LA CHICA DE NEGRO

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la mañana siguiente, una música ensordecedora despertó a Stephanie. Su padre había tratado de sintonizar una emisora de noticias en el equipo de música y había roto el botón del volumen en el intento; ahora, en vez de una sosegada locutora hablando sobre el estado del tráfico, lo que se oía era La cabalgata de las valquirias a todo volumen. El mando a distancia del equipo había desaparecido tras el respaldo del sofá hacía ya tiempo, y el padre de Stephanie no tenía ni idea de cómo apagar el equipo sin él. La música hacía retumbar el suelo y las paredes de la casa; era imposible escapar de ella. Cuando su madre cortó por lo sano desenchufando el equipo, Stephanie ya estaba totalmente despejada.

La madre de Stephanie se asomó a su cuarto para despedirse y salió de la casa junto a su marido. Stephanie se enfundó unos vaqueros y una camiseta y, mientras esperaba la llegada de Skulduggery, se puso a pensar qué nombre podría adoptar. Skulduggery le había explicado que la adopción de un nuevo nombre establecía una barrera alrededor del antiguo; así, si Stephanie >elegía llamarse, por ejemplo, «Cristal Rotundo» —algo que no tenía ninguna intención de hacer—, el nombre «Stephanie Edgley» quedaría instantáneamente protegido ante cualquier hechizo de control. Sin embargo, mientras siguiera disponiendo únicamente del nombre que le habían puesto sus padres, sería vulnerable.

Stephanie pensó que, si había de elegir un nuevo nombre, tendría que ser algo que no le avergonzara en el futuro. Debía ser algo con clase y que, además, le hiciera sentirse cómoda. Skulduggery le había hablado de gente que elegía nombres como Sónico o Fénix, y de lo mal que podían llegar a quedar aquellos nombres «molones». Le contó que, en cierta ocasión, le habían presentado a una señora gordita y desaliñada que sonreía mostrando unos dientes llenos de trocitos de espinaca, y le habían dicho que se llamaba Centella. Aquel nombre no le pegaba nada, y lo mismo le pasaba al hombre bajito y gordo que había decidido llamarse Sónico.

Entonces sonaron unos golpecitos en la ventana. Stephanie levantó la vista, vio a Skulduggery encaramado en el alféizar y se levantó para abrirle.

—Pensaba que las chicas erais ordenadas —dijo el detective examinando la habitación.

Stephanie empujó con el pie unas bragas para ocultarlas bajo la cama, haciéndose la sorda.

—¿Estás cómodo?

—He estado subido en peores tejados, puedes creerme.

—Mis padres están en el trabajo, ¿sabes? Podrías haber entrado por la puerta.

—Las puertas son para gente sin imaginación.

—¿Estás seguro de que no te ha visto nadie? Solo me falta que pase por aquí algún vecino y te vea encaramado a mi ventana.

—No te preocupes, he tenido mucho cuidado. Mira, te he traído esto —dijo Skulduggery dándole un trozo de tiza.

—Ah, muchas gracias —dijo Stephanie, perpleja.

—Acércate al espejo.

—¿Cómo?

—Que te acerques al espejo de tu cuarto y dibujes en él este símbolo.

Skulduggery le dio una pequeña tarjeta en la que había dibujado un ojo atravesado por una línea serpenteante.

—¿Para qué sirve esto?

—Te va a ayudar, ya lo verás. Venga, dibújalo.

Stephanie se acercó al espejo de la cómoda frunciendo el ceño.

—No, ese no vale —dijo Skulduggery—. Tiene que ser de cuerpo entero. ¿No hay ninguno en tu cuarto?

—Sí, tengo uno aquí —respondió Stephanie, abriendo la puerta de su armario.

Dibujó en el espejo el símbolo de la tarjeta con el trocito de tiza, aunque no tenía ni idea de por qué lo estaba haciendo. Cuando acabó, se acercó a Skulduggery para devolverle la tiza y la tarjeta; él se las guardó en el bolsillo, le dio las gracias y se quedó mirando el espejo.

—Habla, figura; siente, figura; piensa, figura; sé, figura. —Skulduggery se volvió hacia Stephanie—. ¿Puedes borrar el símbolo con la mano, por favor?

—¿Pero qué pasa? ¿Qué has hecho? ¿Me has embrujado el espejo?

—Sí. Y ahora, ¿puedes borrar el símbolo?

—¿Pero para qué rayos sirve? —preguntó una vez más Stephanie, mientras limpiaba las marcas de tiza con la manga.

—Ya lo verás. ¿Llevas reloj?

—No, se me estropeó hace poco. Fui a nadar y no me lo quité. Pensé que era sumergible.

—¿Y lo era?

—Evidentemente, no. ¿Para qué quieres saber la hora?

—No me interesa la hora. Toca el espejo, anda.

Stephanie entrecerró los ojos.

—¿Para qué?

—Tú tócalo.

Stephanie titubeó un segundo más, pero decidió hacerle caso. Extendió el brazo y tocó levemente el espejo con las yemas de los dedos; luego apartó la mano, pero su reflejo no lo hizo. Stephanie se quedó mirando asombrada cómo el reflejo pestañeaba como si acabara de salir de un trance, dejaba caer el brazo y miraba a su alrededor. Entonces, muy lentamente, salió del espejo.

—Madre mía… —dijo Stephanie, retrocediendo—. Madre mía… —repitió, sin saber qué más decir.

Skulduggery la miraba divertido desde la ventana.

—Te sustituirá en casa mientras tú no estés; así no se darán cuenta de tu falta.

Stephanie no podía apartar los ojos del reflejo.

—¡Soy yo, repetida!

—Para nada. Solo es una copia de tu figura, una imagen: camina como tú, habla como tú y se comporta como tú. En principio, debería ser suficiente para engañar a tus padres o a cualquier conocido con el que se tope. Cuando vuelvas, se meterá de nuevo en el espejo y te transmitirá todos los recuerdos que haya almacenado mientras tú estés fuera.

—Entonces, ¿podré estar en dos sitios a la vez?

—Exacto. Tu imagen no puede pasar mucho rato con gente que te conozca bien porque empezarían a darse cuenta de que pasa algo raro y, evidentemente, nunca engañaría a un mago; pero para lo que tú necesitas ahora mismo, es perfecta.

—Mola —dijo Stephanie, examinando su imagen más de cerca—. Di algo.

El reflejo le devolvió la mirada.

—¿Qué quieres que diga?

Stephanie se echo a reír y luego se tapó la mano con la boca.

—¡Suenas exactamente igual que yo! —dijo entre los dedos.

—Claro.

—¿Cuál es tu nombre?

—Me llamo Stephanie.

—¿Pero no tienes un nombre que sea solo tuyo?

Skulduggery negó con la cabeza.

—Recuerda que no es una persona de verdad, Stephanie. No tiene pensamientos ni sentimientos propios; son todos copias de los tuyos. Es tu imagen, nada más. Y, por cierto, debes tener en cuenta algunas instrucciones de funcionamiento: tu imagen siempre llevará puesta la ropa que tú lleves cuando lo hagas aparecer, así que no te pongas nada que lleve un texto o logotipo, porque aparecerá del revés en ella. Ten cuidado con el reloj y los anillos o pulseras, porque tu imagen los llevará en la mano opuesta. Aparte de eso, no hay mucho más que decir.

—Mola.

—Venga, tenemos que marcharnos.

Stephanie se volvió y escrutó a Skulduggery con el ceño fruncido.

—¿Estás seguro de que nadie se dará cuenta?

—No te preocupes. Tu imagen procurará mantenerse alejada de la gente y evitará mantener conversaciones largas. Y aunque tus padres la acorralaran y la acribillaran a preguntas, lo único que sacarían en claro es que estás un poco rara.

Stephanie se mordió el labio y luego se encogió de hombros.

—Bueno, supongo que es bastante improbable que se den cuenta de que no es más que mi reflejo.

—Llevo siglos moviéndome en el terreno de lo improbable, ¿sabes? Bueno, ¿podemos marcharnos ya?

—Sí, vámonos.

—¿Quieres que salgamos por la puerta, o por la ventana?

—Las puertas son para gente sin imaginación —dijo Stephanie con una sonrisa.

Se encaramó en el alféizar y volvió la cabeza para echar un último vistazo a su imagen: estaba de pie en mitad de la habitación, completamente inmóvil.

—Adiós —le dijo.

—Adiós —respondió la imagen, ensayando una sonrisa que resultó más bien inquietante.

Skulduggery cogió a Stephanie a cuestas y saltó, desplazando el aire bajo ellos para amortiguar la caída. Aterrizaron suavemente y lograron llegar hasta el final de la calle sin que los viera ningún vecino; pero cuando llegaron al embarcadero, Stephanie se quedó helada y paró en seco.

—¿Ser puede saber qué es ese trasto? —le dijo a Skulduggery, que seguía caminando tranquilamente.

—Es mi coche —contestó el esqueleto, apoyándose en él con los brazos cruzados. La brisa marina le alborotó las greñas que asomaban bajo el ala de su sombrero.

Stephanie miró alternativamente al coche y a Skulduggery.

—¿Qué ha pasado con el Bentley? —preguntó.

Skulduggery la observó con la cabeza ladeada.

—Es posible que no te dieras cuenta, pero estaba ligerísimamente abollado.

—¿Y dónde está ahora?

—En el taller.

—Estupendo. Sí, me parece estupendo que el Bentley esté en el taller. Pero sigo teniendo la misma duda que al principio: ¿se puede saber qué rayos es eso?

El coche contra el que se apoyaba Skulduggery era un utilitario amarillo chillón con los asientos de color verde fosforito.

—Es mi coche de repuesto —dijo el esqueleto, muy satisfecho de sí mismo.

—¡Es horrible!

—A decir verdad, me da exactamente igual.

—¡Claro, porque vas disfrazado! ¡Nadie se va a dar cuenta de que eres tú el que va montado en ese cacharro!

—Bueno, puede que tengas parte de razón…

—¿Y cuándo estará listo el Bentley?

—Eso es lo bueno que tiene vivir en un mundo lleno de magia y prodigios: hasta la reparación más complicada lleva menos de una semana.

Stephanie lo fulminó con la mirada.

—¿Una… semana?

—Bueno, tal vez menos. Puede que tarden seis días, incluso cinco. No sé, a lo mejor no les lleva más de cuatro… Puedo llamar al taller y decirles que estoy dispuesto a pagar el extra de urgencia…

Stephanie seguía mirándolo con la misma expresión.

—… Tal vez esté listo pasado mañana… —remató Skulduggery, en voz cada vez más baja.

Stephanie agachó la cabeza, derrotada.

—¿De verdad tenemos que ir por ahí montados en esta tartana?

—Tómatelo como una aventura más —exclamó Skulduggery.

—¿Y si no lo hago, qué?

—Pues si no lo haces, vas a deprimirte una barbaridad. Confía en mí, Stephanie. ¡Venga, móntate de una vez!

Skulduggery entró en el coche de un salto; Stephanie, por su parte, fue arrastrando los pies hacia la puerta del copiloto y se dejó caer en el asiento. Mientras recorrían las calles de Haggard, Stephanie trató de encogerse todo lo posible, muerta de vergüenza. En cierto momento miró hacia atrás: en el asiento trasero había un paquete envuelto en papel marrón y atado con una cuerda, y a su lado reposaba una bolsa de lona negra.

—¿Qué es eso, Skulduggery? ¿Son las herramientas para colarnos en la Cripta? ¿Es ahí donde vamos?

—La respuesta a tu primera pregunta es que sí: esa bolsa contiene todo lo necesario para un buen robo con escalo. Y la respuesta a la segunda pregunta es que no. Antes de introducirte en el apasionante mundo de la delincuencia, voy a presentarte a los Magos Mayores.

—Lo de la delincuencia suena bastante más apetecible.

—Y lo es, aunque no creas que apruebo ningún tipo de delito… salvo cuando soy yo quien los comete, claro.

—Por supuesto. Y entonces, ¿por qué no nos ponemos manos a la obra ahora mismo? ¿Para qué tenemos que ir a ver a esos Magos Mayores?

—Parece que ha llegado a sus oídos que estoy exponiendo a una inocente jovencita a todo tipo de peligros, y quieren echarme un sermón.

—Pues diles que no se metan donde no les importa.

—Bueno, me encanta que tengas tanto cuajo…

—¿Tanto qué?

—… pero me temo que no te va a servir de mucho con los Magos Mayores. Una cosa que debes recordar cuando hables con ellos es que son…

—Ya, son magos muuuy ancianos, ¿no?

—Exactamente.

—Fíjate, lo he adivinado yo sólita.

—Toda una hazaña, querida.

—¿Y por qué tienes que ir a darles explicaciones? ¿Es que trabajas para ellos?

—En cierto modo, sí. En nuestro mundo, los Mayores dictan las leyes y hay gente que las impone; pero no somos muchos los que nos dedicamos a investigar los delitos contra esas leyes. No creas que pasan muchas cosas: solo algún asesinato, algún robo que otro, dos o tres secuestros al año… En fin, lo normal. Y, aunque yo trabajo por libre, la verdad es que son los Mayores quienes me proporcionan casi todos mis casos… y mis ingresos.

—De modo que, si te quieren regañar…

—… tendré que aguantar la regañina.

—¿Y por qué tengo que ir yo también? ¿No soy yo la pobre niñita inocente a la que estás echando a perder?

—Ese es el quid de la cuestión: no quiero que te vean como una niñita inocente. Quiero que comprueben lo rebelde, insubordinada y tozuda que puedes llegar a ser. Tal vez así me comprendan.

—Espera, espera… ¿saben que voy a ir contigo?

—No, pero les encantan las sorpresas. Bueno, casi siempre.

—Tal vez sea mejor que me quede esperándote en el coche.

—¿En este cacharro?

—Uf, tienes razón.

—Stephanie, los dos sabemos que están pasando cosas muy serias; pero parece como si los Mayores no quisieran admitir que su preciosa tregua corre serio peligro.

—¿Y por qué iban a creerme a mí, si no te creen a ti?

—Porque a mí me conocen demasiado. Saben bien cuál es mi pasado, y pueden pensar que me mueven intereses propios. Además, los cuentos de horror siempre dan más miedo si los cuenta una señorita.

—Yo no soy ninguna señorita.

Skulduggery se encogió de hombros.

—Ya, pero eres lo más parecido que tengo a mano.

Pero aquella no era la única sorpresa que Skulduggery le tenía preparada aquel día. En cierto momento, se metió en el aparcamiento de una gasolinera y le señaló el paquete envuelto en papel marrón.

—¿Qué es eso? —preguntó Stephanie.

—¿A ti qué te parece?

—Me parece un paquete.

—Exactamente.

—¿Pero qué tiene dentro?

—Si te lo digo, le quitaré al paquete su razón de ser.

Stephanie suspiró.

—¿Y cuál es su razón de ser, Skulduggery?

—Ocultar lo que tiene dentro para que te lleves una sorpresa al abrirlo.

—A veces me pones de los nervios —masculló ella, inclinándose hacia atrás para agarrarlo. El papel cedió bajo sus dedos—. ¿Es mi traje nuevo?

—No pienso decir ni una palabra.

—¿Ya lo ha terminado Abominable? Vaya, pensé que ni siquiera me lo haría, después de… de nuestra discusión.

Skulduggery se encogió de hombros y empezó a canturrear para sí. Stephanie volvió a suspirar, cogió el paquete, salió del coche, entró en la gasolinera y se dirigió a los servicios. Una vez encerrada en el de señoras, desató la cuerda del paquete y abrió el envoltorio. Efectivamente, era su traje. Era del negro más negro que había visto en su vida, y estaba hecho de una tela diferente a todas las que Stephanie conocía.

Se cambió rápidamente, notando lo bien que se le ajustaban las prendas, y se acercó al espejo para verse. Los pantalones y la blusa —una prenda larga y sin mangas, cerrada por delante con unos pasadores plateados— le quedaban estupendamente, y las botas se le ajustaban a los pies como si llevara años poniéndoselas. Pero lo que completaba verdaderamente el conjunto era la chaqueta. Era larga, casi como un gabán, y le sentaba como un guante; su tela era tan negra que casi brillaba. Stephanie pensó dejar su ropa vieja en el servicio, pero enseguida desechó la idea, envolvió las prendas con el papel marrón y salió de la gasolinera.

—¡Sorpresa! —exclamó Skulduggery cuando la vio entrar de nuevo en el coche—. ¡Era el traje!

—Skulduggery, estás como una cabra.

Veinte minutos más tarde los dos entraban en el Museo de Cera. Era un edificio viejo y destartalado, y la calle en la que estaba hacía juego con su aspecto. Stephanie se quedó callada mientras Skulduggery pagaba las entradas y echaba a andar por las oscuras salas del museo, entre maniquíes de personajes reales e imaginarios. Había visitado aquel museo un par de veces en excursiones del colegio, pero no entendía para qué había querido ir Skulduggery. Los dos remolonearon en una sala para desprenderse de un grupo de turistas que iba justo delante de ellos, y cuando se quedaron solos, Stephanie se decidió a hablar:

—¿Qué estamos haciendo aquí?

—Visitar el Santuario de los Mayores —contestó Skulduggery.

—¿Es que los Mayores son figuras de cera?

—Me encanta venir a este museo —dijo Skulduggery por toda respuesta, quitándose las gafas de sol—. Me permite relajarme.

El detective se quitó el sombrero, la peluca y la bufanda. Stephanie miró alrededor con nerviosismo.

—¿No te da miedo que te vea alguien?

—En absoluto.

—Bueno, ¿y por qué no vamos de una vez a ver a los Mayores?

—Magnífica idea.

Skulduggery se acercó a la pared de la sala y empezó a recorrerla con los dedos.

—¿Dónde estará? —masculló—. Estos idiotas no hacen más que cambiarlo de sitio…

El grupo de turistas volvió a aparecer por el otro lado de la sala y Stephanie se abalanzó para ocultar a Skulduggery. Pero era demasiado tarde: ya lo habían visto. Un niñito americano se aparto del grupo y fue directo hacia Skulduggery, que se había quedado totalmente inmóvil.

—¿Y este quién es? —preguntó el niño frunciendo el ceño.

Stephanie titubeó. Todos los miembros del grupo la estaban mirando, incluido el guía turístico.

—Pues es… —dijo, exprimiéndose el cerebro en busca de una explicación convincente—… Sammy el Esqueleto, el peor detective del mundo.

—Nunca había oído hablar de él —dijo el niño, tocando el brazo de Skulduggery. Luego se encogió de hombros y se acercó a otra figura, mientras el grupo proseguía su visita. Cuando se perdieron de vista, Skulduggery volvió la cabeza para mirar a Stephanie.

—¿Cómo que «el peor detective del mundo»?

Stephanie se encogió de hombros procurando contener la risa; Skulduggery soltó un gruñido socarrón y luego volvió a acercarse a la pared. Tras palparla un poco más, pareció encontrar el punto que estaba buscando y apretó con los dedos. Un trozo de pared se deslizó a un lado, revelando un pasadizo secreto.

—¡Ahí va! —exclamó Stephanie—. ¡Así que el Santuario está aquí! Cuando era más pequeña vine un par de veces, y ni siquiera se me ocurrió sospechar…

—Que bajo tus pies se extendía un mundo lleno de magia y prodigios, ¿no es eso?

—Exacto.

Skulduggery la miró con la cabeza inclinada.

—Será mejor que te vayas acostumbrando a esa sensación, querida.

El detective entró en el pasadizo e indicó a Stephanie que lo siguiera. En cuanto pasaron, la pared volvió a cerrarse a sus espaldas. Ante sí tenían una escalera descendente, iluminada por antorchas que titilaban en sus soportes, y cuanto más avanzaban más brillante se hacía la luz.

Al bajar el último escalón se encontraron en el resplandeciente vestíbulo del Santuario. Todas las superficies eran de mármol pulido y madera barnizada, y Stephanie pensó que, si no hubiera sido por la falta de ventanas, podría haber sido perfectamente la sede de una empresa de alta tecnología. En la pared de enfrente hacían guardia dos hombres con las manos agarradas tras la espalda. Iban vestidos con largas túnicas de color gris, y llevaban unos cascos con visera que les ocultaban el rostro. Tenían amarradas a la espalda una especie de guadañas, con una hoja curva de aspecto temible sujeta a un astil de un metro y medio.

Entre ellos apareció un hombre menudo vestido de traje, que se acercó a Skulduggery y Stephanie.

—Llegas temprano, detective —dijo mirando a Skulduggery—. El Consejo aún no se ha reunido. Podéis quedaros en la sala de espera, si así lo deseáis.

—La verdad es que preferiría enseñarle un poco todo esto a nuestra invitada, si no tienes ningún inconveniente.

El hombre pestañeó, confundido.

—Me temo que el acceso a nuestras instalaciones está estrictamente limitado, como bien sabes.

—Solo quisiera mostrarle el Depósito —dijo Skulduggery—. En realidad, lo que quiero es enseñarle el Libro.

—En ese caso, podéis ir. Aunque, en mi calidad de administrador del Santuario, tendré que acompañaros.

—Eso se da por supuesto.

El administrador hizo una leve reverencia, dio la vuelta en redondo y les indicó que lo siguieran por uno de los pasillos. Mientras caminaban pasaron junto a más hombres vestidos de gris; aunque Stephanie empezaba a acostumbrarse a tratar con gente que no tenía cara ni expresión, había algo en aquellos hombres que la ponía nerviosa. Por mucho que Skulduggery fuera un esqueleto, era inconfundiblemente humano; sin embargo, aquellos personajes, aunque no eran más que hombres con las caras ocultas, resultaban mucho más siniestros que él.

—¿Quiénes son estos tipos? —le preguntó a Skulduggery en un susurro.

—Se llaman Hendedores —bisbiseó Skulduggery—. Son una combinación de guardas de seguridad, policía y ejército. Unos tipos peligrosos, puedes creerlo; es toda una suerte que estén de nuestro lado.

Stephanie procuró no mirarlos mientras avanzaba por los pasillos.

—¿Dónde vamos? —preguntó, intentando cambiar de tema.

—Quiero enseñarte el Libro de los Nombres —respondió Skulduggery—. Hay quien dice que es obra de los Antiguos, pero la verdad es que nadie sabe quién lo creó ni cómo. Contiene los nombres de todas las personas vivas que hay en la Tierra: el nombre que les ponen, el nombre que adoptan, si es que adoptan alguno, y su nombre verdadero. Cada vez que nace un niño, en las páginas del Libro aparece un nombre nuevo. Y cada vez que muere alguien, su nombre se borra.

Stephanie lo miró asombrada.

—Entonces, mi nombre verdadero estará en el Libro, ¿no?

—Claro. Y el mío, y el de todo el mundo.

—¿Y eso no es peligroso? Si alguien se apoderara de él, podría hacerse el amo del universo. —Stephanie se quedó callada unos segundos—. La verdad es que me siento un poco ridicula diciendo estas cosas.

El administrador volvió la cabeza para mirarla, sin dejar de andar.

—Ni siquiera los Mayores están autorizados a abrirlo —dijo—, porque el poder del libro es de tal magnitud que podría corromper a cualquiera. Sin embargo, hasta ahora han sido incapaces de encontrar el modo de destruirlo: no se rompe ni se quema, y nada de lo que le han hecho parece haberle afectado. Si las leyendas que atribuyen su creación a los Antiguos son ciertas, sería lógico pensar que solo los Antiguos pueden destruirlo. En cualquier caso, los Mayores se han hecho cargo de protegerlo y mantenerlo lejos de miradas indiscretas.

El administrador se detuvo frente a una puerta de dos hojas, hizo un aspaviento y las pesadas puertas giraron sobre sus goznes. Frente a ellos se extendía el Depósito, una enorme sala salpicada de columnas de mármol que albergaba algunos de los artefactos más extraños e inusuales del mundo. Los tres fueron pasando junto a hileras y más hileras de estanterías y vitrinas, en las que reposaban objetos tan estrambóticos que resultaba casi imposible describirlos. El administrador les señaló uno de los más raros: era una caja bidimensional que contenía maravillas capaces de saciar hasta a las personas más acostumbradas a los prodigios, pero que solo existía si se miraba desde un ángulo determinado. Al llegar al centro de la sala, sin embargo, a Stephanie le sorprendió el contraste con el abigarramiento del resto: estaba totalmente vacío, salvo por un pedestal en el que reposaba un libro.

—¿Es ese el Libro de los Nombres?

—Sí, muchacha, ese es —respondió el administrador.

—Pensé que sería más grande.

—Tiene el tamaño adecuado. Ni más, ni menos.

—¿Y no importa que esté así, al alcance de todo el mundo?

—No es tan vulnerable como podrías pensar. Cuando lo trajeron aquí, los Mayores dedicaron algún tiempo a pensar en las medidas de seguridad más adecuadas. Protegerlo totalmente parecía imposible: al fin y al cabo, los guardas son vulnerables, las cerraduras se pueden abrir, los escudos se pueden penetrar…

—¿Y entonces decidieron dejarlo ahí, sin más?

—En realidad, diseñaron el más ingenioso de los métodos. Se basa en la fuerza de voluntad.

—¿Cómo?

—El Libro está protegido por la voluntad de los Mayores.

Stephanie miró al administrador, incrédula: aquello parecía una broma.

—Puedes comprobarlo por ti misma —dijo él—. Coge el Libro.

—¿Yo?

—Sí, tú. Nadie te hará daño.

Stephanie miró a Skulduggery de reojo. El no le hizo ningún gesto, así que decidió volverse hacia el Libro y echar a andar.

Mientras caminaba iba recorriendo la sala con los ojos. Se le ocurrió pensar que podía haber alguna trampilla y de inmediato miró al suelo. ¿Qué forma tendría la fuerza de voluntad? Tuviera la forma que tuviera, esperaba que no fuera nada doloroso, como una bala o algo así. Empezó a enfadarse solo de pensar en lo que estaba haciendo; parecía absurdo meterse de cabeza en una trampa por su propio pie. ¿Y para qué? ¿Para demostrar una afirmación que ni siquiera había hecho ella? ¡Pero si ella no albergaba ningún deseo de coger el libro! No, aquello era totalmente absurdo.

Volvió la mirada atrás y vio que el administrador la observaba plácidamente. Era obvio que estaba esperando a que la trampa funcionara, a que apareciera lo que sin duda tenía que aparecer ante ella para impedirle coger su querido libro. Stephanie se detuvo. Pues si tanto quería aquel libro el administrador, que lo cogiera él solito. Se dio la vuelta en redondo y volvió al punto de partida. El administrador se quedó mirándola.

—No lo has cogido —dijo.

Stephanie hizo un esfuerzo por contestarle educadamente.

—Pues no. Pero si usted lo dice, me creeré que está bien protegido.

—Sin embargo, cuando empezaste a caminar querías cogerlo, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Cambié de opinión.

—Dejaste de querer cogerlo, ¿no es eso?

—Sí, claro. ¿Y qué?

—En eso consiste la voluntad de los Mayores. Por muchas ganas que tengas de apoderarte de ese Libro, cuanto más te acerques a él, menos querrás cogerlo. Da igual que lo quieras coger para ti, porque te han ordenado que lo cojas o porque te va la vida en ello. Con cada paso que des hacia el Libro, tu indiferencia hacia él aumentará, seas quien seas y tengas los poderes que tengas. Ni siquiera Meritorius pudo llegar hasta él cuando se lo propuso.

Stephanie se quedó mirándolo mientras trataba de asimilar sus palabras.

—Es impresionante —dijo al cabo, sin poderlo evitar.

—Sí, ¿verdad? —contestó el administrador, ladeando un poco la cabeza como si hubiera oído algo—. El Consejo ya está listo para recibiros. Pasad por aquí, si sois tan amables.

Skulduggery y Stephanie entraron tras él en una sala ovalada con una gran puerta en el extremo opuesto. La sala estaba iluminada por un foco cenital que dejaba las paredes en penumbra.

—Los Mayores os recibirán en un momento —dijo el administrador, alejándose con paso quedo.

—Siempre hacen lo mismo —dijo Skulduggery cuando se fue—. Les gusta hacer esperar a la gente.

—Sí, el director de mi instituto hace lo mismo. Yo creo que es una forma de darse importancia.

—¿Y funciona?

—No. Solo logra parecer impuntual.

La puerta que había al otro lado de la sala se abrió para dar paso a un hombre mayor. Su pelo y su barba, que llevaba cortos y muy cuidados, eran totalmente blancos, y era muy alto, más aún que Skulduggery. Llevaba un traje de color granito; mientras le miraba caminar, Stephanie se dio cuenta de que a su derecha se movían unas sombras extrañas que parecían cambiar y estirarse a su paso. Poco a poco, de las esquinas de la sala fueron saliendo otros retazos de sombra que se unieron a la masa principal. De pronto, la sombra se elevó del suelo y pareció solidificarse en una figura vestida de negro: era una mujer entrada en años, que siguió caminando junto al anciano. A medida que se fueron acercando a Stephanie y Skulduggery, su paso se hizo más lento. Entonces una tercera persona se materializó al otro lado del hombre alto. Parecía algo más joven que los otros dos y llevaba un traje azul celeste, con la chaqueta a punto de reventar por su notable panza.

Stephanie y los Magos Mayores se miraron de hito en hito.

—Skulduggery —dijo el hombre alto con voz profunda y resonante—, se diría que los problemas te pisan los talones. ¿No crees?

—Bueno, yo no lo describiría así —respondió Skulduggery—. Es más bien como si los problemas se acomodaran ante mí y esperaran mi llegada.

El hombre alto sacudió la cabeza.

—¿Es esta tu nueva socia?

—Efectivamente, esta es.

—¿No ha adoptado ningún nombre?

—No.

—Bueno, algo es algo —dijo el hombre alto, dirigiendo la mirada a Stephanie—. Joven, me llamo Eachan Meritorius y soy el.

Gran Mago de este Consejo. Junto a mí están Morwenna Crow y Sagacius Tome. Dime, el hecho de que no hayas adoptado ningún nombre, ¿significa que no vas a intervenir en nuestros asuntos mucho tiempo más?

—No estoy segura, la verdad —dijo Stephanie, con la boca seca.

—¿Lo ven? —intervino Skulduggery—. Es de lo más rebelde.

—Has atravesado situaciones muy arriesgadas —siguió diciendo Meritorius—. ¿No preferirías volver a la seguridad de tu vida normal?

—¿Qué seguridad?

—También es insubordinada… —dijo Skulduggery.

Stephanie retomó el hilo antes de que el hombre alto pudiera seguir hablando:

—Lo que quiero decir es que, en mi vida normal, mañana mismo podría atropellarme un coche. También es posible que me atraquen esta misma noche, o que caiga enferma dentro de una semana…. Nadie está seguro en ningún sitio, en realidad.

Meritorius la miró levantando una ceja.

—No digo que no sea cierto, pero en tu vida normal no tendrías que vértelas con magos que intentan asesinarte.

Los tres Mayores la observaron, aguardando con interés su respuesta.

—Sí, tal vez —admitió ella—. Pero no creo que me fuera posible olvidar todo esto sin más.

Skulduggery sacudió la cabeza con gesto de desesperación:

—… Y terca como una muía.

Morwenna Crow tomó la palabra.

—Detective, no es la primera vez que apelas al Consejo para tratar de una supuesta amenaza a la tregua.

—En efecto.

—Y sin embargo, nunca has sido capaz de aportar prueba alguna.

—La chica que veis junto a vosotros es la prueba viviente de ello. La han atacado dos veces, y en ambas ocasiones su atacante buscaba una llave.

—¿Qué llave? —preguntó Sagacius Tome.

Skulduggery titubeó.

—¿Señor Pleasant? —insistió Tome.

—Estoy convencido de que el atacante estaba a las órdenes de Serpine.

—¿Qué llave, detective?

—Si Serpine está ordenando a sus hombres que ataquen a civiles, se trata de una clara violación de la tregua, y el Consejo tiene que…

—Señor Pleasant, ¿qué supone usted que abre esa llave?

Stephanie miró de reojo el rostro impenetrable de Skulduggery y creyó detectar una creciente frustración en sus gestos.

—En mi opinión, Serpine desea esa llave para llegar hasta el Cetro de los Antiguos —dijo al fin el detective.

—Nunca sé cuándo estás de broma y cuándo no, Skulduggery —dijo Meritorius esbozando una sonrisa.

—Ya, me lo dice mucha gente.

—¿Acaso no sabes que el Cetro es una leyenda?

—Sí, soy consciente de que esa es la opinión más generalizada. Pero también sé que Serpine ha intentado averiguar cosas sobre él, y creo que tal vez Gordon Edgley lo tuviera en su poder.

—Nefarian Serpine es ahora nuestro aliado, detective —dijo Sagacius Tome—. Vivimos en tiempos de paz.

—Vivimos en tiempos de miedo —repuso Skulduggery—, y parece como si el miedo a trastornar el orden establecido nos impidiera hacer las preguntas que deberíamos estar haciendo.

—Skulduggery —intervino Meritorius—, todos sabemos lo que hizo Serpine en el pasado. Todos conocemos las atrocidades que cometió en nombre de su señor Mevolent, y también para conseguir sus propios fines. Pero mientras la tregua siga en pie, no podemos hacer nada contra él si no tenemos un motivo firme.

—Ha ordenado a uno de sus hombres que atacara a mi socia.

—No tienes pruebas de eso.

—¡Ha asesinado a Gordon Edgley!

—Tampoco hay nada que lo pruebe.

—¡Está intentando hacerse con el Cetro!

—Sí, con un cetro que ni siquiera existe —remató Meritorius sacudiendo tristemente la cabeza—. Lo siento mucho, Skulduggery. No podemos hacer nada.

—En cuanto a la chica —añadió Morwenna—, teníamos la esperanza de que no se viera demasiado implicada en todo este asunto.

—No va a decirle nada a nadie —dijo Skulduggery, casi en un susurro.

—Tal vez, pero si avanza un paso más en nuestro mundo, tal vez le sea imposible salir de él. Queremos que lo pienses muy detenidamente, detective. Que seas consciente de lo que eso significa.

Skulduggery asintió sin decir nada.

—Gracias por presentaros ante nosotros —dijo Meritorius—. Podéis marcharos.

Skulduggery se dio la vuelta y salió de la sala seguido de Stephanie. El administrador se acercó a ellos con premura para mostrarles el camino.

—No hace falta, sé salir solo —gruñó Skulduggery, y el hombrecillo retrocedió.

Stephanie y Skulduggery recorrieron el camino de vuelta pasando ante los Hendedores, que seguían tan inmóviles como las figuras de cera del museo, y llegaron a la escalera. Al llegar arriba Skulduggery volvió a ataviarse con su disfraz; luego los dos atravesaron el museo, salieron a la calle, y casi habían llegado al coche amarillo cuando Skulduggery se detuvo y volvió la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó Stephanie.

Skulduggery no contestó y Stephanie miró alrededor, llena de aprensión. En apariencia estaban en una calle normal, llena de transeúntes normales que hacían cosas normales. Bueno, la calzada tenía algún que otro socavón y le gente iba más bien desaliñada, pero por lo demás no había nada especialmente raro.

Y entonces lo vio: era un hombre alto, calvo y robusto, de edad indefinida. Se acercaba hacia ellos tranquilamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, y Stephanie se quedó junto a Skulduggery esperando a que llegara a su altura.

—Buenos días, Pleasant —dijo el hombre cuando estuvo frente a ellos.

—Buenos días, Bliss —respondió Skulduggery.

Stephanie observó al hombre: parecía irradiar poder. El movió la cabeza y clavó en Stephanie sus pálidos ojos azules.

—Tú debes de ser la chica que está llamando la atención de todo el mundo.

Stephanie se quedó callada. No sabía qué decir, y aunque lo hubiera sabido, le habría fallado la voz al decirlo. Había algo en el señor Bliss que le daba ganas de acurrucarse y romper a llorar.

—Cuánto tiempo sin verte, Bliss —dijo Skulduggery—. Oí decir que te habías retirado.

Stephanie pensó que la mirada del señor Bliss estaba llena de paz, pero no era una paz reconfortante. No era una paz que la hiciera sentirse segura y arropada; era otro tipo de paz, una paz que parecía prometer el fin del dolor, el fin del placer, el fin de todo. Mirar al señor Bliss era como mirar al vacío, un vacío sin principio ni fin. Era como caer en el olvido.

—Lo Mayores me han pedido que vuelva —dijo Bliss—. Parece que la situación se está poniendo un tanto turbia, después de todo.

—¿Cómo es eso?

—Los dos hombres que estaban encargados de vigilar a Serpine aparecieron muertos hace unos días. Está tramando algo, algo de lo que no quiere que se enteren los Mayores.

Skulduggery se quedó mirándolo sin decir nada.

—¿Por qué no me ha dicho nada de esto Meritorius? —preguntó al fin.

—La tregua está prendida con alfileres, Pleasant. Cualquier trastorno, por mínimo que sea, puede echarla a perder; y tú eres conocido por tu afición a causar trastornos. Los Mayores pensaron que mi intervención sería suficiente para disuadir a Serpine de su empeño, pero temo que han infravalorado su ambición. Aun así, siguen empeñados en que una nueva guerra no beneficiaría a nadie. Y además, se niegan a creer en la existencia del Cetro de los Antiguos.

—¿Tú sí crees que existe? —preguntó Skulduggery, con un imperceptible temblor en la voz.

—Sí, claro. No sé si tendrá todos los poderes que las leyendas le atribuyen, pero no me cabe duda de su existencia material. Fue descubierto recientemente, en unas excavaciones arqueológicas. Tengo entendido que Gordon Edgley llevaba buscándolo algún tiempo, como parte de sus investigaciones para escribir un libro sobre los Sin Rostro, y creo que pagó una sustanciosa suma para hacerse con él. Me imagino que verificaría su autenticidad, y una vez verificada, se daría cuenta de que no podía quedarse con él ni dárselo a nadie. Gordon Edgley podía tener muchos defectos, pero era un buen hombre; debió de pensar que si el Cetro tenía el potencial destructivo del que todos hemos oído hablar, era un objeto demasiado peligroso para que nadie lo poseyera.

—¿Sabes qué pudo hacer con él? —dijo Stephanie, recuperando la voz al fin.

—No.

—¿Pero de verdad crees que Serpine está dispuesto a declarar la guerra? —preguntó Skulduggery.

Bliss asintió con la cabeza.

—Sí; creo que, para él, la tregua ya no tiene ninguna utilidad. Supongo que lleva esperando algún tiempo a que llegue el momento adecuado para acumular poder, descubrir los secretos que le faltan e invitar a los Sin Rostro a que vuelvan a este mundo.

—¿Cree en los Sin Rostro, señor Bliss? —preguntó Stephanie.

—Sí. Me enseñaron a creer en ellos de niño y nunca he dejado de hacerlo. Hay quien se ríe de ellos, hay quien toma sus leyendas como fábulas moralizantes, hay quien se las cuenta a sus hijos antes de dormir. Pero yo creo en ellos. Creo que, en el pasado, los seres humanos estuvieron dominados por unos seres tan maléficos que hasta sus propias sombras huían de ellos. Y creo que han estado todo este tiempo esperando el momento de volver para castigarnos por nuestras transgresiones.

Skulduggery ladeó la cabeza y observó a Bliss con gesto crítico.

—Si les dijeras estas cosas a los Mayores, seguro que te harían caso.

—No. Están atados de pies y manos por sus propias normas. He reunido toda la información que me ha sido posible, y acabo de transmitírsela a la única persona que tal vez sepa qué hacer con ella. Ahora todo depende de ti, Pleasant.

—Si trabajaras con nosotros todo sería más fácil —dijo Skulduggery.

El señor Bliss esbozó una leve sonrisa.

—Si tengo que intervenir, lo haré —repuso, dándose la vuelta y echando a andar.

Stephanie y Skulduggery se quedaron mirándolo un momento y luego se montaron en el coche amarillo. Skulduggery arrancó, y ya llevaba conduciendo un rato cuando Stephanie se decidió a hablar.

—Da un poco de miedo.

—Sí, es que casi nunca sonríe. Bliss es la persona con más fuerza física que hay sobre la faz de la Tierra. Su fuerza sobrepasa todas las leyendas.

—O sea, que realmente hay que tenerle miedo, ¿no?

—Pues sí, bastante.

Skulduggery siguió conduciendo en silencio. Stephanie dejó pasar un par de minutos antes de hablar de nuevo.

—¿En qué piensas?

—En un montón de cositas ingeniosas —respondió Skulduggery encogiéndose de hombros.

—Entonces, ¿estás seguro de que el Cetro es real?

—Tiene toda la pinta de serlo.

—Pues te debes de haber quedado de piedra, ¿no? ¡Mira que descubrir de repente que los dioses existen!

—Ah, pero eso no es seguro. Aun cuando el Cetro fuera real, su verdadera historia podría haberse mezclado con leyendas. El hecho de que exista no implica necesariamente que los Antiguos lo usaran para expulsar a los Sin Rostro.

—Qué curioso, nunca hubiera pensado que un esqueleto viviente pudiera ser tan escéptico. Bueno, entonces, ¿qué hacemos ahora?

Skulduggery hizo una pausa y luego se puso a hablar animadamente:

—Veamos: hay que averiguar lo que necesitamos. Tenemos que averiguar lo que necesitamos y cómo conseguirlo, y también lo que necesitamos conseguir para conseguir lo que necesitamos.

—Creo que lo he pillado… —dijo Stephanie lentamente. El coche pasó sobre un bache y pegó un bote—. Huy, no. Se me ha vuelto a ir de la cabeza.

—Necesitamos que los Mayores se pongan en acción, y para eso necesitamos alguna prueba de que Serpine ha roto la tregua. Necesitamos encontrar el Cetro, y también averiguar cómo destruirlo.

—Vale, entendido. ¿Por dónde empezamos?

—Por la prueba. La conseguiremos cuando encontremos el Cetro.

—¿Y cómo lo vamos a encontrar?

—Encontrando la llave.

—¿Y cómo vamos a destruirlo?

—Ajá —dijo Skulduggery—, para averiguar eso nos va a hacer falta cometer un pequeño delito.

—¡Por fin! —exclamó Stephanie con una sonrisa—. Creí que nunca empezaríamos a delinquir.