DIÁLOGO ENTRE EL EGO Y EL ALMA

I

Mi alma. Te llamo a la escalera centenaria

de caracol; concéntrate en su ascenso

pino sobre los rotos almenares

que se desmoronan,

sobre el aire sin soplo de luceros,

sobre la estrella que marca el polo oculto;

fija cada pensamiento errante en esa fase

donde se cumple todo pensamiento:

¿quién distingue el alma de las sombras?

Mi ego. La hoja consagrada en mis rodillas

es la de Sato, vieja mas intacta,

aún afilada, aún como un espejo,

aún nunca manchada por los siglos;

ese viejo brocado que florece,

de seda, desgarrado del vestido

de una cortesana, que da vueltas

en torno de una vaina de madera,

hecho jirones, puede todavía,

defender, desteñidos sus adornos.

Mi alma. ¿Por qué conserva el hombre en su magín,

cuando no está en la flor ya de su vida,

emblemas del amor y de la guerra?

Piensa en la noche ancestral que puede,

con que sólo la imaginación desprecie

la tierra, y el intelecto sus errancias

de esta a esa otra cosa, liberar

del crimen de la muerte y el nacimiento.

Mi ego. Tercero de su estirpe, Montashigi

hace quinientos años lo creó,

en torno flores de no sé qué brocado

—del púrpura del corazón—. Las tengo

por emblemas del día, ante la torre

emblemática de la noche, invoco

como el derecho de un soldado el privilegio

de cometer el crimen nuevamente.

Mi alma. Lo lleno de esa fase se derrama

y cae sobre la pila de la mente

tanto que el hombre queda sordo, mudo

y ciego, el intelecto no distingue

él es del debe, el conociente de lo conocido,

es decir, asciende al Cielo;

sólo a los muertos se perdona,

mas cuando lo pienso mi lengua es una piedra.

II

Mi ego. Los vivos están ciegos y lo beben.

¿Qué importa si la acequia está infectada?

¿Qué, si vuelvo a vivir todo de nuevo?

Soportar el esfuerzo de crecer;

la ignominia de la infancia; la angustia

del joven que en un hombre se transforma;

el hombre no concluso y su dolor

se enfrentan con su íntima torpeza;

pero, ¿el hombre concluso entre enemigos?

¿Cómo en nombre del Cielo puede huir

de esa forma estropeada, envilecida,

que el espejo de ojos maliciosos

lanza contra su vista hasta que al fin

piensa que esa forma es suya?

¿Y de qué sirve la huida si el honor

lo encuentra entre ventiscas invernales?

Me contenta vivir todo de nuevo

mil veces, si vivir es arrojar

al desove de ranas de la acequia,

a un ciego que apalea a otros ciegos;

o a la acequia más fecunda la locura

que el hombre realiza o sufrir debe

si corteja a una mujer altiva,

una mujer que no es su alma gemela.

Me contenta seguir hasta su origen

todo hecho de acción o pensamiento;

medirlo todo, ¡todo perdonármelo!

Cuando alguien como yo no se arrepiente

tan gran dulzura viértese en su pecho

que hemos de reír y de cantar,

y todo cuanto existe nos bendice

y a todo cuanto vemos bendecimos.