KULDUGGERY y Stephanie observaron desde el coche cómo los dos vampiros subían la escalinata y entraban en el Museo Municipal, enfundados en sus monos azules. Iban charlando, y tenían un aspecto de lo menos intimidatorio. Unos minutos más tarde los trabajadores del museo y los guardas del turno de día empezaron a abandonar el edificio. Cuando salieron todos, Skulduggery estiró el brazo hacia atrás y cogió la bolsa negra.
—¿Vamos a entrar ya? —preguntó Stephanie mirando al cielo—. Aún es de día.
—Sí, y precisamente por eso no podemos esperar. Dentro de veinte minutos, en ese museo habrá dos vampiros hechos y derechos. Me gustaría entrar, averiguar cómo podemos destruir el Cetro y salir antes de que eso ocurra.
—Ah, me parece una buena idea.
—No es buena: es buenísima.
Los dos salieron del horrendo coche amarillo, cruzaron la calle, entraron en el jardín del museo y atravesaron el césped hasta llegar a un árbol alto que había en la parte de atrás. Tras mirar a todas partes para asegurarse de que no los veía nadie, Skulduggery se echó la bolsa al hombro y empezó a trepar. Stephanie saltó hasta agarrar una rama baja y trepó tras él. Llevaba años sin hacerlo, pero siempre le había resultado tan fácil trepar a los árboles como caerse de ellos. El árbol tenía las ramas largas y gruesas; algunas de ellas llegaban muy cerca del tejado del museo, cuya parte central estaba recorrida por una hilera de claraboyas que se elevaban sobre las tejas. Stephanie se encaramó en una rama y observó con curiosidad el espacio que quedaba entre el árbol y el tejado. Parecía demasiado ancho para saltar.
—¿Estás seguro de que quieres ir solo? —preguntó.
—Sí. Necesito que te quedes aquí fuera por si algo sale terriblemente mal.
—¿Qué puede salir terriblemente mal?
—No sé, unas quince o dieciséis cosas que no me voy a poner a enumerar ahora.
—No sabes cuánto me reconforta oírte —masculló Stephanie.
Skulduggery maniobró cautelosamente para ponerse en pie sobre la rama más larga y empezó a recorrerla agachado; parecía increíble que pudiera conservar el equilibrio. Sin embargo, el tejado seguía estando demasiado lejos. De improviso, Skulduggery se abalanzó hacia delante dando un salto y extendió los brazos ante sí para provocar una tremenda ráfaga de aire que lo llevó en volandas hasta lo más alto del tejado.
Stephanie se prometió a sí misma que algún día conseguiría aprender a hacer aquello.
—El museo está equipado con los más modernos sistemas de seguridad —dijo Skulduggery abriendo la bolsa negra—. Pero las alarmas de las salas exteriores nunca se conectan para que puedan pasar los vampiros, así que cuando llegue a la sala central, todo debería ir viento en popa, como aquel que dice.
—¿Quién es el que lo dice?
—Pues no sé. Algún marino, supongo.
Skulduggery metió la mano en la bolsa, sacó un arnés de escalada y se lo puso.
—¿Qué te estaba diciendo?
—Ni idea.
—Ah, sí, te estaba explicando mi astuto plan. Tengo que llegar hasta un cuadro de control que hay en la pared de la derecha. Desde ahí puedo desconectar todas las alarmas. No puedo pisar el suelo porque tiene sensores, así que tendré que arreglármelas para hacerlo suspendido; pero eso no debería suponer ningún problema para alguien tan ágil y habilidoso como yo.
—Tienes un alto concepto de ti mismo, ¿verdad?
—Altísimo.
Skulduggery ató un fino cable alrededor de un conducto de ventilación que sobresalía del tejado, aseguró el otro extremo al arnés con un nudo corredizo y se acercó a una de las claraboyas. Stephanie frunció el ceño.
—¿Piensas bajar por ahí?
—Sí, eso va a ser lo más divertido de todo.
—Vale, pero tendrás que abrir la claraboya, ¿no? ¿Eso no va a hacer que salte alguna alarma?
—Sí, bueno, una pequeñita —respondió Skulduggery muy seguro de sí.
Stephanie lo miró boquiabierta.
—¡Pero es que todo el mundo va a enterarse, aunque sea pequeñita!
—No te preocupes. Es una alarmita de nada, ni siquiera hace ruido. Solo dispara un piloto en la comisaría del barrio. Bueno, más bien lo disparaba. Da la casualidad de que, antes de recogerte esta mañana, pasé junto a la comisaría justo en el momento en que su caja de transformadores sufría un cortocircuito. Parece que su interior se llenó misteriosamente de agua. Creo que los policías estaban asombrados; desde luego, tenían cara de estarlo…
—¿Y todo tu plan depende de que no hayan logrado reparar la avería aún?
—Sí, más bien —dijo Skulduggery tras pensárselo dos segundos—. Pero seguro que sale bien.
El detective observó durante un momento el sol poniente y luego se volvió hacia Stephanie.
—Si oyes gritos, serán míos —le dijo.
Skulduggery pasó la mano sobre la claraboya y la cerradura se rompió. Luego cogió el mando del arnés, abrió una de las hojas y se metió por el agujero. Stephanie observó cómo desaparecía y enseguida empezó a oír el leve siseo del arnés deslizándose por el cable.
Se apoyó contra el tronco del árbol y se dispuso a observar por si veía algo… raro. Stephanie frunció el ceño al pensar aquello, porque ya no estaba nada segura de qué era «raro» y qué no lo era, y justo en ese momento oyó un ruido rasposo. Levantó la vista buscando el origen del ruido.
La lazada de cable que había atado Skulduggery alrededor del conducto de ventilación se estaba deslizando hacia arriba.
Stephanie vio horrorizada cómo se acercaba cada vez más al borde del tubo. Se acordó de los sensores del suelo y pensó que, si Skulduggery se caía, haría saltar todas las alarmas y los vampiros tardarían bien poco en encontrarlo. Y aunque no tenía ni una gota de sangre, Stephanie estaba segura de que los vampiros encontrarían otras formas de castigar su osadía.
El cable subió un poco más y Stephanie pensó que no tenía opción. Se encaramó a la rama desde la que había saltado Skulduggery y empezó a deslizarse a gatas. La madera crujió bajo su peso y Stephanie hizo un esfuerzo por no sentirse gorda, recordando que Skulduggery no tenía más que huesos.
Ante ella se abría el abismo. Era un abismo abismal, un señor abismo.
Stephanie sacudió la cabeza pensando que no iba a ser capaz. Así era imposible llegar al tejado. Si hubiera podido coger carrerilla, aun podría habérselo planteado; pero saltar desde el borde de una rama que cedía bajo su peso… no, no podía ser. Stephanie cerró los ojos, esforzándose por desterrar aquellos pensamientos de su mente. No tenía otra opción; no tenía sentido preguntarse si podía o quería saltar. Skulduggery necesitaba su ayuda, y la necesitaba en aquel preciso instante; lo único que cabía preguntarse era qué haría una vez que hubiera saltado, porque tenía que hacerlo.
Y lo hizo.
Saltó estirándose cuanto pudo, viendo de reojo cómo se movía el suelo allá abajo, y cuando estaba a punto de alcanzar el alero empezó a caer. Su mano derecha tocó el canalón y se cerró en torno a él, lo que cortó bruscamente la caída haciendo que Stephanie se estrellara contra el muro. El golpe estuvo a punto de obligarle a soltar la mano, pero enseguida encontró un asidero para la mano izquierda y pudo estabilizarse. Más tranquila, empezó a izarse a pulso hasta que logró pasar un brazo sobre el alero, y entonces se alzó apoyándose en el codo. Ya estaba, lo había conseguido.
El cable volvió a deslizarse. Estaba casi al final del conducto; un centímetro más y Skulduggery estaría perdido. Stephanie se abalanzó sobre el tubo y tiró del cable para bajarlo, pero no pudo. Se puso en pie y trató de hacerlo retroceder presionando con la bota; el cable no se movió ni un milímetro. Miró a su alrededor en busca de algo que le sirviera de ayuda, vio la bolsa y la abrió sin perder un segundo. Solo contenía otro trozo de cable.
Stephanie lo agarró y se puso de rodillas para engancharlo a la lazada que estaba a punto de salirse del tubo. Su padre le había enseñado a hacer todo tipo de nudos cuando era pequeña, y aunque ya no se acordaba de sus nombres, sabía perfectamente cuál era el más adecuado para aquella ocasión.
Después de atar el nuevo trozo de cable a la lazada, miró a su alrededor en busca de algún asidero al que amarrar el otro extremo. Frente a ella había otra claraboya; Stephanie se levantó de un salto, enroscó el cable alrededor de su base de cemento y lo acabó de atar justo en el momento en que la primera lazada se salía del conducto de ventilación. El cable quedó flojo durante una fracción de segundo y luego se tensó con un chasquido, pero aguantó sin romperse.
Stephanie volvió a la claraboya por la que había entrado Skulduggery y miró hacia abajo. Su amigo estaba suspendido en el aire, intentando mantenerse en posición horizontal para no tocar el suelo tras la repentina caída. Conservaba en la mano el mando del arnés, pero no podía manejarlo porque tenía que estirar los brazos para equilibrarse.
Stephanie vio sobre el tejado otro mando que también parecía estar conectado al arnés. Lo agarró, apretó un botón que ponía ARRIBA y Skulduggery empezó a subir con un suave zumbido.
Cuando había subido lo suficiente para no correr peligro, levantó la cabeza, vio a Stephanie y la saludó con la mano. Ya tenía las manos libres, así que agarró el mando y maniobró hasta situarse junto al cuadro de control que había en la pared. Bajó unos cuantos interruptores, apretó el mando a distancia y se posó en el suelo con delicadeza. No saltó ninguna alarma.
Skulduggery se desabrochó el arnés, levantó la cabeza, miró a Stephanie por un momento y le indicó con la mano que bajara. Stephanie sonrió de oreja a oreja y apretó su mando a distancia para que el arnés subiera. Cuando llegó arriba se lo abrochó, metió las piernas en el agujero de la claraboya y empezó a descender. Al llegar al suelo Skulduggery le ayudó a quitárselo.
—Supongo que un poco de ayuda no me vendría mal, al fin y al cabo —susurró. Stephanie le dedicó otra sonrisa.
Por dentro el museo era despejado y espacioso, y sus paredes estaban interrumpidas aquí y allá por grandes paneles de cristal. La sala central estaba llena de cuadros y esculturas, dispuestas cuidadosamente de forma que no diera la impresión de estar ni muy llena, ni muy vacía. Se acercaron a la gran puerta de la sala y escucharon con atención. Skulduggery abrió una de sus hojas, asomó la cabeza para inspeccionar y luego le indicó a Stephanie con un cabeceo que lo siguiera. Los dos salieron sigilosamente cerrando la puerta a sus espaldas y empezaron a recorrer los blancos pasillos, doblando esquinas y atravesando arcadas. Stephanie se dio cuenta de que Skulduggery miraba al exterior cada vez que pasaban junto a una ventana: se estaba haciendo de noche.
Por fin llegaron a un pequeño vestíbulo alejado de los pasillos principales. En él se abría una puerta de madera maciza, reforzada con una cuadrícula de tiras de metal atornilladas. Skulduggery le pidió a Stephanie en un susurro que vigilara y se acercó a la puerta mientras se sacaba algo del bolsillo.
Stephanie se agazapó y escrutó las sombras del pasillo, que cada vez eran más espesas. Volvió la cabeza: Skulduggery estaba manipulando la cerradura. Stephanie miró la ventana que tenía justo al lado. El sol ya se había puesto.
Entonces oyó pasos y retrocedió un poco. El hombre del mono azul acababa de aparecer por la esquina del pasillo de enfrente. Caminaba tranquilamente, como un guarda de seguridad normal y corriente en un centro comercial cualquiera. Parecía distraído, aburrido, despreocupado. Stephanie notó que Skulduggery se colocaba tras ella, pero no dijo nada.
De pronto, el hombre se llevó la mano al vientre y se dobló como abrumado por algún dolor. Stephanie pensó que le habría gustado estar más cerca, porque si le salían colmillos apenas iba a poder verlo desde donde estaba. El hombre se irguió y enderezó la espalda, y los crujidos de sus huesos al recolocarse resonaron en el pasillo. Y entonces levantó una mano, se agarró el pelo y empezó a tirar.
Stephanie reprimió un respingo. El vampiro acababa de quitarse la piel, el pelo y la ropa de un solo tirón, y lo que había debajo era un ser pálido y calvo con grandes ojos negros que se deshacía de los restos de su funda humana con movimientos felinos. No hacía falta acercarse para verle los colmillos —eran enormes y amarillentos, con los filos irregulares—, y Stephanie se alegró de estar a cierta distancia. Aquel vampiro no se parecía nada a los que había visto en la tele. Los vampiros de las películas eran hombres atractivos, ataviados con levita y gafas de sol; los de verdad eran animales.
La mano de Skulduggery se posó en su hombro y tiró suavemente para hacerla retroceder un poquito. Justo entonces el vampiro miró en su dirección, y luego se dio la vuelta y se alejó por el pasillo en busca de alguna presa.
Stephanie siguió a Skulduggery hasta la puerta y entró tras él. En cuanto cerraron la puerta, Skulduggery se irguió y empezó a hablar en tono normal; Stephanie, sin embargo, no se atrevió a hacer ningún ruido. El detective indicó a Stephanie que lo siguiera por unas escaleras descendentes, iluminando los escalones con una llama que hizo aparecer en la palma de su mano. Cuanto más bajaban, más frío hacía. Por fin llegaron a un pasillo de aspecto vetusto y lleno de puertas, y caminaron hasta llegar a una que tenía grabados un escudo y un oso; parecía un emblema heráldico. Skulduggery alzó las manos, agachó la cabeza y se quedó inmóvil durante casi un minuto. La cerradura se abrió con un chasquido y pudieron entrar.