Aquí a la derecha de la entrada, esta cabeza de bronce,
humana, sobrehumana, ojos redondos de pájaro,
todo lo demás marchito y momificado.
¿Qué gran asiduo de tumbas barre el cielo lejano
(algo puede permanecer allí, aunque todo lo demás muera),
y nada halla allí que haga su terror menos
hysterica passio de su propio vacío?
Ninguna asidua de tumbas oscura; su forma toda plena,
como con la magnanimidad de la luz,
aunque una mujer dulcísima; ¿quién puede decir
cuál de sus formas ha mostrado mejor su esencia?
O tal vez la esencia sea compuesta,
que era lo que creía el profundo McTaggart, y que en el aliento
se contenía el extremo de la vida y la muerte.
Pero incluso en el momento inicial, nueva y flamante,
vi lo salvaje en ella y pensé
que una visión de terror que debía atravesar
había sacudido su alma. La propincuidad había llevado
a la imaginación a ese punto en el que se desprende
de todo cuanto no es ella misma: yo había enloquecido
y vagaba por ahí susurrando: “¡Mi niña, mi niña!”
O la creí sobrenatural; como si ojos
más severos miraran con los suyos
este mundo vil en su declinar y caída;
razas larguiruchas engrandecidas, grandes razas resecas,
perlas ancestrales tiradas a una pocilga,
el bufón y el granuja que se burlan del sueño heroico,
sin saber qué podría salvarse para la masacre.