado hacia el corredor.

El vampiro que venía de detrás lo vio y echó a correr de inmediato. El de delante se dio la vuelta y saltó como impulsado por un resorte, y Stephanie se ocultó lo mejor que pudo tras la columna cuando pasó frente a ella para unirse a la caza del intruso.

Stephanie salió de su escondite y echó a correr hacia la sala central, sintiendo el sorprendente peso de la pistola en la mano. Sus pisadas resonaban en los oscuros pasillos, pero ya le daba igual; lo único que podía pensar era que tenía que salir de allí de inmediato. Doblaba las esquinas sin dudar, consciente de que el peligro estaba a sus espaldas, y cada vez que lo hacía se permitía mirar hacia atrás.

Solo veía pasillos vacíos; aún no había nada persiguiéndola. Aún.

Ya casi había llegado a la sala central: unos cuantos giros más y entraría en ella. Guardó la pistola en un bolsillo interior del gabán, pensando que, cuando llegara, necesitaría ambas manos para abrocharse el arnés. Dobló la siguiente esquina y patinó hasta detenerse.

No, no, no podía ser.

Stephanie se quedó mirando la pared que había frente a ella con los ojos desorbitados. Aquella pared no pintaba nada allí.

Debía de haberse equivocado. Se había equivocado de pasillo en aquel museo de las narices, y ahora no sabía dónde estaba. Se había perdido.

Dio la vuelta en redondo y salió de aquel callejón sin salida, aguantando las ganas de gritar de rabia. Fue deshaciendo el camino que había recorrido, atisbando por todas las arcadas y puertas que encontraba para tratar de distinguir alguna referencia que le sirviera de ayuda. En la penumbra todos los pasillos parecían iguales. ¿Por qué no había ningún cartel? ¿Qué clase de museo era aquel, sin carteles indicadores?

A cierta distancia vio un pasillo que cruzaba en perpendicular el que estaba recorriendo. ¿Sería por allí? Stephanie rememoró el camino que habían seguido desde la sala principal hasta la puerta de madera y hierro, y luego intentó imaginarlo a la inversa. ¿Habrían torcido en aquel punto? Se maldijo por no haber prestado más atención, por haberse dejado llevar por Skulduggery. Sí, debían de haber venido por aquel pasillo. Todos los que quedaban a sus espaldas parecían desembocar en la pared de antes, así que no había otra opción: tenía que ser por allí.

Estaba a diez pasos del nuevo pasillo cuando apareció un vampiro al otro lado. Antes de que Stephanie tuviera tiempo de agazaparse, la criatura clavó los ojos en ella.

Stephanie estaba a diez pasos del pasillo, y el vampiro a unos treinta. Pensó que no podía retroceder; si lo hacía, quedaría acorralada. Tenía que avanzar, no había más remedio.

Sin pensárselo más, salió disparada hacia el pasillo; el vampiro tardó una fracción de segundo en imitarla y se acercó a grandes saltos. Estaba mucho más lejos del pasillo que ella, pero a aquel paso llegaría antes. Se abalanzaron el uno sobre el otro, y cuando el vampiro saltó para apresarla, Stephanie se tiró al suelo y dejó que el impulso la hiciera resbalar, sintiendo cómo su atacante pasaba sobre su cabeza. Logró ponerse en pie sin frenar y entró en el pasillo perpendicular haciendo un regate. Lo había conseguido.

Algo más allá vio una estatua que le sonaba: por fin había encontrado el camino correcto. Solo tenía que dar unos cuantos giros más y estaría en la sala central.

A sus espaldas resonaban los veloces pasos del vampiro. Le estaba comiendo terreno, porque Stephanie tenía que frenar en cada esquina, mientras que el vampiro rebotaba contra la pared de enfrente y salía disparado en diagonal hacia la nueva dirección.

Cada vez lo tenía más cerca.

Stephanie se abalanzó por la puerta de la sala central y vio a Skulduggery de frente, en pleno salto para atacar al vampiro que la perseguía. Los dos cayeron agarrados al suelo.

—¡Sal de aquí ahora mismo! —gritó Skulduggery, sacudiéndose al vampiro de encima con una patada.

Stephanie agarró el arnés, apretó el botón de subida y el arnés empezó a elevarse tan bruscamente que a punto estuvo de arrancarle los brazos de cuajo. La subida fue demasiado rápida para darle tiempo a agarrarse bien, y cuando el arnés llegó hasta el tope, se le escapó de entre los dedos. Stephanie logró aferrarse al borde de la claraboya con una mano, intentando desesperadamente controlar el balanceo de su cuerpo.

Consiguió agarrarse también con la otra mano y se elevó a pulso, apretando los dientes por el esfuerzo. Al fin sacó la cabeza y pudo respirar el tibio aire nocturno; pasó un brazo por el borde de la claraboya, se aupó y cayó sobre el tejado intentando recobrar el aliento Sin detenerse ni un momento, volvió a acercarse a la claraboya, se asomó y vio cómo saltaba el vampiro.

Stephanie pegó un chillido y cayó de espaldas, mientras el vampiro atravesaba la hoja de la claraboya que había quedado cerrada y aterrizaba en cuclillas, envuelto en una lluvia de cristales. Stephanie aún no había tenido tiempo de levantarse del todo cuando el vampiro se abalanzó sobre ella.

Stephanie se acurrucó en un intento de protegerse, notando cómo las garras de la criatura recorrían la espalda de su gabán; no lograron rasgar la tela, pero el zarpazo fue tan fuerte que volvió a derribarla sobre el tejado. El vampiro aterrizó al otro lado y giró sobre sí mismo enseñando los dientes. De los colmillos le goteaba saliva. Stephanie y él se miraron de hito en hito.

Durante un instante se quedaron los dos inmóviles, y luego Stephanie se puso a gatas lentamente. El vampiro siseó sin dejar de mirarla a los ojos. Stephanie plantó los pies en el tejado hasta quedar agachada, dándose cuenta de que el vampiro atacaría en cuanto hiciera algún movimiento brusco. Recordó la pistola que tenía en el bolsillo, pero no hizo ademán de cogerla.

Se incorporó con mucha lentitud, manteniendo los ojos bien abiertos para no pestañear y procurando no hacer nada que pudiera desencadenar el ataque. Enderezó las piernas sin incorporarse del todo y dio un cauteloso paso hacia la izquierda. El vampiro la imitó.

Sus ojos de alimaña expresaban claramente el deseo de destrozarla, de aniquilarla por completo. Stephanie hizo un esfuerzo por mantener la calma.

—Tranquilo, bonito —dijo suavemente. El vampiro lanzó un zarpazo al aire y sus garras entrechocaron con un suave chasquido. Hacía un momento no habían logrado traspasar el gabán de Stephanie, aunque el zarpazo había sido tan fuerte que un dolor punzante le recorría la espalda. Si no hubiera sido por la tela de la que estaba hecho su traje, aquel golpe la habría matado.

El vampiro se acercó. Stephanie hizo ademán de retroceder, pero en cuanto movió un pie, el vampiro se agazapó preparándose para saltar y Stephanie tuvo que quedarse inmóvil de nuevo. Si la atacaba desde aquella distancia, estaría encima de ella antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando. El monstruo siguió aproximándose lentamente, acorralando a su presa.

De pronto estalló otra claraboya y todo empezó a moverse muy deprisa.

El primer vampiro dejó de mirarla a los ojos y saltó sobre ella, pero Stephanie ya había empezado a moverse y las garras de la criatura solo hendieron el aire. El otro vampiro acababa de aterrizar en el tejado y se acercaba a toda máquina, así que Stephanie cogió carrerilla y saltó del tejado.

Sus piernas chocaron con las ramas del árbol y de repente se encontró cayendo boca abajo entre el follaje. Fue rebotando de una rama a otra, girando sobre sí misma a cada nuevo choque y gritando sin poder contenerse. Una de las ramas le golpeó las costillas dejándola sin resuello, pero no detuvo su caída. De pronto, Stephanie dejó de encontrar obstáculos y por un instante no sintió más que el roce del aire que salía a su encuentro, hasta que el suelo se abalanzó sobre ella golpeándole la espalda.

Stephanie se quedó tumbada en la hierba, intentado recobrar el aliento. Miró hacia arriba y vio el árbol, el museo, el cielo… y algo que bajaba. Eran dos bultos, dos figuras que se dejaban caer desde el alero del edificio, justo sobre su cabeza. Los vampiros aterrizaron y se abalanzaron sobre ella.

Entonces la ventana que había a su izquierda pareció reventar desde dentro, y Skulduggery salió despedido entre los penetrantes pitidos de la alarma. Al aterrizar extendió una mano haciendo temblar el aire que tenía delante, y uno de los vampiros salió despedido hacia atrás. El otro siguió corriendo sin detenerse; Skulduggery le lanzó una llamarada, pero el vampiro saltó sobre ella y aterrizó golpeando con los pies el pecho de Skulduggery. Los dos cayeron al suelo, y en ese momento el cuerpo de Stephanie empezó a obedecerla de nuevo. Se levantó, aún sin aliento. El vampiro lanzó un zarpazo que rasgó la camisa de Skulduggery, y el detective soltó un grito de dolor.

Stephanie rodeó el cuello del vampiro con los brazos y tiró de él con todas sus fuerzas. La criatura siseó y se llevó las manos a la espalda para atraparla, pero Stephanie se apartó antes de que la alcanzara. Skulduggery aprovechó para sentarse y apoyó una mano contra el torso del vampiro; este salió disparado como si le hubiera golpeado una bala de cañón, golpeó la pared del edificio con un crujido siniestro y cayó al suelo convertido en un guiñapo. Entonces Stephanie agarró a Skulduggery del brazo para ayudarle a incorporarse y los dos echaron a correr hacia el coche.