Entre dos extremos
el hombre recorre su curso;
una tea o un hálito en llamas
viene para destruir
todas esas antinomias
del día y la noche;
el cuerpo lo llama muerte,
remordimiento el corazón.
Pero si esto es así,
¿qué es la alegría?
Existe un árbol que de arriba abajo
mitad es llamas, y mitad follaje
verde humedecido de rocío;
así cada mitad, la escena toda;
cada una consume lo que crea,
y quien cuelga la imagen de Atis entre
esa furia que mira y la hoja ciega,
si no sabe qué sabe, ignora el duelo.
La plata, el oro toma, cuanto puedas,
la ambición satisface, anima días
triviales, y colmándolos de sol
medita, empero, sobre estas sentencias:
aunque sus hijos necesiten fincas,
las mujeres adoran a los vagos;
ningún hombre ha tenido suficiente
gratitud filial o amor de una mujer.
Ya libre del follaje del Leteo,
comienza a prepararte ante la muerte,
y con cuarenta inviernos, a esa idea
las obras de la mente o de la fe,
y todo cuanto has hecho con tus manos
somete, y llámalas saliva en balde,
indignas de los hombres que vendrán
riendo alerta, ufanos, a la tumba.
Vino y se fue mi quincuagésimo año,
y me senté, solitario,
en un concurrido local londinense,
un libro abierto y una taza vacía
sobre la mesa de mármol.
Mientras el local y la calle contemplaba,
mi cuerpo de repente centelleó,
y veinte minutos más o menos
pareció, para mi ventura,
que era bendecido y podía bendecir.
Aunque dore la luz del verano
la anubarrada fronda del cielo,
o un rayo de luz invernal suma el campo
en un dédalo que esparce la tormenta,
no puedo mirar allí,
tanto me abruma la responsabilidad.
Cosas dichas o hechas hace años,
o cosas que ni hice ni dije
pero que pensé que podría decir o hacer,
me abruman y no pasa día
sin que recuerde algo
que espante a mi vanidad o conciencia.
Un prado ribereño a sus pies,
y un aroma a heno recién segado
en la nariz, el gran señor de Chou
gritó, quitando la nieve del monte:
“Que todo desaparezca”.
Ruedas que llevan asnos blancos como la nieve
donde Babilonia o Nínive se alzaban;
algún conquistador tiró de las riendas
y gritó a los fatigados guerreadores:
“Que todo desaparezca”.
Del corazón empapado en sangre del hombre
han crecido esas ramas del día y la noche
de las que pende la estridente luna.
¿Qué significa toda canción?
“Que todo desaparezca”.
El alma. Busca la realidad, deja lo aparente,
El corazón. ¿Qué, haber nacido cantor y no tener tema?
El alma. El carbón de Isaías, ¿qué más puede desear el hombre?
El corazón. ¡Enmudece en la sencillez del fuego!
El alma. Mira ese fuego, dentro camina la salvación.
El corazón. ¿Qué tema tuvo Homero, si no fue el pecado original?
Hemos de separarnos, Von Hügel, aunque muy parecidos,
pues aceptamos los milagros de los santos y honramos la santidad?
El cuerpo de Santa Teresa yace incorrupto en la tumba,
bañado en óleo milagroso, aromas dulces vienen de él
que sanan desde su lápida inscrita. Esas mismas manos tal vez
eternizaron el cuerpo de un santo moderno que en una ocasión
había extraído la momia de un faraón. Yo, aunque el corazón podría
hallar alivio si me hiciera cristiano y optara por creer lo que parece
más grato en la tumba, interpreto un papel predestinado.
Homero es mi ejemplo, y su corazón sin bautizar.
El león y el panal, ¿qué ha dicho la Escritura?
Conque vete, Von Hügel, mas lleva mi bendición.