LAS ESTATUAS

Pitágoras lo planeó. ¿Por qué la gente miraba fijamente?

A sus números, aunque se movieran o parecieran moverse

en mármol o bronce, les faltaba carácter.

Pero mozos y muchachas, pálidos por al amor imaginado

de lechos solitarios, sí sabían lo que eran,

que la pasión podía infundir suficiente carácter,

y apretaban a medianoche en un lugar público

labios vivos sobre un rostro medido con plomada.

¡No! Más grandes que Pitágoras, pues los hombres

que con mazo o cincel modelaron

estos cálculos que parecen una mera carne cualquiera,

dejaron todas las inmensidades asiáticas,

y no las hileras de remos que surcaban

la espuma de mil cabezas en Salamina.

Europa apartó esa espuma cuando Fidias

dio sueños a las mujeres y a éstos su espejo.

Una imagen cruzó las mil cabezas, se sentó

bajo la sombra del trópico, se hizo lenta y redonda,

no un Hamlet delgado de papar moscas, un gordo

soñador del Medievo. Los vacíos globos oculares

sabían que el conocimiento aumenta la irrealidad,

que un espejo en otro reflejado es cuanto se ve.

Cuando concha y gong anuncian la hora de bendecir

Grimalkin se arrastra hasta la vacuidad de Buda.

Cuando Pearse llamó a Cuchulain a su lado,

¿qué recorrió la Oficina de Correos? ¿Qué intelecto,

cálculo, número, medida, respondió?

Nosotros irlandeses, nacidos en aquella antigua secta

pero arrojados a esta sucia inmunda marea moderna

y destrozados por su informe furia procreadora,

subimos a nuestra propia oscuridad, para trazar

las facciones de un rostro medido con plomada.

9 de abril de 1938