Mi alma. Te llamo a la escalera centenaria
de caracol; concéntrate en su ascenso
pino sobre los rotos almenares
que se desmoronan,
sobre el aire sin soplo de luceros,
sobre la estrella que marca el polo oculto;
fija cada pensamiento errante en esa fase
donde se cumple todo pensamiento:
¿quién distingue el alma de las sombras?
Mi ego. La hoja consagrada en mis rodillas
es la de Sato, vieja mas intacta,
aún afilada, aún como un espejo,
aún nunca manchada por los siglos;
ese viejo brocado que florece,
de seda, desgarrado del vestido
de una cortesana, que da vueltas
en torno de una vaina de madera,
hecho jirones, puede todavía,
defender, desteñidos sus adornos.
Mi alma. ¿Por qué conserva el hombre en su magín,
cuando no está en la flor ya de su vida,
emblemas del amor y de la guerra?
Piensa en la noche ancestral que puede,
con que sólo la imaginación desprecie
la tierra, y el intelecto sus errancias
de esta a esa otra cosa, liberar
del crimen de la muerte y el nacimiento.
Mi ego. Tercero de su estirpe, Montashigi
hace quinientos años lo creó,
en torno flores de no sé qué brocado
—del púrpura del corazón—. Las tengo
por emblemas del día, ante la torre
emblemática de la noche, invoco
como el derecho de un soldado el privilegio
de cometer el crimen nuevamente.
Mi alma. Lo lleno de esa fase se derrama
y cae sobre la pila de la mente
tanto que el hombre queda sordo, mudo
y ciego, el intelecto no distingue
él es del debe, el conociente de lo conocido,
es decir, asciende al Cielo;
sólo a los muertos se perdona,
mas cuando lo pienso mi lengua es una piedra.
Mi ego. Los vivos están ciegos y lo beben.
¿Qué importa si la acequia está infectada?
¿Qué, si vuelvo a vivir todo de nuevo?
Soportar el esfuerzo de crecer;
la ignominia de la infancia; la angustia
del joven que en un hombre se transforma;
el hombre no concluso y su dolor
se enfrentan con su íntima torpeza;
pero, ¿el hombre concluso entre enemigos?
¿Cómo en nombre del Cielo puede huir
de esa forma estropeada, envilecida,
que el espejo de ojos maliciosos
lanza contra su vista hasta que al fin
piensa que esa forma es suya?
¿Y de qué sirve la huida si el honor
lo encuentra entre ventiscas invernales?
Me contenta vivir todo de nuevo
mil veces, si vivir es arrojar
al desove de ranas de la acequia,
a un ciego que apalea a otros ciegos;
o a la acequia más fecunda la locura
que el hombre realiza o sufrir debe
si corteja a una mujer altiva,
una mujer que no es su alma gemela.
Me contenta seguir hasta su origen
todo hecho de acción o pensamiento;
medirlo todo, ¡todo perdonármelo!
Cuando alguien como yo no se arrepiente
tan gran dulzura viértese en su pecho
que hemos de reír y de cantar,
y todo cuanto existe nos bendice
y a todo cuanto vemos bendecimos.