Me oye golpear la mesa y decir
que le han prohibido
todos los hombres y mujeres buenos
que se la mencione con un hombre
que tiene la peor de las reputaciones;
y entonces contesta
que él tiene hermosos cabellos,
y frío como el viento de marzo los ojos.
Si hago oscuras las pestañas
y más brillantes los ojos
y más colorados los labios,
o pregunto si todo va bien
de espejo en espejo,
no demuestro vanidad:
busco el rostro que tenía
antes de ser creado el mundo.
¿Qué importa si miro a un hombre
como si fuese mi amado,
mientras mi sangre se enfría
y mi corazón no se conmueve?
¿Por qué habría de pensar que soy cruel
o sentirse traicionado?
Quisiera que amase lo que fue
antes de ser creado el mundo.
Admito que la zarza
enredada en mi pelo
no me hirió;
mi palidez y mi temblor
sólo fueron fingidos,
sólo coquetería.
Anhelo la verdad, y sin embargo
no puedo apartarme de aquello
que repudia la mejor parte de mí,
pues la atención de un hombre
trae tanta satisfacción
al ansia de mis huesos.
El brillo que extraigo
del Zodíaco,
¿por qué esos ojos inquisitivos
fijos en mí?
¿Qué pueden hacer sino evitarme
si contesta el vacío de la noche?
Hasta llegar tú, obedecí al dragón,
pues creía que el amor se improvisaba,
o era un juego con normas que ocurría
si dejaba caer la pañoleta:
las mejores hazañas eran esas
que daban alas al instante, música
celestial si le daban el ingenio;
y entonces tú surgiste en sus anillos.
Necia, yo me burlé, mas lo venciste,
librando de cadenas a mis pies,
un pagano Perseo o bien San Jorge;
y ahora al mar miramos con asombro
y un milagroso pájaro nos chilla.
Oh, pero hay sabiduría
en lo que decían los sabios;
pero estira un poco el cuerpo
y reclina la cabeza
hasta que les cuente a los sabios
dónde se conforta al hombre.
¿Cómo podía ser tan honda la pasión
si nunca hubiese pensado
que el crimen de nacer
mancilla nuestra suerte?
Mas donde se comete el crimen
éste puede olvidarse.
La suerte del amor se elige. Lo aprendí
anhelando una imagen en el curso
del Zodíaco rotante.
Apenas él rozó mi cuerpo,
apenas descendió del occidente
o halló reposo subterráneo
en la maternal noche de mi seno,
ya antes lo descubrí en su camino al norte,
y creí que me alzaba, aunque estaba en el lecho.
Luché con el horror de la alborada.
¡Lo elegí para mí! Si me pregunta
por mi máximo gozo con un hombre
una recién casada, tomaré
esa quietud por tema, paradigma
en que su corazón el mío parecía,
ambos a la deriva del río milagroso
donde —escribió un astrólogo muy sabio—
se transforma el Zodíaco en esfera.
Él. Querida, he de marcharme
mientras la noche cierra los ojos
de los espías de la casa;
ese canto anuncia el alba.
Ella. No, el ave del amor y de la noche
manda que descansen los amantes,
mientras su fuerte canto reprende
el sigilo asesino del día.
Él. La luz del día ya vuela
de cumbre en cumbre.
Ella. Esa luz es de la luna.
Él. Ese ave…
Ella. Deja que cante,
ofrezco al juego del amor
mis oscuros declives.
Leña seca bajo el feraz follaje,
a medianoche —oscura como vino—
en el bosque sagrado, ya muy vieja
para el amor de un hombre, enfurecida
hombres imaginé. E imaginando
con un dolor mayor calmar el leve,
o por ver si la sangre en las marchitas
venas corría aún, herí mi cuerpo,
por cubrir con su vino todo aquello
que pudiese evocar un labio amante.
Después alcé los dedos sobre mí;
oscuras como vino, vi las uñas,
o esa oscuridad que descendía
de las puntas de dedos marchitados;
mas lo oscuro se hizo rojo, y refulgieron
antorchas, y una música estridente
las hojas agitó; una muchedumbre
cargaba la camilla de un herido
o las cuerdas pulsaba, recitando
cómo la bestia dio su fatal golpe.
Majestuosas mujeres se movían
al ritmo de ese canto, con cabellos
desordenados o frentes pesarosas,
la tropa de un pintor del Quattrocento…
una imagen descuidada de Mantegna.
¿Por qué creerán que siempre serán jóvenes?
Contagiada por el duelo, finalmente
contemplé yo su pecho embadurnado
en sangre, y con las otras entoné
también mi maldición. Aquella cosa
ahora sangre y cieno, ese despojo,
volviéndose hacia mí fijó sus ojos
en estos míos, y aunque había vuelto
el sabor agridulce del amor,
esos cuerpos de un cuadro o una moneda,
ebrios de su canción como de vino,
ni vieron caer mi cuerpo ni lo oyeron
gritar, y no supieron que el infausto
no era símbolo o emblema: sólo era
víctima de mi amor y su verdugo.
Qué mozo vivaz me dio más placer
de todos los que yacieron conmigo?
Respondo que di mi alma
y amé sufriendo,
pero tuve gran placer con un mozo
al que amé físicamente.
Saliendo furibunda de sus brazos
reí al pensar que en su pasión
imaginó que yo entregaba un alma
con sólo rozarse nuestros cuerpos,
y reí sobre su pecho al pensar
que tanto da una bestia a otra bestia.
Di lo que otras mujeres dieron
al salir de sus ropas,
pero cuando esta alma, fuera del cuerpo,
desnuda vaya a los desnudos
aquel que la halle hallará en ella
lo que ningún otro sabe.
Y dará la suya y tomará la suya
e imperará por derecho propio;
y aunque amó sufriendo
tan cercano y apretándose tanto,
no hay una sola ave diurna que se atreva
a apagar ese deleite.
Ocultos por la vejez un tiempo
con capa y capucha de enmascarado,
odiando cada uno lo que amaba el otro,
estuvimos cara a cara:
“Que haya encontrado a una como tú”, dijo él,
“no augura nada bueno.”
“Que otros se ufanen cuanto quieran”, dije yo,
mas no oses ufanarte
de que una como yo tuviera un hombre
así como amante en el pasado;
di que de los hombres vivos odio
un hombre así lo que más.”
“Sólo un loco se ufanaría de un amor así”,
declaró él lleno de rabia;
pero uno como él para una como yo…
si ambos pudiésemos desembarazarnos
de este hábito mendicante
encontraríamos palabras más dulces.”
Vence, oh amarga dulzura
que habitas en la tierna mejilla de una muchacha,
al rico y sus negocios,
los gordos rebaños y ubérrimos campos,
los marineros y los bastos labriegos,
vence a los dioses en el Párnaso;
vence al Empíreo, arroja
de su lugar al Cielo y a la Tierra,
que en el mismo desastre
hermano y hermano, amigo y amigo,
familia y familia,
ciudad y ciudad se enfrenten,
por esa enorme gloria enloquecidos.
Rogar quiero y debo cantar,
y sin embargo lloro: la hija de Edipo
se hunde en el polvo sin amor.