Muchas cosas ingeniosas y hermosas ya no existen
que parecían puro milagro a la multitud,
guardadas por el círculo de la luna
que lanza alrededor las cosas corrientes. Allí se alzaba
entre el bronce y la piedra ornamentales
una antigua imagen de madera de olivo,
y ya no están los famosos mármoles de Fidias
ni todos los saltamontes y abejas de oro.
También tuvimos muchos juguetes bonitos antaño:
una ley indiferente a culpa o elogio,
a soborno o amenaza: costumbres que hicieron que el viejo error
se derritiera como cera bajo los rayos del sol;
al madurar durante tanto tiempo la opinión pública
creímos que sobreviviría a todos los días futuros.
Oh, ¡qué exquisito pensamiento tuvimos al creer
que bribones y granujas habían desaparecido!
Se extrajo todo diente, se olvidaron todas las antiguas tretas,
y un gran ejército no fue más que ostentación.
¡Qué importa que ningún cañón se convirtiera
en un arado! El parlamento y el rey
pensaron que si no se quemaba un poco de pólvora
podían los trompeteros trompetear hasta reventar
y aun así faltar toda gloria; y que acaso
no brincarían los soñolientos corceles de la guardia.
Hoy los días los cabalga un dragón, la pesadilla
el sueño: una soldadesca borracha
puede dejar que la madre, asesinada en su puerta,
se arrastre entre su sangre, y quedar impune;
la noche puede sudar con terror como antes
uníamos nuestros pensamientos en la filosofía
y planeábamos dominar con una ley al mundo,
no más que ratas que pelean en su agujero.
A aquel que puede leer los signos sin hundirse
ante la media verdad de un estupefaciente
de mentes superficiales; que sabe que ninguna obra dura
si la salud, la riqueza o la paz de espíritu se gastan
en una obra maestra del intelecto o la mano,
y ningún honor deja su poderoso monumento,
sólo un consuelo le queda: todo triunfo
no hará más que caer sobre su fantasmal soledad.
Mas, ¿queda algún consuelo por hallar?
El hombre ama, y ama lo que escapa,
¿qué más hay que decir? Que en todo el país
nadie se atrevería a admitir, de pensarlo,
que podría haber un incendiario o fanático
que quemara esa cepa en la Acrópolis,
o rompiera en pedazos los mármoles famosos,
o traficara con saltamontes y abejas.
Cuando los bailarines chinos de Loie Fuller se envolvían
en una brillante red, una flotante cinta de tela,
parecía que un dragón aéreo
hubiera caído sobre ellos, los hubiera dispersado,
los hubiera hecho partir aprisa con su correr vertiginoso;
así el Año Platónico
girando trae nuevos errores y aciertos,
y girando se lleva los antiguos;
todos los hombres son bailarines, y su paso
sigue el bárbaro repique de un gong.
Un moralista, o un poeta mitológico,
compara a un cisne el alma solitaria;
y a mí me basta eso,
me basta que lo muestre un espejo turbulento,
antes de que desaparezca el breve destello de su vida,
como una imagen de su estado;
desplegando las alas para el vuelo,
el pecho henchido con orgullo,
ya sea para jugar, o dejarse llevar
por esos vientos que proclaman que anochece.
Un hombre que medita en secreto
se pierde en el laberinto que ha creado
en el arte o la política;
un platónico afirma que en el trance
en que hemos de dejar cuerpo y oficio
la vieja costumbre permanece,
y que si nuestras obras pudiesen
desaparecer con nuestro hálito,
ésa sería una muerte afortunada,
pues el triunfo sólo echa a perder nuestra soledad.
El cisne ha saltado al desolado cielo:
esa imagen puede traer desenfreno, la rabia
que acabe con todas las cosas, que acabe
lo que mi afanosa vida imaginó, e incluso
la página por imaginar, por escribir;
oh, soñábamos con reparar
cuanto mal afligía a la humanidad, pero ahora
que soplan los vientos invernales
vemos que estábamos locos al soñar.
Nosotros que hace siete años
hablábamos del honor y la verdad,
chillamos de placer si mostramos
el giro de la rata, el diente de la rata.
Burlémonos de los grandes
que tantos pesos tenían en la mente
y se afanaron tanto y hasta tan tarde
para dejar detrás un monumento
y no pensaron en el viento arrasador.
Burlémonos de los sabios;
con todos aquellos calendarios
en que fijaron sus ojos ya cansados,
nunca vieron correr las estaciones
y hoy miran boquiabiertos al sol.
Burlémonos de los buenos
que imaginaron alegre el bien,
y hartos de soledad
podrían proclamar un día festivo:
el viento aulló, ¿y dónde están?
Y burlémonos de quien se burla
y no levantaría un solo dedo
para ayudar a buenos, sabios, grandes,
a impedir el paso a la tormenta, pues
traficamos con burlas.
Violencia en los caminos: de caballos;
con jinetes apuestos y guirnaldas
en las finas orejas o en las crines.
Cansados de correr vuelta tras vuelta,
todos se quiebran y desaparecen,
y el mal se recupera y cobra fuerzas:
las hijas de Herodías han tornado,
un golpe de viento polvoroso
y un tumulto de imágenes y pasos,
en pos del laberinto de los vientos;
si alguna mano osada toca a una,
con gritos amorosos o iracundos,
pues todas están ciegas, se revuelven
según el viento sople, mas ahora
el viento amaina, el polvo se aposenta:
con los ojos en blanco da bandazos,
bajo los rizos necios y pajizos
de ese insolente diablo, Robert Artisson,
a quien la enamorada Lady Kyteler
dio rucias plumas de pavo real
y coloradas crestas de sus gallos.