Treinta años de imágenes en torno:
una emboscada; peregrinos en la orilla;
Casement en su juicio, casi oculto por los barrotes,
custodiado; Griffith mirando con histérico orgullo;
el semblante de Kevin O’Higgins, que tiene
un aire interrogante que no oculta
un alma incapaz de remordimiento o reposo;
un revolucionario arrodillado para ser bendecido;
Un abad o arzobispo con la mano alzada
bendiciendo la tricolor. Me digo: “Esto no es
la Irlanda muerta de mi juventud, sino una Irlanda
imaginada por los poetas, terrible y alegre.”
De repente me detengo ante el retrato de una dama,
hermosa y gentil a su veneciano modo.
Estuve con ella hace casi cincuenta años
unos veinte minutos en un estudio.
Emocionado, me siento, y el corazón
se recupera cuando me tapo los ojos;
dondequiera que mirara, había visto
mis imágenes permanentes o fugaces:
el hijo de Augusta Gregory; su sobrino,
Hugh Lane, el “único inspirador” de todos éstos;
Hazel Lavery viva y agonizante, ese relato
como el que hace un cantante de baladas;
El retrato de Augusta Gregory por Mancini,
“el más grande desde Rembrandt”, según John Synge;
un gran retrato exuberante, sin duda;
¿pero dónde está el pincel capaz de mostrar
algo de ese orgullo y esa humildad?
Me desespero al pensar que el tiempo pueda traer
modelos reconocidos de hombres y mujeres
pero nunca ya idéntica excelencia.
Mis rodillas medievales no tienen salud hasta que las flexiono,
pero en esa mujer, en esa casa donde
tanto había vivido el honor, tenían la que me falta.
Sin hijos, pensaba: “Aquí podrían hallar mis hijos
cosas bien arraigadas,” mas nunca preví su final,
y ahora que éste ha llegado no he llorado;
zorro no puede ensuciar madriguera que barriera el tejón
(Una imagen de Spenser y la lengua corriente).
John Synge, Augusta Gregory y yo, pensábamos
que todo lo que hacíamos, decíamos o cantábamos
debía proceder del contacto con la tierra, que de ese
contacto todo se fortalecía como Anteo.
Sólo nosotros tres en los tiempos modernos
habíamos sometido todo a esa única prueba,
que es el sueño del noble y del mendigo.
Y he aquí a John Synge, ese hombre arraigado
“que olvida las palabras humanas”, un rostro grave y profundo.
Si queréis juzgarme, no juzguéis solamente
este libro o aquél, venid a este lugar sagrado
donde cuelgan los retratos de mis amigos, y contempladlos.
Ved la historia de Irlanda en sus facciones;
pensad dónde empieza y acaba la gloria humana, y decid:
“Su gloria fue tener tales amigos.”