¿Qué debo hacer con este absurdo,
oh corazón atribulado, esta caricatura:
la edad provecta que me han atado
como al rabo de un perro?
Nunca tuve
imaginación más vehemente, apasionada,
fantástica, ni oído ni vista
que más esperaran lo imposible;
no, no en la niñez cuando con caña y mosca,
o la humilde lombriz, subía por detrás del Ben Bulben
y tenía ante mí un interminable día de verano.
Parece que he de decir a la Musa que se marche,
escoger por amigos a Platón y Plotino,
hasta que imaginación, vista y oído
se contenten con discutir y ocuparse
de lo abstracto; o que se rían de ellas
por una abollada cacerola a los talones.
Recorro las almenas y contemplo
los cimientos de una casa, o donde un árbol,
como un dedo tiznado, se yergue de la tierra;
y envío la imaginación
bajo los rayos del sol que declina, y evoco
imágenes y recuerdos
de ruinas o árboles antiguos,
pues quisiera preguntar a todos ellos.
Tras esa cumbre vivía Mrs. French, y un día
en que toda palmatoria o candelabro de plata
iluminaba la oscura caoba y el vino,
un sirviente, que sabía adivinar
cualquier deseo de la respetada dama,
corrió y con las tijeras del jardín
a un insolente granjero le cortó las orejas
y se las trajo cubiertas en un plato.
Algunos recordaban cuando yo era joven
a la campesina a la que alababa una canción,
que había vivido en algún sitio del pedregal aquél,
y ensalzaban el color de su cara,
y eran muy dichosos ensalzándola,
recordando que, si iba allí,
los granjeros se apelotonaban en la feria,
tanta gloria otorgaba la canción.
Otros, enloquecidos por los versos,
o por los muchos brindis que le dedicaban,
se alzaban de la mesa y declaraban
tener que probar la fantasía con la vista;
mas tomaron el brillo de la luna
por la prosaica luz del día
—el canto les había enajenado—
y uno se ahogó en el tremedal de Cloone.
Lo raro es que quien compuso la canción era ciego;
mas, teniéndolo todo en cuenta, no veo
nada raro; la tragedia empezó
con Homero, que era ciego, y Helena
ha traicionado a cuanto corazón haya vivido.
Oh, que la luz del sol y de la luna
semejen un solo rayo inextricable,
pues si yo triunfo he de enloquecer a los hombres.
Y yo mismo creé a Hanrahan
y lo llevé sobrio o borracho por el alba
desde algún sitio entre las cabañas vecinas.
Atrapado por los malabarismos de un viejo,
tropezó, tropezó, fue andando a tientas,
y sólo recibió en pago las rodillas rotas
y un terrible esplendor de su deseo;
hace veinte años que concebí todo esto:
en un viejo granero, buenas gentes
barajaban las cartas, y cuando llegó el turno
a aquel viejo rufián, tanto hechizó en sus dedos
los naipes que todos menos uno se volvieron
un montón de perros, no de cartas,
y al restante lo transformó en liebre.
Hanrahan se levantó frenético
y a las criaturas que ladraban siguió a…
Oh, he olvidado adonde, ¡basta!
He de recordar a un hombre que ni amor
ni música ni oreja cortada de enemigo
podían —tan atribulado estaba— alegrar;
una figura que se ha vuelto tan fabulosa
que no queda vecino que decir pueda
cuando haya acabado sus días miserables:
un antiguo dueño de esta casa, que se arruinó.
Antes de esa ruina, durante siglos,
rudos hombres de armas, con jarreteras hasta las rodillas
o calzados de hierro, subieron la estrecha escalera,
y hubo ciertos guerreros cuyas imágenes,
que la Gran Memoria conserva,
vienen con fuertes gritos, sin resuello,
a romper el descanso del durmiente
mientras sus grandes dados caen sobre la mesa.
Pues quiero a todos preguntar, vengan todos;
ven tú, viejo hidalgo menesteroso;
y trae al errabundo ciego celebrador de la belleza;
el pelirrojo a quien envió el juglar
por prados olvidados de Dios; Mrs. French,
que tenía tan fino oído;
quien se ahogó en el lodo de una ciénaga
cuando las burlonas Musas eligieron a la aldeana.
¿Acaso todo viejo y vieja, rico y pobre,
que estas rocas hollara o atravesó esta puerta,
en público o en secreto se enfureció,
como yo ahora, contra la vejez?
Mas he visto una respuesta en esos ojos
que están impacientes por marchar;
id, pues; pero dejad a Hanrahan,
que necesito todos sus tremendos recuerdos.
Tú, viejo verde y enamoradizo,
saca de esa honda mente reflexiva
todo lo que has descubierto en la tumba,
pues seguro que has
contado toda imprevista e invidente
caída, atraída por ojos que enternecen,
o por un roce o un suspiro,
en el laberinto de otro ser;
¿se demora más la imaginación
en la mujer ganada o la perdida?
Si en ésta, admite que te apartaste
de un gran laberinto por orgullo,
cobardía, o alguna necia idea harto sutil
o algo que en tiempos se llamó conciencia;
y que si vuelve a presentarse el recuerdo,
el sol se eclipsa y se emborrona el día.
Es hora de que haga testamento;
elijo hombres íntegros
que suben el arroyo hasta
el salto de la fuente, y al alba
hacen su lanzamiento junto
a la piedra goteante; declaro
que ellos heredarán mi orgullo,
el orgullo de quienes no estuvieron
ligados a Causa o Estado,
ni a esclavos escupidos
ni a los tiranos que escupían,
la gente de Burke y Grattan
que dio, aun libre de negarse,
orgullo, como aquél de la mañana
cuando la luz se precipitaba libre,
o el del cuerno fabuloso,
o el de la lluvia repentina
cuando están secos los arroyos,
o el de esa hora
en que el cisne ha de fijar la vista
en un reflejo que se apaga,
y flotar sobre un largo, último trecho
de un arroyo fulgurante
y allí cantar su postrer canto.
Y declaro mi fe;
me río de las ideas de Plotino
y le grito a Platón en su cara,
la muerte y la vida no existían
hasta inventarlas el hombre,
hasta que hizo absolutamente todo
a partir de su alma acerba,
sí, el sol, la luna y las estrellas, todo,
y además de todo eso
que cuando morimos resucitamos,
soñamos y así creamos
el Paraíso Traslunar.
He dispuesto mi paz
con doctas cosas italianas
y las orgullosas piedras de Grecia,
las imaginaciones de un poeta
y los recuerdos del amor,
de lo dicho por las mujeres,
todas esas cosas con las cuales
el hombre crea un sobrehumano
sueño que semeja un espejo.
Como en esa aspillera,
parlotean y chillan las cornejas
y dejan caer capas de ramitas.
Cuando las hayan amontonado,
la pájara se posará
sobre la cima hueca
y así calentará el salvaje nido.
Hecho de ese metal
hasta que lo rompió
este oficio sedentario,
dejo tanto la fe como el orgullo
a los jóvenes íntegros
que suben la ladera,
para que bajo el alba que irrumpe
dejen caer una mosca.
Ahora debo curarme el alma,
y obligarla a estudiar
en una escuela ilustrada
hasta que el naufragio del cuerpo,
la lenta decadencia de la sangre,
el delirio del mal genio
o la gris decrepitud,
o un mal aun peor
(la muerte de los amigos, o la muerte
de cuantos brillantes ojos
nos dejaban sin aliento),
no parezcan más que las nubes del cielo
cuando se desvanece el horizonte,
o el grito somnoliento de un pájaro
en la umbría que se ahonda.