Él. Nunca hasta esta noche me he sobrecogido.
La elaborada luz de las estrellas
vierte un reflejo sobre el arroyo oscuro,
y relucen los remolinos;
y entonces sobreviene ese grito
de una aterrorizada, invisible, bestia o ave:
imagen de un recuerdo lacerante.
Ella. Una imagen de mi corazón golpeado,
sin ninguna verosimilitud, o razón,
y cuando al fin,
pasada la amargura juvenil,
pensé que todos mis días habían transcurrido
en lugares hermosísimos; golpeada como
si no hubiera aprendido su lección.
Él. ¿Por qué has puesto tus manos en mis ojos?
¿Qué te ha advertido repentinamente
que sería mejor
que nunca mis ojos descansaran?
¿Qué hay sino el lento declinar hacia el oeste,
el río que es imagen de los cielos fulgurantes,
todo lo que hasta ahora te hechizaba?
Ella. Una amada de otra vida flota allí
como si hubiera sido forzada a permanecer
tras una vaga aflicción
o una arrogante hermosura,
simplemente para soltarse una trenza
entre los estrellados remolinos de su pelo
sobre la palidez de un dedo.
Él. Pero, ¿por qué ibas a tener miedo de repente
y comenzar —conmigo a tu lado—
a imaginar
que cualquier noche puede hacer
que comparezca una imagen o algo
incluso a ojos que enloqueció la belleza,
pero imágenes para cogerles más cariño?
Ella. Ahora ella se ha lanzado los brazos a la cabeza;
si los lanzó para burlarse de mí,
o para descubrir,
ahora que los dedos no atan,
que su cabello ondea sobre el viento,
yo no lo sé, que sé que temo
lo que se cierne y me ha traído la noche.