SALOMÓN Y LA HECHICERA

Y esto declaró esa dama árabe:

—Cuando bajo la loca luna, anoche,

sobre un colchón de hierba reposaba

con el gran Salomón entre mis brazos,

de repente grité en idioma extraño

que no era el suyo ni el mío.

                                                 Quien entendió

lo que quiera que dije, suspiré,

canté, aullé, maullé, ladré, bramé,

rebuzné, relinché, cacareé,

a ello replicó: “Un gallo joven

cantó desde una rama de manzano

trescientos años antes de la Caída

y nunca volvió a cantar más hasta hoy,

y no lo hubiera hecho si no es porque pensó,

unidos ya el Azar y la Elección,

que todo lo que trajo la manzana

malhechora y este mundo vil

habían muerto por fin. Quien cacareó

que había acabado la Eternidad

creyó que nuevamente la anunciaba,

que aunque tenga el amor ojos de araña

para hallar el dolor más apropiado

—sí, aunque vea toda la pasión—

a cada nervio, y pone a prueba a un amante

con crueldades de Elección y de Azar;

y cuando acaba ese asesinato

quizá el lecho nupcial traiga la angustia

pues cada cual trae una imagen que imagina

y allí halla una imagen real.

El mundo acaba cuando estas dos cosas,

aunque varias, son una única luz

cuando arden unidas mecha y aceite;

por tanto una bendita luna anoche

le dio a Salomón su Saba.

—Pero el mundo permanece.

                                                  —Si es así,

tu gallo nos halló en lugar erróneo,

mas pensó que tenía que cantar.

Quizá una imagen sea fuerte en demasía

o tal vez no lo sea lo suficiente.

Ha caído la noche; ningún ruido

se oye en el sagrado bosquecillo

si no es el de los pétalos que caen;

ninguna vista humana se contempla

si no es la hierba blanda en que yacimos;

y la luna enloquece por minutos.

¡Oh, Salomón, volvamos a intentarlo!