EL DON DE HARUN AL-RASHID

Me llamo Kusta Ben Luka, y escribo

a Abd Al-Rabban, mi compañero

de parrandas en tiempos ya lejanos,

y ahora docto Tesorero del Califa,

y sólo para él.

                         Lleva esta carta

por la gran galería del Tesoro

donde penden banderas del Califa

del color de la noche, mas brillantes

igual que la nocturna pedrería,

y aguarda un son marcial; la más pequeña

galería deja atrás, y prosigue

entre los libros sabios de Bizancio

con oro manuscrito en mancha púrpura,

y párate por fin, iba a decir,

donde el libro de cánticos de Safo;

mas no, pues si mi carta allí la dejas,

de un chico enamorado, alguna mano

podría indiferente recogerla

dejándola caer sin advertirlo.

Detente ante el Tratado de Parménides

y escóndela allí, pues que califas

hasta el fin de los tiempos lo tendrán

íntegro como los cánticos de ella,

tanto es su renombre.

                                      A su momento,

a un sabio mostrará mi pergamino

un misterio vedado a los cronistas

salvo al fiero beduino. Aunque apruebo

que en sus tiendas los nómadas acojan

lo que el gran Harun Al-Rashid, absorto

en embajada a Persia o guerra griega,

hubo de abandonar, negar no puedo

que errar por el desierto, tan informe

como el aire en el ala, da un instinto

parecido al del pájaro que vuela.

Mañana hablarán mucho de mí,

mas todo fantasías. ¿No recuerdas

cuando nuestro Califa ajustició

a su Visir Jaffer sin causa clara?

“Si la saya que visto la supiera,

al fuego la echaría hecha jirones”.

Eso fue cuanto supo la ciudad,

mas a él se le vio rejuvenecer;

muy mucho, susurraban los amigos

de Jaffer, como queriendo indicar

que no tenía cargo de conciencia.

Mas eso es de traidores, pues me basta

que, apenas principiaba aquel verano,

el príncipe más noble de la tierra

vino a su más humilde cortesano;

sentado junto al borde de la fuente,

la mano entre los peces del estanque;

y entonces mantuvimos un diálogo

que a todos los cronistas recomiendo

pues muestra que los grandes corazones

saben dejar la hiel y hallar dulzura.

—Tengo ahora una esposa más esbelta,

ya sabes el refrán: “En primavera

cambia de esposa.” Pero no podemos,

ni ella ni yo, dichosos como estamos,

pensar que tú recorres los senderos

cuando la tarde mece los jazmines

y no tengas esposa.

                                      —Mayor soy.

—Quien es como nosotros no parece

viejo como quien vive por costumbre.

Yo salgo con mi halcón todos los días

o cota de malla llevo, o bien cortejo

a una mujer; jamás hace lo mismo

enemigo, mujer o ave de caza.

Así que un cazador en la mirada

guarda un remedo de juventud. ¿Puede

la idea de un poeta, que del cuerpo

surge y cae en el cuerpo como el chorro

puro que en el cielo azul se pierde

y baña la azucena y las escamas

ser remedo?

                       —¡Mas qué si nuestras almas

están más cerca de la piel del cuerpo

que las almas que cazan y hacen versos!

La juventud del alma, y no del cuerpo

asoma a las facciones. Mi luz brilla,

y fielmente no oculta mi linterna

que fue hecha en el reinado de tu padre.

—Mas la estación jazmínea nos calienta.

—Gran príncipe, perdona mi franqueza:

tú piensas que el amor tiene estaciones

y piensas que si quita primavera

lo que ella misma dio no se padece;

mas yo, que con la fe del bizantino,

que al árabe parece antinatura,

creo que una esposa lo es por siempre;

si sus ojos no brillan por los míos

o por otros más jóvenes refulgen,

mi pecho no podrá recuperarse

ni remedio hallará.

                                 —¿Mas y si yo

hubiera iluminado a una mujer

que comparte tus ansias de misterios

y mira más allá de nuestra vida

con un afán que apenas ilumina,

y ella sin embargo brilla plena

cual fuente de la misma juventud

pues rebosa de vida?

                                       -Si eso es cierto,

tendría lo mejor que da la vida,

alguien que me acompañe en los arcanos

que dictan que el alma de un ser sea

ella misma y no otra.

                                     -Ese amor

tiene que ser en ésta y la otra vida

inmutable y en paz, y bien está

que tal amor lo ensalcen los filósofos.

Mas yo que no lo soy, su opuesto alabo.

Mi pasión se redobla cuando pienso

que igual pasión agita a macho y hembra

de pavos y venados; boca a boca,

ridiculiza el hombre el alma eterna.

Y allí su munificencia me dio

lo que agita más flores otoñales

que toda mi repleta primavera.

Una muchacha desde la ventana

de casa de su madre mis paseos

diarios contemplara; había oído

la imposible historia de mis años,

y otra imposible historia imaginó

vivida junto a mí; creyó que el tiempo,

que siempre desfigura lo que toca,

con más razón pedía su cariño.

¿Mas era amor por mí o por el arduo

misterio que mi vista ha confundido

aquello que turbó su fantasía

y su cariño impuso? ¿O fue la antorcha

de aquel misterio arcano la que impuso

tan raro contraluz a mis facciones

para que la pasión contemplativa

de dos se uniera en única materia

por puro desconcierto? Antes incluso

de recorrer las sendas del jardín

y contar la estancias, tuvo abierto

un libro en las rodillas, y preguntas

hizo por los dibujos y su texto;

a menudo la vi mirar, al poco,

viejos escritos áridos y doctos,

viejos haces de leña ya reseca

que no podía ornar la primavera;

o mover una mano cual si fuese

la página miniada la mejilla

de un rostro amado. Cierta noche oscura

quise mirar su cuerpo que dormía

y escribí a la luz de una vela; pero

su cuerpo se movió y, no deseando

su sueño perturbar con esa luz,

me alcé para taparla con un lienzo.

Oí su voz: “Ven, vuélvete, que exponga

lo que arqueó tus hombros y llenó

de palidez tu rostro”. Y contemplé

su cuerpo que en la cama se sentaba.

¿Fue ella la que habló o fue algún genio?

Creo que un genio más bien. A lo largo

de una hora que semejó una vida,

que ella era la sabia y yo era un niño

pareció. Hubo verdades sin un padre,

verdades que ningún libro leído

creó, ni sus ideas ni las mías:

innatas, de alta alcurnia y solitarias,

esos renglones fieros, implacables,

que surgen de un soñar vegetativo,

y errático, incluso aquellas verdades

que cuando ya mis huesos sean polvo

conducirán las huestes de los árabes.

La voz calló; se echó y quedó dormida;

despertó con la aurora, se vistió

y se puso a barrer mientras cantaba

como un niño que ignora lo ocurrido.

Doce años de sueño natural,

y al fin, cuando la luna llena alzaba

su forma en lo más alto, en pie se puso

y con ojos cerrados de sonámbula

caminó por la casa. Sin hablarle,

la cubrí con un manto con capucha,

y ella, casi corriendo, se cayó

en las primeras dunas del desierto,

y allí marcó en la arena los emblemas

que día a día estudio con asombro

con su dedo tan blanco. Adormilada,

a casa la llevé, mas nuevamente

a barrer comenzó mientras cantaba

como un niño que ignora lo ocurrido.

Incluso hoy, pasados siete años,

cuando quizá tres veces cada luna

el saber de los genios del desierto

susurra, ella mantiene esta ignorancia;

aunque ya no conserva la primera

fascinación impropia por mis libros,

parece que le baste mi presencia;

y no obstante, mi viejo compañero

de estudios, cuyo oído pacientísimo

oyó mis juveniles ansiedades,

creo que he de conquistar el saber

a cambio de mi paz. ¿Y si perdiera

su ignorancia y soñara que la quiero,

tan sólo por la voz, que los regalos

y todas las palabras de alabanza

el pago son de aquella voz nocturna

que es a la edad lo que la leche al niño?

Si perdiese su amor porque perdiera

su fe en el mío, o incluso si perdiera

su sencillez primera, amor y voz,

despojado sería de mis plumas

y quedaría tiritando. Tiene

características la voz del carácter

de su amor. Los signos y las formas;

todas las abstracciones que creías

guardaba el gran Tratado de Parménides;

aquellas espirales y los cubos

y todo cuanto ocurre a medianoche

nueva expresión son de su cuerpo, ebrio

de ese amargo dulzor, su juventud.

Y ahora mi misterio más secreto

se sabe ya. Bandera en la tormenta

es la belleza femenina: toda

sabiduría es inferior, y sólo

de todos los amantes de la Arabia,

no ofuscado por telas, ni perdido

en el caos de sus pliegues nocturnales,

puedo oír yo la voz del hombre armado.