UNA MUJER JOVEN Y VIEJA

I
PADRE E HIJA

Me oye golpear la mesa y decir

que le han prohibido

todos los hombres y mujeres buenos

que se la mencione con un hombre

que tiene la peor de las reputaciones;

y entonces contesta

que él tiene hermosos cabellos,

y frío como el viento de marzo los ojos.

II
ANTES DE SER CREADO EL MUNDO

Si hago oscuras las pestañas

y más brillantes los ojos

y más colorados los labios,

o pregunto si todo va bien

de espejo en espejo,

no demuestro vanidad:

busco el rostro que tenía

antes de ser creado el mundo.

¿Qué importa si miro a un hombre

como si fuese mi amado,

mientras mi sangre se enfría

y mi corazón no se conmueve?

¿Por qué habría de pensar que soy cruel

o sentirse traicionado?

Quisiera que amase lo que fue

antes de ser creado el mundo.

III
PRIMERA CONFESIÓN

Admito que la zarza

enredada en mi pelo

no me hirió;

mi palidez y mi temblor

sólo fueron fingidos,

sólo coquetería.

Anhelo la verdad, y sin embargo

no puedo apartarme de aquello

que repudia la mejor parte de mí,

pues la atención de un hombre

trae tanta satisfacción

al ansia de mis huesos.

El brillo que extraigo

del Zodíaco,

¿por qué esos ojos inquisitivos

fijos en mí?

¿Qué pueden hacer sino evitarme

si contesta el vacío de la noche?

IV
EL TRIUNFO DE ELLA

Hasta llegar tú, obedecí al dragón,

pues creía que el amor se improvisaba,

o era un juego con normas que ocurría

si dejaba caer la pañoleta:

las mejores hazañas eran esas

que daban alas al instante, música

celestial si le daban el ingenio;

y entonces tú surgiste en sus anillos.

Necia, yo me burlé, mas lo venciste,

librando de cadenas a mis pies,

un pagano Perseo o bien San Jorge;

y ahora al mar miramos con asombro

y un milagroso pájaro nos chilla.

V
CONSUELO

Oh, pero hay sabiduría

en lo que decían los sabios;

pero estira un poco el cuerpo

y reclina la cabeza

hasta que les cuente a los sabios

dónde se conforta al hombre.

¿Cómo podía ser tan honda la pasión

si nunca hubiese pensado

que el crimen de nacer

mancilla nuestra suerte?

Mas donde se comete el crimen

éste puede olvidarse.

VI
SE ELIGE

La suerte del amor se elige. Lo aprendí

anhelando una imagen en el curso

del Zodíaco rotante.

Apenas él rozó mi cuerpo,

apenas descendió del occidente

o halló reposo subterráneo

en la maternal noche de mi seno,

ya antes lo descubrí en su camino al norte,

y creí que me alzaba, aunque estaba en el lecho.

Luché con el horror de la alborada.

¡Lo elegí para mí! Si me pregunta

por mi máximo gozo con un hombre

una recién casada, tomaré

esa quietud por tema, paradigma

en que su corazón el mío parecía,

ambos a la deriva del río milagroso

donde —escribió un astrólogo muy sabio—

se transforma el Zodíaco en esfera.

VII
SEPARACIÓN

Él. Querida, he de marcharme

mientras la noche cierra los ojos

de los espías de la casa;

ese canto anuncia el alba.

Ella. No, el ave del amor y de la noche

manda que descansen los amantes,

mientras su fuerte canto reprende

el sigilo asesino del día.

Él. La luz del día ya vuela

de cumbre en cumbre.

Ella. Esa luz es de la luna.

Él. Ese ave…

Ella. Deja que cante,

ofrezco al juego del amor

mis oscuros declives.

VIII
SU VISIÓN EN EL BOSQUE

Leña seca bajo el feraz follaje,

a medianoche —oscura como vino—

en el bosque sagrado, ya muy vieja

para el amor de un hombre, enfurecida

hombres imaginé. E imaginando

con un dolor mayor calmar el leve,

o por ver si la sangre en las marchitas

venas corría aún, herí mi cuerpo,

por cubrir con su vino todo aquello

que pudiese evocar un labio amante.

Después alcé los dedos sobre mí;

oscuras como vino, vi las uñas,

o esa oscuridad que descendía

de las puntas de dedos marchitados;

mas lo oscuro se hizo rojo, y refulgieron

antorchas, y una música estridente

las hojas agitó; una muchedumbre

cargaba la camilla de un herido

o las cuerdas pulsaba, recitando

cómo la bestia dio su fatal golpe.

Majestuosas mujeres se movían

al ritmo de ese canto, con cabellos

desordenados o frentes pesarosas,

la tropa de un pintor del Quattrocento…

una imagen descuidada de Mantegna.

¿Por qué creerán que siempre serán jóvenes?

Contagiada por el duelo, finalmente

contemplé yo su pecho embadurnado

en sangre, y con las otras entoné

también mi maldición. Aquella cosa

ahora sangre y cieno, ese despojo,

volviéndose hacia mí fijó sus ojos

en estos míos, y aunque había vuelto

el sabor agridulce del amor,

esos cuerpos de un cuadro o una moneda,

ebrios de su canción como de vino,

ni vieron caer mi cuerpo ni lo oyeron

gritar, y no supieron que el infausto

no era símbolo o emblema: sólo era

víctima de mi amor y su verdugo.

IX
ÚLTIMA CONFESIÓN

Qué mozo vivaz me dio más placer

de todos los que yacieron conmigo?

Respondo que di mi alma

y amé sufriendo,

pero tuve gran placer con un mozo

al que amé físicamente.

Saliendo furibunda de sus brazos

reí al pensar que en su pasión

imaginó que yo entregaba un alma

con sólo rozarse nuestros cuerpos,

y reí sobre su pecho al pensar

que tanto da una bestia a otra bestia.

Di lo que otras mujeres dieron

al salir de sus ropas,

pero cuando esta alma, fuera del cuerpo,

desnuda vaya a los desnudos

aquel que la halle hallará en ella

lo que ningún otro sabe.

Y dará la suya y tomará la suya

e imperará por derecho propio;

y aunque amó sufriendo

tan cercano y apretándose tanto,

no hay una sola ave diurna que se atreva

a apagar ese deleite.

X
ENCUENTRO

Ocultos por la vejez un tiempo

con capa y capucha de enmascarado,

odiando cada uno lo que amaba el otro,

estuvimos cara a cara:

“Que haya encontrado a una como tú”, dijo él,

“no augura nada bueno.”

“Que otros se ufanen cuanto quieran”, dije yo,

mas no oses ufanarte

de que una como yo tuviera un hombre

así como amante en el pasado;

di que de los hombres vivos odio

un hombre así lo que más.”

“Sólo un loco se ufanaría de un amor así”,

declaró él lleno de rabia;

pero uno como él para una como yo…

si ambos pudiésemos desembarazarnos

de este hábito mendicante

encontraríamos palabras más dulces.”

XI
DE ANTÍGONA

Vence, oh amarga dulzura

que habitas en la tierna mejilla de una muchacha,

al rico y sus negocios,

los gordos rebaños y ubérrimos campos,

los marineros y los bastos labriegos,

vence a los dioses en el Párnaso;

vence al Empíreo, arroja

de su lugar al Cielo y a la Tierra,

que en el mismo desastre

hermano y hermano, amigo y amigo,

familia y familia,

ciudad y ciudad se enfrenten,

por esa enorme gloria enloquecidos.

Rogar quiero y debo cantar,

y sin embargo lloro: la hija de Edipo

se hunde en el polvo sin amor.