A repentina muerte de Gordon Edgley sorprendió a todo el mundo, empezando por él mismo. Estaba en su estudio escribiendo la séptima palabra de la vigésima quinta frase del último capítulo de su nuevo libro, titulado Y la oscuridad llovió sobre ellos, y al segundo siguiente estaba muerto. «Una sensible pérdida», alcanzó a pensar su mente antes de apagarse.
A su funeral asistieron sus familiares y conocidos, pero no muchos amigos. Gordon no era una figura especialmente apreciada en el mundo editorial; aunque los libros que escribía —historias de horror, magia y prodigios— lograban asomarse a la lista de los libros más vendidos con cierta regularidad, Gordon poseía el irritante hábito de insultar a la gente sin darse cuenta y luego reírse de su cara de sorpresa. No obstante, fue en el funeral de Gordon cuando su sobrina, Stephanie Edgley, vio por primera vez al desconocido del abrigo castaño.
Estaba de pie a la sombra de un gran árbol, alejado de los demás asistentes, con el abrigo abrochado hasta arriba a pesar del calor que hacía. Llevaba la mitad inferior de la cara tapada por una bufanda, y a pesar de que Stephanie estaba bastante lejos, pudo ver que entre su sombrero de ala ancha y sus enormes gafas de sol asomaban varios mechones de pelo revuelto y encrespado. Stephanie se quedó mirando intrigada aquella estrafalaria figura, y al cabo de unos minutos, como si se hubiera dado cuenta de que lo observaban, el hombre echó a andar entre las filas de lápidas y desapareció.
Al acabar el funeral, Stephanie y sus padres fueron a la casa de Gordon pasando por un antiguo puente y recorriendo una estrecha carretera que se abría paso por un mar de bosques. Cuando llegaron, la pesada e imponente verja los esperaba abierta de par en par, como si estuviera dándoles la bienvenida. Era una finca enorme, con muchas tierras y un caserón tan grande que casi resultaba absurdo.
En el salón de la casa había una puerta disimulada tras una estantería. De pequeña, a Stephanie le gustaba pensar que nadie más que ella conocía aquella puerta, ni siquiera el propio Gordon. Era un pasadizo secreto como los de los libros, y Stephanie siempre estaba inventando historias de casas encantadas y tesoros ocultos en las que escapaba por aquel pasadizo, dejando atónitos a los villanos imaginarios por su misteriosa y repentina desaparición. Pero cuando entraron en la casa aquel día, Stephanie vio que la puerta del pasadizo secreto estaba abierta y que por ella pasaba gente sin parar. La entristeció que aquel pequeño prodigio mágico desapareciera de su vida de repente.
Todo el mundo bebía té y cogía pequeños sándwiches de las bandejas plateadas que había repartidas por el salón, y Stephanie observó que más de uno miraba alrededor con admiración. El principal tema de conversación era el testamento: Gordon nunca había demostrado un gran amor por nadie —ni siquiera había sido un hombre especialmente afectuoso—, así que era imposible adivinar a quién dejaría su considerable fortuna. Stephanie vio entre la gente a su tío Fergus, el único hermano que le quedaba ahora a su padre. Era un hombrecillo muy desagradable, con unos ojillos acuosos que se iban tiñendo poco a poco de codicia mientras deambulaba de acá para allá moviendo la cabeza con gesto pesaroso, recibiendo solemnemente las condolencias de los demás asistentes y sisando algún que otro objeto de plata cuando pensaba que no lo veía nadie.
La esposa de Fergus, una mujer de rasgos afilados y mal carácter llamada Beryl, se movía de corrillo en corrillo con una cara de aflicción de lo menos convincente en busca de algún cotilleo jugoso. Sus hijas, dos gemelas de quince años llamadas Carol y Crystal, tan avinagradas y rencorosas como sus padres, la seguían ignorando ostensiblemente a Stephanie. Eran rubias de bote y rechonchas, e iban vestidas con unas ropas que resaltaban todos y cada uno de sus michelines; no se parecían nada a Stephanie, que tenía el pelo negro y era alta para su edad, delgada y fibrosa. Si no hubiera sido por sus ojos, castaños como los de ella, nadie hubiera podido adivinar que las gemelas eran sus primas. A Stephanie aquello le gustaba; de hecho, era lo único que le gustaba de ellas. Se dio la vuelta para no ver sus miradas atravesadas y sus susurros maliciosos y decidió dar una vuelta por la casa.
Los pasillos de la casa de su tío eran larguísimos y estaban llenos de cuadros. El suelo era de madera pulida hasta resplandecer, y la casa entera despedía un aroma antiguo. No es que oliera a moho, sino que era un olor… sabio, por así decirlo. Aquelíos suelos y paredes habían visto muchas cosas a lo largo de los años; para ellos, Stephanie no era más que un susurro pasajero, una presencia volátil.
Gordon había sido un tío estupendo para Stephanie: arrogante e irresponsable, sí, pero también infantil y muy divertido, siempre con un brillo gamberro en los ojos… En muchas ocasiones en las que todo el mundo pensaba que Gordon hablaba en serio, Stephanie era testigo de los guiños y sonrisas de complicidad que le hacía cuando no lo miraba nadie. Siempre había sentido que lo comprendía mejor que casi nadie, incluso de niña. Admiraba la inteligencia y el ingenio de su tío, y su despreocupación por lo que la gente pudiera pensar de él. Había sido un buen tío, y Stephanie había aprendido mucho de él.
Stephanie sabía que su madre y Gordon habían llegado a salir juntos algún tiempo («tonteamos un poco», en palabras de su madre), pero cuando Gordon le presentó su novia a su hermano pequeño, los dos sufrieron un flechazo instantáneo. Gordon siempre estaba refunfuñando porque, según él, la madre de Stephanie no había llegado a darle más que algún besito en la mejilla, pero cuando aquello ocurrió supo hacerse a un lado con elegancia y siguió viviendo su vida; de hecho, había tenido un buen número de romances tórridos con mujeres guapísimas. Le gustaba decir que su hermano y él habían hecho un trato casi justo, pero que en realidad él había salido perdiendo.
Stephanie subió al primer piso, abrió la puerta del estudio de Gordon y entró. En las paredes se veían las portadas de sus libros más vendidos y un sinfín de diplomas y de premios. A un lado había una enorme estantería atestada de libros con toda clase de biografías, relatos históricos, monografías científicas y gruesos tomos de psicología, mezclados con novelas baratas de tapas ajadas. En uno de los estantes más bajos había un montón de folletos, revistas literarias y anuarios.
Stephanie, pasó frente a los estantes en los que reposaban las primeras ediciones de todos los libros de su tío y se acercó al escritorio. Se quedó mirando la silla en la que había muerto su tío y trató de imaginarse lo que habría pasado, cómo se habría desplomado Gordon sobre el escritorio. Y entonces una voz suave como el terciopelo se coló en su oído:
—Al menos, murió haciendo lo que más le gustaba.
Sobresaltada, Stephanie se dio la vuelta y vio que el desconocido del funeral estaba apoyado en el marco de la puerta. No se había quitado la bufanda ni las gafas de sol, y entre la una y las otras seguían asomando las mismas guedejas de antes. El hombre también llevaba guantes.
—Sí —contestó Stephanie, sin saber bien qué decir—. Es un consuelo.
—Tú debes de ser sobrina de Gordon, ¿verdad? Y dado que no estás robando ni rompiendo nada, supongo que serás Stephanie.
Stephanie asintió, aprovechando para observarlo más detenidamente. Entre la bufanda y las gafas no asomaba ni un centímetro de cara.
—¿Era usted amigo suyo? —le preguntó, pensando que parecía altísimo y muy delgado, aunque el abrigo hacía difícil distinguir su figura.
—Sí, éramos amigos —contestó el hombre asintiendo con la cabeza. Stephanie se dio cuenta de que el resto de su cuerpo estaba extrañamente inmóvil—. Lo conocí hace muchos años a la salida de un bar de Nueva York, justo cuando acababa de publicar su primera novela.
Stephanie trató de distinguir los ojos del hombre, pero era imposible: los cristales de sus gafas eran negros como el alquitrán.
—¿Es usted escritor también? —le preguntó.
—¿Yo? Qué va, no sabría ni por dónde empezar. Pero al menos podía imaginarme que lo era a través de Gordon.
—¿Es que le gustaría ser escritor?
—Claro, como a todo el mundo.
—No sé, no creo que todo el mundo quiera escribir.
—Ah, vaya. Entonces debo de ser un bicho raro, ¿no te parece?
—Bueno, entre unas cosas y otras me temo que sí —contestó Stephanie.
—Gordon siempre estaba hablando de ti, ¿sabes? Le gustaba alardear de la sobrina tan estupenda que tenía. Tu tío era un tipo con una gran personalidad, y me da la impresión de que tú has salido a él.
—Lo dice usted como si me conociera.
—Constante, inteligente, mordaz, reticente a tratar con necios… ¿Te recuerda a alguien?
—Sí, claro: a mi tío.
—Muy interesante —dijo el hombre—. Porque esas fueron las palabras exactas que utilizó él para describirte.
Los dedos enguantados del desconocido desaparecieron bajo su chaleco y sacaron un barroco reloj de bolsillo enganchado a una delicada cadena de oro.
—Te deseo suerte, Stephanie, decidas lo que decidas hacer con tu vida.
—Muchas gracias —repuso Stephanie, algo confundida—. Yo también le deseo mucha suerte.
El hombre pareció sonreír, aunque era imposible distinguir su boca, y luego se dio la vuelta y se marchó. Stephanie se quedó allí plantada, sin poder apartar la mirada del lugar en el que había estado apoyado. ¿Quién sería? Ni siquiera le había dicho cómo se llamaba.
Stephanie se dirigió a la puerta, salió al pasillo y bajó a toda prisa las escaleras, preguntándose cómo podía haber desaparecido tan rápido el desconocido. Al llegar al enorme vestíbulo se abalanzó sobre la puerta de entrada y la abrió, justo a tiempo de ver cómo un enorme coche antiguo de color negro se alejaba por la carretera. Se quedó mirándolo por un momento y luego volvió de mala gana al salón para reunirse con su parentela. Al entrar en la habitación vio cómo Fergus se metía un cenicero de plata en el bolsillo de la camisa.